1 Sidi Dris

EL AVISO

Todas las noches, en la oscuridad calurosa y un poco hedionda de la tienda, se oía el mismo sollozo, entrecortado y obsesivo:

– Me matan. A mí me matan aquí.

La última hornada de borregos, es decir, reclutas, había llegado a Sidi Dris con la primavera, como una ofrenda de flores tiernas que el sol de África, metal y fuego, se ocuparía de calcinar con su abrazo feroz. De todo el rebaño de espantados novatos, Pulido era el elemento más vulnerable. Lo vieron en seguida los mandos y lo vieron también sus propios compañeros. Por la noche, cuando le entraba la angustia y caía en aquellos lloriqueos trágicos, Andreu se acercaba a su catre e intentaba consolarle:

– Coño, Pulido, que somos muchos. ¿Por qué va a tocarte a ti?

Andreu no había servido en África más tiempo que Pulido, y si miraba en el fondo de su alma, también temía quedar panza arriba en alguna barrancada de aquellos montes inhóspitos. Sin embargo, Andreu sabía que no era el lugar ni el momento para calar en semejantes honduras. A Pulido le llevaba, además, la ventaja de haber oído antes el silbido de las balas por encima de su cabeza. La experiencia tenía tal vez un valor limitado, porque eran otras las circunstancias, y otros los que tiraban. Según los veteranos, los moros tenían bastante mejor puntería que los guardias que habían disparado contra Andreu en las calles de Barcelona. Pero eso no menguaba el convencimiento supersticioso que en el curso de aquellos combates callejeros había convertido en su fe más inquebrantable: por más carne que hicieran las balas, siempre serían otros los que cayeran.

Trataba de inculcarle su fe a Pulido, sin ningún resultado. Nadie cree lo que quiere, sino lo que puede, y Pulido sólo podía creer en la muerte que le rondaba. Se cubría la cara con las manos y repetía:

– Que te lo digo yo. Que yo sé que no vuelvo a mi pueblo.

– No es para tanto, hombre -le afeó una noche Andreu, probando a quitarle importancia-. Ahí fuera apenas hay un puñado de moros muertos de hambre. No han hecho más que correr desde el principio de la ofensiva.

Al oír aquello, Pulido contuvo un poco su llanto. Incluso él, que era frágil y temeroso, encontraba algún aliento en aquella simpleza de considerarse superior al enemigo. Era un hecho que las tropas invasoras, a las que pertenecían, habían ganado siempre la partida hasta entonces. Pero Andreu, aunque lo usara para calmar a Pulido, distaba de compartir aquel triunfalismo. Se limitaba a repetir lo que afirmaban los oficiales y el Comandante General, el hombre que los había conducido hasta el corazón de las montañas. Según los rumores, el Comandante General soñaba desde hacía meses con una bahía que había al oeste, y tanto había llegado a obsesionarle que estaba resuelto a conquistarla antes de que las primeras lluvias del otoño enlodaran los caminos. Lo malo era que en aquella bahía, por lo que contaban, vivían las tribus más hostiles. Y si eso era cierto, pensaba Andreu, la conquista no podía dejar de tener alguna complicación.

Hasta la línea que en aquellas fechas constituía el frente, el avance había sido un paseo militar. Pulido y Andreu, que se habían incorporado a la guarnición de Sidi Dris cuando la posición ya llevaba un tiempo establecida, apenas habían llegado a oír algunos tiros sueltos a lo lejos. Pero Andreu temía que aquel tiempo de gracia tocaba a su fin. Lo que las especulaciones sobre nuevos avances significaban era que pronto, quizá antes del verano, se verían forzados a entrar en combate. La idea, que en cierto modo justificaba el pánico de Pulido, se antojaba irreal a la mayoría de los que vegetaban en el sopor de Sidi Dris. Era ésta una posición asomada al mar, sobre un acantilado que por la mañana daba a un brumoso horizonte azul. Por la noche se oía el batir de las olas en la playa angosta, y al arrullo de aquel rumor constante se dormían pesadamente los soldados. Cuando la madrugada ya estaba avanzada, sólo velaban los centinelas, con un ojo en la negrura del mar y otro en los montes tras los que aguardaba el enemigo invisible. Incluso Pulido acababa durmiéndose, aunque en sueños seguía murmurando:

– Que me van a matar, madre mía, que yo no vuelvo.

