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– Estaba aquí -dijo Ajena mirando hacia abajo-. En fin.

Se hallaban codo con codo por encima de una vereda estrecha, contemplando a sus pies un terreno muy inclinado, casi un precipicio. Pero no se trataba de terreno propiamente dicho. Era un conjunto de losas de arcilla grisáceas y amarillentas en cuyo interior no penetraba el agua, cubiertas, o mejor untadas, por una especie de pátina de traicionera espuma de afeitar, pues era evidente que bastaba poner un pie encima para ir a parar veinte metros más abajo.

– Estaba justamente aquí -repitió Ajena.

Y ahora ya no estaba. El muerto viajero, el muerto errante.

Durante el descenso hacia el lugar donde Ajena había visto el cadáver había sido imposible intercambiar palabra, porque habían tenido que caminar en fila india. Delante iba Pasquale Ajena, que se apoyaba en un bastón de pastor; detrás Montalbano, que se apoyaba en él con una mano sobre su hombro; después Augello, que se apoyaba en el hombro de Montalbano; y detrás Fazio, que se apoyaba en Augello.

Montalbano recordaba haber visto algo parecido en un célebre cuadro. ¿Brueghel? ¿El Bosco? Pero no era momento para pensar en arte.

Catarella, que era el último de la fila, aparte del último en orden jerárquico, no tenía valor para apoyarse en quien lo precedía, y por eso de vez en cuando resbalaba sobre el barro y chocaba contra Fazio, el cual chocaba contra Augello, el cual chocaba contra Montalbano, el cual chocaba contra Ajena, y todos corrían peligro de caer derribados como bolos.

– Oiga, Ajena -dijo Montalbano muy nervioso-, ¿está absolutamente seguro de que el lugar era éste?

– Comisario, aquí todo es mío, y yo vengo a diario tanto si llueve como si hace sol.

– Pues entonces vamos a hablar.

– Si a usía le apetece hablar, hablemos -repuso Ajena, encendiendo la pipa.

– El cadáver, según usted, ¿estaba aquí?

– ¿Es que está sordo? ¿Y qué significa «según usted»? Estaba justo aquí -contestó Ajena, señalando con la pipa el principio de las losas de arcilla, a escasa distancia de sus pies.

– O sea, que estaba a la vista, al aire libre.

– Digamos que sí y digamos que no.

– Explíquese mejor.

– Señor comisario, aquí todo es arcilla. Este lugar se llama desde siempre 'u critaru, el arcillar, y por eso…

– ¿Qué saca usted de un lugar como éste?

– Vendo la arcilla a los que hacen vasijas, tinajas, ánforas…

– Muy bien, siga.

– Bueno, pues cuando no llueve, y aquí llueve poco, la arcilla queda cubierta por la tierra que resbala desde la colina. Hay que excavar casi medio metro para encontrarla. ¿Me explico?

– Sí.

– Pero cuando llueve, si lo hace con fuerza, el agua se lleva la tierra que la cubre y la arcilla queda a la vista. Así ha ocurrido esta mañana: el agua se ha llevado la tierra hacia abajo y ha destapado al muerto.

– Por consiguiente, ¿usted me está diciendo que el cadáver había sido enterrado en el mantillo y que la lluvia lo ha desenterrado?

– Sí, señor. Precisamente. Yo pasaba por aquí para subir a la cueva, y así es como he visto la bolsa.

De inmediato se alzó un coro formado por las voces de Montalbano, Augello, Fazio y el propio Catarella.

– ¿Qué bolsa?

– Una bolsa grande, negra, de plástico, de las que se usan para la basura.

– ¿Cómo sabe que dentro había un cadáver? ¿La ha abierto?

– No era necesario abrirla. Se había roto un poco y por el agujero asomaba un pie con los cinco dedos cortados, de manera que me ha costado reconocerlo como un pie.

– ¿Ha dicho cortados?

– Cortados o comidos por algún perro.

– Comprendo. ¿Y entonces qué ha hecho?

– He seguido caminando y he llegado a la cueva.

– ¿Y cómo ha llamado a comisaría? -preguntó Fazio.

– Con el móvil que llevo en el bolsillo.

