Como ves, querido Salvo, he relacionado las dos palabras y obtenido este bonito resultado. Pero hay otras preguntas que hacer. Por esta noche me bastan tres. La primera: ¿cómo supo Dolores que Giovanni había sido secuestrado y asesinado por un sicario de Balduccio? La segunda (dividida en dos): ¿por qué Dolores está segura de que quien ordenó matar a Giovanni es Balduccio? ¿Cuáles eran en realidad las relaciones entre Giovanni y Balduccio? La tercera: ¿por qué Dolores quiere mantener bajo control el desarrollo de las investigaciones a través de Mimì?
Posible respuesta a la primera pregunta.
Dolores nos ha dicho que mientras regresaba de Gioia Tauro le entró sueño de repente, y que llegó a Vigàta al día siguiente tras haber pernoctado en un motel. Pero quizá algo de lo que nos ha dicho no sea cierto. Quizá se quedó en Gioia Tauro por razones personales y así se enteró de que Giovanni no había podido embarcar porque Balduccio había mandado secuestrarlo. Entonces, ¿por qué no viene enseguida a decírnoslo abiertamente? Quizá porque lo de Dolores era sólo una suposición y no tenía pruebas. Quizá porque ignoraba cómo habían asesinado a su marido y dónde estaba el cadáver. Debió de comprenderlo cuando Mimì le habló del muerto del critaru. Y entonces entró en acción.
Posible respuesta a la segunda pregunta.
Aquí no hay más que una sola respuesta: Giovanni trabaja como correo para Balduccio. Tiene que ser muy hábil, y Dolores conoce muy bien la actividad de su marido. Pero un día Giovanni «traiciona» a Balduccio y éste manda matarlo. Por tanto, Dolores no tiene la menor duda acerca de quién ha ordenado eliminar a su marido.
Posible respuesta a la tercera pregunta.
Dolores sabe, porque se lo ha dicho Giovanni, lo inteligente y astuto que es el viejo Balduccio. Está impulsada por una irresistible voluntad de venganza. Quiere que Balduccio pague, pero sabe que el viejo mafioso podría engañar con éxito a la justicia, tal como ha hecho muchas veces. Teniendo a Mimì a mano, podría conjurar semejante peligro, puesto que ella jamás soltaría el «hueso» Balduccio.
Querido Salvo, me he roto los cojones escribiendo. Te he dicho lo esencial. Ahora te toca a ti.
Buena suerte.
Estaba amaneciendo. Se levantó de la mesa mientras por la espalda le serpenteaban estremecimientos de frío. Se desnudó y se metió en la bañera, que humeaba de tan caliente que estaba el agua. Cuando salió parecía una langosta. Se afeitó, se preparó y bebió la consabida taza de café. Después fue al dormitorio, se vistió, cogió un maletín y metió dentro una camisa, un par de calzoncillos, un par de calcetines, dos pañuelos y un libro que estaba leyendo. Regresó al comedor, releyó la carta que se había escrito a sí mismo, se la llevó a la galería y le prendió fuego con el encendedor. Miró el reloj. Casi las seis y media. Entró, volvió a conectar el teléfono y marcó un número mientras se guardaba el móvil en la chaqueta.
– ¿Diga? -contestó Fazio.
– Soy Montalbano. ¿Te he despertado?
– No, señor dottore. ¿Qué hay?
– Oye, tengo que irme.
Fazio se alarmó.
– ¿Se va a Boccadasse? ¿Qué ocurre?
– No voy a Boccadasse. Espero regresar esta misma noche o mañana por la mañana. Si lo hago esta noche, te llamo aunque sea tarde. ¿De acuerdo?
– A sus órdenes.
– Encárgate de lo que te he pedido. Tienes que averiguar por qué Pecorini se fue de Vigàta hace dos años.
– No se preocupe.
– Esta mañana irá a comisaría uno de los amigos de Alfano. Con los otros dos hablé anoche. A éste interrógalo tú.
– Muy bien.
– ¿Dónde están las llaves del apartamento de via Gerace que te dio la señora Dolores?
– Encima de mi escritorio, dentro de un sobre.
– Ahora paso a recogerlas. Ah, oye. Si esta mañana te encuentras casualmente con el dottor Augello, no le digas que he ido a Gioia Tauro.
