7

Querido Mimì:

He leído tu carta con mucha atención.

No me ha sorprendido dada tu actitud de estas últimas semanas.

También comprendo en parte los motivos que te han inducido a escribirla.

Y por eso (casi) he estado a punto de ir a verte.

Pero ¿no crees que pedirme libertad y autonomía para investigar el caso del critaru, justamente, es un error por tu parte?

Sabes bien lo que pienso de ti: eres un investigador hábil e inteligente, pero éste me parece un caso en el que un policía el doble de experto que nosotros puede partirse los cuernos.

Si dudo en encomendártelo es precisamente porque soy tu amigo.

Un posible fracaso tuyo provocaría infinidad de complicaciones, y no sólo en nuestras relaciones personales.

Reflexiona.

De todas maneras, si insistes, déjame unos días para decidir.

Te abrazo con inalterado afecto.

Salvo


Leyó la carta. Le pareció perfecta.

Convenía apaciguar a Mimì, a la espera del resultado de la vigilancia de Ingrid. Entretanto, no le daba ningún motivo para enfadarse y cometer otros despropósitos.

Se levantó, abrió la puerta y llamó a Galluzzo.

– Oye, hazme un favor. Copia esta carta. Después la metes en un sobre, escribes: «Att. dott. Domenico Augello. Personal e intransferible», y se la llevas a Mimì. ¿Está en su despacho?

Galluzzo lo miró extrañado; evidentemente se estaba preguntando por qué a Montalbano y Augello les había dado por utilizarlo como mecanógrafo.

– Todavía no ha llegado.

– Se la entregas en cuanto llegue.

Pero Galluzzo no hizo ademán de irse. Estaba claro que tenía un corazón de asno y uno de león.

– ¿Pasa algo?

– Sí, señor. ¿Me explica por qué usted también me da una carta para copiar?

– Para que conozcas la situación exacta. Leíste lo que escribió Mimì y ahora puedes leer mi respuesta -dijo Montalbano amargamente, tan amargamente que Galluzzo reaccionó.

Dottore, perdóneme, pero no lo entiendo. En primer lugar, no se puede copiar una carta sin leerla. Y en segundo, saber cómo van las cosas entre ustedes dos, ¿a mí qué más me da?

– No lo sé, decide tú.

Dottore, usía piensa mal de mí. Y se equivoca -repuso Galluzzo, ofendido-. Yo no voy por ahí contando a diestro y siniestro lo que ocurre aquí dentro.

A Montalbano le pareció sincero, y se arrepintió de lo que le había dicho.

Sin embargo, ya era demasiado tarde para remediarlo. Mimì Augello, directa o indirectamente, estaba haciendo demasiado daño, sembrando cizaña y nerviosismo en la comisaría.

La cuestión debía resolverse lo antes posible. Entretanto, cabía esperar que Ingrid consiguiera descubrir algo.

– ¡Catarella! Llámame a la Científica y que te pasen al dottor Arquà.

– ¿Sí? -dijo Arquà poco después.

– Soy Montalbano. ¿Me has llamado?

– Sí.

– ¿Qué quieres?

– Demostrarte que yo soy un señor y tú un palurdo.

– Tarea imposible.

– Me ha llamado el profesor Lomascolo desde Palermo para adelantarme el resultado de su examen del puente. ¿Quieres saberlo?

– Sí.

– Le ha bastado una hora, según me ha dicho, para tener la absoluta certeza de que ese tipo de puente se utilizaba hasta hace unos años en Sudamérica. ¿Contento?

El comisario no respondió. ¿Adónde quería ir a parar aquel grandísimo cabrón?

– Me he apresurado a comunicártelo -añadió Arquà, escupiendo el veneno por la cola-. Espero que, entre el más de millón de dentistas que hay por allí, puedas acertar a la primera con tu consabida perspicacia. Adiós.

Cabrón. Mejor dicho: cabrón e hijo de puta. Mejor dicho: cabrón y asqueroso hijo de puta.