– ¿Qué hora era cuando ha visto la bolsa? -dijo Augello.

– Podían ser las seis de la mañana.

– ¿Y usted ha tardado más de una hora en llegar desde aquí a la cueva y llamarnos? -exclamó.

– A usía, perdone, ¿qué coño le importa el rato que haya tardado?

– ¡Vaya si me importa! -replicó Mimì enfurecido.

– Nosotros hemos recibido su llamada a las siete y veinte -explicó Fazio-. Una hora y veinte minutos después de que usted descubriera la bolsa.

– ¿Qué ha hecho? ¿Se ha tomado la molestia de avisar a alguien para que viniera a llevarse al muerto? -preguntó Augello, que de pronto parecía el policía taimado y perverso de las películas americanas.

Preocupado, Montalbano pensó que Mimì no estaba haciendo comedia.

– Pero ¿qué dice? ¿Qué le pasa por la cabeza? ¡Yo no he avisado a nadie!

– ¡Pues entonces díganos qué ha hecho durante esa hora y veinte minutos!

Mimì lo había apresado como un perro furioso y no lo soltaba.

– Me lo he pensado.

– ¿Se ha pasado una hora y media pensando?

– Sí, señor.

– ¿En qué?

– En si era mejor telefonear o no.

– ¿Por qué?

– Porque si uno tiene tratos con ustedes los mad… siempre sale perjudicado.

– ¿Iba a decir maderos? -preguntó Mimì con el rostro encarnado, a punto de darle un puñetazo.

– ¡Calma, Mimì! -exclamó Montalbano.

– Oiga -continuó Augello, que quería provocar al hombre-, para llegar a la cueva hay dos caminos, uno de subida y otro de bajada. ¿Es así?

– Exactamente.

– ¿Por qué a nosotros sólo nos ha indicado el camino de bajada? ¿Para que nos rompiéramos el cuello?

– Porque ustedes jamás habrían conseguido subir. El camino, con el agua que caía, se había vuelto de barro resbaladizo.

Se oyó un sordo retumbo. Todos miraron al cielo; el ojo de la tormenta, en lugar de abrirse, se iba cerrando. Y todos pensaron lo mismo: si no encontraban pronto el cadáver, corrían el riesgo de empaparse.

– ¿Usted cómo se explica que el cadáver ya no esté? -terció Montalbano.

– Bueno. O el agua y la tierra han arrastrado la bolsa hasta el fondo del precipicio o alguien ha venido a buscarlo.

– Quite, hombre -resopló Mimì-. Si alguien hubiera venido aquí para llevarse el cadáver, habría dejado huellas en el barro. En cambio, no se ve nada.

– ¿Y eso qué significa? -replicó Ajena-. Con toda el agua que ha caído, ¿usía todavía quiere encontrar huellas?

En ese momento de la discusión, vete tú a saber por qué, Catarella dio un paso al frente. Y fue el comienzo del segundo resbalón de la mañana. Le bastó con apoyar medio pie sobre la arcilla para efectuar una especie de paso de patinaje artístico, un pie sobre el camino, el otro sobre una losa. Fazio, que estaba a su lado, intentó agarrarlo al vuelo, pero no lo consiguió. Es más, con el movimiento que hizo, le dio un fuerte empujón involuntario. Entonces Catarella se quedó un instante con los brazos extendidos, después dio media vuelta, se puso de espaldas y patinó hacia delante.

– ¡El equilibrio perdí! -anunció, dando voces urbi et orbi.

Después cayó fuertemente de culo y, de esa manera, sentado en un invisible y pequeño trineo, empezó a coger velocidad, mientras Montalbano recordaba una regla de física aprendida en la escuela que decía: Motus in fine velocior, el movimiento es más rápido al final.

A continuación lo vieron caer hacia atrás, tumbado con la espalda sobre la arcilla, y avanzar a una velocidad de practicante de bobsleigh. La carrera terminó veinte metros más abajo, al final del precipicio, contra un gran matorral, donde el cuerpo de Catarella entró como un proyectil y desapareció.

Ninguno de los espectadores abrió la boca, ninguno se movió. Se habían quedado hechizados por el espectáculo.

