6 Talilit

LA ESPERA

El canto de uno de los gallos sarnosos del aduar saludó el amanecer sobre la posición de Talilit. Los hombres llevaban allí dos semanas y ya se habían hecho a despertarse con aquel quiquiriquí quebrado que rebotaba en las laderas cercanas. Para cuando tocaban diana, todos estaban en un duermevela poco profundo, esperando el ruido de la corneta. Al poco, los centinelas veían salir a los otros de las tiendas, con la secreta alegría del relevo inminente, mientras los oficiales asomaban somnolientos, dejando que los cabos y los sargentos pusieran el campamento en marcha.

Lo malo era que no había, en realidad, nada que hacer. Siempre podía limpiarse algo, las armas o las letrinas, pero ya nadie confiaba en desprenderse el polvo que marcaba con su presencia el cansancio y el olvido. En la aplastante rutina de Talilit sólo había dos accidentes dignos de mención: el momento en que se relevaba a los de la avanzadilla y la llegada, cada dos días, del convoy del campamento general.

En la avanzadilla, considerando la relativa dureza del blocao, se había establecido un turno cada tres días. Para algunos era demasiado y para otros demasiado poco. En el espacio estrecho e insalubre del fortín, casi una cárcel, no faltaba quien encontraba lugar a propósito para la diversión. Mientras los agonías, que siempre había alguno, vigilaban por las aspilleras, los más vivos sacaban la baraja y se jugaban la paga que les quedaba por cobrar hasta el final de su tiempo de servicio. Nadie les reprendía, porque bastante denigrante era tener que estar allí, aspirando el olor a humanidad y el de los cuescos que por la noche se soltaba siempre alguno. Había quien lo llevaba muy mal y se pasaba los tres días mirando el reloj que había en la pared del blocao, contando una a una las horas que faltaban para el relevo. Pero según Rosales, tampoco era para quejarse. Había gente que se tiraba hasta dos meses en un blocao como aquél, aislada y acosada todo el tiempo por el enemigo. Se lo había contado a Andreu durante su primer servicio en el blocao, y señalándole la lata del agua, había agregado:

– Aquí podemos salir a cagar y a mear, pero en esos blocaos donde están tan jodidos se caga y se mea en una lata como ésa. Y el que la encuentra llena tiene que salir a vaciarla. Vaya trabajo, dirás. No es mucho, sólo que los moros esperan a que alguien salga con la lata para zumbarle.

– Pues será cosa de aguantarse -había sugerido Andreu.

– No, si ya te aguantas, pero también se aguantan los otros veinte. Al final, hay un momento en que ya no se puede más. Lo peor de todo es si le han dado a alguien que salió a vaciar la lata. Porque el siguiente que se cague, y ya ves tú si es fácil cagarse en esa tesitura, tiene que salir a recogerla, con todos los moros con la mirilla del fusil fija en la lata de los cojones.

– Nunca mejor dicho.

Aquella mañana Andreu no estaba en el blocao, ni tampoco de servicio. Era de los pocos, porque con el último convoy del campamento general habían llegado órdenes de doblar constantemente la guardia. Hacía días que se oían tiros y algún cañonazo hacia la parte de Igueriben. Uno de los que venían con el convoy les había dicho que la harka andaba molestando a los de

Igueriben casi desde que se había establecido la posición. En los últimos tiempos, cada vez se oían más aquellas palabras: «la harka». Los oficiales las pronunciaban con disgusto, como quien mentara la bicha. Pero su existencia era una evidencia cada vez menos rebatible. Cabía siempre dudar sobre su tamaño y fuerza real, y los mandos no veían razón para preocuparse, o eso les decían. Por lo pronto, y quizá como demostración, el capitán jefe de la posición de Talilit había aprovechado el convoy de la víspera para irse con permiso de verano, dejando al mando al capitán que mandaba la sección de ametralladoras. Esa aparente normalidad apaciguaba a muchos.

Incluso Andreu quería creer que en una situación verdaderamente apurada no habrían dejado a los oficiales irse de permiso. Su problema era que no se fiaba nada de los oficiales, a quienes ni siquiera les reconocía la mínima competencia necesaria para llevar adelante aquella guerra contra un enemigo pobre y harapiento. Su experiencia de agitador en Barcelona había aficionado a Andreu al pensamiento táctico, y tras lo que llevaba visto, su opinión era que los oficiales allí sólo vivían de dos recursos: la superior potencia de fuego que les proporcionaba la artillería y la combatividad natural de las tropas de choque indígenas, sobre las que recaía el grueso del trabajo. Lo que estaba por ver era si de eso podrían seguir viviendo siempre.