Si aquel maldito puente hubiera podido serle de alguna utilidad para la investigación, y un cuerno que habría llamado Arquà. En cambio, había querido tener la satisfacción de comunicarle que no le serviría para superar el gran mar de mierda de aquella investigación.

A lo mejor, verdaderamente no era cuestión de confiársela a Mimì.


***

Ya era la hora de ir a comer, pero no tenía ni pizca de apetito.

Se sentía la cabeza un tanto aturdida, como si en el interior del cerebro le hubieran caído unas gotas de pegamento. Se tocó la frente: caliente. Efecto obvio de sus proezas de la mañana.

Así que decidió irse directamente a Marinella, y advirtió a Catarella que por la tarde no regresaría a la comisaría.

Al llegar a casa, empezó a buscar el termómetro. No estaba en el armarito del cuarto de baño donde generalmente lo guardaba. Tampoco en el cajón de la mesita de noche. Lo encontró al cabo de quince minutos entre las páginas de un libro. Treinta y siete y medio. Cogió una aspirina del armarito, fue a la cocina, abrió el grifo y apenas salió una gota. Soltó una palabrota. Pero ¿de qué le servía maldecir si la culpa era suya? En el frigorífico había una botella de agua mineral, y se llenó un vaso. Pero recordó que la aspirina no se puede tomar con el estómago vacío. Había que comer algo. Abrió nuevamente el frigorífico. Como no había agua, Adelina se las había arreglado de otra manera. Caponatina, queso de Ragusa, sardinas encebolladas.

Sin saber ni cómo ni por qué, recuperó de golpe el apetito. Se lo llevó todo a la galería, junto con una botella de vino blanco frío. Tardó una hora en disfrutar de todo. Y así, después pudo tomarse la aspirina sin temor a sufrir ningún daño.


***

Se despertó cuando ya eran casi las cinco de la tarde. Se tomó la temperatura. Treinta y seis con ocho; la aspirina se la había bajado. Pero quizá era mejor quedarse en la cama. Tal vez leyendo algún libro.

Se levantó, se plantó ante la librería de la otra habitación y empezó a mirar los títulos. Había un libro de Andrea Camilleri de unos años atrás que aún no había leído. Se lo llevó a la cama y lo empezó.

El libro, que recreaba un fragmento de una novela de Sciascia, hablaba de un tal Patò, serio e íntegro director de banco que se deleitaba interpretando el papel de Judas el traidor en la función anual del Mortorio, una sagrada representación popular de la Pasión de Jesús.

Como es sabido, Judas, arrepentido de haber traicionado a Jesús, tras arrojar los treinta denarios en el templo, corre a ahorcarse. Y el Mortorio seguía paso a paso el Evangelio. Pero había una variante en la representación escénica; en efecto, mientras Patò-Judas se apretaba el nudo alrededor del cuello, a sus pies se abría una trampilla, que significaba la boca del infierno, en la cual se hundía el traidor, yendo a parar bajo el escenario.

En la novela, Camilleri contaba que esa vez todo se había desarrollado también como en un guión, sólo que, al término del espectáculo, Patò ya no volvía a aparecer. Todos se pusieron a buscarlo, pero no hubo manera. Desaparecido para siempre tras haber sido tragado por la trampilla.

El libro seguía con las suposiciones, hasta las más descabelladas, de personas corrientes y científicos, y con las difíciles investigaciones desarrolladas por un delegado de seguridad pública y un comandante de los carabineros para resolver la desaparición.

Después de tres horas de lectura, los ojos se le empezaron a nublar.

¿No convendría que lo viera un oculista? No, se contestó, no es el caso. Sabía muy bien que ya no tenía la vista de antes, pero ni ciego se rendiría a un par de gafas.

Dejó el libro en la mesita de noche y se levantó para ir a sentarse en la butaca delante del televisor. Lo encendió y se encontró en primer plano la cara de culo de gallina de Pippo Ragonese.

