Hasta ese momento la señora Dolores había conseguido conservar la calma, dominarse. Ahora se puso a temblar ligeramente. Su tez seguía teniendo un tono grisáceo.
– Perdonen, necesito ir al cuarto de baño.
Salió. Debió de dejar la puerta abierta, porque la oyeron vomitar.
– Fazio, ¿tienes el móvil? -preguntó el comisario levantándose.
– Sí, señor.
– Llama a Catarella, pídele el número de la comisaría de Gioia Tauro y pregunta por el comisario Macannuco. Después me lo pasas.
– Pero ¿usía adonde va?
– Al balcón a fumarme un cigarrillo.
Le había sobrevenido un cansancio que le pesaba como un quintal de hierro. De pronto lo había asaltado un pensamiento surgido como un relámpago mientras estudiaba la fotografía de los pantalones. ¡Qué reacción tan extraña!
En otros tiempos habría dicho algo que sonara enojado o falsamente gracioso. Ahora no; sólo cansancio, desesperanza.
Y mientras contemplaba el puerto desde el balcón -había un barco atracando, gaviotas que volaban bajo y embarcaciones pesqueras desarboladas-, al cansancio se añadió una melancolía que le formó un nudo en la garganta.
– Macannuco está al aparato -dijo Fazio, asomándose al ventanal y entregándole el móvil.
– Soy Montalbano. ¿Has recibido la orden?
– Sí, gracias.
– Quería preguntarte si los pantalones que había encima de la cama estaban sucios o rotos.
– En absoluto.
– ¿Habéis sacado las huellas digitales?
– No.
– ¿Cómo que no?
– Querido Salvo, alguien se ha encargado de eliminar la más mínima huella. Un trabajo perfecto, como Dios manda. Pero no pareces sorprendido. ¿Te lo esperabas?
– Sí.
– Veamos ahora si consigo sorprenderte con otra noticia. En el techo del cuarto de baño, justo encima del lavabo, hay una trampilla.
– En la foto que me has enviado no se ve.
– Porque no está enfocada hacia arriba. Bueno, cogí una escalera de mano y abrí la trampilla. Da a un pequeño hueco, donde había una maleta vacía y una caja de zapatos.
– Concreta si tengo que sorprenderme por la maleta o por la caja.
– Por la caja. También estaba vacía, pero en el fondo descubrí unos restos de polvo blanco que he mandado examinar.
– ¿Cocaína?
– Tú lo has dicho. Por eso he tenido que advertir a mi ministerio público.
– Te comprendo. Gracias, Macannuco. Ya hablaremos.
Volvió a entrar. Fazio estaba sentado en el sillón y Dolores aún no había regresado del cuarto de baño.
– ¿Qué le ha dicho Macannuco?
– Después te lo cuento.
La mujer volvió al salón. Se había aseado y cambiado de ropa, pero no había recuperado su vivacidad: parecía apagada en sus gestos, en su manera de andar, en su mirada. Se sentó con un suspiro.
– Discúlpenme, pero me siento muy cansada.
– Enseguida la dejamos, señora -dijo el comisario-. Pero me veo obligado a hacerle por lo menos una pregunta que quizá me ayude mucho en las investigaciones. Sé que en este momento es muy doloroso para usted recordar el pasado, pero, créame, no puedo evitarlo.
– Adelante.
– ¿Cómo conoció a su marido?
La pregunta sorprendió a Fazio, que miró perplejo a Montalbano. En cambio, Dolores hizo una mueca, como si hubiera sentido la punzada de un dolor repentino.
– Acudió a la consulta de mi padre.
– ¿En Bogotá?
– No; en el Putumayo.
Putumayo, el más importante centro de producción de droga de toda Colombia. Filippo Alfano se había situado en el lugar adecuado.
– La enfermera -prosiguió Dolores- se había ausentado por unos días y papá me rogó que la sustituyera.
– ¿Su padre es médico?
– Era dentista.
– ¿Y qué necesitaba Giovanni Alfano?
Ella sonrió al recordarlo.
– Se había caído de una moto. Papá tuvo que colocarle un puente.
¿Era necesario saber algo más? ¿Qué hay en la cestita? Requesón. Montalbano había llegado a la conclusión, hacía por lo menos media hora, de a quién pertenecía el cadáver del critaru. Pero ahora el cansancio le estaba provocando dolor de piernas. Se levantó del sillón con cierto esfuerzo. Fazio lo imitó.
– Se lo agradezco, señora. En cuanto tenga alguna novedad, me encargaré de comunicársela.
