No había conseguido dar ni un paso cuando sonó el teléfono.
– ¡Ah, dottori! ¡Ah, dottori, dottori!
¡Mala señal! Catarella estaba haciendo los lamentos habituales de jefe superior.
– ¿Qué hay?
– ¡Ah, dottori, dottori! ¡El siñor jefe supirior tilifonió! ¡Enfadado estaba como un bisonte! ¡Fuego le salía de las narices!
– Perdóname, Catarè, pero ¿a ti quién te ha dicho que a los bisontes les sale fuego de las narices cuando se enfadan?
– Todos lo dicen, dottori. Hasta lo he visto en un dibujo animado de la tilivisión.
– Bueno, bueno, ¿qué quería?
– ¡Dijo que usía tiene que ir a jifatura a su despacho de él urgentísimamente! ¡Virgen santa, qué enfadado estaba, dottori!
Mientras se dirigía a Montelusa, se preguntó por qué Bonetti-Alderighi estaría tan enfadado. En los últimos tiempos había habido una serena calma integrada por algunos robos, algún atraco, algún tiroteo, algún incendio de coches o establecimientos; la única verdadera novedad había sido el descubrimiento del cadáver en la bolsa, demasiado reciente para dar un motivo de cabreo al siñor jefe supirior. Más que preocupado, el comisario estaba dominado por la curiosidad.
La primera persona que encontró en el pasillo que conducía al despacho del jefe superior fue el jefe de su gabinete, el dottor Lattes, a quien llamaban Latte e Miele (leche y miel) por su clerical melifluidad. En cuanto lo vio, Lattes extendió los brazos como si fuera el papa cuando saluda a la gente desde la ventana.
– ¡Queridísimo amigo!
Fue al encuentro de Montalbano, le agarró la mano, se la sacudió enérgicamente y le preguntó, cambiando repentinamente de expresión, en tono conspirador:
– ¿Noticias de la señora?
El dottor Lattes tenía la manía de pensar que él estaba casado y tenía hijos; no había manera de convencerlo de que estaba soltero. Montalbano se asustó al oír la pregunta: ¿qué chorrada le habría contado la última vez que lo vio? Después recordó que le había dicho que su mujer se había escapado con un emigrante extracomunitario. ¿Un marroquí? ¿Un tunecino? No recordaba los detalles. Puso cara de felicidad.
– ¡Ah, querido, queridísimo dottor Lattes! ¡Tengo que darle una buena noticia! ¡Mi mujer ha regresado bajo el techo conyugal!
Lattes lo miró extasiado.
– ¡Qué bonito! Pero ¡qué bonito! ¡Dando las gracias a la Virgen, su hogar doméstico ha vuelto a encenderse!
– Sí, y hace un calorcito muy agradable, ¿sabe? Ahorramos en el recibo de la luz.
Lattes lo miró perplejo. No había comprendido bien. Después dijo:
– Voy a avisar al señor jefe superior de que está usted aquí.
Desapareció y reapareció.
– El señor jefe superior lo espera.
Pero todavía estaba un poco perplejo.
Bonetti-Alderighi no levantó la cabeza de los papeles que estaba leyendo, no le dijo siquiera que se sentara. Finalmente se apoyó contra el respaldo del sillón y miró al comisario en silencio.
– ¿Me encuentra muy cambiado desde la última vez que nos vimos? -le preguntó Montalbano con expresión preocupada.
Y luego se mordió la lengua. ¿Por qué no resistía la tentación de provocar al jefe superior cada vez que lo tenía delante?
– Montalbano, ¿cuántos años tiene?
– Nací en mil novecientos cincuenta. Puede calcularlo usted mismo.
– Puedo decir, por tanto, que es un hombre maduro.
«Si yo soy maduro, tú estás hecho papilla», pensó Montalbano. Pero dijo:
– Si se empeña, dígalo tranquilamente.
– ¿Me explica entonces por qué se comporta como un niño?
¿Qué significaba eso? ¿Cuándo se había comportado como un niño? Un rápido repaso mental no le permitió descubrir nada.
– No entiendo.
– Pues entonces me explicaré mejor.
