Hace ya una semana que la lechuza joven está en el valle. La gente la ve cada tarde al volver de la ciudad. Un crepúsculo gris envuelve los rieles. Unos maizales negros, extraños, ondean al paso del tren. La lechuza joven se instala entre los cardos marchitos como si fueran nieve.
La gente se apea en la estación. Nadie habla. Hace una semana que el tren no pita. Todos llevan sus bolsos pegados al cuerpo. Vuelven a sus casas. Si se encuentran con alguien en el camino de vuelta, dicen: «Este es el último respiro. Mañana llegará la lechuza joven, y con ella, la muerte».
El cura manda al monaguillo a lo alto del campanario. La campana repica. Al cabo de un rato, el monaguillo vuelve a bajar a la iglesia totalmente pálido. «Yo no tiraba de la campana, sino ella de mí»? dice. «Si no me hubiera agarrado de la viga, hace rato que habría volado por los aires.»
El repique de las campanas confunde a la lechuza joven, que regresa al campo. Hacia el sur. Siguiendo el Danubio. Vuela hasta la zona de las cascadas, donde están los soldados.
En el sur, la llanura es caliente y no tiene árboles. La tierra quema. La lechuza joven enciende sus ojos entre los escaramujos rojos. Con las alas por encima de la alambrada va deseando alguna muerte.
Los soldados se han tumbado entre los matorrales, bajo el alba gris. Están de maniobras. Con sus manos, sus ojos y sus frentes están en plena guerra.
El oficial grita una orden.
Un soldado ve a la lechuza joven entre la maleza. Apoya el fusil en la hierba. Se levanta. La bala parte. Y da en el blanco.
El muerto es el hijo del sastre. El muerto es Dietmar.
El cura dice: «La lechuza joven ha visitado el Danubio y ha pensado en nuestro pueblo».
Windisch mira su bicicleta. Ha traído la noticia de la bala desde el pueblo hasta el patio de su casa. «Ya estamos otra vez como en la guerra», dice.
La mujer de Windisch arquea las cejas. «No es culpa de la lechuza», dice. «Ha sido un accidente.» Y arranca una hoja seca del manzano. Mira a Windisch desde la frente hasta los zapatos. Detiene largo rato su mirada en el bolsillo de la chaqueta que está sobre el pecho, allí donde palpita el corazón.
Windisch siente fuego en su boca. «¡Qué corta eres!», le grita. «La inteligencia no te llega ni siquiera de la frente a la boca.» La mujer de Windisch rompe a llorar y estruja la hoja seca.
Windisch siente que el grano de arena le presiona la frente. «Llora por ella», piensa. «No por el muerto. Las mujeres sólo lloran por ellas.»