– Gracias -dijo Dolores.
Y no hizo ninguna escena. No lo arañó, no le retorció las manos, no lo agarró por las solapas de la chaqueta. Digna, comedida, sobria. Una mujer distinta. Por primera vez, el comisario experimentó una especie de admiración por ella.
– ¡Una mujer con un par! -exclamó Fazio, admirado, en cuanto salieron a la calle-. Me esperaba una escena terrorífica, pero en cambio ha sabido comportarse que ni un hombre.
Montalbano no hizo comentarios al comentario, pero le preguntó:
– ¿Tú sabías que, cuando hizo la autopsia al cadáver del critaru, el doctor Pasquano descubrió que el muerto se había tragado un puente?
Fazio, que se inclinaba para abrir la puerta del coche, se detuvo en seco y lo miró extrañado.
– ¿Tragado un puente?
– Pues sí. Poco antes de que lo mataran, se le desprendió un puente y se lo tragó. Pero no tuvo tiempo de digerirlo.
Fazio aún estaba medio inclinado.
– Y te diré más: era un puente hecho por un dentista de Sudamérica. Y ahora dime: ¿qué hay en el cestito?
– Requesón -contestó maquinalmente Fazio, pero al punto se enderezó, porque el significado de las palabras de Montalbano acababa de llegarle al cerebro-. Pero entonces… entonces el muerto del critaru, según usted, sería…
– No según mi opinión, sino según Mateo, sería Giovanni Alfano -terminó Montalbano-. Por otra parte, tú mismo me has dicho antes que los datos de Alfano coinciden bastante con los del muerto del critaru.
– ¡Coño! ¡Es verdad! Pero, perdone, ¿quién es ese Mateo?
– Después te lo digo.
– Pero ¿por qué lo mataron?
– ¿Sabes qué me ha dicho Macannuco? Primero, que en el apartamento de via Gerace se borraron concienzudamente todas las huellas digitales.
– ¿Profesionales?
– Eso parece. Segundo, que en una especie de altillo del cuarto de baño encontró una caja de zapatos vacía pero que seguramente contuvo cocaína.
– ¡Coño!
– Exactamente. Y eso significa que, a pesar de la estrecha vigilancia a que estaba sometido, Alfano traficaba con droga. A lo mejor era un correo.
– Me parece imposible.
– Posible o imposible, las pruebas nos llevan a la conclusión de que los hechos son éstos. Así que resulta natural pensar que, siguiendo las huellas paternas, un buen día Giovanni Alfano empezó a no comportarse bien con su jefe.
– ¿Don Balduccio?
– Eso parece. Y a los ojos de Balduccio la ofensa que le hace Giovanni Alfano es grave. Inadmisible. A Giovanni, pese a la traición de su padre, se le ha considerado siempre alguien de la familia, tanto que Balduccio no sólo no reniega de él sino que lo ayuda durante su estancia en Colombia. Por tanto, Giovanni es un traidor a su propia sangre. Tiene que morir. ¿Hasta aquí estás de acuerdo?
– Sí, señor. Siga.
– Entonces don Balduccio se inventa un plan genial. Lo deja ir a Gioia Tauro con Dolores para después mandar secuestrarlo y traerlo de nuevo a Vigàta, donde lo matan, descuartizan y meten en una bolsa. Y también ordena retrasar el hallazgo del cadáver, simulando que Alfano se ha embarcado. El plan se cumple sin falta, a pesar de que, entretanto, Balduccio ha ingresado en una clínica. Pero Dolores, a los dos meses del embarque de su marido, empieza a sospechar y viene a contarnos sus dudas.
– Pero ¿por qué toda esa comedia de trocearlo y enterrarlo en el critaru?
– ¿Tú has leído alguna vez los Evangelios?
– Nunca, dottore.
– Muy mal. -Y le explicó toda la historia.
Al final, Fazio lo miró boquiabierto.
– Pero entonces, ¡es como si don Balduccio le hubiera puesto la firma!
– Exacto. Por eso todo coincide, ¿no te parece?
– Pues claro que me parece. ¿Y ahora qué hacemos?
– Vamos a tomarnos un poco de tiempo.
– ¿Y con la señora Dolores?
– Es inútil decirle algo por ahora… Sólo le causaríamos dolor, y no puede servirnos de ayuda, ni siquiera podría identificar el cadáver, de lo mal que ha quedado.
– Dottore, estoy pensando que quien escribió la carta anónima a Antimafia lo sabía todo.