En dos semanas, los soldados de Talilit se habían aprendido de memoria cada una de las lomas y podían ver con los ojos cerrados todas y cada una de las casuchas del aduar. Era éste el objeto continuo de su curiosidad abotargada. Veían entrar y salir a las mujeres, corretear a los chiquillos, deambular más precavidos a los hombres. En cierta ocasión habían avistado una partida de individuos armados que caminaban entre las casas y señalaban hacia la posición. No era cosa de abrir fuego por tan poco, pero hasta los menos avispados habían entendido que tenían a la vista a una patrulla de la harka. El teniente artillero, a quien le costaba contenerse, había propuesto al capitán:

– Sólo un pepinazo, mi capitán, y ya verá cómo dejan de chulearnos.

– Guardaremos los cañonazos para mejor causa, teniente -había dicho el capitán, mientras vigilaba a los moros con los prismáticos.

Aquella mañana no había actividad visible en el aduar. De hecho, parecía extrañamente tranquilo. A las diez de la mañana seguía sin aparecer nadie. Sólo unas gallinas y alguna cabra, merodeando en busca de algún resto de comida, de lo poco que no aprovechaba aquella gente sumida en la más rigurosa miseria. La calma era tanta que terminó por hacerse sospechosa. Un sargento alertó a los oficiales, que cambiaron impresiones sobre cómo debían proceder. Como siempre, el artillero era el más dispuesto, contando con que en cualquier caso sería otro el que llevara la peor parte.

– Podríamos enviar una sección a ver qué pasa empuntó.

– Eso es lo último que pienso hacer -respondió el capitán jefe accidental-. Los hombres no están nada duchos en salir de descubierta.

Una de las ventajas de Talilit era que les traían el agua con el convoy. Eso les ahorraba a sus habitantes el penoso ritual de la descubierta de protección de la aguada, servidumbre cotidiana de casi todas las posiciones de África. En contrapartida, pasaban todo el tiempo allí confinados, sin practicar más movimiento militar que el necesario para el relevo de la avanzadilla. El capitán no sólo era consciente de la falta de preparación de sus hombres para una salida como la que el teniente planteaba, sino también de lo vulnerable que era una unidad reducida aventurándose entre aquellos montes.

– Veremos qué pasa -resolvió-. Que todos los hombres disponibles estén atentos. Y mande aviso a la avanzadilla -ordenó al sargento de guardia.

La mañana fue transcurriendo con toda su ardiente lentitud. En Talilit reinaba una expectación contenida, porque todos sabían que algo sucedía pero nadie quería admitir que pudiera suceder nada.

Andreu, desde su puesto en el parapeto, esperaba como los demás a que ocurriera algo que rompiera aquella calma tensa. La luz cegadora del sol, que reverberaba en el valle, le hacía a veces ver cosas que no eran, bultos que se movían pero resultaban ser sólo un reflejo engañoso en su retina. De pronto, uno de aquellos bultos le pareció más nítido que los anteriores. Tardó en convencerse, hasta que no le cupo duda de que era un hombre. Llevaba el fusil a la espalda y una antorcha humeante en la mano.

– Veo a uno -gritó.

No era sólo uno. En seguida vinieron más, todos armados y envueltos en aquellas chilabas pardas. Se desplegaron deprisa por el aduar y comenzaron a prender fuego a las casuchas. Nadie salió de ellas. Todos debían haber huido durante la noche, seguramente gracias al aviso previo de la harka. Los soldados asistieron al espectáculo estupefactos.

– ¿Qué hacen? -preguntaban unos.

– Lo están quemando -respondían otros, incrédulos.

– ¿Para qué?

Nadie quiso responder esa pregunta. Los hombres armados eran cada vez más. Arrimaban las antorchas por los cuatro costados, asegurándose de que todo ardía completamente. Algunos parecían apuntar sus fusiles hacia Talilit, como si protegieran a los incendiarios. El capitán tardaba en reaccionar.

– ¿Vamos a dejar que hagan esto en nuestras narices? -protestó el artillero.

