Pasado un pueblo que se llamaba Rattusa, vio una cabina telefónica que funcionaba de milagro. Se detuvo, bajó y marcó un número.
– ¿El periodista Ragonese?
– Yo mismo. ¿Con quién hablo?
– Me llamo Russo, Luicino Russo, y soy cazador -contestó Montalbano disimulando la voz.
– Dígame, señor Russo.
– La cosa se ha repetido -dijo el comisario en tono conspirador.
– ¿Qué cosa, perdone?
– La del rito satánico del que usía habló ayer en la televisión. He encontrado otras dos bolsas.
– ¿De veras? -preguntó Ragonese, súbitamente interesado-. ¿Dónde las ha encontrado?
– Aquí -respondió, interpretando el papel de imbécil.
– ¿Aquí dónde?
– Aquí donde estoy.
– Sí, pero ¿dónde está?
– En el término de Spiranzella, precisamente donde hay cuatro grandes olivos. -A cincuenta kilómetros de distancia de la residencia del periodista-. ¿Qué hago? ¿Llamo a la policía?
– No, hombre; la llamaremos juntos. De momento no se mueva de ahí. Y, sobre todo, no avise a nadie. Voy enseguida.
– ¿Viene solo?
– No; con un cámara.
– ¿Y a mí me cogerá?
– ¿En qué sentido?
– ¿Me fotografiará a mí? ¿Me sacará en la televisión? Así me verá todo el mundo. Eso me gustaría mucho.
Volvió a subir al coche, llegó al término de Spiranzella, dejó las bolsas debajo de uno de los cuatro olivos y se fue.
Al entrar en la comisaría, encontró a Catarella en su sitio.
– Pero ¿tú no tenías fiebre?
– Me la he quitado, dottori.
– ¿Cómo?
– Me tomé cuatro aspirinas, luego me bebí un vaso de vino caliente y luego me acosté y me dormí. Así se me pasó.
– ¿Quién está en la comisaría?
– Fazio aún no ha venido, el dottori Augello ha tilifoniado que aún tenía unas cuantas décimas, pero que haría acto de presencia a lo largo de la mañana.
– ¿Hay alguna novedad?
– Hay un siñor que quiere hablar con usía y que se llama… espere que lo leo, me lo ha escrito en un papelito. Es un nombre muy fácil, pero lo he olvidado. Espere, aquí está: se llama Giacchetta.
– ¿Y te parece un nombre de esos que uno olvida?
– A mí me pasa, dottori.
– Bueno, yo voy a mi despacho y después lo haces pasar.
El hombre que se presentó era un cuarentón bien vestido, elegante, con el cabello impecablemente cortado, bigotito, gafas y pinta de perfecto empleado de banco.
– Siéntese, señor Giacchetta.
– Giacchetti. Me llamo Fabio Giacchetti.
Montalbano soltó un juramento para sus adentros ¿Por qué seguía fiándose de los nombres que le decía Catarella?
– Dígame, señor Giacchetti.
El hombre se sentó, se arregló la raya de los pantalones, se alisó el bigotito, se reclinó en la silla y miró al comisario.
– ¿Y bien?
– La verdad es que no sé si he hecho bien en venir aquí.
¡Oh, Virgen santa! Le había tocado el indeciso, el perplejo; la peor especie entre todos los que acudían a una comisaría.
– Mire, ésa es una cuestión que deba decidir usted. Yo no puedo darle una ayudita, tal como dicen en los concursos de la tele.
– Bueno, el caso es que anoche presencié una cosa… no sé cómo, en fin… una cosa que no sé cómo definir.
– Si usted decide contármela, quizá juntos conseguimos encontrarle una definición -propuso Montalbano, que empezaba a notar que le estaban tocando ligeramente los cojones-. Si, por el contrario, no me la cuenta, me despido de usted.
– Bueno, al principio me pareció… en un primer momento, pues, me pareció un pirata callejero, ¿sabe cómo son?
– Sí, sé distinguir un pirata callejero de un pirata de mar, ésos con el ojo tapado y la pata de palo. Mire, señor Giacchetti, no tengo mucho tiempo que perder. Empecemos por el principio, ¿le parece bien? Le haré unas cuantas preguntas, digamos, de precalentamiento.
– De acuerdo.
– ¿Usted es de aquí?
– No; soy romano.
– ¿Y qué hace en Vigàta?
– Desde hace tres meses dirijo la sucursal del Banco Cooperativo.
