LA ARAÑA

La noche de aquel sábado, Windisch bailó con Barbara frente a la profunda bocina del gramófono hasta muy entrado el domingo. Hablaban de la guerra a ritmo de vals.

Bajo el membrillero, una lámpara de petróleo oscilaba sobre una silla.

Barbara tenía un cuello grácil. Windisch bailó con su cuello grácil. Barbara tenía una boca pálida. Windisch estaba pendiente de su aliento. Se bamboleaba. El bamboleo era una danza.

Una araña le cayó en el pelo a Barbara bajo el membrillero. Windisch no la vio. Se pegó a la oreja de Barbara. Oía la canción de la bocina a través de su gruesa trenza negra. Sintió su peineta dura.

Ante la lámpara de petróleo brillaban las hojas de trébol verdes en los pendientes de Barbara. Barbara daba vueltas y más vueltas. El girar era una danza.

Barbara sintió la araña en su oreja. Se asustó y gritó: «Voy a morir».

El peletero estaba bailando en la arena. Pasó junto a ellos. Se rió. Le quitó la araña de la oreja a Barbara. La tiró a la arena y la aplastó con el zapato. El aplastarla fue una danza.

Barbara se apoyó contra el membrillero. Windisch le sostenía la frente.

Barbara se llevó la mano a la oreja. La hoja de trébol verde había desaparecido. Barbara no la buscó. Dejó de bailar. Y se echó a llorar. «No lloro por el pendiente», dijo.

Más tarde, muchos días más tarde estaba Windisch sentado con Barbara en un banco del pueblo. Barbara tenía un cuello grácil. Una hoja de trébol verde brillaba. La otra oreja se perdía en la noche.

Windisch le preguntó tímidamente por el otro pendiente. Barbara lo miró. «¿Dónde hubiera podido buscarlo?», preguntó. «La araña se lo llevó a la guerra. Las arañas comen oro.»

Barbara siguió los pasos de la araña después de la guerra. La nieve, en Rusia, se la llevó al derretirse por segunda vez.

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