«…el reconocimiento de nuestros errores, las raras veces en que ocurre que los cometemos, es la señal indiscutible de nuestra corrección y nuestra buena fe. Corrección y buena fe son los faros resplandecientes que siempre han iluminado el camino de nuestros treinta años de actividad periodística. Recientemente hemos cometido uno de esos errores. Hemos acusado al comisario Salvo Montalbano de no querer tomar en consideración cierta pista en el caso del desconocido asesinado y desmembrado, encontrado en una árida zona llamada 'u critaru. Esa pista ha resultado no tener nada que ver con el horrendo crimen. Pedimos por tanto públicamente perdón al comisario Montalbano. Pero eso no significa que nuestras reservas acerca de él y los sistemas que a menudo emplea hayan quedado anuladas. Ahora quiero hablarles del consejo municipal de Montereale, que…»

Apagó el televisor. El jefe superior de policía había cumplido su palabra.

Se levantó presa de la inquietud y se puso a pasear.

Había algo en la novela de Camilleri que le daba vueltas en la cabeza.

¿Qué era? ¿Sería posible que la memoria empezara a fallarle?

¿Ya comenzaba con la arteriosclerosis?

Hizo un esfuerzo por recordar.

Eso era: una cosa que con toda certeza se refería a la muerte de Judas, pero que no estaba escrita en el libro.

Era una especie de pensamiento paralelo, que había aparecido y desaparecido como un flash. Pero, si se trataba de un pensamiento paralelo, era inútil releer la novela, y difícil que el flash se repitiera.

Quizá había un camino.

En algún lugar de la estantería tenían que estar los cuatro Evangelios en un solo volumen. Pero ¿dónde se habían escondido? ¿Sería posible que en aquella casa desapareciera todo? Primero el termómetro, ahora los Evangelios… Los encontró después de media hora de búsqueda, entre maldiciones nada apropiadas para el libro que estaba deseando leer.

Volvió a sentarse en la butaca y buscó en el primer Evangelio, el de Mateo, el pasaje que narraba el suicidio de Judas.


Viendo entonces Judas, el que lo había entregado, cómo Jesús era condenado, se arrepintió y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y los ancianos, diciendo: «He pecado entregando sangre inocente.» Ellos replicaron: «¿A nosotros qué? Tú verás.» Él arrojó las monedas de plata en el templo; después se retiró y fue y se ahorcó. Los sumos sacerdotes recogieron las monedas de plata y dijeron: «No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, pues son precio de sangre.» Y después de deliberar en consejo, compraron con ellas el Campo del Alfarero como lugar de sepultura para los forasteros…


En los demás Evangelios no se hablaba de la muerte de Judas.

No conseguía comprender por qué, pero estaba nervioso, con una especie de temblor por todo el cuerpo. Se sentía como un perro rastreador; le parecía que en el texto de Mateo había algo muy importante.

Se puso a leer nuevamente con toda la paciencia del mundo, casi silabeando.

Y fue al llegar a las palabras «el Campo del Alfarero» cuando experimentó una auténtica sacudida. El campo del alfarero.

De repente se encontró por encima de un sendero, con la ropa mojada de lluvia, contemplando un despeñadero hecho de losas de arcilla. Y volvió a oír las palabras de Ajena: «… este lugar se llama desde siempre 'u critaru, el arcillar… Vendo la arcilla a los que hacen vasijas, tinajas, ánforas…».

El campo del alfarero. Traducción: 'u critaru.

Ese había sido el pensamiento paralelo.

Pero ¿tenía algún sentido? ¿No podía tratarse de una coincidencia? ¿No se estaba dejando arrastrar demasiado por la fantasía? Vale, pero ¿qué había de malo en permitirse alguna fantasía? ¿Y cuántas veces lo que había creído fantasías había resultado real?

Supongamos por tanto que esta fantasía tiene un sentido. ¿Qué significa dejar que se halle un cadáver en el campo del alfarero? El Evangelio decía que los sacerdotes habían comprado aquel lugar para enterrar a los forasteros…

Un momento, Montalbà.

