LA MÁQUINA DE COSER

El empedrado es desigual y estrecho. La lechuza ulula detrás de los árboles. Anda buscando un tejado. Las casas, blancas, están veteadas de cal.

Windisch siente su sexo contumaz bajo el ombligo. El viento golpea la madera. Está cosiendo. El viento está cosiendo un saco en la tierra.

Windisch oye la voz de su mujer que dice: «Monstruo». Cada noche, cuando él se vuelve y le lanza su aliento en la cama, ella le dice: «Monstruo». Hace dos años que su vientre no tiene útero. «El médico lo ha prohibido», dice ella, «y no me dejaré romper la vejiga sólo por darte gusto».

Al oírla, Windisch siente la cólera fría de su mujer entre su cara y la de ella. Su mujer lo coge por el hombro. A veces tarda un rato en encontrárselo. Cuando se lo encuentra, le dice a Windisch al oído, en medio de la oscuridad: «Ya podrías ser abuelo. No está el horno para bollos».

Una noche del verano anterior volvía Windisch a casa con dos sacos de harina. Llamó a una ventana. El alcalde lo iluminó con su linterna a través de la cortina. «¿Por qué llamas tanto?», le preguntó. «Deja la harina en el patio. El portón está abierto.» Su voz sonaba dormida. Era una noche tempestuosa. Un rayo cayó entre la hierba, frente a la ventana. El alcalde apagó la linterna. Su voz se despertó y habló más alto. «Cinco cargas más, Windisch», dijo, «y el dinero en Año Nuevo. Y para Pascua tendrás tu pasaporte». Se oyó un trueno y el alcalde miró el cristal de la ventana. «Deja la harina bajo el tejado», dijo, «está lloviendo».

«Con ésta son ya doce cargas y diez mil lei», piensa Windisch, «y la Pascua pasó hace ya tiempo». Había dejado de llamar a la ventana hacía rato. Abre el portón. Windisch apoya el saco contra su barriga y lo deja en el patio. Aunque no está lloviendo, deja el saco bajo el tejado.

La bicicleta se ha aligerado. Windisch avanza muy pegado a ella, empujándola. Cuando la bicicleta rueda sobre la hierba, Windisch no oye sus pasos.

Aquella noche tempestuosa todas las ventanas estaban oscuras. Windisch se quedó un rato en el largo pasillo. Un rayo desgarró la tierra. Un trueno hundió el patio en la grieta. La mujer de Windisch no oyó la llave girar en la cerradura.

Windisch se detuvo en el vestíbulo. El trueno había caído tan lejos del pueblo, detrás de los jardines, que un frío silencio llenó la noche. Windisch tenía las pupilas de los ojos frías. Y la sensación de que la noche iba a romperse y una claridad cegadora iluminaría el pueblo. Windisch estaba en el vestíbulo y sabía que de no haber entrado en la casa, habría visto en todas partes, a través de los jardines, el angosto final de todas las cosas y su propio final.

Windisch oyó detrás de la puerta el jadeo obstinado y regular de su mujer. Como una máquina de coser.

Windisch abrió bruscamente la puerta. Encendió la luz. Las piernas de su mujer yacían sobre la sábana como los batientes de una ventana abierta. Temblaban bajo la luz. La mujer de Windisch abrió mucho los ojos. Su mirada no estaba cegada por la luz. Era simplemente fija.

Windisch se agachó. Se desató los zapatos. Por debajo del brazo miró los muslos de su mujer. La vio sacarse un dedo viscoso del pelo. No sabía dónde poner la mano con ese dedo. Y la puso sobre su vientre desnudo.

Windisch se miró los zapatos y dijo: «¿Conque ésas tenemos, eh? ¿Conque la vejiga, eh, señora?». La mujer de Windisch se llevó a la cara la mano del dedo viscoso. Estiró ambas piernas hacia los pies de la cama y las apretó una contra otra hasta que Windisch sólo pudo ver una pierna y las plantas de ambos pies.

La mujer de Windisch volvió la cara a la pared y rompió a llorar ruidosamente. Lloró largo rato con la voz de sus años mozos. Lloró breve y suavemente con la voz de su edad. Gimió tres veces con la voz de otra mujer. Luego enmudeció.

Windisch apagó la luz. Se deslizó en la cama caliente. Sintió el flujo de su mujer, como si ésta hubiera vaciado su vientre en la cama.

Windisch oyó cómo el sueño la iba hundiendo más y más bajo ese flujo. Sólo su aliento ronroneaba. Una respiración cansina y vacía. Y alejada de todas las cosas. Su aliento ronroneaba como si estuviera al final de todas las cosas, al borde de su propio final.

Aquella noche durmió tan lejos que ningún sueño pudo encontrarla.

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