10

Acababa de terminar de disfrutar de unas berenjenas a la parmesana cuando lo llamó Livia.

– Beba me ha tenido media hora al teléfono. Está desesperada, se ha pasado el rato llorando.

– Pero ¡¿por qué?!

– Porque Mimì la trata muy mal. Grita, arma jaleo, no se sabe qué quiere. Esta mañana le ha montado un número terrible. Beba cree que esos turnos de vigilancia lo alteran.

– ¿Le has dicho que van a terminar pronto?

– Sí, pero entretanto la pobre… Tengo una curiosidad, Salvo. ¿Mimì había hecho esas vigilancias antes?

– Pues claro, decenas.

– ¿Y jamás había reaccionado así?

– Jamás.

– Pues entonces, ¿cómo es que ahora…? ¡En fin! ¿No será que le está ocurriendo otra cosa, por casualidad?

Un timbre de alarma sonó en la cabeza del comisario.

– ¿Qué otra cosa?

– Pues no sé. A lo mejor se ha enamorado de otra. Antes Mimì era muy enamoradizo, y entre el cansancio de esas noches de vigilancia y el malestar que siente con Beba…

¡Por el amor de Dios, Livia no tenía que ser rozada siquiera por esa idea, pues podía comprometerlo todo!

– Perdona, Livia, pero ¿cuándo se vería Mimì con esa otra mujer? Piénsalo: no tiene tiempo. Por ahora, las noches las pasa haciendo vigilancias o durmiendo en su casa, de día está en el despacho…

– Es verdad. Pero a qué vienen todas esas vigilancias de repente y todas a cargo de Mimì?

¡Coño! Livia empezaba a volverse peligrosa; guiada por su olfato femenino, se estaba acercando casi a la verdad. Se le ofrecían dos caminos para desviarla: o ponerse como un energúmeno, afirmando que el incremento de la criminalidad no era culpa suya, o reflexionar con calma. Si seguía el primer camino, la cosa terminaría de mala manera, en pelea, y Livia seguiría anclada en su opinión; en cambio, quizá con el segundo camino…

– Es que se ha creado una situación de cierta emergencia… Hay una banda de peligrosos fugitivos de la justicia que ronda por los campos… Ya hemos capturado a uno, precisamente gracias a Mimì. Y no es exacto decir que todo recae sobre sus hombros; él está de guardia una noche sí y otra no. Cuando él descansa, lo sustituyen otros.

Todo mentiras. Pero Livia se quedó aparentemente convencida.


***

Antes de acostarse, encendió el televisor. La boca de culo de gallina de la cara de culo de gallina de Pippo Ragonese estaba diciendo algo que lo concernía.

«…y por supuesto no estamos refiriéndonos al posible desarrollo de las pesquisas sobre el desconocido asesinado y cortado en pedazos descubierto en la zona llamada 'u critaru. Para hablar con absoluta franqueza, estamos desgraciadamente seguros de que esta investigación acabará archivándose sin que se descubra ni el nombre del asesinado ni el del asesino. No; nos referimos a lo que podría ocurrir en caso de un nuevo grave delito. ¿Estará la comisaría de Vigàta en condiciones de colaborar unitariamente en una compleja investigación sin que los malentendidos internos minen su solidez? Pues bien, ese es nuestro temor. Y tengan por cierto que volveremos muy pronto sobre el tema.»

Aquellas palabras con tantas entradas y salidas preocuparon mucho a Montalbano. Malentendidos internos. Estaba claro que, de alguna forma, Ragonese se había enterado de algo de lo que estaba sucediendo con Mimì en la comisaría. Sabía de la misa la media. Y era absolutamente necesario detenerlo antes de que supiera la otra mitad. Pero ¿cómo? Lo pensaría.


***

Por la mañana se vistió bien y se puso incluso corbata. No le parecía correcto presentarse ante la señora Dolores vestido de cualquier manera, pues tenía que darle una mala noticia.

Pero como todavía era muy pronto para aquella visita, pasó primero por la comisaría.

– ¡Ah, dottori, dottori! ¡Qué elegante está cuando se viste elegante! -fue el admirado comentario de Catarella.

– ¿Hay alguien?

– Sí, siñor, está Fazio.

– Envíamelo.

Fazio entró, lo miró y preguntó:

– ¿Va a ver a la señora Alfano?

– Sí, dentro de poco. Y tú vienes también.

Fazio estaba desprevenido.

– Pero… ¿por qué? ¿No basta con usía?

– ¿No dijiste que ésa es una mujer que muerde? Si estás tú, igual se reprime y no me muerde.

– Como usted mande, dottore. Total, a Morici ya lo he visto.