¿No podía ser que el muerto fuese forastero? Pasquano le había encontrado en la tripa un puente, y ese puente, según el profesor Lomascolo, era de un tipo que utilizaban los dentistas de Sudamérica. Por consiguiente, el desconocido era probablemente de por allí, pongamos venezolano, argentino… O bien colombiano. Un colombiano que, a lo mejor, tenía algo que ver con la mafia…

¿No será que estás navegando demasiado en alta mar, Montalbà?

Mientras se hacía la pregunta, lo asaltaron de repente unos estremecimientos de frío y a continuación experimentó un acceso de calor. Se tocó la frente; la fiebre le estaba subiendo. No se preocupó, porque estaba seguro de que esa alteración no la causaba una gripe, sino los pensamientos que le rondaban por la cabeza.

Pero mejor no insistir, mejor detenerse un poco, calmarse; tenía el cerebro recalentado, a punto de fundirse. Necesitaba distraerse. Pero ¿cómo? Lo único que podía hacer era ver la televisión. Volvió a encenderla, pero eligió el canal de Retelibera.

Estaban emitiendo una película porno soft, ésa era la denominación, es decir, de esas en que los actores y las actrices fingen follar en lugares un tanto incómodos, como por ejemplo dentro de una carretilla o agarrados a un tubo del alero de un edificio, y son peores que las películas hard, ésa era la denominación, porque ahí se folla de verdad. Se pasó unos diez minutos mirándola y, tal como siempre le ocurría tanto con el soft como con el hard, le entró sueño inmediatamente. Se durmió así, con la cabeza hacia atrás y la boca abierta.


***

No supo cuánto rato había dormido, pero, cuando despertó, en lugar de la película había cuatro personas alrededor de una mesa, hablando de crímenes sin resolver. «No obstante, incluso a pesar de los casos que aparentemente se resuelven -dijo uno con bigote y perilla a lo D'Artagnan-, en realidad quedan todos sin solución.» Esbozó una taimada sonrisita y no dijo nada más. Puesto que ninguno de los participantes comprendió un pimiento de lo que había oído, otro con cara de criminólogo (¿por qué los criminólogos llevan todos barba de Moisés?) se puso a recordar un caso ocurrido en el norte, una mujer asesinada con matarratas y después despiezada.

La misma palabra usada por Pasquano que lo había hecho reír.

¿Qué había dicho el doctor a ese respecto?

Que al muerto lo habían cortado en cierta cantidad de trozos. Sí, pero ¿cuántos en concreto?

Montalbano se puso en pie de un brinco, desorientado, sudado; la fiebre había vuelto a subirle unos grados. Corrió al teléfono y marcó un número.

Oyó sonar los tonos un buen rato sin que nadie contestara. Adelante, la tabla del… Pero ¡qué coño de tabla! Si no contestaban, la cosa acabaría como en Columbine: subiría al coche y les pegaría un tiro uno a uno. Al final se oyó la voz de un hombre, tan borracho que hasta le llegó el pestazo del aliento a través de la línea.

¿Tica? ¿Guién habla?

– Soy Montalbano. ¿Está el doctor Pasquano?

– A guesta hora de la noche… se… serrado guestá el depósito.

Pues entonces debía de estar en su casa. Le contestó una adormilada voz femenina.

– Soy Montalbano. ¿Está el doctor?

– No, comisario. Se ha ido al círculo.

– Perdone, señora, ¿tiene el número?

La mujer se lo dio y él llamó allí.

– ¿Oiga? Soy Montalbano.

– ¿Y a mí qué coño me importa? -contestó un sujeto antes de colgar.

Debía de haberse equivocado en algún número, pues en todos los dedos tenía un temblor difícil de controlar.

– Soy Montalbano. ¿Está el doctor Pasquano?

– Voy a ver si puede ponerse.

Tabla del siete entera.

– No; está jugando y no quiere que lo molesten.

– Oiga, dígale lo siguiente: o coge el teléfono o me presento en su casa sobre las cinco de la madrugada con la banda de la policía. Programa: primero, Marcha triunfal de Aida, segundo…

– Voy a decírselo.

Tabla del ocho.

