13 Afrau

LOS BORREGOS RESISTEN

El segundo día de asedio en Afrau se presentaba como el primero, caluroso y despejado. Por el momento el fuego enemigo no era muy agobiante. Los moros que rodeaban la posición mantenían una actitud indecisa, mientras procuraban mejorar poco a poco su despliegue en torno al parapeto. Su superioridad numérica no era tan grande como para plantearse un asalto en regla, sobre todo si tenían presente cómo habían sido rechazados el día anterior. Preferían seguir hostigando a los defensores con su irritante paqueo, forzándoles a gastar munición y esperando a que empezara a faltar el agua dentro del recinto. Aquellos días de calor sofocante eran el principal aliado de la harka. Mientras ellos aguantaban sin inmutarse el castigo, agarrados a los montes como lagartos, los europeos se consumían. Los harqueños no tenían más que dejar que pasara el tiempo y que el fruto fuera madurando, para cogerlo sin esfuerzo cuando estuviera en sazón.

Desde hacía algunas horas, por otra parte, los de Afrau tenían compañía. De madrugada había fondeado frente a la posición uno de los cañoneros de la Armada. En cuanto hubo un poco de luz, uno de los ingenieros de la estación óptica lo identificó como el Laya, por el zuncho solitario que ostentaba en su chimenea ligeramente caída. De momento el buque se había limitado a echar las anclas y a quedarse a la expectativa, ya que la situación en la posición era relativamente apacible. Pero los ingenieros, que podían verlo de cerca con el telescopio binocular, aseguraron que dos de sus piezas estaban con la dotación preparada y listas para intervenir. La noticia corrió como la pólvora entre los soldados que permanecían vigilantes junto al parapeto, después de una noche plagada de oscuras cavilaciones.

– ¿Y cuándo van a sacarnos de aquí? -preguntaban los más ansiosos.

– A lo mejor mandan refuerzos por tierra -sugería alguno.

– Qué dices tú a lo mejor -replicaba uno de los primeros-. Lo mejor es que nos vayamos en ese barco y que a esto le den por el culo.

El teniente artillero, jefe accidental de Afrau, se acercó hasta la estación óptica para tratar de comunicar con el barco. Junto a él subió Rivas, el teniente de la sección de ametralladoras. Pero antes de que comenzaran a hacer señales, los moros se arrancaron a tirarles con furia. Los dos oficiales rodaron por tierra, revueltos con los soldados de ingenieros.

– Fuego, fuego -gritó desde el suelo el teniente jefe.

Los soldados dispararon atolondradamente. Al oír la orden del teniente y ver la reacción de sus hombres, Molina meneó la cabeza. Corrió a lo largo del parapeto, tratando de contener el nerviosismo de la tropa.

– Sin amontonarse -les advertía.

Las ametralladoras empezaron a escupir fuego, aunque Rivas tardó en llegar junto a sus hombres. También al teniente jefe le llevó su tiempo poder ganar el amparo del través, levantado a base de sacos de intendencia, con el que los cañones se mantenían desenfilados. En cuanto estuvo al pie de sus dos queridas piezas, comenzó a dar órdenes. Pero antes de que pudiera ponerlas en posición, sonaron dos explosiones a espaldas de Afrau y silbaron sobre sus cabezas los proyectiles del Laya, que se unía así al combate.

– Bueno, bueno, esto está muy bien -observó el cabo González, al ver el destrozo que producían los cañones del Laya.

– No te fies mucho -le desengañó Molina-.Tiran casi a ciegas, y los moros no tienen posiciones fijas. Así, poco es lo que pueden conseguir.

En cualquier caso, la intervención del Laya, secundada por el destacamento de artillería de Afrau, logró acallar momentáneamente el fuego enemigo. Cesaron también en su respuesta los fusileros de Afrau, y el teniente jefe regresó a la estación óptica. Desde el barco les hacían ya señales, que el cabo de ingenieros que manejaba el telescopio le iba dictando a un soldado.

– No puede ser -discutía el soldado.

– Sigue apuntando -decía el cabo.

– Es que esto no tiene ningún sentido -insistía el soldado.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el teniente, con avidez.

El cabo se inclinó sobre lo que había apuntado el soldado y lo leyó varias veces, del derecho y del revés. Al fin, reconoció:

– No entendemos lo que quieren decirnos.

– ¿Cómo que no entendéis? -chilló el teniente.