– ¿Tan temprano?

– Pues sí, dottore. Anoche le dijeron que se fuera una semana a Palermo y entonces él me llamó para adelantar la cita a las siete de esta mañana.

– ¿Qué te ha dicho?

– Pues una cosa muy rara. Que recibieron una indicación que después resultó una pista falsa.

– ¿O sea?

– Que hace un par de meses les llegó una carta anónima.

– ¡Menuda novedad!

– Pero ésa parecía distinta, podía contener un fondo de verdad.

– ¿Qué decía?

– Que don Balduccio Sinagra había mandado asesinar a alguien.

– ¿Don Balduccio? Pero ¡si don Balduccio tiene más de noventa años! ¿No se había retirado de los asuntos de la mafia?

Dottore, no sé qué decirle, es lo que ponía en la carta. Explicaba que en aquel caso en particular había intervenido don Balduccio porque se sentía personalmente ofendido.

– Comprendo. ¿Y quién lo había ofendido, la persona que él mandó asesinar?

– La carta no indicaba el nombre. Pero decía que se trataba de un correo que, en lugar de entregar la mercancía, la había vendido por su cuenta por asuntos propios.

– ¿Y después?

– Los de Antimafia entraron inmediatamente en acción. Si conseguían una mínima prueba, el caso podía ser muy gordo. No quisieron recurrir a los compañeros de Narcóticos, tal como suele ocurrir en estos casos. De haberlo hecho, habrían ahorrado tiempo.

– ¿Por qué?

– Después de cuatro días de convulsas investigaciones, el dottor Musante se tropezó casualmente con el dottor Ballerini, de Antidroga, y éste, hablando hablando, le dijo que don Balduccio Sinagra estaba ingresado en coma en una clínica de Palermo. Entonces comprendieron que don Balduccio no podía haber dado la orden de matar a nadie. Además, no encontraron nada de nada, ni siquiera el cuerpo del correo.

– ¿Y a qué conclusión llegaron?

– A la de que alguien les había dado por culo, dottore.

– O que alguien había querido hacerle la puñeta a don Balduccio sin saber que estaba en coma.


***

– … y por consiguiente y en resumen, su marido jamás embarcó en el Ruy Barbosa.

La señora Dolores se quedó quieta como una estatua.

Se encontraba ante Montalbano y Fazio, ambos sentados en dos butacas del salón, y estaba a punto de servir el café. Se quedó con el brazo izquierdo en suspenso en el aire -a lo mejor quería apartarse el cabello del rostro-, y el brazo derecho inclinado hacia abajo.

Durante un segundo, el comisario tuvo la impresión de encontrarse delante de una muñeca de azúcar, de esas que parecen una bailarina, casi siempre bailarinas españolas. Hasta el perfume de canela, que de pronto se intensificó, acentuó aquella impresión. Sintió unas ganas terribles de sacar la lengua y lamerle el cuello para saborear su piel, que seguramente sería dulce.

Después la señora cobró vida nuevamente. No dijo nada, pero reanudó los movimientos que había empezado. Se apartó el cabello de los ojos, se inclinó para verter con mano firme el café en las dos tacitas y se sentó en el sofá.

Montalbano la miraba: no había perdido el color, no mostraba ni sorpresa ni nerviosismo, sólo una arruga recta y profunda que le cruzaba horizontalmente la frente. Para hablar, esperó a que ambos se terminaran el café.

– No es una broma, ¿verdad?

Ningún tono dramático, ninguna voz quebrada por un llanto inminente: sólo una pregunta clara y sencilla.

– Por desgracia, no -contestó Montalbano.

– ¿Qué cree que puede haberle pasado? -preguntó ella con el mismo tono, como si hablara de alguien con quien no guardara la menor relación.

Dolores era una mujer hecha de mármol o acero, ¡y un cuerno una muñeca de azúcar! Pero una mujer contradictoria: capaz de dominarse tal como estaba haciendo ahora, o bien de ceder a gestos pasionales como el de arañarle los brazos al comisario.

– Mire, la hipótesis más razonable es que se trata de una desaparición voluntaria.

– ¿Por qué?

– Porque el señor Camera me ha dicho que su marido, unos días después del fallido embarque, le mandó una nota para informarle que había encontrado un trabajo mejor.

– Podría ser falsa, como la postal que yo recibí el otro día -replicó Dolores.

Inteligente, había que reconocerlo, con una cabeza que le funcionaba a pesar del golpe que acababa de recibir.

– Precisamente por eso quisiera ver esa nota, siempre y cuando Camera la haya conservado.

– ¿Y por qué no lo hace?

– Para actuar, necesito de usted una denuncia formal de desaparición.