– Ya. Y a su debido tiempo le echaremos una bronca a Musante, pues desechó demasiado pronto aquella carta. Pero, antes de movernos, dame un día de tiempo para reflexionar.
– Como quiera usía, dottore. ¿Qué hace, va a la comisaría?
– Sí, voy a recoger mi coche y me marcho a Marinella.
Fazio aparcó y bajaron.
– Dottore, ¿puedo ir a su despacho? Querría hablar cinco minutos con usted -dijo Fazio, que no había abierto la boca durante todo el trayecto.
– Claro.
– ¡Ah, dottori, dottori! -exclamó Catarella saliendo de su trastero-. Tengo una carta para usía que debo entregarle personalmente en persona.
Hablaba como un conspirador y miraba alrededor con expresión recelosa. Se sacó un sobre del bolsillo y se lo tendió al comisario.
– ¿Quién te la ha dado?
– El dottori Augello. Dijo que tenía que entregársela de mano en mano en cuanto lo viera.
– Y él ¿dónde está?
– De momentáneo ha salido, pero dice que vuelve.
Montalbano se dirigió a su despacho seguido por Fazio.
– Siéntate mientras veo lo que quiere Mimì.
El sobre estaba abierto. Pocas líneas.
Querido Salvo:
Te recuerdo la promesa de comunicarme lo antes posible si me encargas o no el único caso importante que tenemos entre manos.
Mimì
Montalbano le pasó la nota a Fazio, el cual la leyó y se la devolvió sin decir palabra.
– ¿Qué te parece?
– Dottore, yo ya le dije que no veía apropiado encomendarle una investigación así al dottor Augello. Pero aquí el que manda es usía.
Montalbano se guardó la nota en el bolsillo.
– ¿Qué querías decirme?
– Dottore, ¿me explica sobre qué necesita reflexionar?
– No entiendo.
– Dottore, usted me ha dicho que quería reflexionar por lo menos un día sobre el caso de Giovanni Alfano.
– ¿Y qué?
– ¿Qué hay que reflexionar? ¡A mí me parece todo muy claro!
– ¿Quieres decir que te parece claro que Balduccio ha mandado matar a Giovanni Alfano?
– ¡Virgen santa, dottore, usted mismo lo ha dicho!
– Yo no he dicho que los datos que conocemos nos lleven inevitablemente a esa conclusión.
– ¿Es que acaso puede haber otra conclusión?
– ¿Y por qué no?
– Pero, sus dudas, ¿en qué las basa usía?
– Te pongo un ejemplo, ¿vale? ¿No crees que hay cierta contradicción en la forma de actuar de Balduccio?
– ¿Cuál?
– ¿Por qué Balduccio deja marchar a Giovanni Alfano tranquilamente a Gioia Tauro? La única respuesta posible es que no quiere que lo maten en Vigàta, donde nuestras investigaciones lo habrían implicado casi de inmediato, sino lejos de su territorio. Y así ocurre probablemente.
– ¿Y dónde está la contradicción?
– En que mandara trasladar el cadáver aquí, es decir, a su territorio.
– Pero ¡es que no podía actuar de otra manera, dottore!
– ¿Por qué?
– ¡Porque tenía que dar ejemplo para que a otros posibles traidores de la familia se les pasaran las ganas de traicionarlo!
– Precisamente. Pero entonces, ¡daba igual matarlo aquí y sanseacabó!
Fazio se quedó un tanto perplejo.
– Y hay más -añadió Montalbano-. ¿Quieres saberlo?
– Sí, señor.
– Planteemos una hipótesis: Balduccio envía a Gioia Tauro a un profesional auténtico, uno que sabe su oficio y no comete errores.
– En efecto, ha borrado todas las huellas digitales.
– Ya. Pero en un altillo ha dejado un poco de cocaína en una caja de zapatos. ¿Se te antoja una bobada sin importancia? Para nosotros, la cocaína significa un nexo inmediato con Balduccio. En resumen, en ese apartamento, el supuesto profesional no hace lo único que tendría que haber hecho: quitar de en medio incluso la idea misma de que por allí haya pasado cocaína. ¿No te parece raro?
– Efectivamente…
– ¿Quieres que le eche otra carga de profundidad?
– Adelante… -se resignó Fazio.