Algunas veces, Andreu, que tenía el sueño liviano, se despertaba con esta letanía. A esas horas estaba demasiado cansado y evitaba levantarse. Para no escuchar a Pulido se tapaba los oídos con las manos. Algún otro ocupante de la tienda, menos sufrido, juraba con voz pastosa:

– Joder, que alguien le cierre la boca a ese cenizo.

Y otro, probablemente un veterano:

– A ver si vienen a matarlo de una puta vez.

La segunda noche de junio no sonaron los quejidos de Pulido en la oscuridad un poco apestosa de la tienda. Esa noche, Pulido era uno de los centinelas que tenían un ojo puesto en el mar y el otro en la sombra silenciosa de las montañas. Por la tarde se habían oído tiros lejanos y cañonazos hacia el interior. Según los oficiales se trataba de alguna operación de limpieza sin mayor importancia, pero eso ya era bastante para aterrar a Pulido y es posible que él mirase hacia el mar menos que los otros. Quizá sólo se distrajo unos segundos, los suficientes. La segunda noche de junio, que se presentó despejada y fatídica, a Pulido le degollaron de un solo tajo de gumía, en su puesto de centinela. Lo hizo un moro sarmentoso y flaco, al que Andreu tumbó con un tiro de su máuser cuando ya iba a degollarle a él, después de haber acabado con su compañero. Andreu cubría el puesto del sudoeste y vio de milagro venir al moro, con el tiempo justo para cargar y apuntarle. La detonación despertó a todo el campamento. Otros centinelas, asustados, dispararon contra las sombras. En un par de minutos la posición de Sidi Dris era un hervidero de hombres somnolientos que se abalanzaban al parapeto con las cartucheras mal abrochadas y tropezando con sus fusiles. Á los sargentos les costó organizar a los aturullados pelotones, y se oyó a los oficiales gritar «¡Alto el fuego!» una y otra vez. Pasó un rato antes de que la orden surtiera efecto en los más nerviosos, los que seguían tirando a ciegas contra cualquier movimiento que creían adivinar entre las peñas.

Un denso silencio, impregnado de pólvora, se adueñó de la posición. Cuando el último de los soldados dejó de disparar, sólo la noche muda rodeaba a los hombres de Sidi Dris. Era como si aquella quietud se burlara de su terror. Andreu dio la novedad al teniente, que fue hacia él con la guerrera abierta y su pequeña pistola del nueve corto en la mano.

– Le he visto por poco, mi teniente, pero venía por mí. Si no hago fuego, ahora estaría yo en su lugar. Traía la gumía manchada de sangre.

Un cabo llegó a la carrera. Dio la noticia, jadeando: -El centinela del puesto sur ha caído. Degollado, mi teniente.

Andreu sabía quién era el centinela del puesto sur. Los integrantes del turno se habían distribuido los puestos, y el propio Andreu había arreglado el reparto para que a Pulido le tocara aquél, que todos consideraban el más protegido. Un temblor le recorrió las piernas, pero hubo de sofocarlo para cuadrarse ante el comandante, que en ese momento hizo su aparición. El teniente se cuadró también y resumió los hechos:

– Un ataque, mi comandante. Hay una baja, el centinela del puesto sur. El centinela del puesto sudoeste ha abatido al atacante.

El comandante, que era el jefe máximo de la posición, observó con desdén el cadáver del moro y con desconfianza al teniente y al propio Andreu. Era un hombre circunspecto y distante, a quien Andreu suponía profundamente imbuido de todas las creencias, para él odiosas, que sustentaban acuella mísera aventura militar en la tierra más arisca de África. No parecía del todo mal sujeto, pero en otra coyuntura Andreu le habría apuntado a la cabeza y no habría vacilado -en apretar el gatillo. El sarcasmo del destino era obligarle a matar al moro, contra quien no tenía nada, y que ahora aquel hombre, en quien veía a su enemigo natural, enjuiciase su hazaña.