El capitán parecía atontado. Al fin salió de su ensimismamiento y dio la orden que unos esperaban y otros temían.

– Haz fuego, teniente, pero aprovecha los disparos. Telegrafista, comunica la situación al campamento general.

Los artilleros maniobraron con rapidez. Aunque nadie los tragaba, ellos eran quizá los únicos militares expertos que había en Talilit. Las piezas vomitaron sus proyectiles, que al instante sembraron de un fuego aún más virulento el aduar ya en llamas. Se oyeron gritos de gente herida, y un par de segundos después las balas empezaron a estrellarse en el parapeto.

– A cubierto todos -aulló el capitán-. Respondan al fuego.

Los soldados empezaron a disparar, sin saber muy bien adónde. Antes de gastar ninguna bala, Andreu se paró a examinar la situación. Los estaban batiendo desde la loma que había a la derecha. Aguardó hasta que vio a uno ofrecer blanco y acarició el gatillo de su máuser. La detonación le sorprendió con un fuerte empujón en el hombro, pero tenía bien asido el fusil y la bala fue directa hacia el objetivo. El moro dejó caer el arma y se llevó la mano a una pierna. Antes de que pudiera apuntarle otra vez, ya se había arrastrado a un escondite entre los matorrales. Con toda probabilidad, aquélla fue la única bala disparada por un fusilero de Talilit que le dio a alguien. Los demás dispararon alocadamente, hasta vaciar el primer peine. Mientras muchos metían el segundo, con dedos temblorosos, el capitán gritó:

– Así no, apuntando, coño.

Sus ametralladoras, servidas por gente algo más curtida, habían limpiado con un par de ráfagas oportunas una de las lomas desde las que los hostigaban. Los cañones dejaron de disparar, y el tiroteo nutrido del principio se convirtió en un intercambio de tiros sueltos. Por fortuna, la gente estaba bien agachada y no había habido ninguna baja. A los cinco minutos cesó el fuego enemigo y los bultos pardos se retiraron. El capitán anduvo atento esta vez:

– Alto el fuego todo el mundo.

Todavía hubieron de pasar otros diez minutos antes de que dieran por desaparecida la amenaza. Los soldados se asomaron sobre el parapeto y se quedaron contemplando embobados el aduar devorado por las llamas.

– ¿Para qué han hecho eso? -se preguntaban todavía algunos.

– Para despejar el terreno -dijo Andreu, sarcástico. -¿Cómo? -insistió uno de los incautos.

– Le han ordenado a la gente del pueblo que se marche y ahora le prenden fuego. Eso quiere decir que Talilit pasa a ser zona de guerra. Hacen lo que haría cualquier ejército: evacuar a los civiles.

– Joder, catalán, no le veo la gracia.

– Pues trata de vérsela, que eso es lo que hay. Y de ahora en adelante te aconsejo que vayas a dar un beso a los cañones todas las noches, antes de acostarte. Son como tu mamá, sólo ellos te defenderán del coco.

– Te vas a ir a tomar por culo, con la guasa.

– Mientras no nos vayamos todos -rezongó Andreu, vaciando la recámara del fusil y encaminándose hacia la tienda.

Desde el campamento general les informaron que no había por qué alarmarse. Que era cierto que algunos elementos dispersos de la harka estaban alborotando por la zona de Tensamán, pero que en ningún caso constituían una concentración preocupante. Se insistía en la necesidad de estar alerta y de mantener reforzada la vigilancia, eso era todo. Se estaban preparando las operaciones de castigo necesarias, y en cuanto a los convoyes, saldrían al día siguiente con toda normalidad. Por lo que se refería a Talilit, se había pensado en enviarles otra sección desde alguna posición de retaguardia, para aliviar el ritmo de los servicios. No tardaría más de una semana, prometieron. El capitán dio estas noticias a la tropa y restableció algo la moral.

La noche transcurrió tranquila, y a la mañana siguiente, tal y como estaba previsto, se presentó el convoy con los suministros y el correo. Su llegada provocó más alborozo que de ordinario, porque era un signo de que todo estaba bajo control. Definitivamente, lo del día anterior había sido un incidente sin mayor trascendencia. Los soldados que tenían cartas o paquetes de casa abrieron unas y otros con avidez. Su miedo de hacía unas horas se les antojaba ahora excesivo. Un puñado de moros desharrapados nunca podían poner en verdaderos apuros a la maquinaria militar de una potencia europea. Después de aquellas operaciones de castigo que ya estaban en marcha, el frente de Tensamán sería tan plácido como un balneario.

