LA MOSCA

La vieja Kroner reposa en su ataúd vestida de negro. Le han atado las manos con cordones blancos para que no se le resbalen del vientre. Para que recen cuando lleguen allí arriba, a la puerta del cielo.

«¡Qué bonita está! ¡Si parece dormida!», dice la vecina, la flaca Wilma. Una mosca se posa en su mano. La flaca Wilma mueve los dedos. La mosca se posa sobre una mano pequeña a su lado.

La mujer de Windisch se sacude las gotas de lluvia del pañuelo. Sobre sus zapatos caen unos hilillos transparentes. Junto a las mujeres que rezan hay varios paraguas abiertos. Estrías de agua serpentean sin rumbo debajo de las sillas, centelleando entre los zapatos.

La mujer de Windisch se sienta en la silla vacía que hay junto a la puerta. De cada ojo le brota una gruesa lágrima. La mosca se posa en su mejilla. Una de las lágrimas se desliza hacia la mosca, que echa a volar con el borde de las alas húmedo. Luego regresa. Se posa sobre la mujer de Windisch. Sobre su índice marchito.

La mujer de Windisch reza y mira la mosca, siente un cosquilleo en torno a la uña. «Es la misma mosca que estaba bajo la oropéndola. La misma que se metió en el cedazo», piensa la mujer de Windisch.

La mujer de Windisch encuentra un pasaje conmovedor en su plegaria. Que la hace suspirar. Y al suspirar mueve las manos. Y la mosca siente el suspiro en la uña del dedo. Y echa a volar rozando casi su mejilla.

Bisbiseando suavemente con los labios, la mujer de Windisch murmura un «Ruega por nosotros».

La mosca vuela muy cerca del techo. Zumba una larga canción para el velatorio. Una canción sobre el agua de lluvia. Una canción sobre la tierra como tumba.

Mientras murmura su oración, la mujer de Windisch deja caer unas cuantas lágrimas pequeñas y acongojadas. Las deja deslizar por sus mejillas. Las deja adquirir un sabor salado en torno a su boca.

La flaca Wilma busca su pañuelo bajo las sillas. Busca entre los zapatos. Entre los arroyitos que bajan de los paraguas negros.

La flaca Wilma encuentra un rosario entre los zapatos. Su cara es pequeña y puntiaguda. «¿De quién es este rosario?», pregunta. Nadie la mira. Todos callan. «¿De quién será?», suspira. «¡Ya ha venido tanta gente!» Y guarda el rosario en el bolsillo de su larga falda negra.

La mosca se posa en la mejilla de la vieja Kroner. Es algo vivo sobre la piel muerta. La mosca zumba en la rígida comisura de sus labios. La mosca baila sobre su barbilla endurecida.

Tras la ventana murmura la lluvia. La mujer que dirige los rezos agita sus cortas pestañas como si la lluvia le cayera en la cara. Como si le barriera los ojos. Y las pestañas, rotas ya de tanto rezar. «Está cayendo un diluvio en todo el país», dice. Y ya al hablar cierra la boca, como si el agua fuera a entrarle en la garganta.

La flaca Wilma contempla a la difunta. «Sólo en el Banato», dice. «El mal tiempo nos viene de Austria, no de Bucarest.»

El agua reza en la calle. La mujer de Windisch aspira una última lagrimilla. «Los viejos dicen que si llueve sobre el ataúd, el difunto era una buena persona», dice en voz alta.

Sobre el ataúd de la vieja Kroner hay ramos de hortensias. Empiezan a marchitarse, pesadas y violetas. La muerte de huesos y pellejo que yace en el ataúd se las lleva. Y la plegaria de la lluvia se las lleva.

La mosca se pasea por los botones de hortensias sin perfume.

El cura aparece en el umbral. Camina pesadamente, como si tuviera el cuerpo lleno de agua. Le da el paraguas negro al monaguillo y dice: «Alabado sea Jesucristo». Las mujeres susurran, y la mosca zumba.

El carpintero trae la tapa del ataúd.