– Bien hecho, soldado -opinó el comandante, aunque nada en el tono de su voz sugería la menor aprobación. Ordenó secamente que doblaran la guardia y que los demás volvieran a las tiendas. Luego fue a ver el cuerpo de Pulido, al que cerró los ojos. Meneó la cabeza y se retiró, contrariado.

El amanecer descubrió sobre la tierra pajiza y gris de Sidi Dris los dos cuerpos exánimes. Yacían juntos, como los habían colocado a la espera de disponer de ellos según le correspondía a cada uno. El de Pulido estaba completamente ensangrentado, aunque le habían tapado la garganta con un improvisado vendaje. El cadáver era pálido y gordo, como Pulido lo había sido en vida. Á su lado, al moro se le veía esquelético y amarillento. Llevaba una raída chilaba parda y un turbante blanco, la indumentaria de las tribus de las montañas. Gracias a aquel turbante demasiado visible, Andreu podía ahora mirar los dos cuerpos tendidos, el del hombre al que había matado y el del desdichado que se había pasado las noches profetizando su propio final. Como había temido siempre, Pulido no iba a volver a su pueblo. La madre a la que invocaba en sus pesadillas vestiría luto por él, y eso sería todo. Otra historia zanjada de un tajo sobre el duro pellejo de África.

Otros dos hombres contemplaban los cadáveres, además de Andreu. A unos pocos pasos estaba uno de los moros de la guarnición, miembro de la policía indígena que luchaba con los europeos contra sus propios hermanos. En realidad, eran moros de las tribus más cercanas a Melilla, que nunca se habían llevado bien con las tribus de las montañas. El policía, a quien se le había encomendado vigilar los cuerpos de los dos caídos, parecía. igualmente insensible a la suerte de ambos. Para él, la muerte violenta no era lo que para los europeos, una conmoción horrible, sino sólo una especie de rutina un poco aparatosa. Andreu miraba de reojo su gesto impasible, y por momentos llegaba a antojársele que el policía sonreía. El otro hombre que estaba junto a él era el cabo de guardia. Se llamaba Rosales y llevaba cerca de un año en África. Había visto muertos antes, y había estado a punto de morir él mismo en alguna escaramuza. Con todo, estaba impresionado.

– Qué perra muerte -dijo.

– Lo peor es que el pobre lo supiera -agregó Andreu-.Y que haya tenido tres meses para verlo venir.

– Mira, todos estamos cagados, y con razón, porque todos podemos diñarla mañana. Pero palmar precisamente así, degollado como un cordero…

– ¿Es mejor si te matan de un balazo?

– Bueno, depende del balazo. Fíjate en el moro. Si tengo que morir aquí, que sea como él. Un agujero en el corazón y listo. Te das maña con las armas, catalán. No creo que sea por la instrucción, porque serías el primero. ¿Se puede saber dónde has aprendido a darle al zambombo?

El cabo estaba realmente intrigado. A Andreu no le apetecía hablar de aquello. Tampoco se enorgullecía de haberse cargado a aquel pobre diablo, sólo le alegraba que no hubiera sido al revés.

– De chaval me gustaba tirar en las ferias -dijo, evasivo.

– Está bien. A mí qué me importa, en el fondo -se resignó Rosales-. Anda, ve por algo para cubrirlos, mientras los enterramos. No deberíamos tardar mucho en darles tierra, si queremos seguir respirando sin taparnos las narices. Parece que el día viene bastante jodido de calor.

Había siempre un momento, en las mañanas de Sidi Dris, en el que parecía como si la luz se quedara suspendida entre las montañas y el agua. Era un momento en el que los hombres se olvidaban de que habían ido allí a hacer la guerra y se acordaban de la tierra que habían dejado, al otro lado del mar. Fue justo en ese momento, aquella segunda mañana de junio, cuando Andreu y el resto de los soldados que ya estaban en pie divisaron los primeros bultos pardos en las alturas que rodeaban la posición.

