LA CONSIGNA SECRETA

Windisch vuelve del molino a su casa. El mediodía es más grande que el pueblo. El sol lo abrasa todo a su paso. El bache está agrietado y reseco.

La mujer de Windisch está barriendo el patio. En torno a sus pies la arena parece agua. Ondas inmóviles rodean la escoba. «Aún estamos en verano y las acacias ya empiezan a amarillear», dice. Windisch se desabrocha la camisa. «Cuando los árboles se secan en verano es que se viene un invierno crudo», dice.

Las gallinas giran la cabeza bajo sus alas. Con el pico buscan su propia sombra, que no las refresca. Los cerdos manchados del vecino hozan entre las zanahorias silvestres de flores blancas, detrás de la valla. Windisch mira por la alambrada. «No les dan de comer nada a esos cerdos», dice. «Valacos tenían que ser. No saben ni alimentar a sus cerdos.»

La mujer de Windisch sostiene la escoba ante su vientre. «Deberían ponerles anillos en el hocico», dice. «De lo contrario arrasarán la casa antes de que llegue el invierno.»

La mujer de Windisch lleva la escoba al cobertizo. «Vino la cartera», dice. «Apestaba a aguardiente y eructó varias veces. Dijo que el policía te agradece la harina, y que el domingo por la mañana pase Amalie por su despacho. Que lleve una solicitud y sesenta lei para timbres fiscales.»

Windisch se muerde los labios. Su cavidad bucal aumenta de tamaño hasta llegar a la frente. «¿A qué viene tanto agradecimiento?», dice.

La mujer de Windisch levanta la cabeza. «Ya sabía yo que no irías muy lejos con tu harina», dice. «Lo suficiente para que mi hija acabe de colchón», grita Windisch hacia el patio. Escupe sobre la arena: «¡Puah! ¡Qué vergüenza!». Una gota de saliva le cuelga de la barbilla.

«Tampoco irás muy lejos con tus ¡puahs!», dice la mujer de Windisch. Sus pómulos son dos piedras rojas. «Lo que importa ahora no es la vergüenza, sino el pasaporte», dice.

Windisch cierra la puerta del cobertizo de un sonoro puñetazo. «¡Y tú muy bien que lo sabes!», grita. «¡Después de lo de Rusia muy bien que lo sabes! ¡Allí tampoco te importó mucho la vergüenza!»

«¡Cerdo asqueroso!», grita la mujer de Windisch. La puerta del cobertizo se abre y se cierra como si el viento soplase en la madera. La mujer de Windisch busca su boca con la punta del dedo. «Cuando el policía vea que nuestra Amalie aún es virgen, se le irán las ganas», dice.

Windisch se ríe. «¡Virgen, virgen como lo eras tú aquella vez en el cementerio, después de la guerra», dice. «En Rusia la gente se moría de hambre y tú vivías de prostituirte. Y lo habrías seguido haciendo después de la guerra si no me hubiera casado contigo.»

La mujer de Windisch se queda con la boca semiabierta. Levanta la mano. Estira el dedo índice. «Para ti todos son malos», grita, «porque tú mismo eres malo y no estás bien de la cabeza». Y echa a andar por la arena con los talones desollados.

Windisch sigue los talones. Ella se detiene en el mirador, se levanta el delantal y sacude con él la mesa vacía. «Algo habrás hecho mal donde el jardinero», dice. «Cualquiera puede entrar. Todos se preocupan de sus pasaportes, salvo tú, porque eres inteligente y honrado.»

Windisch entra en el vestíbulo. La nevera zumba. «No ha habido corriente toda la mañana», dice la mujer de Windisch. «La nevera se ha descongelado. Si esto sigue así, se pudrirá la carne.»

Sobre la nevera hay un sobre. «La cartera trajo una carta», dice la mujer de Windisch. «Del peletero.»

Windisch lee la carta. «No menciona a Rudi para nada», dice. «Debe de estar de nuevo en el sanatorio.»

La mujer de Windisch mira el patio. «Recuerdos para Amalie. ¿Por qué no le escribe él mismo?»

«Esta es la única frase que le ha escrito», dice Windisch. «Esta que empieza con P. S.» Y deja la carta sobre la nevera.

«¿Qué significa P. S.?», pregunta la mujer de Windisch.

Windisch se encoge de hombros. «Antes significaba pura sangre», dice. «Ahora debe de ser alguna consigna secreta.»

La mujer de Windisch se para en el umbral. «Es lo que pasa cuando los niños van al colegio», suspira.

Windisch sale al patio. El gato está tumbado sobre las piedras, durmiendo. Totalmente cubierto por el sol. Tiene la cara muerta. Y su vientre respira débilmente bajo la piel.

Windisch ve la casa del peletero envuelta en la luz del mediodía. El sol le da un brillo dorado.

Загрузка...