– De acuerdo, la haré. ¿Tengo que acudir a comisaría?

– No hace falta. Fazio recogerá aquí mismo su denuncia cuando yo me haya ido. Pero quisiera pedirle otra cosa.

– Yo también a usted.

– Pues entonces diga usted primero.

– Por favor, si tiene que hacerme otras preguntas, siéntese aquí a mi lado en el sofá. Yo no puedo…

Por una fracción de segundo, los ojos de Fazio y el comisario se cruzaron. Después Montalbano obedeció.

– ¿Así está mejor?

– Sí, gracias.

– ¿Tiene una fotografía reciente de su marido?

– Todas las que quiera. Algunas las hicimos pocos días antes de que él se fuera; yo lo acompañé a despedirse de un medio pariente suyo…

– Muy bien, después me las enseña. Elegiré una. Tengo que volver a hacerle una pregunta que ya le hice ayer y que sin duda le resultará desagradable, pero…

Dolores levantó una mano y luego la posó sobre la rodilla del comisario. Ardía y temblaba ligerísimamente. Era evidente que estaba empezando a comprender el verdadero significado de la triste noticia. Y le costaba más controlarse.

– De la carta que usted tuvo la amabilidad de permitirme leer se deducía claramente que la relación entre usted y su marido era, ¿cómo diría?, muy intensa, ¿no?

Fazio se inclinó de repente para mirar la libreta que sostenía sobre una pierna y en la cual fingía tomar notas.

– Sí, mucho -dijo Dolores.

– Bien. Durante la última visita de su marido… piénselo bien, señora… esa, digamos, intensidad ¿había disminuido un poquito? ¿Hubo un enfriamiento, por pequeño que fuera, que pudiese…? En resumen, ¿cambió algo con respecto a las otras veces que…?

Ella le apretó con fuerza la rodilla. Y el calor de su mano salió disparado como una flecha y subió por el muslo lo justo hasta alcanzar un punto crucial de la anatomía del comisario, que a duras penas consiguió dominar un sobresalto.

– Sí, cambió algo -contestó ella, con voz tan baja que Fazio se inclinó para oírla.

– Pero ayer usted me dijo lo contrario -señaló el comisario.

– Bueno… Giovanni sí había cambiado… aunque, por otra parte, ésa no es la palabra adecuada, no en el sentido que usted piensa…

– Pues entonces, ¿cómo? -Pero ¿por qué no le quitaba aquella bendita mano de la rodilla?

– Pues mire, se había vuelto como… como un muerto de hambre. Nunca tenía bastante. Dos o tres veces, cuando acabábamos de comer, ni siquiera me daba tiempo de llegar al dormitorio… Y me pedía que hiciera cosas que antes no…

Como si se hubiera vuelto repentinamente miope, Fazio se acercó la libreta a los ojos para ocultar el rubor de su rostro. En cambio, la palma de la mano de Dolores había empezado a sudar ante el recuerdo de las hazañas conyugales, y Montalbano percibió la humedad a través de los pantalones.

– Quizá si le cuento un detalle podrá comprender mejor hasta qué extremo…

– ¡No! ¡Nada de detalles! -casi gritó Montalbano, levantándose de golpe.

Ya no podía más; aquella mano le estaba haciendo perder el juicio.

Ella lo miró perpleja. ¿Sería posible que no advirtiera el efecto de sus palabras y su contacto en un hombre?

– Muy bien, señora, demos por cerrado este capítulo. ¿Su marido tenía enemigos?

– Comisario, de la vida que llevaba mi marido yo he conocido sólo aquello de lo que él me hablaba o escribía. Jamás me insinuó la existencia de enemigos. Algunas veces me comentaba discusiones con otros oficiales o con hombres de la tripulación, pero eran cosas sin importancia.

– ¿Y aquí en Vigàta?

– A estas alturas, Giovanni tenía muy pocos amigos en Vigàta. Cuando era muy joven se fue con sus padres a Colombia, allí estudió, y después, al morir su padre, contó con la ayuda de un familiar en Vigàta hasta que consiguió su primer embarque. Ha vivido más en el extranjero que aquí.

– ¿Conoce los nombres y direcciones de sus amigos?

– Por supuesto.

– Déselos a Fazio. Cuando murió el padre de Giovanni, ¿ustedes dos ya se conocían?

Ella sonrió al recordarlo, pero apenas.

– Sí, desde hacía tres meses. Él había acudido al consultorio de papá y…

– Bueno, bueno. ¿Cuándo tendría que haber embarcado su marido?

– El cuatro de septiembre.

– ¿Desde dónde?

– Gioia Tauro.