– Algo pasa con los códigos -declaró el cabo, con prudencia.

– ¿Los códigos?

– No debemos estar usando el mismo.

– Esto es increíble -protestó el teniente-. Haced señales vosotros. Decidles que tenemos problemas para entenderles.

– No servirá de nada. Tampoco ellos nos entenderán a nosotros.

– ¿Pero cómo puede ser? -el teniente se tiraba de los pelos.

– Ahora intentan otra vez -avisó el soldado.

Al cabo de un rato de intercambiar señales con el barco, se persuadieron de que el absurdo problema no tenía solución. Su única esperanza era el radiotelégrafo, si acertaban a captar algo con el rudimentario receptor de que disponían. El teniente dio órdenes de que un hombre se mantuviera permanentemente a la escucha y volvió a bajar hacia el parapeto con la intención de convocar una junta de oficiales. Llamó a los mismos de la víspera: Rivas, el médico, Andrade y el otro alférez, además del suboficial y Molina.

– No podemos comunicar con el barco -informó el teniente jefe-. No sé qué coño pasa con los códigos de señales. Pero supongo que mientras sigan ahí nos apoyarán, y también que encontrarán la manera de hacernos saber cuándo intentan sacarnos, si es que van a intentarlo.

– ¿A qué otra cosa pueden haber venido? -preguntó Andrade.

– No lo sabemos, alférez. Ni siquiera sabemos qué está pasando más allá de esos montes. Puede que haya una columna en camino, y que el barco sólo tenga la misión de sostenernos hasta que lleguen.

– Con todo el respeto, mi teniente, no creo que haya ninguna columna -dijo Andrade-. Si la hubiera, no seguiríamos sitiados. Los moros sí que saben todo lo que pasa en la región, y ya ve lo tranquilos que están.

– Está bien, Andrade, no vamos a hacer adivinanzas -concluyó el teniente. Pon que van a venir a ayudarnos o que estamos más tirados que un perro, como prefieras. El caso es que tendremos que prepararnos para resistir mientras no se aclare el panorama. Así que haremos lo que decidimos ayer. Vamos a replegar la avanzadilla. ¿Alguna objeción?

– Yo diría que podremos hacerlo sin problemas -opinó Rivas-. El ataque de esta mañana no han podido prolongarlo mucho rato.

– Está bien -dijo el teniente jefe-. Iremos tú y yo, Andrade, y tú, Molina, con una sección. Sacamos a los que están allí y nos los traemos con todo el equipo que podamos arrastrar y toda la munición que les quede. Tú, Rivas, te ocupas de organizar la cobertura desde la posición. ¿Entendido?

A Molina, como al resto de los infantes, le extrañó que al oficial artillero se le antojara encabezar personalmente la operación. Supuso que trataba de dar ejemplo, y aunque no le parecía una iniciativa demasiado juiciosa, teniendo en cuenta la poca experiencia del teniente en aquellas lides, le reconoció el valor de reclamar para sí el puesto de mayor exposición y fatiga. Era lo que como oficial le exigían las ordenanzas, pero Molina había visto a muchos soslayar con el menor pretexto esa exigencia.

Para formar la sección, Molina reunió a algunos veteranos, a todos los policías con su cabo al frente y a unos cuantos novatos o borregos, como les denominaba la cruel jerga cuartelera. El trecho que había que recorrer hasta la avanzadilla no era mucho, pero estaba todo él descubierto y algunos de los hombres deberían desandar el camino cargados. De acuerdo con el teniente, Molina desplegó primero a los policías, que quedaron apostados a un flanco para proteger la salida de la fuerza. Inmediatamente se desató el fuego enemigo, al que los policías respondieron, apoyados por las ametralladoras. No podían demorarse mucho. Molina vio entonces que algunos de los soldados que debían salir a continuación apenas se tenían en pie.

– Podéis estar asustados, pero que nadie se aturulle -les dijo, enérgico-. Aquí estamos para cuidarnos los unos a los otros, y todos hacemos falta. Los que se aturullan dejan de cuidar a sus compañeros.

