LA CAJA

Rudi es ingeniero. Trabajó tres años en una fábrica de vidrio situada en las montañas.

En el curso de esos tres años, el peletero visitó una sola vez a su hijo. «Voy a pasarme una semana con Rudi en las montañas», le dijo a Windisch.

Regresó a los tres días. Con las mejillas encendidas por el aire de las montañas y los ojos agotados por el insomnio. «No podía dormir allí arriba», dijo el peletero. «No pegaba ojo. De noche sentía las montañas en la cabeza.»

«Dondequiera que mires», dijo, «ves montañas. En el camino a las montañas hay túneles. Que también son montañas. Negras como la noche. El tren pasa por esos túneles. La montaña entera retumba dentro del tren. Sientes un zumbido en los oídos y una presión en la cabeza. A ratos es noche cerrada, a ratos, un día brillante», dijo el peletero, «y eso en continua alternancia. Algo insoportable. Todos van sentados y ni se molestan en mirar por la ventana. Cuando hay luz, leen libros. Y tratan de que los libros no se les resbalen de las rodillas. Yo tenía que tratar de no rozarlos con el codo. Cuando oscurece, dejan los libros abiertos. Yo era todo oídos; sí, en los túneles prestaba oídos a ver si cerraban los libros. Y no oía nada. Cuando volvía la luz, miraba primero los libros y después sus ojos. Los libros seguían abiertos, y sus ojos estaban cerrados. La gente abría los ojos después que yo. Así como lo oyes, Windisch», dijo el peletero, «me sentía orgulloso de abrir siempre los ojos antes que ellos. Calculaba cuándo iba a acabar el túnel. Y eso lo aprendí en Rusia», añadió el peletero apoyando la frente en su mano. «Nunca he vivido tantas noches retumbantes ni tantos días resplandecientes. De noche, en mi cama, seguía oyendo los túneles. Retumbaban. Sí, retumbaban como las vagonetas de carga en los Urales.»

El peletero meció la cabeza. La cara se le iluminó. Miró la mesa por encima del hombro. Miró a ver si su mujer escuchaba. Luego dijo en un susurro: «Sólo mujeres, Windisch, así como lo oyes, allí sólo hay mujeres. ¡Y cómo caminan! Y siegan más aprisa que los hombres». El peletero se rió: «Lástima que sean valacas», dijo. «En la cama son buenas, pero no saben cocinar como nuestras mujeres.»

Sobre la mesa había una escudilla de hojalata. La mujer del peletero se puso a batir en ella una clara de huevo. «He lavado dos camisas», dijo. «Y el agua ha quedado negra. Vaya mugre la que hay por ahí. No se la ve, gracias a los bosques.»

El peletero miró la escudilla. «Arriba en la montaña más alta», dijo, «hay un sanatorio. Allí están los locos. Dan vueltas alrededor de una valla en calzoncillos azules y abrigos gruesos. Uno de ellos se pasa todo el día buscando piñas en la hierba y hablando solo. Rudi dice que es minero. Y que una vez organizó una huelga».

La mujer del peletero metió la punta del dedo en la clara batida. «Y ahí está el resultado», dijo lamiéndose la punta del dedo.

«Otro», dijo el peletero, «sólo estuvo una semana en el sanatorio. Regresó a la mina. Y un coche lo atropelló».

La mujer del peletero levantó la escudilla. «Estos huevos son viejos», dijo, «la clara amarga».

El peletero asintió con la cabeza. «Desde arriba se ven los cementerios suspendidos en las laderas de los cerros», dijo.

Windisch apoyó sus manos en la mesa, junto a la escudilla. Y dijo: «No me gustaría que me enterrasen allí arriba».

La mujer del peletero paseó una mirada ausente por las manos de Windisch. «Sí, deben de ser muy bonitas las montañas», dijo. «Pero quedan tan lejos de aquí. Nosotros no podemos ir, y Rudi nunca viene a vernos.»

«Hoy ha vuelto a hacer bollos», dijo el peletero, «y Rudi no podrá probarlos».

Windisch quitó las manos de la mesa.

«Las nubes rozan casi la ciudad», dijo el peletero. «La gente camina entre las nubes. Todos los días hay tormentas. Los rayos matan gente en los campos.»

Windisch metió las manos en los bolsillos del pantalón. Se levantó y caminó hasta la puerta.

«Te he traído algo», dijo el peletero. «Rudi me dio una cajita para Amalie.» Y abrió un cajón. Volvió a cerrarlo. Miró en una maleta vacía. La mujer del peletero hurgó en los bolsillos de la chaqueta de su marido. El peletero abrió el armario.

Agotada, la mujer levantó las manos. «Ya la encontraremos», dijo. El peletero buscó en los bolsillos de su pantalón. «Esta mañana he tenido la caja en mis manos», dijo.

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