Levantó un libro, debajo del cual había un minúsculo trozo de papel con los bordes desgarrados. Era el principio de una carta, una frase de una palabra y media, pero Montalbano reconoció inmediatamente la caligrafía. Era la del viejo jefe superior Burlando, que le había escrito tras jubilarse. ¿Cómo había acabado en manos de Bonetti-Alderighi un trozo de aquella vieja carta? Pero, de todas maneras, ¿qué tenía que ver esa palabra y media con la acusación de comportarse como un niño? Adoptó una posición de defensa por si acaso.
– ¿Qué significa ese trozo de papel? -preguntó con rostro entre asombrado y aturdido.
– ¿No reconoce la letra?
– No.
– ¿Quiere leer en voz alta?
– Pues claro. «Querido Mont», y no hay nada más.
– Según usted, ¿cuál podría ser el apellido completo?
– Pues voy a probar. Querido Montale, que es el poeta, querido Montanelli, que sería el periodista, querido Montezuma, que fue un rey azteca, querido Montgomery, que fue aquel general inglés que…
– ¿Y querido Montalbano no?
– También.
– Mire, Montalbano, hablemos claro. Este papelito me lo ha traído el periodista Pippo Ragonese, que lo encontró en una bolsa de basura.
Montalbano puso cara de extrema sorpresa.
– ¡¿Ragonese también rebusca en las bolsas de basura?! Es una especie de vicio, ¿sabe? No se imagina la cantidad de gente que… incluso de buena posición, ¿sabe?… que de noche va casa por casa a…
– No me interesan las costumbres de cierta gente -lo cortó el jefe superior-. El caso es que Ragonese ha encontrado este fragmento de carta en una de las bolsas de basura que alguien le ha dejado en cierto lugar mediante una llamada telefónica falsa, con propósito de venganza.
Por lo visto, al recoger la basura de debajo de la galería, allí estaba también ese pedazo de papel, y él no se había dado cuenta.
– Señor jefe superior, tendrá que perdonarme, pero francamente no entiendo nada de lo que me está diciendo. ¿La venganza en qué consistía? ¿En la llamada falsa? Si pudiera aclararme…
El jefe suspiró.
– Verá, hace unas cuantas noches, el periodista, comentando en la televisión el hallazgo de aquel cuerpo en la bolsa, dijo que usted había olvidado otra bolsa que, en cambio, contenía… -Se interrumpió, pues la explicación le resultaba complicada-. ¿Usted vio el programa? -preguntó esperanzado.
– No; lo siento.
– Mire, dejemos el cómo y el porqué. Sólo le digo que Ragonese está convencido de que es usted quien lo ha ofendido
– ¿Ofenderlo? Pero ¿cómo?
– En una de las bolsas había una hoja donde ponía «cabrón».
– Pero, señor jefe superior, cabrones, perdone, ¡los hay a miles! ¿Por qué Ragonese es tan cabrón como para pensar que ese cabrón en concreto es precisamente él?
– Porque eso demostraría…
– ¡¿Demostraría?! ¡¿Qué, señor jefe superior?! -Dedo trémulo apuntado hacia Bonetti-Alderighi, rostro ultrajado, voz de medio castrado: comienzo de la escena-. ¡Ah! ¡Y usted, señor jefe superior, se ha creído una acusación tan infundada! ¡Ah! ¡Me siento verdaderamente humillado y ofendido! ¡Usted me está acusando de una falta, mejor dicho, de un crimen, pues se trata de un crimen para un hombre de la ley como yo, de un crimen que merecería un severo castigo! ¡Como si yo fuera un idiota o un jugador! Pero ¿qué demonios se agitan en la mente de ese periodista?
Final de la escena. Se felicitó a sí mismo. Había conseguido forjar unas frases basándose en títulos de novelas de Dostoievski. ¿Se habría dado cuenta el jefe superior? Qué va, ése era más ignorante que una cabra.
– ¡No se altere, Montalbano! Vamos, en el fondo…
– Pero ¡qué vamos y qué en el fondo! ¡He sido agraviado por ese individuo! ¿Sabe qué le digo, señor jefe superior? ¡Que exijo disculpas inmediatas, y por escrito, del periodista Ragonese! Mejor dicho: ¡tiene que pedírmelas públicamente en la televisión! De lo contrario, convoco una rueda de prensa y cuento toda esta historia, pero ¡toda!