Un pétalo de hortensia tiembla. Medio violeta, medio muerto cae sobre las manos que rezan sujetas por el cordón blanco. El carpintero coloca la tapa sobre el ataúd. La fija con clavos negros y martillazos breves.

El coche fúnebre reluce. El caballo mira los árboles. El cochero extiende una manta gris sobre el lomo del caballo. «Puede coger frío», le dice al carpintero.

El monaguillo sostiene el paraguas grande sobre la cabeza del cura. El cura no tiene piernas. El dobladillo de su sotana negra repta sobre el lodo.

Windisch siente el agua gorgotear en sus zapatos. Conoce el clavo de la sacristía. Conoce el largo clavo del que cuelga la sotana. El carpintero mete el pie en un charco. Windisch ve cómo los cordones de sus zapatos se ahogan.

«Esa sotana negra ha visto muchas cosas», piensa Windisch. «Ha visto al cura buscar las partidas de bautismo con las mujeres sobre la cama de hierro.» El carpintero pregunta algo. Windisch oye su voz, pero no entiende lo que dice. Windisch oye el clarinete y el bombo detrás de él.

En el ala del sombrero, el guardián nocturno lleva una flocadura de hilos de lluvia. El paño mortuorio bate contra la carroza fúnebre. Los ramos de hortensias tiemblan en los baches. Van esparciendo pétalos por el fango, que centellea bajo las ruedas. La carroza fúnebre gira en el cristal de las charcas.

Los instrumentos de viento son fríos. El sonido del bombo es sordo y húmedo. Por encima del pueblo, los tejados se inclinan en dirección al agua.

El cementerio brilla en sus cruces de mármol blanco. La campana descuelga sobre el pueblo su lengua balbuceante. Windisch ve su propio sombrero atravesar una charca. «El estanque va a crecer», piensa. «Y la lluvia arrastrará al agua los sacos de harina del policía.»

Hay agua en la tumba. Un agua amarillenta, como té. «Ahora podrá beber la vieja Kroner», susurra la flaca Wilma.

La mujer que dirige los rezos pone el pie sobre una margarita en el sendero entre las tumbas. El monaguillo ladea un poco el paraguas. El humo del incienso penetra en la tierra.

El cura deja chorrear un puñado de barro sobre el ataúd. «Llévate, tierra, lo que es tuyo. Y que Dios se lleve lo que es suyo», dice. El monaguillo entona un largo y húmedo «amén». Windisch logra verle las muelas.

El agua del suelo devora los bordes del paño mortuorio. El guardián nocturno se pega el sombrero al pecho. Con los dedos estruja el ala. El sombrero se arruga. El sombrero se enrolla como una rosa negra.

El cura cierra su breviario. «Volveremos a encontrarnos en el más allá», dice.

El sepulturero es rumano. Apoya la pala contra su vientre. Se persigna. Escupe en sus manos. Empieza a llenar la tumba.

Los instrumentos de viento entonan un frío canto fúnebre. Un canto sin lindes. El aprendiz de sastre sopla su trompa. Tiene manchas blancas en sus dedos azulinos. Se va deslizando en la canción. El gran pabellón amarillo está junto a su oreja. Refulge como la bocina de un gramófono. El canto fúnebre se quiebra al caer del pabellón.

El bombo vibra. La manzana de Adán de la mujer que dirige los rezos cuelga entre las puntas de su pañuelo. La tumba se llena de tierra.

Windisch cierra los ojos. Le duelen de ver tantas cruces de mármol blanco mojadas. Le duelen de tanta lluvia.

La flaca Wilma se dirige hacia el portón del cementerio. Sobre la tumba de la vieja Kroner han quedado unos macizos de hortensias deshechos. De pie junto a la tumba de su madre, el carpintero llora.

La mujer de Windisch se ha parado sobre la margarita. «Ven, vámonos», dice. Windisch echa a andar a su lado bajo el paraguas negro. El paraguas es un gran sombrero negro. La mujer de Windisch lleva el sombrero atado a un asta.

El sepulturero se queda descalzo y solo en el cementerio. Con la pala limpia sus botas de goma.

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