El teniente, pistola en mano, salió el primero. Andrade empujó a una mitad de la sección, y Molina a la otra. Los soldados reprodujeron con cierta torpeza, pero con una abnegación innegable, las maniobras de orden abierto que les habían enseñado durante la apresurada instrucción. Corrían y se tiraban a tierra por riguroso turno, mientras las balas silbaban a su alrededor. Empezaron a producirse las primeras bajas, y Molina y el alférez tuvieron que emplearse a fondo para que no cundiera el pánico. En ese preciso instante, con gran oportunidad, volvieron a tronar los cañones del barco, dándoles con su apoyo un respiro. Finalmente, casi todos los hombres consiguieron llegar a la avanzadilla. Sus ocupantes, al mando de un sargento llamado Páez, los recibieron con entusiasmo.

– Ya creíamos que nos dejaban aquí, mi teniente dijo Páez.

– No sé cómo pudo creer eso -contestó el teniente, ofendido.

Desmontaron la ametralladora y acopiaron la munición y el resto del equipo aprovechable. La harka no dejaba de disparar, pero la policía mantenía su protección y una parte de los que habían salido con la sección devolvía solventemente el fuego desde el parapeto de la avanzadilla. Antes de emprender el regreso hacia la posición, el teniente ordenó:

– Los que no vayan cargados, que se ocupen de recoger a los heridos que han caído al venir. No hay que dejar a ninguno.

El teniente volvió a salir el primero. Puso rodilla a tierra y disparó hacia las laderas con su pistola, mientras salían todos los soldados. Molina, que esperó hasta que el último hubo abandonado la avanzadilla, le gritó:

– Vamos, mi teniente, ahora hay que correr como conejos.

Eso era lo que hacían todos, salvo los que tenían que ocuparse de cubrir el repliegue. Iban tan deprisa como podían, arrastrando las cajas de municiones, el agua, la ametralladora. Cuando llegaban a la altura de un herido y éste les alzaba las manos implorantes, uno se lo echaba a la espalda y otro recogía su fusil. La operación de vuelta, pese al riesgo que comportaba, se desarrolló con menos bajas que la de ida. Los hombres se fueron acogiendo al parapeto con bastante orden, y los policías, a medida que la fuerza en retirada los iba rebasando, se iban uniendo a ella para cubrir su retaguardia. Molina, que los iba llamando al pasar, organizó con ellos el pelotón que cerraba la pequeña columna. El teniente se mantenía algo rezagado, extrañamente absorto y descuidando de forma ostensible su propia protección. Aquélla era una ligereza que la harka no podía perdonar.

Molina vio caer al teniente en el preciso momento en que se volvía para pedirle que se apresurara. Lo tumbaron de un solo balazo en la frente, que desarticuló su cuerpo con un espasmo salvaje e instantáneo. Al verle desmoronarse de aquella manera, Molina supo sin lugar a dudas que estaba muerto. Titubeó un instante, pero al final, aunque comprendió que era un acto insensato, corrió hasta el cuerpo caído y se lo echó a la espalda. Durante los segundos interminables que le llevó aquella operación, las balas silbaban frenéticamente alrededor de su cabeza, mas quiso la suerte que no la encontraran como habían encontrado la del teniente. Cuando al fin estuvo a salvo dentro del parapeto, después de que los policías le ayudaran a llegar hasta allí con el teniente a cuestas, Molina reflexionó sobre la estupidez que acababa de cometer. Lo que llevaba encima no era más que un cadáver condenado a pudrirse bajo el sol de África, y por él lo había arriesgado todo, casi sin pensar. El sargento comprobaba una vez más, y en carne propia, la inconsciencia temeraria a que podía verse arrastrado de improviso el combatiente. Algunos confundían el valor con eso, y creían, además, que era la mejor forma de conducirse bajo el fuego. Pero Molina, después de algunos años en África, sabía que ahí era donde estaba la debilidad y el peligro, y le ofendía haber incurrido en aquel error de principiante.

Sólo podía echar mano de una excusa, se dijo, mientras observaba el cadáver del teniente que acababa de tender junto al parapeto. De resultas de su pequeño acto de locura, podría rendirse algún honor al cuerpo de aquel hombre que había dado, aun torpemente, la vida por sus soldados. A Molina le conmovió y al mismo tiempo le hizo sentir culpable aquella entrega del teniente artillero, a quien había juzgado antaño indiferente a la suerte de los infantes en los que accidentalmente mandaba. A la hora de la verdad, se había olvidado de sus máquinas y se había colocado en la peor situación posible, la que ningún infante, pudiendo evitarlo, habría buscado. Molina, como acababa de demostrar, no era ajeno a ese tipo de sentimientos, pero seguía maravillándole la forma en que los hombres, por lo general calculadores y egoístas, arrostraban de pronto y con toda naturalidad los más extremados sacrificios. En momentos como aquel, el sargento sentía que allí había algo que les sobrepasaba. Algo que suplantaba la voluntad de los individuos y los hacía semejantes a los átomos del aire y a las partículas de la tierra, sometiéndolos a las sacudidas de un destino vasto e incomprensible.