– Organizad medidas de socorro -ordenó Montalbano poco después.

Todo el asunto le había tocado tanto los cojones que ni siquiera le apetecía reír.

– ¿Cómo se puede ir a recogerlo? -le preguntó Augello a Ajena.

– Bajando por este mismo caminito se pasa cerca del lugar.

– Pues entonces, vamos.

Pero en ese momento Catarella emergió del matorral. Durante el descenso había perdido los pantalones y los calzoncillos, y se cubría púdicamente sus vergüenzas con las manos.

– ¿Qué te has hecho? -le preguntó Fazio a gritos.

– Nada. He encontrado la bolsa del cadáver. Aquí está.

– ¿Bajamos? -preguntó Augello a Montalbano.

– No. Total, ahora ya sabemos dónde está. Tú, Fazio, ve al encuentro de Catarella. Tú, Mimì, espéralos en la cueva.

– ¿Y tú?

– Yo cojo el todoterreno y regreso a Marinella. Ya estoy más que harto.

– Perdona, ¿y la investigación?

– ¿Qué investigación, Mimì? Si el muerto fuera reciente, puede que nuestra investigación sirviese de algo. Pero a éste vete a saber cuándo y dónde lo mataron. Hay que llamar al ministerio público, al forense y a la Científica. Hazlo enseguida, Mimì.

– Pero ¡ésos tardarán unas dos horas como mínimo en llegar hasta aquí desde Montelusa!

– Y dentro de unas dos horas volverá a llover más fuerte -terció Ajena.

– Mejor así -dijo Montalbano-. ¿Tenemos que empaparnos sólo nosotros?

– Pero ¿yo qué hago en esas dos horas? -le preguntó Mimì en tono desabrido.

– Juegas a la escoba. -Después, al ver que Ajena se estaba alejando, añadió-: ¿Por qué has llamado a Catarella y le has dicho que mi presencia aquí era indispensable?

– Porque me parecía…

– Mimì, a ti no te parecía nada. Tú has querido que yo viniera con la única finalidad de tocarme los cojones haciendo que me empapara.

– Salvo, tú mismo lo has dicho hace un momento: ¿por qué teníamos que empaparnos sólo Fazio y yo mientras tú te quedabas calentito en la cama?

Montalbano no pudo menos que percibir la rabia que encerraban aquellas palabras. Mimì no lo había hecho en broma. Pero ¿qué le estaba ocurriendo?


***

Llegó a Marinella cuando acababa de empezar a diluviar. La hora de comer ya había pasado hacía un buen rato y, además, la mañana al aire libre le había abierto el apetito. Fue al cuarto de baño, se cambió de ropa y corrió a la cocina. Adelina le había preparado pasta 'ncasciata y, de segundo, conejo a la cazadora. Raras veces lo hacía, pero, cuando se lo preparaba, a Montalbano se le llenaban los ojos de lágrimas de alegría.


***

Fazio regresó a la comisaría cuando ya oscurecía. Debía de haber pasado por su casa para lavarse y cambiarse de ropa. Pero se lo veía cansado; la jornada en el arcillar no había sido fácil.

– ¿Y Mimì?

– Se ha ido a descansar, dottore. Se notaba unas décimas de fiebre.

– ¿Y Catarella?

– El tenía algo más de unas décimas. Como mínimo treinta y ocho. Quería venir a pesar de todo, pero yo le he ordenado que se fuera a la cama.

– ¿Habéis encontrado la bolsa?

– ¿Quiere saber una cosa, dottore? Cuando hemos regresado al arcillar junto con los de la Científica, el ministerio público, el doctor Pasquano y los camilleros, llovía a cántaros, y en el matorral donde Catarella decía haber encontrado la bolsa, la bolsa ya no estaba.

– Bueno, ¡menuda lata de muerto! Así pues, ¿dónde estaba?

– El agua y el barro lo habían arrastrado diez metros más abajo. Pero una parte de la bolsa se había roto, y, por eso, algunos trozos…

– ¿Trozos? ¿Qué trozos?

– El muerto, antes de ser introducido en la bolsa, fue troceado.

O sea, que Ajena había visto bien: habían cortado los dedos del pie.

– ¿Y qué habéis hecho?