– Dottore, ahora Augello ya no habla con ninguno de nosotros. Pero por si acaso me pregunta, ¿qué le digo?
– Que he ido al hospital para un control rutinario.
– ¿Usted al hospital voluntariamente? ¡No se lo va a creer! ¿No podría aducir algo mejor?
– Búscalo tú. Pero Mimì no debe sospechar, ni por asomo que me estoy encargando del muerto del critaru.
– Dottore, perdone, pero si lo sospecha, ¿qué tiene de malo?
– Haz lo que te digo y no discutas.
Colgó.
¡Ah, qué asquerosos, qué cenagosos, qué traicioneros eran los alrededores del campo del alfarero!
¿Podría haberse ahorrado el viaje que estaba haciendo? ¿Un viaje que para él, privado como estaba de guía, representaba un esfuerzo tremendo? Claro, con la ayuda de una buena guía de carreteras no habría tenido ninguna necesidad de moverse de casa. Pero comprobar personalmente cómo estaba la situación no sólo era una forma de actuar más justa y seria, sino que el mismo lugar, visto con sus propios ojos, tal vez lo induciría a considerar alguna otra hipótesis. Sin embargo, a pesar de todas las justificaciones que seguía buscando para el viaje, era consciente de que la verdadera razón aún no había salido a la luz. Pero nada más pasar Enna, cuando a la izquierda ya se distinguían las montañas en medio de las cuales había pueblos como Assoro, Agira, Regalbuto o Centuripe, comprendió por qué había salido de Marinella. No cabía duda de que la investigación tenía que ver con ello, vaya si tenía que ver con ello, pero la verdad era que quería volver a contemplar el paisaje de su juventud, de cuando se encontraba en Mascalippa como subcomisario. Pero ¿cómo? ¿No se había cansado de aquel paisaje? ¿En Mascalippa no le molestaba incluso el aire, que sabía a paja y hierba? Todo cierto, todo sagrado, y recordó una frase de Brecht: «¿Por qué tendría que sentir cariño por el alféizar desde el cual me caí de niño?» Pero sintió que aquella frase no era acertada. Porque algunas veces, cuando ya eres casi viejo, el odiado alféizar desde el cual te caíste de niño te llama desde la memoria, y tú harías un peregrinaje para volver a verlo como lo veías entonces, con los ojos de la inocencia.
«¿Es eso lo que pretendes recuperar? -se preguntó mientras circulaba a paso de tortuga por la autopista Enna-Catania, enloqueciendo a todos los desgraciados automovilistas que recorrían el mismo camino-. ¿Crees que contemplar esas montañas desde lejos, respirar ese aire desde lejos, puede devolverte la ingenuidad, el candor, el entusiasmo de tus primeros años en la policía? Vamos, procura ser serio, comisario, convéncete de que, lo que has perdido, lo has perdido para siempre.»
Aceleró de golpe y dejó el paisaje atrás. En la Catania-Messina no había mucho tráfico, tanto es así que pudo embarcar en el transbordador a las doce y media. Desde Vigàta -de donde había salido a las siete- hasta Messina había tardado cinco horas y media. Alguien como Fazio, circulando normalmente, habría tardado dos horas menos. En cuanto rebasaron la estatua de la Virgen, que situada al final del puerto deseaba a todos felicidad y salud, el transbordador empezó a bailar porque había un poco de mar gruesa, y el aire salobre le despertó un apetito bestial. La víspera no había podido comer nada. Subió una escalerita que conducía al bar. En el mostrador había una montañita de arancini calentitos. Compró dos y salió a comérselos al puente. Atacó el primero, de un mordisco lo redujo a la mitad y de esta mitad se tragó una buena cantidad. Inmediatamente se dio cuenta del grave error cometido. Aquellas pelotitas de arroz frito en un aceite centenario parecían elaboradas por un cocinero presa de violentas alucinaciones. ¡Y qué ácida era la salsa de carne! Escupió al mar el resto que aún tenía en la boca, y le dio el mismo final al arancino entero y al que se había comido a medias. Regresó al bar y se tomó una cerveza para quitarse el regusto. Mientras bajaba con el coche del transbordador, el bocado de asqueroso arancino y la cerveza le subieron de golpe a la garganta. El ardor fue tan grande que, sin apenas darse cuenta, vomitó. Y se encontró en la pasarela completamente de lado, con el morro del coche mirando al mar.