La desaparición del teniente artillero planteaba varias novedades en la organización de la defensa de Afrau. La primera y más sobresaliente a simple vista era que había un nuevo jefe: Rivas, el inexperto y un tanto impulsivo teniente de la sección de ametralladoras. A nadie le resultaba demasiado alentador que Rivas ostentara ahora el mando, porque la opinión general era que le faltaba criterio y le sobraban humos. Pero Molina consideró el cambio con pragmática resignación. El jefe natural de la posición, el capitán que a la sazón estaba de permiso y quizá divirtiéndose con los toros en la feria de Málaga, no era mucho más competente que Rivas, y lo había demostrado ausentándose de forma irresponsable en la hora en que habría debido percibir el peligro. Y si Rivas era algo nervioso, tampoco el capitán se distinguía por su paciencia. Aquello era lo que tenían y con aquello había que apañarse. En los años de servicio que llevaba a las espaldas, Molina se las había arreglado para sobrevivir más de una vez al contratiempo de tener un jefe inadecuado o simplemente inútil. Acaso fuera aquélla la más preciosa de todas las habilidades que podía llegar a atesorar un soldado.

La segunda novedad, más trascendente, era que el destacamento de artillería quedaba sin oficial. Tampoco tenía sargento, ya que por aquellas fechas disfrutaba como el capitán de su permiso de verano, y el cabo, que era ahora el más caracterizado de los artilleros, disponía de muy limitados conocimientos técnicos. Lo primero que hizo Rivas, tras asumir el mando ante la desconfianza general (y ante la sorna del alférez Andrade, que le despreciaba), fue llamar al cabo artillero y preguntarle:

– ¿Podrán seguir manejando las piezas sin el teniente?

– Sólo con la espoleta en cero y si no hay más remedio que dispararlas, mi teniente -respondió el cabo, azorado.

– No se puede tirar desde ahí con la espoleta en cero -intervino Andrade-. Como el proyectil tropiece con algo nos matamos nosotros.

– Ya me doy cuenta, Andrade -dijo el teniente, contrariado.

– Eso quiere decir que nos acabamos de quedar sin cañones -dedujo Andrade, con una tortuosa satisfacción por poner en aprietos a Rivas.

– Ya -volvió a decir el teniente, aún de peor humor.

Molina, que andaba cerca, se percató de la angustia y la desorientación que se apoderaba de los oficiales. No lo celebró, porque para bien o para mal, ahora estaban en manos de aquellos tres jovenzuelos orgullosos: Rivas, Andrade y el otro alférez, que era un poco más prudente pero por eso mismo tenía menos influencia. Lo peor de todo era que desde las laderas volvía a recrudecerse el fuego. Seguramente había corrido ya entre los harqueños, divulgada en primera instancia por el propio tirador que le había acertado, la noticia de que el teniente había caído. Eso les daba ánimos y les hacía presumir que los de los europeos estarían mermados, lo que les incitaba a disparar más alegremente. Aunque los cañones del barco volvían a lanzar sus recias andanadas, por la posición se extendía una sensación de desbarajuste y derrotismo. Molina, alarmado, se acercó hasta los oficiales.

– Mi teniente, con su permiso.

– Di, Molina -le invitó el teniente, aliviado por no tener que cambiar impresiones sólo con Andrade, hacia quien sentía un recíproco desafecto.

– Los moros se están creciendo. Si hemos perdido los cañones, tendremos que confiar en el barco y organizarnos con el resto de nuestras fuerzas. Hemos recuperado una ametralladora y no andamos muy mal de municiones. Pero sobre todo, mi teniente, hay que alentar a los hombres.

– El sargento tiene razón -reconoció Rivas, dirigiéndose a los dos alféreces-. Vosotros, ocupaos cada uno de un costado de la posición y de levantarme al personal. Molina y yo nos dedicaremos al frente. Tú, Molina, te encargas de desplegar y controlar a los policías. Hay que rendirse a la evidencia. Esos moros, mientras no deserten, son lo mejor que tenemos.