El comisario había acertado. Aquel hombre tenía que ver con los bancos. Se nota enseguida: el que maneja el dinero de los demás en esas catedrales que son los grandes bancos adquiere un aire austero, reservado, clerical, propio de quien tiene que celebrar ciertos ritos secretos, como el reciclaje de dinero sucio, la usura legal, las cuentas cifradas, la exportación clandestina de capitales. Sufren, en suma, de la misma deformación profesional que los sepultureros, quienes, a fuerza de manejar cadáveres todos los días, acaban pareciendo cadáveres ambulantes.
– ¿Dónde vive?
– Por ahora, a la espera de encontrar un apartamento decente, mi mujer y yo estamos alojados en un chaletito de sus padres sito en la carretera de Montereale. Nos han cedido su casa de campo.
– Bueno, si me dice lo que ha ocurrido…
– Anoche, sobre las dos, mi mujer, Elena, empezó a sentir dolores de parto. Entonces la metí en el coche y me dirigí al hospital de Montelusa…
Finalmente se había soltado.
– Justo a la entrada de Vigàta observé, a la luz de los faros, a una mujer que caminaba delante de mi coche. En aquel instante apareció un bólido, me adelantó casi rozándome, me pareció que derrapaba y apuntó hacia la mujer. Ésta se dio cuenta del peligro, pues sin duda oyó el rugido del motor, dio un salto hacia su derecha y cayó a la cuneta. El coche se detuvo unos segundos y después se alejó derrapando.
– En resumen, ¿no la arrolló?
– No. Ella consiguió apartarse.
– ¿Y usted qué hizo?
– Me detuve a pesar de que mi esposa se quejaba, porque se encontraba muy mal, y bajé. Entretanto la mujer se había levantado. Le pregunté si estaba herida y me contestó que no. Entonces le dije que subiera al coche, que la llevaría al pueblo. Aceptó. Durante el trayecto llegamos a la conclusión de que el conductor de aquel automóvil debía de haber bebido demasiado, que evidentemente había sido una broma imbécil. Después ella me indicó dónde tenía que parar y bajó. Pero antes me suplicó que no comentara con nadie lo que había visto. Me dio a entender que regresaba de un encuentro amoroso…
– ¿No le dijo por qué andaba sola por ahí a esa hora?
– Insinuó… dijo que se le había parado el coche y ya no había podido volver a ponerlo en marcha; después descubrió que ya no tenía gasolina.
– ¿Y cómo terminó la cosa?
Giacchetti se desconcertó.
– ¿Con la señora?
– No, con su esposa.
– No… no entiendo…
– ¿Ha sido usted padre o no?
Giacchetti se iluminó.
– Sí. De un varón.
– Enhorabuena. Dígame, ¿qué edad tendría la mujer?
Giacchetti sonrió.
– Unos treinta años, comisario. Era alta, morena, guapísima. Estaba alterada, claro, pero era guapísima.
– ¿Dónde bajó?
– En el cruce de via Serpotta y via Guttuso.
– ¿En tres meses conoce tan bien las calles de Vigàta?
Giacchetti se ruborizó.
– No… es que… cuando bajó la señora… yo miré los nombres de las calles.
– ¿Por qué?
Giacchetti ardió como una llama.
– Bueno es que… instintivamente…
Pero ¡qué instintivamente ni qué niño muerto! Fabio Giacchetti había mirado el nombre de las calles porque aquella mujer le había gustado y quería volver a verla. Marido fiel, padre feliz y adúltero eventual.
– Mire, señor Giacchetti, usted me ha dicho que en un primer momento pensó que se trataba de un pirata callejero, pero que después, hablando con la mujer, convino en que había sido una broma peligrosa y estúpida. Ahora usted está aquí, delante de mí. ¿Por qué? ¿Ha vuelto a cambiar de idea?
Giacchetti vaciló.
– Es que… no es que haya… pero hay algo…
– ¿Hay algo que no le cuadra?
– Verá, en el hospital, mientras esperaba a que Elena diera a luz, pensé de nuevo en lo ocurrido, simplemente para distraerme… Cuando el coche que había apuntado contra la mujer se detuvo, yo aminoré la marcha… y entonces me pareció que el conductor se asomaba a la ventanilla del copiloto y le decía algo a la mujer, que se encontraba en la cuneta… En toda lógica tendría que haberse largado… se arriesgaba, por ejemplo, a que yo viera el número de su matrícula…
– ¿Lo vio?
– Sí, pero lo olvidé. Empezaba con BG. A lo mejor, si volviera a ver el coche… Y después tuve una impresión, pero no sé si…
– Dígamela.
– Tuve la impresión de que la mujer había comentado conmigo lo que acababa de ocurrir sólo porque yo había presenciado los hechos y comencé a comentarlos. No sé si me explico.