– ¿Por qué dejar los pantalones, que seguramente son de Giovanni Alfano, según las iniciales del cinturón, a la vista encima de la cama? Unos pantalones que, entre otras cosas, Alfano no tenía motivos para cambiarse. Habría bastado con que se los llevaran y nosotros jamás nos habríamos enterado de que Alfano había vuelto a pasar por via Gerace. Así pues, entonces, ¿cuál es la finalidad de esos pantalones? ¿La de señalarnos que Alfano, por su propia voluntad u obligado, regresó a su apartamento? ¿A quién le resulta útil semejante dato? Si es un error, es un error muy grande, porque la señora Dolores observa inmediatamente que el apartamento no está tal como ella lo había dejado. ¡Hasta había mierda en la taza del váter! ¿Me explicas qué necesidad tenía el profesional de regresar al apartamento con Giovanni? ¿No habría sido mejor que se deshiciera de él mientras estaba yendo a embarcarse? La única explicación posible es que regresara al apartamento para eliminar las huellas de cualquier posible conexión con Balduccio. Pero ¡eso es precisamente lo que no hizo! Entonces, ¿por qué regresó con Alfano? Aquí hay algo que no me cuadra.
– Basta. Me rindo -dijo Fazio, y se levantó para marcharse.
– ¿Dottori? Estaría el siñor Lambrusco.
– ¿Y qué quiere?
– Dice que usía lo convocó para mañana por la mañana.
– Pues que venga mañana por la mañana.
– No tiene la posibilidad, dottori. Dice que él no puede mañana por la mañana porque mañana por la mañana se tiene que ir a Milán mañana por la mañana urgentísimamente.
– Bueno, pásamelo.
– No puedo pasárselo porque el tal Lambrusco está aquí personalmente en persona.
– Pues que entre.
Era un cuarentón de barba, bigote y gafas, menudo, muy compuesto de la cabeza a los pies.
– Soy Carlo Dambrusco. Perdone, pero como usted me había convocado para mañana por la mañana, y yo mañana tengo que…
– ¿Para qué lo convoqué?
– Pues… me pareció comprender que… En resumen, soy amigo de Giovanni Alfano.
– Ah, sí. Siéntese.
– ¿Qué le ha pasado a Giovanni?
– Tenía que embarcarse y no lo hizo.
– ¡¿Que no lo hizo?!
– No. Su esposa ha presentado una denuncia.
Dambrusco pareció verdaderamente sorprendido.
– ¿No se embarcó? -repitió.
– No.
– ¿Y adónde se fue?
– Eso es lo que tratamos de averiguar.
– La última vez que nos vimos…
– ¿Cuándo fue?
– Deje que lo piense… El uno de septiembre.
– Siga.
– Se despidió de mí porque al cabo de dos o tres días embarcaba… No me dio a entender ni mínimamente que no tuviera intención… Es muy riguroso con su trabajo.
– ¿Había mucha confianza entre ustedes?
– Bueno… habíamos sido muy amigos de chavales, antes de que él se fuera a Colombia. Después volvimos a encontrarnos, pero era distinto, amigos sí, pero no con aquella intimidad que…
– Comprendo. Pero ¿le hacía confidencias?
– ¿En qué sentido?
– En el sentido en que uno puede confiarse a un amigo, por ejemplo, ¿le hablaba de su relación con su esposa? ¿Le decía si, en su vida de marino, conocía a otras mujeres?
Dambrusco lo negó enérgicamente, sacudiendo varias veces la cabeza.
– No creo. Giovanni es una persona seria, no es hombre de aventuras fáciles. Además, está enamorado de Dolores; me ha confesado que la echa mucho de menos cuando está embarcado.
– ¿Y Dolores?
– No entiendo.
– ¿Dolores echa mucho de menos a su marido cuando está embarcado?
Carlo Dambrusco lo pensó un momento.
– Sinceramente, no sé qué contestarle. Todas las veces que he visto a Dolores ha sido junto con Giovanni; nunca he tenido ocasión de hablar con ella en su ausencia.
– De acuerdo, pero el sentido de mi pregunta era otro.
– Sí, lo he entendido. Jamás he oído comentarios maliciosos acerca del comportamiento de Dolores.
– Una última pregunta. A nosotros nos consta que, cuando estaba en Vigàta, Giovanni se veía sólo con tres amigos, uno de los cuales es usted. Mañana por la mañana hablaré con los otros dos. ¿Con quién tenía más confianza?
Dambrusco no titubeó.
– Con Michele Tripodi. Que está aquí fuera.
– ¿Cómo fuera?
– Sí, me ha traído en su coche. Yo tengo que ir mañana a Milán con el mío, que está en el mecánico.
– ¿Me hace un favor? Pregúntele si puede venir ahora a mi despacho en lugar de mañana por la mañana. Será cuestión de cinco minutos.
– Pues claro.