Así lo pusieron en práctica. Sin que cesara el intercambio de disparos el día fue avanzando, con su lentitud exasperante. No soplaba una gota de aire y el sol les quemaba la piel a través de la tela de los uniformes. Gracias al racionamiento tenían aún una pequeña reserva de agua, pero iba a ser difícil estirarla más allá de un par de días. El suboficial, a quien correspondía ocuparse de la intendencia, había apartado y mantenía custodiadas todas las latas que contenían algún jugo susceptible de reemplazar el agua cuando se agotase. Lo que en todo caso resultaba impensable era asearse, y la costra de suciedad maloliente que los hombres tenían encima, incrementada minuto a minuto con el sudor que aquella temperatura les hacía derramar, venía a sumarse irremisible al cúmulo de miserias que soportaban. Ni siquiera el médico podía disponer de agua para las curas, y debía dosificar con férrea mezquindad los desinfectantes. Los heridos quedaban con toda la sangre seca adherida a la piel, como una coraza de hojaldre.

Por fortuna, las buenas condiciones del parapeto de Afrau seguían impidiendo que el número de heridos creciera demasiado deprisa. Aparte de las bajas que habían tenido durante la operación de repliegue de la avanzadilla, diez heridos de importancia diversa y tres muertos, durante el resto de la mañana y toda la tarde no pasaron de la decena los alcanzados por el fuego enemigo, sólo dos de ellos con resultado mortal. Los difuntos seguían impresionando a los soldados que recibían en Afrau su bautismo de fuego, y a alguno le costaba reprimir el terror cuando el que estaba a su lado caía derribado por un balazo de la harka. Entonces debía acudir un veterano o un cabo, para socorrer al herido o apartar al muerto y forzar al novato a olvidarlo y a concentrarse en la preservación de su propio pellejo. Uno de los que murió aquel día se derrumbó sobre su compañero, un soldado aniñado y pecoso, que al ver cómo la sangre del otro le regaba la cara salió despavorido, gritando. González pudo interceptarle cuando ya asomaba a terreno descubierto y las balas de la harka le buscaban furiosas. Lo arrastró de vuelta al parapeto y una vez allí le golpeó varias veces contra los sacos y le abofeteó con fuerza. El soldado quedó paralizado por aquella lluvia de guantazos, que le incendiaron en un abrir y cerrar de ojos las mejillas ensangrentadas.

– La próxima vez te paro con esto, gilipollas -le dijo, enseñándole el máuser con un gesto amenazante-. Te juro por mis muertos que nadie más aquí dentro se la va a jugar para evitar que te tumben.

El soldado se quedó mirando fijamente a González. El cabo ofrecía un aspecto temible, con el rostro curtido por el sol, negreado por la barba, y los ojos inyectados en sangre que se destacaban como si fosforecieran. Para el soldado, además, González, en su condición de cabo y veterano de África, era una especie de ser fabuloso. Alguien que podía aguantar aquel infierno sin venirse abajo. En cierto modo, le tenía más miedo que a los mismos moros. Y eso era, precisamente, lo que el cabo buscaba.

– ¿Entendido?

El soldado asintió, anonadado.

– Pues límpiate la cara y vuelve a coger el fusil.

Molina había asistido desde lejos al incidente. González siempre le había parecido poco listo, pero en la forma en que había atajado aquel problema, tuvo que admitirlo, salía a relucir su astucia natural. El sargento conocía el pánico, y sabía que era un estímulo tan poderoso que sólo cabía enfrentarse a él superando su violencia. A aquel soldado se le pasaría el ardor en las mejillas, pero la próxima vez que sintiera deseos de salir corriendo recordaría la vergüenza y temería el tiro que González le había prometido. Incluso aunque se diera cuenta de que el cabo nunca iba a dispararle. Con volver a enfrentarse a su cólera ya bastaba. De nuevo Molina se arrepintió de haber juzgado con tanta ligereza a González, a partir de las pocas conversaciones que habían compartido en la cantina y de su comportamiento en los servicios rutinarios. Ahora que venían mal dadas, comprobaba que González era uno de los pocos que tenían la madera necesaria para salir de allí, siempre que la suerte le fuera propicia, desde luego. Porque al final, y por mucho que uno supiera buscarla, la suerte siempre tenía que avenirse.