Andreu no tenía carta. De hecho, sólo había recibido una vez, y casi habían tenido que jurarle que era para él antes de que la cogiese. Había sido su hermana, con la que apenas se hablaba. Por alguna razón le había dado un remordimiento y le había puesto unas letras. De lo que traía el convoy, lo que más le interesaba era el agua. Cuando descargaban las barricas, las miraba con angustia, sobre todo si parecía que iba a derramarse algo. Sólo de pensar que en caso de fallar el convoy se quedarían sin agua, se ponía enfermo. Muchas noches hasta soñaba con el agua. Y no era el único. La comida que les daban, conservas de pescado y legumbres sobre todo, producía una sed que casi parecía buscada aposta, con una especie de cálculo sádico.

Aquel convoy presentaba una novedad. Aparte de los soldados de intendencia y los regulares que solían protegerlos, traían una sección de caballería indígena. El sargento que venía al frente montaba un caballo blanco. Mientras su montura descansaba, el sargento no paraba de mirar hacia la sierra. Era uno de esos moros de porte señorial, y su mirada, apuntada siempre a lo lejos, parecía capaz de descubrir el peligro a distancias fabulosas. Andreu ya se había hecho a localizar, entre el hatajo de aficionados que pululaban por aquella guerra, a los pocos profesionales auténticos. Y aquel sargento lo era. El y sus hombres no perdían detalle de lo que sucedía a su alrededor. Todo, empezando por el propio hecho de que alguien hubiera considerado necesario reforzar aquel convoy con la caballería indígena, le inclinaba a Andreu a creer que la despreocupación que trataban de transmitirles era un engaño. Pero lo más sorprendente era que los primeros engañados eran los jefes. Nadie parecía más convencido de la imposibilidad de que la harka pudiera turbar su sueño que los oficiales. Hasta los más pendencieros lo descartaban. El teniente artillero, sin ir más lejos, fanfarroneaba con el oficial que mandaba el convoy:

– Es una lástima, pero no creo que aquí vayan a juntarse moros suficientes como para que merezca la pena tirar otro cañonazo.

A mediodía partió el convoy, dejando plenamente abastecida Talilit y con el ánimo alto a sus hombres. La columna, precedida por los exploradores de la caballería indígena, se perdió sin un solo contratiempo al fondo del valle. El sargento moro caracoleaba de un lado a otro con su caballo blanco. A partir de ahí, la tarde pasó apacible y tediosamente. Por la noche, mientras trataba de conciliar el sueño en su tienda, Andreu se dijo que no podía obsesionarse de esa forma con la amenaza de la harka. Una cosa era cerrar los ojos y otra estar siempre pendiente de cualquier señal que delatara la presencia del enemigo. Para persuadirse, murmuró entre dientes:

– Te vas a amargar, o peor, vas a conseguir que vengan.

Su amigo Maspons solía decir que cuando un hombre empezaba a hablar solo, o bien había perdido la cabeza o bien había encontrado a Dios. Y para que no hubiera duda, siempre se cuidaba de puntualizar que él era ateo, naturalmente. Lo último que hacía falta en aquel lugar era que a uno le patinaran los sesos. Decían que los moros respetaban mucho a los chiflados, pero ni siquiera a eso le veía Andreu la ventaja. Así que se propuso contagiarse un poco de la inconsciencia de los demás. Y que la harka viniera cuando lo tuviera por conveniente. Recordó que al día siguiente le tocaba incorporarse a la avanzadilla, para cumplir su turno de tres días. En la promiscuidad estrecha del blocao tenía una buena oportunidad de participar del ciego optimismo colectivo. Si no, podía darle al naipe. Los naipes ayudaban a olvidar, y en el blocao siempre había alguien dispuesto a echar la penúltima mano.

Por la mañana temprano, Rosales, Andreu y otros dieciocho recorrieron el trecho que separaba Talilit de la avanzadilla para relevar a los ocupantes del blocao. Los salientes estaban comidos de porquería, sin afeitar y con los músculos entumecidos. Los saludaron con las efusiones habituales:

– A joderse, que son tres días.