– Pero ¿qué coño hace? ¿Qué coño está haciendo? -se puso a gritar asustado el marinero que dirigía las operaciones de desembarco.
Completamente sudado, Montalbano volvió a situarse en la posición adecuada centímetro a centímetro, mientras a sus espaldas el conductor de un camión TIR mostraba con toda claridad que tenía intención de propinarle un topetazo y arrojarlo al muelle o al mar, a gusto del consumidor.
En Villa San Giovanni fue a comer a una trattoria de camioneros donde ya había estado dos veces. Y la tercera tampoco sufrió una decepción. Después de una hora y media, es decir, hacia las tres de la tarde, subió de nuevo al coche para dirigirse a Gioia Tauro. Siguió la autopista, y en un abrir y cerrar de ojos dejó atrás Bagnara. Siguió por la A3; le quedaban unos veinte kilómetros escasos hasta Gioia Tauro. Los recorrió despacio, buscando la salida de Lido di Palmi. Estaba la salida de Palmi, no la de Lido. Pero ahora, ¿qué ocurría? Estaba seguro de no haberla pasado por distracción, y por eso decidió seguir hasta Gioia Tauro. Salió de la autopista, llegó al pueblo y se detuvo en el primer surtidor de gasolina que encontró.
– Oiga, tengo que ir a Lido di Palmi. ¿Cojo la autopista?
– Por la autopista no llegará, o por lo menos tendrá que hacer un recorrido complicado y largo. Mejor siga por la estatal, que además disfrutará del aire del mar.
Pidió que le explicaran qué tenía que hacer para coger la estatal.
– Otra cosa, perdone. ¿Dónde está via Gerace?
– Pasa por allí para ir a la estatal.
El número 15 de via Gerace era un pequeño apartamento que inicialmente debía de haber sido un garaje más bien grande. Era el primero de cuatro apartamentos idénticos y contiguos, todos con una pequeña verja y un jardincito mínimo. Al lado de la puerta había un cubo de basura. Se hallaban en la parte posterior de un enorme edificio de diez pisos. Seguramente se utilizaban como picaderos de ínfima categoría o como viviendas provisionales para gente de paso. Montalbano bajó del coche, sacó del bolsillo las llaves que había encontrado en el escritorio de Fazio, abrió la pequeña verja, la cerró, abrió la puerta, la cerró. Macannuco lo había hecho bien: había conseguido entrar sin forzar las cerraduras. El apartamento estaba muy oscuro y Montalbano encendió la luz.
Había un recibidor minúsculo que no salía en las fotografías, donde apenas cabían un perchero, un mueblecito con un cajón y una lámpara que iluminaba la estancia. La cocina era igual que en la fotografía, pero ahora estaban abiertos los armaritos y el frigorífico, y sobre la mesa se habían dejado a la buena de Dios botellas, cajas y paquetes.
Por el dormitorio, el registro había pasado como un tornado; los pantalones de Alfano estaban apelotonados en el suelo. En el cuarto de baño habían inutilizado la cadena del váter y roto la pared para dejar a la vista todas las cañerías; la trampilla del techo estaba abierta y al lado del bidet había una escalera de mano. Montalbano la colocó debajo de la trampilla y subió. El altillo estaba vacío; al parecer, los de la Científica se habían llevado la maleta y la caja de zapatos.
Bajó, regresó a la antesala y abrió el cajón del mueblecito. Recibos de la luz y el gas. Por debajo del mueble, que tenía patas de apenas cinco centímetros, asomaba la punta blanca de un sobre. Montalbano se inclinó y lo recogió. Estaba cerrado: un recibo de Enel. Lo abrió. Indicaba el 30 de agosto como fecha límite de pago. Por tanto, no se había pagado. Volvió a dejarlo debajo del mueble, y estaba a punto de apagar la luz cuando distinguió algo.
Se acercó de nuevo al mueblecito, le pasó un dedo por encima, levantó la lámpara, la dejó de nuevo en su sitio, abrió la puerta, salió, cerró, levantó la tapa del cubo de la basura, que estaba vacío, con sólo manchas de herrumbre en el fondo, lo dejó en su sitio, abrió la pequeña verja, y estaba punto de cerrarla cuando oyó una voz por encima de su cabeza.