– Hemos tenido que esperar a que llegara Cocò desde Montelusa.

– ¿Y ése quién es? No lo conozco.

Dottore, es un perro. Habilísimo. Ha encontrado cinco trozos, entre ellos la cabeza, que se habían escurrido de la bolsa y estaban diseminados por allí. A continuación, el doctor Pasquano ha dicho que, a simple vista, le parecía que el muerto estaba entero. Y así hemos podido regresar finalmente.

– ¿Tú has visto la cabeza?

– Sí, señor, pero no me ha servido de nada. El muerto ya no tenía cara. Se la habían borrado por completo, golpeándola decenas de veces con un martillo o una maza, un objeto pesado en cualquier caso.

– No querían un reconocimiento inmediato.

– Seguro, dottore. Porque también he visto que le cortaron el índice de la mano derecha. Le habían quemado la yema.

– ¿Y tú sabes lo que significa eso?

– Sí, señor dottore. Que, a lo mejor, el muerto tenía antecedentes penales y se le podría identificar con las huellas digitales. Y por eso han actuado en consecuencia.

– ¿Pasquano ha logrado estimar cuánto tiempo hace que lo mataron?

– Como mínimo, dos meses. Pero dice que tendrá que verlo mejor con la autopsia.

– ¿Sabes cuándo la hará?

– Mañana por la mañana.

– Y en dos meses nadie ha denunciado la desaparición de ese hombre.

Dottore, las posibilidades son dos. O no la han denunciado o la han denunciado.

Montalbano lo miró con admiración.

– ¡Bien por ti, Fazio! ¿Sabes quién era el señor de La Palisse?

– No, señor dottore. ¿Quién era?

– Uno que un cuarto de hora antes de morir aún estaba vivo.

Fazio lo cogió al vuelo.

– ¡Pues no, dottore! ¡Usía tenía que dejarme terminar!

– Pues entonces termina; por un instante he temido que te hubieras contagiado de Catarella.

– Quería decir que es posible que se denunciara la desaparición del muerto, pero como nosotros no sabemos quién es el muerto…

– Comprendo. Lo único que podemos hacer es esperar a lo que Pasquano diga mañana.


***

En Marinella lo recibió el timbre del teléfono, que sonaba mientras él intentaba abrir la puerta de su casa, confundiéndose con las llaves.

– Hola, cariño, ¿cómo estás? -Era Livia; parecía contenta.

– He tenido una mañana bastante dura. ¿Y tú?

– Yo me lo he pasado muy bien. No he ido al despacho.

– Ah, ¿no? ¿Y por qué?

– No tenía ganas. Era una mañana preciosa. Ir a trabajar habría sido un pecado mortal. Un sol, Salvo de mi alma, que parecía el vuestro.

– ¿Y qué has hecho?

– Me he ido a dar un paseo.

– Claro, tú puedes permitírtelo -se le escapó.

Livia no se lo perdonó.


***

Más tarde se sentó malhumorado delante del televisor. Sobre una silla al lado de su butaca colocó dos platos, uno de aceitunas negras pasas, aceitunas y sardinas saladas, y otro con queso fresco y queso de Ragusa. Llenó también un vaso de vino pero, por si acaso, dejó la botella cerca. Encendió el televisor. Daban una película ambientada en un país asiático durante las grandes lluvias. Pero ¿cómo? ¿Fuera estaba diluviando de verdad y él estaba allí mirando un diluvio falso? Cambió de canal. Otra película. Una mujer, tumbada desnuda en una cama miraba con los ojos entornados a un muchacho que se estaba desnudando y se veía de espaldas. Cuando el chico se bajó los calzoncillos, la mujer abrió los ojos como platos, se medio incorporó y se llevó una mano a la boca, sorprendida y maravillada por lo que veía. Cambió de canal. El jefe del Gobierno explicaba por qué la economía del país se estaba yendo a la mierda: la primera razón era el ataque terrorista contra las Torres Gemelas; la segunda, el tsunami; la tercera, el euro; la cuarta, la oposición comunista, que no colaboraba… Cambió de canal. Un cardenal hablaba del carácter sagrado de la familia. Entre quienes lo escuchaban en primera fila había unos cuantos políticos, de los cuales dos estaban divorciados, otro convivía con una menor de edad tras haber abandonado a la mujer y tres hijos, un cuarto mantenía una familia oficial y dos familias oficiosas, y un quinto jamás se había casado porque era del dominio público que no le gustaban las mujeres. Todos aprobaban con rostro muy serio las palabras del cardenal. Cambió de canal. Y se le apareció la cara de culo de gallina de Pippo Ragonese, el periodista príncipe de Televigàta.