Implícito para el señor jefe superior: por consiguiente, cuento también que tú te la has creído, cabrón.
– Cálmese, Montalbano, cálmese. Veré qué puedo hacer.
Pero el comisario ya había abierto con desdén la puerta del despacho. La cerró tras de sí y entonces se vio interceptado por Lattes.
– Perdone, comisario, no he entendido bien la relación entre el regreso a casa de su señora y el recibo de la luz.
– Se lo explico otro día, dottore.
En la trattoria de Enzo decidió celebrar el éxito del número de teatro representado delante del jefe superior. Y que tenía que seguir distrayéndose de la preocupación que le había causado la llamada de Livia.
– Dottore, de entremés tenemos unas albóndigas fritas de nunnato.
– Tráemelas.
Hizo una escabechina de nunnati. Es decir, de recién nacidos, de chanquetes. Exactamente igual que Herodes.
– Dottore, ¿de primero qué quiere? Tenemos pasta con tinta de sepia, con langostinos, con erizos, con mejillones, con…
– Con erizos.
– Dottore, de segundo tenemos salmonetes de roca a la sal, fritos, asados, con salsa de…
– Asados.
– ¿Y nada más, dottore?
– No. ¿Tendrías un pulpito de arrastre?
– Dottore, pero ¡eso es un entremés!
– Y si yo me lo como después, ¿tú qué haces? ¿Te echas a llorar?
Salió de la trattoria un tanto cargado, aggravato, como dicen los romanos.
El habitual paseo hasta el faro reparó el daño, aunque sólo en parte.
El placer de la comida se le pasó en cuanto entró en la comisaría. Catarella lo vio, se agachó como para recoger algo que hubiera caído al suelo y lo saludó de esa manera, sin mirarlo. Una maniobra casi ridícula, infantil. ¿Por qué no quería que le viera la cara? Montalbano hizo como si nada, se dirigió a su despacho y desde allí lo llamó por teléfono.
– Catarè, ¿puedes venir un momento?
En cuanto Catarella entró en el despacho, el comisario vio que tenía los ojos llorosos y enrojecidos.
– ¿Tienes fiebre?
– No, siñor dottori.
– ¿Qué has hecho, has llorado?
– Un poquito, dottori.
– ¿Por qué?
– Por nada, dottori. Me dio por ahí. -Y se ruborizó por la mentira que acababa de soltar.
– ¿Está el dottor Augello?
– Sí, señor dottori. Fazio también está.
– Envíame a Fazio.
¿Ahora Catarella también empezaba a ocultarle cosas? ¿De repente ya no era amigo de nadie? ¿Por qué desconfiaban de él? ¿O es que se había vuelto un león viejo y cansado al cual hasta un borrico puede dar coces? Esta última hipótesis, que le pareció la más probable, le provocó un hormigueo de rabia en las manos.
– Fazio, entra, cierra la puerta y siéntate.
– Dottore, tengo que decirle dos cosas.
– No; espera. Primero quiero saber por qué Catarella, cuando yo he llegado, acababa de llorar.
– ¿Se lo ha preguntado a él?
– Sí. Y no ha querido decírmelo.
– Pues entonces, ¿por qué me lo pregunta a mí?
¿Ahora Fazio también empezaba a darle puntapiés? La repentina rabia que dominó a Montalbano fue tan grande que le pareció que la estancia se ponía a dar vueltas como un tiovivo. No gritó: mugió. Una especie de mugido bajo y profundo. Y luego, con un salto que ya ni creía estar en condiciones de dar, se encontró en un abrir y cerrar de ojos encima del escritorio, y desde allí voló como un torpedo hacia Fazio. El cual, con los ojos desorbitados a causa del miedo, intentó levantarse, se enredó con la silla y no tuvo tiempo de apartarse. Atrapado totalmente por el peso de Montalbano, se dio contra el suelo con el comisario encima. Se quedaron así, abrazados un instante. Si alguien hubiera entrado, podría haber pensado que estaban haciendo cosas indecentes. Fazio no se movió hasta que el comisario se levantó con cierto esfuerzo y, avergonzado, se acercó a la ventana para mirar fuera. Respiraba afanosamente.
Sin abrir la boca, Fazio levantó la silla y volvió a sentarse.