– ¿Perdone, usted quién es?
Era una cincuentona que debía de pesar ciento cuarenta kilos y tenía las piernas más cortas que Montalbano había visto jamás en un ser humano. Vamos, una pelota. Estaba asomada a un balcón del primer piso de la casa que daba precisamente al techo del apartamento de los Alfano.
– Policía. ¿Y usted quién es?
– La portera.
– Quisiera hablar con usted.
– Pues hable.
Una ventana del segundo piso que estaba entreabierta se abrió del todo, y a ella se asomó una veinteañera que apoyó los codos en el alféizar, colocándose en posición de escucha.
– Oiga, señora, ¿hace falta que hablemos a esta distancia?
– A mí me va bien.
– Pues a mí no. Baje ahora mismo a la portería, que me reúno con usted.
Cerró la pequeña verja, montó en su coche, rodeó el edificio, se detuvo delante de la entrada principal, bajó, subió cuatro peldaños, entró y se encontró con la portera, que salía del ascensor de lado y metiendo todo lo posible las tetas y la barriga. Nada más salir, la pelota volvió a hincharse.
– ¿Y ahora qué?
– Quisiera hacerle unas preguntas sobre los señores Alfano.
– ¿Todavía? ¿Todavía este latazo? ¿Usted qué es en la policía?
– Comisario.
– ¡Ah! ¿Pues entonces no puede preguntarle a su compañero Macannuco en lugar de volver a tocarme las narices a mí? ¿Tengo que repetir la historia a todos los comisarios del reino?
Montalbano estaba empezando a divertirse.
– República, señora.
– Nunca! ¡Yo no reconozco esta república de mierda! ¡Soy monárquica y moriré monárquica!
Montalbano adoptó una expresión primero jovial y luego conspiradora. Miró alrededor, se inclinó hacia la pelota y dijo en voz baja:
– Yo también soy monárquico, señora. Pero no puedo decirlo abiertamente; de lo contrario, me fastidio la carrera.
– Me llamo Esterina Trippodo -repuso la pelota, ofreciéndole una mano minúscula, de muñeca-. Venga conmigo.
Bajaron medio tramo de escalera. Entraron en un pequeño apartamento casi idéntico al de los Alfano. En una pared del recibidor había un retrato de Víctor Manuel III con una lucecita encendida debajo, y a su lado, con la correspondiente lucecita, una de su hijo Humberto, que fue rey durante aproximadamente un mes (el comisario no lo recordaba muy bien). En cambio, en otra pared había una fotografía sin lucecita de otro Víctor Manuel, el hijo de Humberto, el conocido en las crónicas de sucesos porque una vez se le escapó un disparo. El comisario lo miró con admiración.
– Desde luego, es verdaderamente un hombre muy guapo -dijo sin sonrojo, el muy caradura.
Esterina Trippodo posó los labios sobre su dedo índice y después le envió un beso a la fotografía.
– Pase, pase. Siéntese.
La sala-cocina era un poco más grande que la de los Alfano.
– ¿Le apetece un café?
– Sí, gracias.
Mientras la mujer manejaba la cafetera, Montalbano preguntó:
– ¿Usted conoce a los señores Alfano?
– Pues claro.
– ¿Los vio la última vez que estuvieron aquí, el tres y el cuatro de septiembre?
Esterina puso la directa para lanzarse a un monólogo.
– No. Pero estuvieron aquí. Él, que es un caballero, me llamó para pedirme que comprara un ramo de rosas y lo colocara delante de su puerta, pues ellos llegarían a primera hora de la tarde. Me lo había pedido otras veces. Pero al anochecer el ramo aun estaba allí, en la puerta. Al día siguiente pasé por la tarde para que me pagaran las rosas, y el ramo ya no estaba, pero nadie me abrió. Se habían ido. Entonces abrí la verja (sólo tengo esa llave) para vaciarles el cubo de la basura, pues es una tarea que me corresponde, pero dentro sólo había una jeringa llena de sangre. ¡Ni siquiera metida en un sobre o envuelta en un trozo de papel, nada! ¡Tirada allí! ¡Una cochinada! ¡Menos mal que llevaba los guantes! ¡Quién sabe qué coño hizo esa grandísima guarra y republicana de mierda!