Y con alguna nueva, fruto de la escaramuza de la antevíspera:

– Se ve de muerte la guerra, desde aquí. Y se oye. No veas cómo suenan las balas en la chapa.

Andreu y sus compañeros tomaron posesión del fortín. Llenaron la lata de agua, acarrearon las raciones de comida y se dejaron caer sobre los jergones. Algunos se acercaron a las aspilleras, pero Andreu resistió la tentación. Se echó hacia atrás y se quedó con la mirada perdida en la chapa del techo. Hizo una apuesta consigo mismo: a ver si era capaz de pasarse allí las tres primeras horas, con la mente en blanco. A su alrededor se organizaba ya, espontánea, la rutina del blocao. Uno de los más despiertos, un chuleta de Madrid, había sacado la baraja y provocaba a sus futuras víctimas:

– Se juega, pero palmando el flus, que lo demás no interesa.

Andreu dejó pasar de sobra el tiempo que se había propuesto. Las horas del blocao estaban hechas de una sustancia pastosa, que se iba arrastrando a una velocidad imperceptible y que sólo de vez en cuando sus propietarios (o sus esclavos) tenían ocasión de sentir. A veces uno se paraba a contar y comprobaba que habían transcurrido cinco, o quince, o cincuenta. El resto del tiempo se permanecía aturdido y resignado.

La diferencia entre la noche y el día no era sino la que permitía la impresión confinada entre los estrechos límites de las aspilleras. También llegaba a notarse a través del ruido, aunque todos, los nocturnos y los diurnos, transportaban una indefinida amenaza. Los que no estaban habituados al blocao se abalanzaban a la aspillera más próxima cada vez que oían algo. Los que ya acumulaban horas de encierro hacían simplemente como que no oían, y hasta habrían exigido la repetición de un grito o de un disparo para avenirse a creer en ellos. Si algún día el enemigo se decidía a atacarlos, la estrategia no exigía urgencias ni entrañaba una gran sofisticación. Se trataba sólo de aguantar el ruido de los balazos en los muros, asomarse de vez en cuando con la mayor precaución posible y tratar de darle a alguno de los que vinieran, cuidando, eso sí, de que ninguno se acercara lo suficiente como para deslizarles una bomba de mano dentro del habitáculo. Aparte de eso, sólo quedaba esperar a que los otros se aburrieran o a que desde la posición les quitaran el incordio de encima. El sistema era tan absurdo e inútil que Andreu casi sentía compasión por la mente militar que lo había urdido. Comprendía borrosamente que aquella distribución de posiciones obedecía a un plan de ocupación teórica del territorio, pero se preguntaba qué era lo que ocupaban encerrándose como ratas en aquellas madrigueras.

Como en el blocao no había nada que hacer, se solía charlar. Y como estaban recluidos, la conversación llevaba siempre fuera de allí. A media tarde, Rosales se tendió en el jergón contiguo al de Andreu y empezó a contarle sus historias. Rosales era un cuentista nato y esforzado. Andreu le dejaba hablar, porque le distraía, y no hacía ningún esfuerzo por contener sus exageraciones, porque las historias fantásticas distraían más que las verdaderas. Uno de sus asuntos preferidos eran las faldas.

– Con lo que uno ha trajinado -se quejaba, soñador-. No sé a ti, pero a mí una de las cosas que más me jode es que en los últimos dos años no he tenido más mujeres que las putas de dos reales de Melilla.

– Bueno, es normal -observó Andreu, con desgana.

– Es que a mí las mujeres me gustan gratis, compañero.

– Pues vete a conquistar a alguna mora. Hay quien lo hace. O quien presume de eso, por lo menos.

– No te creas que no se me ha ocurrido. Las hay pintureras.

– No digo que no.

– En serio, sobre todo aquí, en las montañas. O será porque muchas no se tapan la cara y puedes verlas mejor que a las que llevan el velo. Hasta me he cruzado de vez en cuando con alguna que ni siquiera llevaba pañuelo en la cabeza. Tienen el pelo fosco y rebelde. Como la sangre.

– Lo malo es que aquí en Talilit no hay muchas oportunidades.

– Eso es verdad. En Sidi Dris, sobre todo al principio, la cosa era diferente. Se podía salir de razia por los alrededores.

– ¿Y saliste? -preguntó Andreu.

– Que si salí. Siempre que podía. Y una vez estuvo a punto de caer la breva. ¿No te lo he contado nunca? -No.