– Se explica muy bien. A la mujer no le apetecía insistir en el incidente.
– Exactamente, comisario.
– Una última pregunta. Usted tuvo la impresión de que el conductor le decía algo a la mujer. ¿Querría explicarme mejor por qué tuvo esa impresión?
– Porque vi la cabeza del hombre asomando por la ventanilla del copiloto.
– ¿No podría ser que se hubiera asomado sólo para ver en qué condiciones se encontraba la mujer?
– Lo descarto. Cuanto más lo pienso, tanto más me convenzo de que le dijo algo. Mire, hizo un gesto con la mano para acompañar sus palabras.
– ¿Qué gesto?
– No lo vi bien, pero vi su mano fuera de la ventanilla, eso sí.
– Sin embargo, la señora no mencionó que aquel hombre le hubiera dicho algo.
– No.
Fazio se presentó entrada la mañana, y Montalbano le contó el asunto que le había expuesto Giacchetti.
– Dottore, ¿y qué podemos hacer nosotros si uno, al volante y borracho como una cuba, se divierte dándole un susto a una mujer y fingiendo atropellada?
– ¿O sea, que tú opinas que se trató de una broma? Mira que ésa es la tesis con la cual la bella desconocida intentó convencer al banquero.
– ¿Usía piensa otra cosa?
– Son sólo suposiciones. ¿No podría ser un intento de homicidio?
Fazio adoptó una expresión dubitativa.
– ¿Ante testigos, dottore? Giacchetti iba detrás de ellos.
– Perdona, Fazio, pero si ese conductor hubiera matado a la mujer, ¿qué habría podido decirnos Giacchetti?
– Bueno, por ejemplo, el número de la matrícula.
– ¿Y si fuera un coche robado?
Fazio no contestó.
– No -repuso Montalbano-. La cosa me huele a chamusquina.
– ¿Por qué?
– Porque no la mató, Fazio. Porque sólo quiso asustarla. Y no en broma. Se detuvo, le dijo algo y se fue. Y ella hizo todo lo que pudo para quitar importancia al asunto.
– Oiga, dottore, si las cosas son como usía dice, ¿no podría ser que el conductor fuera, qué sé yo, un amante abandonado, un pretendiente rechazado?
– Es posible. Y eso es lo que me preocupa. Puede intentarlo por segunda vez y hasta herirla gravemente o matarla.
– ¿Quiere que me encargue del asunto?
– Sí, pero sin perder en ello demasiado tiempo. Quizá todo sea una bobada.
– ¿Dónde se bajó esa mujer?
– En el cruce entre via Serpotta y via Guttuso.
Fazio hizo una mueca.
– ¿No te gusta Guttuso?
– No me gusta el barrio, dottore. Vive gente rica.
– ¿No te gusta la gente rica? ¿A qué viene esta novedad? Antes me reprochabas que era un comunista radical, y ahora…
– El comunismo no tiene nada que ver, dottore. El caso es que la gente rica siempre causa problemas, es difícil de tratar, una palabra de más, y se cabrea.
– Dottori, está al tilífono la siñurita Nivia que le quiere hablar personalmente en persona.
– ¿Y quién es esa Nivia?
– Pero ¿qué hace, dottori, habla en broma?
– No hablo en broma, Catarè, no quiero hablar con ella.
– ¿Seguro, dottori?
– Seguro.
– ¿Le digo que usía no está aquí?
– Dile lo que te parezca, coño.
Poco antes de que el comisario decidiera que había llegado la hora de ir a comer, se presentó Mimì Augello. Parecía bastante descansado. Pero estaba furioso.
– ¿Cómo estás, Mimì?
– Tengo un poco de fiebre, pero me siento con ánimos para estar de pie. Quería saber tus intenciones.
– ¿Sobre qué?
– Salvo, no finjas no entender. Me refiero al muerto de la bolsa. Aclaremos las cosas, así no habrá equívocos ni malentendidos. ¿Te encargas tú o me encargo yo?
– Perdona, sinceramente no lo entiendo. ¿Quién es el responsable de esta comisaría, tú o yo?
– Si te pones en ese plan, es evidente que no tenemos nada que decirnos. La investigación te corresponde a ti por derecho.
– Mimì, ¿puedo saber qué mosca te ha picado? ¿Acaso en los últimos tiempos, a menudo y de buen grado, no te he dejado actuar con toda libertad? ¿No te he dado cada vez más espacio? ¿De qué te quejas?
– Es cierto. Antes te entrometías en todo y les tocabas los cojones a todos; ahora eres menos coñazo. Con frecuencia me has dejado investigar a mí.
– ¿Pues entonces?
