LA MISA CANTADA

La mujer de Windisch está en el patio, de pie tras las uvas negras. «¿No vas a la misa cantada?», pregunta. Las uvas le crecen de los ojos. Las hojas verdes, de la barbilla.

«No saldré de casa», dice Windisch, «no quiero que la gente me diga: le ha tocado el turno a tu hija».

Windisch apoya los codos sobre la mesa. Sus manos son pesadas. Windisch apoya la cara sobre sus manos pesadas. El mirador no crece. Están en pleno día. Por un instante, el mirador cae sobre un lugar donde nunca había estado. Windisch siente el golpe. Entre sus costillas cuelga una piedra.

Windisch cierra los ojos. Siente sus ojos en las manos. Sus ojos sin rostro.

Con los ojos desnudos y la piedra entre las costillas, Windisch dice en voz alta: «El hombre es un gran faisán en el mundo». Lo que Windisch oye no es su voz. Siente su boca desnuda. Las paredes han hablado.


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