Al principio no eran muchos, una docena o poco más. Se movían deprisa de reparo en reparo, brincando sobre los afilados peñascos como si sus pies no tocaran el suelo. Cuando se ponían a cubierto aguardaban ahí hasta que calculaban que nadie estaba pendiente de ellos, y entonces volvían a salir. Al principio, Andreu no supo qué pensar. De vez en cuando se veía a los moros desde la posición. Solían ser viejos con borricos, mujeres, a veces muchachos. Algunos, hambrientos por culpa de las malas cosechas de los últimos años, se acercaban a recoger los sobrantes del rancho que los policías repartían a la entrada del parapeto. Otros, menos menesterosos, venían a vender higos secos o tortas que los soldados les compraban por cantidades ínfimas. Pero nunca había visto a moros tan inquietantes como los de aquella mañana. Al fin, en las manos de uno, advirtió un largo brillo de acero. Sabía que los moros adoraban la fusila, como ellos la llamaban, pero también era la primera vez que se acercaban armados al perímetro de la posición. Pese a la falta de sueño, que le estorbaba un tanto el razonamiento, Andreu comprendió que algo se estaba preparando. Fue a contárselo a Rosales:

– Cabo, mira ahí arriba. Ésos no buscan nada bueno.

– Ya los veo, catalán. Parece que vienen a explicarnos lo de anoche.

Rosales fue en seguida a avisar al teniente. En ese mismo instante, sujetándose a la inercia inexorable del campamento, el corneta tocó diana. No había terminado el toque cuando sonaron los primeros disparos. Uno fue para el propio corneta, que cayó con una herida en el hombro; otro pasó rozando a Andreu. Este, recién aterrizado en el suelo y sólo a medias repuesto del panzazo, rezongó:

– Pues no la tienen tan buena, la puntería.

El campamento reaccionó con algo más de concierto que durante el incidente de la madrugada. Los centinelas respondieron al fuego con prontitud, y los policías, empezando por el que vigilaba a Pulido y a su asesino, devolvieron con fría serenidad las descargas que recibían. Los hombres salieron de las tiendas, extremando la precaución, porque muchas de ellas no daban a terreno resguardado. Con la cabeza gacha y el fusil prevenido fueron acudiendo al parapeto, desde donde el teniente y los sargentos ordenaban ya la defensa. El fuego enemigo no era muy nutrido, apenas había un puñado de tiradores, pero su cadencia resultaba bastante regular. Parecían estar poniéndolos a prueba, con intención quizá similar a la que había animado el asalto nocturno que le había costado la vida a Pulido. Andreu, con su fusil a cuestas, buscó como los otros su lugar en el parapeto.

Cuando ya hubo una fuerza apreciable respondiendo desde la posición, los atacantes dejaron de disparar. También entre los defensores se ordenó el cese del fuego. En ese momento, el comandante se acercó al teniente que había asumido inicialmente el mando.

– Son sólo unos pocos, mi comandante -dijo el teniente-. Debe de ser una especie de demostración. -¿Y qué es lo que cree que quieren demostrar, teniente? -consultó el comandante, más bien escéptico. -No sé, mi comandante.

– Pues debería tener alguna idea.

Fueran cuales fueran sus propias impresiones, el comandante no las compartió con su oficial. Se limitó a enfocar los prismáticos hacia las laderas, con gesto concentrado.

– Cómo se esconden, los muy hijos de puta -observó.

Los soldados aguardaban expectantes en sus puestos. Los artilleros del destacamento con que contaba la posición estaban preparados junto a sus piezas. Pero no había nada contra lo que disparar. A sus ojos, los montes ofrecían la misma imagen inanimada a la que llevaban semanas habituados. Sólo se oía el rumor del mar y el soplo de la brisa.

– Esto no me gusta ni un poco -concluyó el comandante.

Un alarido desgarró el silencio. Tras él estalló un vocerío desaforado, y sobre los contornos quebrados de las alturas próximas apareció un enjambre de manchas pardas. Saltaban entre los arbustos como en espasmos, al tiempo que enviaban sobre Sidi Dris una cerrada lluvia de plomo. Los soldados aplastaron la cabeza contra los sacos terreros que les protegían, decididos a no asomar la nariz hasta que la tormenta aflojara. Pero no hubo tal. Aprovechando un resquicio, el comandante aulló:

– Fuego a discreción, me cago en vuestros muertos.