– ¿Todo esto se lo contó a mi compañero Macannuco?
– No. ¿Por qué? ¡No es de los nuestros, como usted!
– ¿Y las rosas se las pagaron?
– ¡Aún lo estoy esperando!
– Si me permite… -dijo Montalbano, llevándose una mano al billetero.
La señora Trippodo se lo permitió magnánimamente.
– Por cierto, debajo del mueblecito del recibidor he visto un recibo de la luz.
– Cuando llegan los recibos, yo los paso por debajo de la puerta. Se ve que ése no se lo llevaron para pagarlo.
Y a todas las demás preguntas, en nombre del común credo monárquico, la portera contestó con amplitud de detalles.
Media hora después, Montalbano volvió a subir al coche, y cuando no habían transcurrido ni cinco minutos vio el letrero que indicaba la dirección de Palmi. Era lógico por tanto que Dolores hubiera seguido aquel camino en lugar de la autopista. Y de pronto tuvo delante la salida de Lido di Palmi.
¡Caramba, no distaba ni cuatro kilómetros de la casa de via Gerace! ¡Se podía ir a pie! Tomó la salida, y a menos de cien metros vio un motel a la derecha. Si Dolores había sufrido el accidente precisamente en la salida, había una gran probabilidad de que el motel fuera justamente aquél.
Aparcó, bajó y entró en el bar-recepción. No había nadie; hasta la máquina de café estaba apagada.
– ¿Hay alguien?
A la izquierda, detrás de una cortina de abalorios que escondía una puerta, una voz dijo:
– Voy.
Apareció un hombre de unos cincuenta años sin un pelo ni pagado a precio de oro, bajo, grueso, rubicundo, simpático.
– ¿Qué desea?
– Soy el dottor Lojacono, agente de seguros. Necesitaría alguna información. ¿Usted, disculpe, quién es?
– Me llamo Rocco Sudano y soy el propietario. En temporada baja me encargo de casi todo.
– Oiga, ¿el cuatro de septiembre el motel estaba en activo?
– Por supuesto. Estábamos todavía en temporada alta.
– ¿Usted se encontraba aquí?
– Sí.
– ¿Recuerda si aquella mañana vino una señora morena muy guapa que había sufrido un accidente precisamente en la salida?
Los ojos de Rocco Sudano empezaron a brillar, hasta su cabeza de bola de billar relució como si dentro se le hubiera encendido una bombilla. La boca se le ensanchó en una sonrisa.
– ¿Cómo no? ¿Cómo no? ¡La señora Dolores! -Y con cierta preocupación, añadió-: ¿Le ha ocurrido algo?
– Nada. Tal como le he dicho, soy agente de seguros. Es por el incidente que tuvo con el coche, ¿sabe?
– Claro.
– Bueno, pues ¿recuerda lo que hizo la señora ese día?
– Pues sí. Mujeres como ésa no se ven muchas por aquí, ¡ni siquiera en temporada alta! Primero descansó un par de horas en una habitación. No se había hecho nada, pero estaba muy nerviosa. Yo le llevé personalmente una taza de manzanilla. Ella estaba en la cama… -Se perdió en el recuerdo con ojos soñadores y, sin darse cuenta, empezó a lamerse los labios.
Montalbano lo despertó.
– ¿Recuerda a qué hora llegó?
– Pues… a las diez, diez y media.
– ¿Y después qué hizo?
– Comió en nuestro restaurante, que entonces estaba abierto, pues era temporada alta. Después dijo que quería ir a la playa. Volví a verla por la noche, pero no cenó, se fue a su habitación. A la mañana siguiente a las siete, Silvestre, el mecánico, le devolvió el coche. La señora pagó y se fue.
– Oiga, una última pregunta. ¿Entre Lido di Palmi y Gioia Tauro hay, qué sé yo, un autobús, un autocar, que una ambas localidades?
– Sí, en temporada alta. Hay varias conexiones aparte de las de Gioia Tauro y Palmi, naturalmente.
– O sea, que el cuatro de septiembre aún había conexiones, ¿no?
– Por aquí la temporada alta dura hasta finales de septiembre.
Montalbano consultó el reloj. Eran más de las cinco.
– Mire, señor Sudano, quisiera descansar una horita. ¿Tiene una habitación libre?
– Todas las que quiera. Estamos en temporada baja.