– Un caballero no puede estar tranquilo sin que usted le toque los cojones, ¿verdad? Pero ¿qué coño de forma de actuar es la suya, eh? ¿Se da cuenta, eh? ¿Por qué necesita partirse los cuernos conmigo, eh? ¿Qué coño quiere?

– ¿Se ha desahogado, doctor?

– ¡Todavía no, grandísimo coñazo!

– ¿Puedo hablar?

– Sí, pero después desaparezca de la faz de la tierra, porque si me lo encuentro le hago la autopsia sin anestesia.

– ¿Podría decirme en cuántos trozos exactamente cortaron al muerto?

– Lo he olvidado.

– Se lo ruego, doctor.

– Espere que hago la cuenta. Los dedos de las manos y los pies… las piernas… las manos… las orejas… los antebrazos y un brazo… la cabeza… En total, veintinueve; no, espere: treinta trozos.

– ¿Está seguro? ¿Treinta?

– Segurísimo.

Por eso le habían dejado un brazo. Si lo hubieran cortado, los trozos habrían sido treinta y uno. En cambio, tenían que ser treinta exactamente.

Como los treinta denarios de Judas.


***

Ya no conseguía aguantar el calor que hacía en la casa. Se vistió, se puso una chaqueta gruesa y salió a la galería para pensar.

De que se trataba de una acción de la mafia no le cabía la menor duda desde que Pasquano le dijo que al desconocido lo habían abatido con un tiro en la nuca. Tratamiento típico que juntaba con un hilo ideal la peor y más cruel delincuencia con ciertos métodos previstos en honrosos usos militares.

Pero ahora estaba emergiendo algo más.

El autor le estaba facilitando deliberadamente información concreta acerca del porqué y el cómo del asesinato.

Por de pronto, el homicidio lo había llevado a cabo -o lo había ordenado, que era lo mismo- alguien que todavía actuaba según el respeto a las reglas de la vieja mafia.

¿Por qué?

Fácil respuesta: porque la nueva mafia dispara a lo loco, a diestro y siniestro, a ancianos y niños, caiga donde caiga, y jamás se digna dar una explicación de lo que ha hecho.

La vieja mafia no: ésta explicaba, se decía. Claro que no de palabra o por escrito, eso no, pero sí con signos.

La vieja mafia era maestra en semiología, que es la ciencia de los signos utilizados para comunicar.

¿Muerto con una tallo de higo chumbo sobre el cuerpo?

Lo hemos hecho porque nos ha pinchado con demasiadas espinas, con demasiados disgustos.

¿Muerto con una piedra en el interior de la boca?

Lo hemos hecho porque hablaba demasiado.

¿Muerto con las manos cortadas?

Lo hemos sorprendido con las manos en la masa.

¿Muerto con los cojones en la boca?

Lo hemos hecho porque ha ido a follar donde no debía.

¿Muerto con los zapatos sobre el pecho?

Lo hemos hecho porque quería escapar.

¿Muerto con los ojos sacados?

Lo hemos hecho porque no quería rendirse a la evidencia.

¿Muerto con todos los dientes arrancados?

Lo hemos hecho porque quería comer demasiado.

Y así sucesivamente.

Por eso la descodificación del mensaje le resultó muy clara y rápida: lo hemos matado tal como merecía porque nos ha traicionado por treinta denarios, como Judas.

Por consiguiente, la conclusión lógica sería que el desconocido era un mafioso «ajusticiado» por traidor. Lo cual era finalmente un primer paso adelante.

Un momento, Montalbà. A lo mejor has sido tocado por la Gracia.

Pues sí. Porque si el razonamiento cuadraba, y cuadraba de maravilla, quizá sería posible librarse de aquella investigación, esquivarla con elegancia.

En efecto, si el asesinado era un mafioso, quizá la cosa ya no le correspondiera a él sino a Antimafia.

Se alegró. Sí, ése era el camino adecuado. Actuando así, se quitaba de encima la molesta cuestión de Mimì.

A la mañana siguiente, lo primero que tenía que hacer era ir a Montelusa a hablar con el compañero Musante, uno de los que se encargaban de los asuntos de la mafia.

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