Volvió a caer la noche y el combate continuaba en Afrau. De vez en cuando, la línea oculta del mar se encendía con el resplandor naranja de los cañonazos del Laya. Algunos hombres intentaban dormir, mientras los demás trataban de divisar en la oscuridad a los harqueños. Molina sentía en las sienes y en los párpados el cansancio, pero se forzaba a seguir en pie. Algo que le obsesionaba era vigilar la conducta de los policías. Los que se habían quedado habían mantenido una actitud constantemente valerosa, pero no olvidaba a los que habían desertado y temía que la noche fuera la ocasión que otros aguardaban. El cabo indígena, percatándose del recelo y la fatiga del sargento, se acercó a él en mitad de la madrugada y le dijo:

– Tú dormir algo, sargento. Yo estar amigo, te juro, y cuidar de que los demás estar amigos también. Si alguno saltar, yo hacer pum pum.

Molina observó al cabo. Sonreía aviesamente, pero el sargento sintió que no andaba prometiendo de balde. En cualquier caso, en alguien tenía que confiar. Nadie sabía cuántas horas de asedio les aguardaban todavía, y no podía esperar pasarlas todas en vela. Se acomodó en un hueco del parapeto y se dispuso a echar una cabezada. A su lado roncaba un soldado, un sujeto grande y desmadejado. Molina pensó que era raro que alguien fuera capaz de dormir así cuando la muerte le rondaba. Se amodorró como pudo. Los disparos fueron quedando más lejos, pero no se apagaron del todo.

El día siguiente amaneció idéntico. Cada vez tenían menos agua y andaban menos sobrados de cartuchos. El número de heridos crecía y el sitio en la enfermería y los medios para curarlos disminuían en la misma proporción. Por lo menos la harka no parecía aumentar mucho sus efectivos, y quizá por ello su acoso, aunque incesante, no se agravaba. A mediodía, el cabo de ingenieros fue a darle una inesperada noticia al teniente Rivas:

– Hemos recibido por radio un despacho incompleto del Alto Comisario. Nos autorizan a evacuar la posición. Nos sacará la Armada, pero también tienen que sacar a los de Sidi Dris. El despacho dice que si el barco se va esta madrugada es que los sacan primero a ellos.

Rivas reunió inmediatamente a los oficiales. Cuando les comunicó las novedades, se hizo un pesado silencio. Por un lado era un alivio, pero por otro quedaba confirmada la derrota. Andrade habló el primero:

– Lo que yo decía. Nos han hecho pedazos.

– Ahora hay que ponerse a lo que hay que ponerse, alférez -dijo Rivas.

– ¿Y por qué recogen antes a los de Sidi Dris? -preguntó el suboficial.

– Ya veremos qué pasa al final -gruñó el teniente-. No sé, quizá estén más apurados. Digan a los hombres que van a sacarnos de aquí, aunque está por saberse el momento. Puede que eso les suba un poco la moral.

El teniente no erró en su cálculo. La posibilidad ahora cierta de que aquel barco fuera a librarlos del suplicio hizo a todos volverse hacia el mar con una fervorosa esperanza. Hasta los disparos enemigos parecían intimidarlos menos, aunque siguieran dando a alguno de vez en cuando.

La madrugada siguiente, sin embargo, ocurrió algo que no por previsto dejó de suponer un duro golpe. Al amparo de las sombras, el Laya levó anclas y abandonó las aguas de Afrau. Se cumplía el pronóstico: iban a salvar primero a los de Sidi Dris y dejaban a los de Afrau desamparados, aunque fuera temporalmente. Molina miró los cañones de la posición, ahora mudos, y comprendió cuánto iban a echar en falta los del barco. Los moros también se dieron cuenta de que el barco se había ido, y el monótono paqueo nocturno se convirtió en un impetuoso vendaval de plomo. Molina ordenó a sus hombres que fueran a cubrir sus puestos. Sacando fuerzas de flaqueza, despertando a los que dormían, los defensores de Afrau se dispusieron a hacer frente a aquella nueva torcedura de su suerte. Todos ellos, indígenas y europeos, veteranos y borregos, seguían resistiendo, contra la extenuación, el calor y la sed que los abrasaba. De pronto, Molina notó que algo se agitaba a sus pies. Era Luisito, que gimoteaba histéricamente. Se le subió por el pantalón y se le acurrucó sobre el hombro, con el rabo enroscado y tembloroso.

– Coño -dijo Molina-. El que faltaba.

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