– Fue una tarde, empezando la primavera. Iba solo y tiré hacia la parte del morabo. Siempre me había picado la curiosidad, sobre todo desde que los oficiales nos habían dicho que teníamos prohibido pisar allí. Los moros consideraban una profanación que un infiel entrara en su lugar santo y en aquellos tiempos había mucho empeño en estar a buenas con ellos. Fui a esa hora porque calculé que no habría morisma por las inmediaciones, en lo que no me equivoqué. Me acerqué al morabo sigilosamente y abrí la puerta. Sin perder un segundo, me escurrí como una sabandija y cerré detrás de mí. Afuera hacía mucho sol y adentro estaba oscuro, así que tardé en ver bien. Lo que era el morabo en sí tampoco daba para mucho. Las paredes blancas, la tumba más bien pobre en el centro y una lámpara de aceite colgada encima. El símbolo del alma del santo, me supongo. Había algunas ofrendas, un par de telas y unas pocas flores secas. Pero todo eso se esfumó cuando descubrí a la mora. Estaba arrodillada, rezando, y nada más verme se quedó paralizada. Tendría dieciocho años, rabiando.

– ¿Y era guapa? -fue al grano Andreu.

– Un rato largo, catalán. Hay gilipollas que dicen que las moras son todas feas, vete a saber por qué. Yo las he visto guapas, ya te digo, y ésta lo era más que ninguna. Con unos ojazos negros, muy blanca, y una planta en cuanto se puso de pie que daba gusto verla. Cómo sería que se la notaba entera debajo de la chilaba. Una hembra de esas que te convierten en una bestia con un solo pensamiento fijo, ya sabes tú cuál.

– ¿Y qué pasó?

– Bueno, primero sopesé la situación. No era mala, pero había que andarse con tiento. La mora había retrocedido hasta la pared y me miraba con una mezcla de miedo y odio salvaje. Ninguna mujer de mi tierra me había mirado nunca así. Me gustaba, pero tenía que aplacarla. Le hablé, mezclando las pocas palabras que sabía de su lengua. Le dije que no tuviera miedo, le pregunté cómo se llamaba, si era de allí, esas cosas. La mora no respondió a ninguna de mis preguntas. A medida que le iba hablando me fui acercando. No sé, se me ocurrió que si la sujetaba y ella veía que no le hacía daño podía conseguir lo que no conseguía con palabras. Ella se quedó quieta, clavándome los ojos como si fueran cuchillos. Con mucho cuidado, le cogí los brazos. Ella se dejó hacer. Tenía una carne tierna y fuerte a la vez, como sólo la tienen algunas mujeres, y al sentirla entre mis dedos creí que me volvía loco. Además de eso la olía, y veía de cerca la piel de su cara y de su cuello. Dijo algo muy rápido, una de esas palabras suyas que suenan como un latigazo y que adiviné que sería un insulto. Mientras tanto me seguía mirando a la cara, sin aflojar. Más que besarla, quise morderla.

El narrador se detuvo. Quería paladear el instante o necesitaba un descanso para inventar el resto, pensó maliciosamente Andreu.

– Estaba claro que ella no quería -continuó Rosales-, que consentiría sólo porque yo llevaba un uniforme y un machete. Nunca he forzado a una mujer, pero te juro que estuve a punto de hacerlo con ella. Al final no tuve valor o me entró reparo. La solté y me fui un par de pasos atrás. Ella se quedó extrañada. Volví a hablarle. Siguió sin contestarme, así que me imaginé que estaría ofendida porque yo había entrado en su lugar santo. Le pedí perdón por eso y ella se echó a reír. Tenía una risa preciosa, y me dije que estaba en el buen camino. Pero entonces, me cago en todo, oí unas voces fuera.

– Lástima -dedujo Andreu.

– Sí -suspiró Rosales-. Eran siete moros, lo menos. Cuando me vieron allí con la muchacha quisieron desollarme. Le di aire al machete y gracias a él pude escapar. Lo que no se me olvida es la forma en que ella me seguía mirando, mientras los otros la interrogaban. Después de aquello volví muchas tardes por el morabo. Pero nunca más la encontré.

– Ésa es la ventaja de las putas de dos reales de Melilla -opinó Andreu, sardónico-. A ellas, en cambio, las encuentras siempre.

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