Poco después, Montalbano se volvió, se acercó a Fazio, le puso una mano en el hombro y dijo:
– Perdóname.
Entonces Fazio hizo una cosa que jamás se habría atrevido a hacer. Posó una mano sobre la del comisario y contestó:
– Perdóneme usted a mí, dottore. Soy yo quien lo ha provocado.
Montalbano volvió a sentarse detrás del escritorio. Se miraron largo rato a los ojos. Y Fazio habló.
– Dottore, desde hace algún tiempo aquí no hay quien viva.
– ¿Augello?
– Sí, señor dottore. Ha cambiado por completo. Antes era un tipo alegre y despreocupado; ahora está siempre de mal humor, se irrita por cualquier cosa, regaña sin motivo, insulta. El agente Vaccarella quería recurrir al sindicato, pero yo conseguí convencerlo de que no lo hiciera. Pero esta situación no puede durar demasiado. Usted debería intervenir, averiguar qué le está pasando; quizá su matrimonio no marcha bien…
– ¿Por qué no me lo has dicho antes?
– Dottore, aquí a nadie le gusta interpretar el papel de soplón.
– ¿Y qué ha ocurrido con Catarella?
– No le ha pasado una llamada al dottor Augello porque pensaba que aún no había regresado a su despacho. Después ella ha vuelto a llamar y Catarella ha pasado la llamada.
– ¿Por qué has dicho ella?
– Porque Catarella dice que era una voz de mujer.
– ¿Nombre?
– Según Catarella, las dos veces la mujer ha dicho: «Por favor, ¿el dottor Augello?», y basta.
– ¿Qué ha pasado después?
– Que el dottor Augello ha salido del despacho como si se hubiera vuelto loco, ha agarrado a Catarella por el cuello y lo ha estampado contra la pared preguntándole a gritos: «¿Por qué no me has pasado la primera llamada?» Menos mal que yo estaba presente y lo he sujetado. Y menos mal que no había nadie; de lo contrario, la cosa habría terminado de mala manera. Esta vez seguro que recurren al sindicato.
– Pero delante de mí jamás ha hecho esas cosas.
– Dottore, cuando usted está en el despacho, él se contiene.
O sea, que ésa era la situación. Mimì ya no confiaba en él, Catarella tampoco, Fazio le había contestado mal… Una situación desagradable que se arrastraba desde hacía algún tiempo y en la cual él no había reparado. Antes se fijaba en el más mínimo cambio de humor de sus hombres y se preocupaba, quería conocer el motivo. Ahora ya no se daba cuenta. Sí, claro, había notado el cambio de Mimì, pero era algo tan evidente que resultaba imposible no advertirlo. ¿Qué era? ¿Cansancio? ¿O quizá la vejez le había insensibilizado las antenas? Si esa hipótesis era cierta, claramente había llegado el momento de irse. Pero antes había que resolver el problema de Mimì.
– ¿Qué eran las dos cosas que querías decirme?
El cambio de tema pareció aliviar a Fazio.
– Pues bien, dottore, desde principios de año, en Sicilia ha habido ochenta y dos denuncias de personas desaparecidas, entre las cuales hay treinta mujeres. Los varones son, por tanto, cincuenta y dos. He hecho una criba. ¿Puedo mirar un papelito?
– Si no empiezas a soltar datos del registro civil, vale.
– De estos cincuenta y dos, treinta y uno son extracomunitarios con su correspondiente permiso que de la noche a la mañana no se presentaron al trabajo y tampoco regresaron a su casa. De los restantes veintiuno, diez son niños. Quedan once. De estos once, ocho tenían entre setenta y casi noventa años. A casi ninguno le regía la cabeza. Son de esos que a lo mejor salen de casa y después no encuentran el camino de vuelta.
– ¿A qué número hemos llegado?
– A tres, dottore. De estos tres, todos sobre los cuarenta años, uno medía un metro cincuenta y cinco; un segundo, un metro noventa y dos; y el tercero llevaba un marcapasos.
– ¿Por consiguiente?
– Por consiguiente, ninguna de las desapariciones tiene que ver con nuestro muerto troceado.
– ¿Y ahora qué tengo que hacerte a ti?
Fazio pareció perplejo.
