LOS GITANOS TRAEN BUENA SUERTE

El aparador de la cocina está vacío. La mujer de Windisch da varios portazos. La gitanilla del pueblo vecino está descalza en medio de la cocina, allí donde antes estaba la mesa. Va metiendo las cacerolas en su gran saco. Luego desata su pañuelo y le da veinticinco lei a la mujer de Windisch. «No tengo más», dice. De su trenza cuelga la lengua roja. «Dame otro vestido», dice. «Los gitanos traen buena suerte.»

La mujer de Windisch le da el vestido rojo de Amalie. «Y ahora vete», le dice. La gitanilla señala la tetera. «La tetera también», dice. «Que te traeré suerte.»

La vaquera del pañuelo azul atraviesa el portón empujando una carretilla sobre la que ha acomodado las tablas de la cama. A la espalda lleva atadas las almohadas viejas.

Windisch le muestra el televisor al hombre del sombrerito. Lo enciende. La pantalla zumba. El hombre saca el televisor y lo pone sobre la mesa del mirador. Windisch coge los billetes de su mano.

Frente a la casa hay un carretón. Un vaquero y una vaquera se paran frente a la mancha blanca donde antes estaba la cama. Miran el armario y el tocador. «El espejo se rompió», dice la mujer de Windisch. La vaquera levanta una silla y examina el asiento desde abajo. El vaquero tamborilea sobre la mesa con los dedos. «La madera está intacta», dice Windisch. «Este tipo de muebles ya no se encuentra hoy en día en las tiendas.»

La habitación queda vacía. El carretón avanza por la calle con el armario. A su lado van las sillas patas arriba. Traquetean como las ruedas. El tocador y la mesa están sobre la hierba, ante la casa. Sentada en la hierba, la vaquera sigue el carretón con la mirada.

La cartera envuelve las cortinas en un periódico. Mira la nevera. «Ya está vendida», le dice la mujer de Windisch. «Esta tarde pasará el tractorista a buscarla.»

Las gallinas tienen las patas atadas y las cabezas en la arena. La flaca Wilma las va metiendo en la cesta de mimbre. «El gallo se había quedado ciego», dice la mujer de Windisch. «Y tuve que matarlo.» La flaca Wilma cuenta los billetes. La mujer de Windisch estira la mano para recibirlos.

El sastre tiene una cinta negra en las puntas del cuello duro. Está enrollando la alfombra. La mujer de Windisch le mira las manos. «Nadie escapa a su destino», dice suspirando.

Amalie contempla el manzano por la ventana. «No sé», dice el sastre. «Él nunca hizo nada malo.»

Amalie siente el llanto en su garganta. Se apoya en el alféizar de la ventana. Asoma la cara. Y oye el disparo.

Windisch habla con el guardián nocturno en el patio. «Ha llegado un nuevo molinero al pueblo», dice el guardián nocturno. «Un valaco con un sombrerito que ha trabajado en molinos de agua.» El guardián nocturno cuelga caminas, chaquetas y pantalones en el portaequipajes de su bicicleta. Luego se mete la mano al bolsillo. «He dicho que te los regalo», dice Windisch. La mujer de Windisch tira de su delantal. «Llévatelos», dice. «Te los da con todo cariño. Aún queda un montón de ropa vieja para los gitanos.» Se lleva la mano a la mejilla. «Los gitanos traen buena suerte», dice.

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