– ¿Cuándo se fue de aquí?

– El día tres por la mañana, a primera hora.

– ¿Cómo?

– En coche.

– Un momento. Eso significa que la noche del tres estaba en Gioia Tauro. Habrá que ver en qué hotel se hospedó. Y qué hizo.

– Comisario, mire que las cosas ocurrieron de otra manera. La mañana del tres yo también salí con él. Cogimos mi coche, llegamos por la tarde y fuimos directamente a su apartamento.

– ¿Su apartamento?

– Sí, hacía dos años que había alquilado una vivienda independiente, con servicios.

– ¿Por qué?

– Mire, a menudo Giovanni no tenía tiempo de venir aquí, pues permanecía en puerto sólo dos o tres días… Entonces me avisaba y yo ya estaba esperándolo allí cuando él desembarcaba.

– Comprendo. Aquella noche del tres, ¿qué hicieron ustedes?

– Cenamos y…

– ¿Fuera? ¿Cenaron en un restaurante?

– No, en casa. Habíamos comprado comida. Y después nos fuimos a la cama temprano. Esta vez se trataba de una larga travesía.

Mejor pasar por alto los detalles nocturnos. ¿Sería posible que, después de varios años de matrimonio, esos dos no hicieran más que pensar en practicar aquello? A lo mejor era un rasgo de los colombianos.

– ¿Recibió llamadas telefónicas?

– Allí no hay teléfono. Pero no lo llamaron ni siquiera al móvil.

– ¿Y a la mañana siguiente?

– Giovanni se fue a las ocho. Yo volví a arreglar la habitación y me fui enseguida. E hice mal.

– ¿Por qué?

– Porque no me di cuenta de lo cansada que estaba. Por la noche no había pegado ojo prácticamente, y por eso desperté al chocar contra el cartel indicador de la salida de Lido di Palmi. Dos señores que circulaban detrás de mí me ayudaron; me dijeron que me había ido directa contra la mediana sin pisar el freno. Evidentemente, me había quedado dormida.

– ¿Se hizo daño?

– No. Fui a un motel de allí cerca mientras me arreglaban el coche. Esperaban poder entregármelo por la tarde, pero no fue posible. Dormí en aquel motel y me fui al día siguiente.

– Dígame, señora, ¿volvió usted después a Gioia Tauro?

Ella lo miró sorprendida.

– No. ¿Para qué habría vuelto?

– O sea, que la habitación tendría que estar todavía tal como usted la dejó la mañana del cuatro de septiembre.

– Pues claro.

– ¿Tiene las llaves?

– Naturalmente.

– ¿Y su marido tiene un duplicado?

– Claro.

– ¿Hay alguna mujer de la limpieza que…?

– No. Yo lo dejo siempre todo arreglado. Y cuando vuelvo, me encargo de que Giovanni lo encuentre todo limpio.

– Dígame la dirección.

– Via Gerace, quince. En la planta baja. Se entra por la parte de atrás, hay una pequeña verja.

– Después dele las llaves del apartamento a Fazio.

– ¿Por qué?

– Señora, no sabemos ni cómo ni por qué ha desaparecido su marido. Si lo hizo voluntariamente, es probable que, después de que usted se fuera a Vigàta, regresara a la vivienda. E incluso si lo obligaron a desaparecer, puede que alguien que lo conozca lo retuviera allí durante algún tiempo contra su voluntad.

– Comprendo.

– Bueno, de momento no tengo nada más.

– ¿No quiere elegir la fotografía de Giovanni?

– Ah, sí, es verdad.

– Acompáñeme al dormitorio; allí tengo las fotos.

Al oír que la mujer pronunciaba «dormitorio», Fazio, llevado por el comisario a aquel encuentro en calidad de perro guardián, se levantó de un brinco.

– ¡Yo voy también! -exclamó, exactamente igual que en la canción de Jannacci.

– No, tú no -dijo Montalbano.

Fazio se sentó preocupado.

– Si hace falta, llame -murmuró.

– ¿Si hace falta para qué? -preguntó Dolores, sorprendida.

– Bueno, en caso de que haya muchas fotos y… -intentó arreglarlo el comisario.

En el dormitorio, el perfume de canela era tan fuerte que provocaba tos.

La cama era una de las más grandes que Montalbano había visto en su vida. Parecía un patio de armas; allí se podían hacer evoluciones, paradas y desfiles. A los pies de la cama había un televisor enorme y decenas de videocasetes. Encima del televisor había una cámara digital.

Montalbano tuvo la certeza de que Dolores y su marido se grababan durante algún ejercicio en el patio de armas y después visionaban la escena para perfeccionarla.

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