– ¿Por qué ha de hacerme algo, dottore?
– Por la enorme cantidad de palabras malgastadas. ¿No sabes que malgastar palabras es un delito contra la humanidad? Podías haber dicho simplemente: «Mire: ninguna de las personas cuya desaparición se ha denunciado corresponde al muerto de la bolsa.» Si hubieras hecho una síntesis, los dos nos habríamos ahorrado algo: tú el aliento y yo el tiempo. ¿No estás de acuerdo?
Fazio negó con la cabeza.
– Con todo el respeto, no, señor.
– ¿Por qué?
– Dottore de mi alma, una síntesis, tal como dice usía, nunca da la idea del gran trabajo que ha sido necesario para llegar a esa síntesis.
– Muy bien, tú ganas. ¿Y la otra cosa?
– ¿Recuerda que, cuando le comenté las declaraciones sobre Dolores Alfano, le dije que no recordaba una cosa que alguien me había dicho?
– Sí. ¿La has recordado?
– Entre aquellos con quienes hablé, había un viejo comerciante jubilado. Fue él quien me contó que Giovanni Alfano, el marido de Dolores, era hijo de Filippo Alfano.
– ¿Y qué?
– Cuando me lo dijo, no le presté atención. Es algo que se remonta a antes de que usía viniera a esta comisaría. Este Filippo Alfano era una pieza importante de la familia Sinagra. Era también medio pariente de los Sinagra.
– ¡Ay!
Los Sinagra: una de las dos familias mafiosas históricas de Vigàta. La otra era la de los Cuffaro.
– En determinado momento, este Filippo Alfano desapareció. Y reapareció en Colombia con su mujer y su hijo Giovanni, que entonces no tenía siquiera quince años. Filippo Alfano no había salido legalmente del país, no tenía pasaporte, y sobre él pesaban tres graves condenas. En el pueblo se dijo que los Sinagra lo habían enviado a cuidar de sus intereses con los de Bogotá. Después, cuando llevaba algún tiempo allí, Filippo Alfano recibió un disparo, nunca se supo de quién. Y eso es todo.
– ¿Qué significa «eso es todo»?
– Dottore, significa que la cosa termina ahí. Giovanni Alfano, el marido de la señora Dolores, trabaja como oficial de barco, y contra él no consta nada de nada. ¿Acaso los hijos de los mafiosos tienen que ser mafiosos como sus padres?
– No. Por consiguiente, puesto que Giovanni Alfano está limpio, el intento de atropellar a su mujer no puede ser una venganza transversal, ni una advertencia. Verdaderamente habrá sido una broma propia de un borracho. ¿Estás de acuerdo?
– De acuerdo.
Estaba pensando en irse a Marinella para cambiarse de ropa y después reunirse con Ingrid cuando oyó la voz de Galluzzo, que le pedía permiso para entrar.
– Pasa, pasa.
Galluzzo entró y cerró la puerta. Llevaba un sobre en la mano.
– ¿Qué hay?
– El dottor Augello me ha dicho que le entregue esto.
Dejó encima del escritorio el sobre, que no estaba cerrado. Rezaba, escrito con ordenador: «A la atención del comisario dott. Salvo Montalbano.» Y debajo: «Reservada y personal.» Arriba a la izquierda: «De parte de Domenico Augello.»
Montalbano no sacó la carta. Miró a Galluzzo y le preguntó:
– ¿El dottor Augello está todavía en la comisaría?
– No, dottore; se ha ido hace cosa de media hora.
– ¿Por qué has tardado media hora en traerme esta carta?
Galluzzo estaba visiblemente cohibido.
– Bueno, es que no era…
– ¿Te ha dicho él que esperaras media hora para entregármela?
– No, dottore; es que he tardado todo ese tiempo en descifrar lo que estaba escrito en la hoja que él me ha encargado copiar y traerle a usted. Estaba llena de tachaduras, y algunas palabras no se leían bien. Al terminar, he regresado a su despacho para que la firmara, pero él ya se había ido. Entonces he pensado traérsela a usted a pesar de todo, aunque no esté firmada. -Se metió una mano en el bolsillo, sacó una hoja y la dejó al lado del sobre-. Este es el original.
– Muy bien, puedes retirarte.