«…y, por consiguiente, el descubrimiento del cadáver de un hombre bárbaramente asesinado, cortado en pedazos e introducido en una bolsa de basura, nos inquieta por varias razones. Pero la principal es que la investigación se ha encomendado al comisario Salvo Montalbano de Vigàta, del cual, por desgracia, hemos tenido ocasión de ocuparnos otras veces. Le hemos reprochado no tanto tener ideas políticas (aunque todas sus palabras rezuman, en efecto, comunismo), sino más bien no tenerlas en el transcurso de sus investigaciones. O que si se le ocurre alguna idea, ésta siempre resulta absurda, descabellada, carente de fundamento. Quisiéramos hacerle una sugerencia. Pero ¿nos escuchará? La sugerencia es ésta: hace unos quince días, en las cercanías del lugar llamado 'u critaru, donde se encontró el cadáver, un cazador se tropezó con dos bolsas de plástico que contenían los restos de dos terneritos. ¿No podría haber una relación entre ambos hechos? ¿No podría tratarse de un rito satánico que…?»

Apagó el televisor. ¡Rito satánico, una mierda! Dejando a un lado que las dos bolsas se encontraron a cuatro kilómetros de distancia del critaru, se supo que habían sido abandonadas después de un operativo de los carabineros contra el sacrificio clandestino de reses.

Fue a acostarse, harto del universo mundo. Pero antes, soltando tacos, se tomó una aspirina. Con el remojón de la mañana y la maldita vejez, quizá sería mejor que se cuidara.


***

A la mañana siguiente, cuando se despertó después de una noche de sueño un tanto agitado y abrió la ventana, se quedó encantado. Brillaba un sol de julio en un cielo esplendoroso, como recién lavado con detergente. El mar, que llevaba dos días cubriendo por completo la playa, se había retirado, pero había dejado la playa llena de bolsas de basura, vasijas, botellas de plástico, cajas rotas y porquerías varias. Montalbano recordó que, en tiempos ya lejanos, cuando el mar se retiraba, dejaba en la arena sólo algas perfumadas y bellísimos caparazones de moluscos que eran como un regalo que el mar hada a los hombres. Ahora, en cambio, nos devolvía nuestra propia asquerosidad.

Y también recordó una sátira que había leído de pequeño y se llamaba El diluvio, donde se sostenía que el próximo diluvio no se debería al agua del cielo sino a la de todos los retretes, todas las letrinas, todas las cloacas y todos los pozos negros del mundo, que empezarían a vomitar irremediablemente hasta ahogarnos en nuestra propia mierda.

Salió a la galería y bajó a la playa.

El hueco que había entre la arena y la base de cemento que sostenía el suelo de la galería se había llenado por completo con un buen surtido de materiales más o menos repugnantes, entre ellos el esqueleto de un perro.

Soltando maldiciones como un poseso, entró de nuevo en casa, se puso unos guantes de cocina, cogió una especie de gancho que Adelina utilizaba para finalidades misteriosas y empezó a limpiar.

Al cabo de un cuarto de hora, sintió una punzada en la espalda que lo dejó paralizado. Pero ¿quién lo mandaba meterse en semejantes berenjenales a su edad?

– ¿De verdad estoy tan mal? -se preguntó.

Tuvo un arrebato de amor propio y reanudó la tarea a pesar del dolor. Cuando terminó de meter la basura en dos bolsas grandes, se notó todos los huesos doloridos. Pero tenía que seguir porque se le había ocurrido una idea. Entró en casa, escribió «CABRÓN» en una hoja en blanco y la introdujo en una de las bolsas. Después las colocó en el maletero de su coche, se duchó, se vistió y se fue.

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