EL ORATORIO

«La casa del peletero acabará convirtiéndose en un oratorio para los baptistas valacos», le dice el guardián nocturno a Windisch frente al molino. «Esos tipos de los sombreritos son los baptistas. Aúllan cuando rezan. Y sus mujeres gimen cuando entonan cánticos religiosos, como si estuvieran en la cama. Los ojos se les hinchan, como a mi perro.»

El guardián nocturno habla en voz muy baja, aunque fuera de Windisch y el perro no haya nadie en la orilla del estanque. Escruta la noche, por si viniera alguna sombra a mirar y escucharlo. «Todos son hermanos y hermanas», dice. «Se aparean los días de fiesta. Con el primero que encuentran en la oscuridad.»

El guardián nocturno se queda mirando una rata de agua. La rata chilla con voz de niño y desaparece entre los juncos. El perro no oye el susurro del guardián nocturno. Desde la orilla ladra a la rata. «Lo hacen sobre la alfombra del oratorio», dice el guardián nocturno. «Por eso tienen tantos hijos.»

El agua del estanque y el bisbiseo del guardián nocturno producen en la nariz de Windisch un romadizo acre y salado. El asombro y el silencio le abren un agujero en la lengua.

«Esa religión viene de América», dice el guardián nocturno. Windisch respira a través de su romadizo salado. «Del otro lado del charco.»

«El diablo también cruza el charco», añade el guardián nocturno. «Y ésos tienen al diablo en el cuerpo. Mi perro tampoco los aguanta. Les ladra todo el tiempo. Los perros huelen al diablo.»

El agujero en la lengua de Windisch se va llenando lentamente. «El peletero siempre decía que en América los judíos llevan la voz cantante», dice Windisch. «Sí», dice el guardián nocturno, «los judíos corrompen el mundo. Los judíos y las mujeres».

Windisch asiente con la cabeza. Piensa en Amalie. «Cada sábado, cuando vuelve a casa, la veo caminar con las puntas de los pies hacia fuera», piensa.

El guardián nocturno se come la tercera manzana verde. El bolsillo de su chaqueta está lleno de manzanas verdes. «Eso de las mujeres en Alemania es verdad», dice Windisch. «El peletero nos lo ha escrito. Lo peor de aquí sigue valiendo mucho más que lo mejor de allí.»

Windisch mira las nubes. «Las mujeres siempre siguen la última moda», dice Windisch. «Ya les gustaría ir desnudas por la calle. Hasta los niños leen revistas con mujeres desnudas en el colegio, ha escrito el peletero.»

El guardián nocturno hurga entre las manzanas verdes de su bolsillo. Escupe un trozo de manzana. «Desde que cayó el diluvio aquel, la fruta se ha llenado de gusanos», dice. El perro lame el trozo escupido. Y se come el gusano.

«Algo va mal desde que empezó el verano», dice Windisch. «Mi mujer tiene que barrer el patio cada día. Las acacias se están secando. En nuestro patio ya no queda ni una. En el de los valacos hay tres, y distan mucho de estar peladas. En nuestro patio, en cambio, caen cada día hojas secas como para vestir diez árboles. Mi mujer no se explica de dónde pueden salir tantas. Nunca hemos tenido tal cantidad de hojas secas en el patio.» «Las trae el viento», dice el guardián nocturno. Windisch cierra la puerta del molino con llave.

«Pero si no hace viento», dice. El guardián nocturno estira los dedos en el aire: «Siempre hace viento, aunque no lo sintamos».

«En Alemania los bosques también se secan a mediados de año», dice Windisch.

«El peletero nos lo ha escrito», añade. Mira el cielo ancho y bajo. «Se han instalado en Stuttgart. Rudi está en otra ciudad. El peletero no ha dicho dónde. Al peletero y su mujer les han asignado una vivienda de protección social con tres habitaciones. Tienen una cocina-comedor y un cuarto de baño con espejos en las paredes.»

El guardián nocturno se ríe. «A su edad a la gente aún le apetece mirarse desnuda en el espejo», dice.

«Unos vecinos ricos les regalaron los muebles», dice Windisch. «Y también un televisor. Junto a ellos vive una señora sola. Es una dama muy remilgada que nunca come carne, escribe el peletero. Se moriría si lo hiciera, le dijo.»

«A ésos les va demasiado bien», dice el guardián nocturno. «Que vengan aquí a Rumania y verás como comen de todo.»

«El peletero tiene un buen sueldo», dice Windisch. «Su mujer hace faenas de limpieza en un asilo de ancianos. La comida allí es buena. Cuando algún anciano celebra su cumpleaños, organizan un baile.»

El guardián nocturno se ríe. «Sería lo ideal para mí», dice. «Buena comida y unas cuantas jovenzuelas.» Muerde el corazón de una manzana. Las pepitas blancas resbalan sobre su chaqueta. «No sé», dice, «no logro decidirme a presentar mi solicitud».

Windisch ve el tiempo detenido en la cara del guardián nocturno. Windisch ve el final en las mejillas del guardián nocturno, lo ve quedarse allí hasta más allá del final.

Windisch mira la hierba. Sus zapatos están blancos de harina. «Una vez dado el primer paso», dice, «lo demás marcha solo».

El guardián nocturno suspira. «Es difícil cuando no se tiene a nadie», dice. «Dura mucho tiempo, y uno envejece, no rejuvenece.»

Windisch pone la mano sobre su pernera. Tiene la mano fría y el muslo caliente. «Aquí todo va de mal en peor», dice. «Nos quitan las gallinas, los huevos. Hasta el maíz nos lo quitan antes de que haya crecido. A ti acabarán quitándote la casa y el corral.»

La luna está enorme. Windisch oye a las ratas zambullirse en el agua. «Siento el viento», dice. «Las articulaciones de las piernas me duelen. Seguro que va a llover.»

El perro se para junto al almiar y ladra. «El viento del valle no trae lluvia», dice el guardián nocturno, «tan sólo nubes y polvo». «Tal vez llegue otra tormenta que arranque de nuevo la fruta de los árboles», dice Windisch.

La luna tiene un velo rojo.

«¿Y Rudi?», pregunta el guardián nocturno.

«Se ha tomado un descanso», dice Windisch. Siente cómo la mentira le arde en las mejillas. «En Alemania lo del vidrio no funciona como aquí. El peletero escribe que nos llevemos nuestra cristalería, nuestra porcelana y las plumas para los cojines. Las cosas de damasco y la ropa interior no, que allí hay toda la que quieras. Las pieles son muy caras. Las pieles y las gafas.»

Windisch mordisquea una brizna de hierba. «Empezar nunca es fácil», dice.

El guardián nocturno se escarba una muela con la punta del dedo. «En todas partes hay que trabajar», dice.

Windisch se ata la brizna de hierba al índice: «Hay una cosa muy dura, nos ha escrito el peletero. Una enfermedad que todos conocemos por la guerra: la nostalgia».

El guardián nocturno sostiene una manzana en la mano. «Yo no sentiría nostalgia», dice. «Después de todo, allí sólo está uno entre alemanes.»

Windisch hace nudos con la brizna de hierba. «Allí hay más extranjeros que aquí, nos ha escrito el peletero. Hay turcos y negros que se multiplican rápidamente», dice.

Windisch se pasa la brizna de hierba entre los dientes. La siente fría. Su encía también es fría. Windisch tiene el cielo en la boca. El viento y el cielo nocturno. La brizna de hierba se desgarra entre sus dientes.

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