– Sí, pero ¿investigar qué? Básicamente chorradas. Los robos en el supermercado, el atraco en la estafeta de correos…
– ¿Y la muerte del dottor Calì?
– ¿Eso? Pero ¡si a la señora Calì la sorprendimos prácticamente con el revólver humeante en la mano! ¡Imagínate que caso! Aquí el asunto es distinto. El muerto de la bolsa es una de esas cosas que pueden devolverte las ganas de trabajar.
– ¿Y bien?
– No quiero que, si me encargas la investigación, me la quites de las manos a cierta altura. Pactos claros, ¿de acuerdo?
– Mimì, no me gusta cómo me estás hablando.
– Pues adiós, Salvo -dijo Augello, dando media vuelta y abandonando el despacho.
Pero ¿qué le ocurría a Mimì? Hacía por lo menos un mes que parecía de mal humor. Nervioso, siempre a punto de saltar, aunque sólo fuera por media palabra que le hubiera parecido de más, a menudo taciturno. Se notaba que a veces no le regía la cabeza, perdido en pos de algún pensamiento. Estaba claro que algo lo roía por dentro. A lo mejor su matrimonio con Beba le hacía ese efecto. Pero ¡si al principio parecía contento y feliz por el nacimiento de su hijo! Seguro que podría obtener alguna información a través de Livia. Ella y Beba se habían hecho amigas y solían hablar por teléfono.
Salió de la comisaría y fue en coche a la trattoria de Enzo. Pero por el camino se dio cuenta de que la conversación con Mimì le había quitado el apetito. Habían discutido otras veces, claro, y en ocasiones se habían peleado de mala manera, pero esta vez había advertido un tono distinto en sus palabras. La verdadera finalidad de las palabras de Augello no era establecer a quién correspondía la investigación. No; la finalidad era otra: quería provocarlo, quería armar jaleo, quería pelearse. Tal como había hecho con Ajena la mañana del día anterior. Buscaba un desahogo. Buscaba un pretexto para vomitar todo lo malo que llevaba dentro.
En Marinella se sentó en la galería y se adormiló como una lagartija al sol.
Por la tarde, antes de regresar a la comisaría, llamó a Catarella.
– ¿Me ha llamado por casualidad el doctor Pasquano?
– No, siñor dottori.
Colgó y marcó otro número.
– Soy Montalbano. ¿Está el doctor Pasquano?
– Estar sí está, señor comisario. Pero lo que no sé es si podrá ponerse al teléfono, porque está trabajando.
– Inténtelo.
Esperó repasando la tabla del siete, que para él era la más difícil.
– Pero ¡qué grandísimo tocacojones es usted, comisario! ¿Qué coño quiere? -empezó Pasquano, con aquella dulce amabilidad que le era propia.
– ¿Ha hecho la autopsia?
– ¿Cuál? ¿La de la chica degollada? ¿La del marroquí ahogado? ¿La del campesino muerto de un disparo? ¿La del…?
– La del hombre troceado dentro de una bolsa.
– Sí.
– ¿Me podría…?
– No.
– ¿Y si voy a verlo dentro de media hora?
– Pongamos una hora.
Cuando llegó y preguntó por Pasquano, un auxiliar le contestó que el doctor aún estaba trabajando y que había dado orden de que lo esperara en su despacho.
Lo primero que vio el comisario encima del escritorio de Pasquano, entre papeles y fotografías de asesinados, fue una bandeja de cannoli gigantes -esos dulces rellenos de ricotta- al lado de una botella de passito de Pantelleria -el vino de uvas pasas propio de la isla- y un vaso. Era bien sabido que Pasquano era tremendamente aficionado a los dulces. Montalbano se inclinó para aspirar el aroma de los cannoli: estaban recién hechos. Entonces vertió un poco de passito en el vaso, cogió un cannolo y empezó a zampárselo, contemplando el paisaje a través de la ventana abierta.
El sol encendía los colores del valle, los destacaba limpiamente del azul del mar lejano. Dios, o quien hiciera sus veces, se estaba revelando ahí decididamente como un pintor naif. En la línea del horizonte, una bandada de gaviotas se lo pasaban en grande fingiendo enfrentarse entre sí en un revoltijo de choques, virajes y cabriolas como una cuadrilla aérea acrobática. Contempló extasiado sus evoluciones.
Terminado el primero, tomó un segundo cannolo.
– Veo que se ha servido -dijo Pasquano, entrando; cogió uno él también.
Comieron en religioso silencio, con las comisuras de la boca llenas de ricotta. Que, conforme a las normas, se retiraba con un ligero movimiento rotatorio de la lengua.