Los oficiales y los sargentos repitieron histéricamente:

– Fuego, fuego.

Andreu se lo pensó antes de empuñar el fusil y erguirse sobre el parapeto. Había llegado, al fin, el momento inevitable. El incidente con el asaltante nocturno apenas contaba, porque casi no había tenido tiempo para darse cuenta. Ahora sí que se la daba, y no podía evitar acordarse de sus vacilaciones de unos meses atrás, cuando había sopesado la idea de declararse prófugo y había acabado acudiendo de mala gana a la odiosa recluta del ejército colonial. Recordó lo que le había dicho Maspons, libertario fuera de toda sospecha:

– El mismísimo Durruti acabó entrando en el cuartel, aunque le licenciaran luego por inútil. Si tienes miedo a que te manden a África y te maten, lárgate, como hacen muchos. Pero no te eches a la espalda a la policía por un simple prurito.

Al final había entrado por el aro y la suerte, implacable, le había asignado plaza de desgraciado en África. Podía haberse tirado del barco, pero tampoco lo había hecho. Y ahora estaba allí, en Sidi Dris, ante aquellos demonios de pardo que iban a matarle si no se defendía. Comprendió eso, que iban a matarlos a todos si no le echaban coraje y empezaban a disparar también ellos. A Andreu no le faltaba coraje. Lo había demostrado conteniendo con su pistola a quienes le disparaban a él con fusiles durante las manifestaciones. Lo había demostrado, también, enfrentándose siempre que se había terciado con los matones de la patronal. Jurando entre dientes, se incorporó, apuntó al primer bulto pardo que apareció ante sus ojos y apretó el gatillo. Su ejemplo animó a los dos que estaban junto a él, que le imitaron. Uno de ellos volvió a caer tras el parapeto con una mano llena de sangre.

– Mierda, me han dado.

Andreu se acercó a él y examinó la mano con ojo experto.

– No es más que un rasguño -dictaminó-. Sigue.

– ¿Has visto? -gritó el herido, con los ojos desorbitados-. Hay cientos de ellos ahí enfrente.

– Por eso hay que seguir, hombre. ¿O es que quieres quedarte aquí?

Durante toda la hora siguiente, los soldados se las arreglaron a duras penas para capear el temporal. El comandante ordenó al destacamento de artillería hacer fuego de cañón y la sección de ametralladoras estuvo a punto de fundir las máquinas. Dos o tres cañonazos afortunados lograron hacer un buen número de bajas entre los moros, las suficientes como para obligarlos a retroceder y tomar mejores posiciones. Desde ese momento, el fuego se atenuó de forma considerable, aunque no llegó nunca a interrumpirse. Defensores y atacantes intercambiaban disparos con resultado más bien desigual. Era muy difícil darles a los indígenas, por su habilidad para confundirse

con el terreno. En cambio, más de un soldado bisoño resultó alcanzado por los fusiles enemigos. Por todas partes empezaban a oírse los lamentos de los heridos, acuciantes y aterrorizados.

– Nos están zumbando bien -dijo el que estaba a la derecha de Andreu-.Y eso que han sido tan idiotas como para avisarnos de sus intenciones. Si llegan a atacar todos por sorpresa, estamos listos.

– No creo que sean idiotas -se opuso Andreu-. Querían avisarnos. A éstos no les importa que los veamos venir. Ni siquiera les importa que los matemos. Esa es su puñetera ventaja.

Andreu cargaba el fusil con vertiginosa destreza. Cuando se lo echaba a la cara, buscaba sin atropellarse un blanco, lo acechaba y disparaba. Creyó cazar a dos, lo que en aquellas circunstancias era una cosecha bárbara. Su compañero le observaba de reojo, admirado:

– Coño, pareces una máquina.

Durante toda la mañana se mantuvo el acoso. Desde sus invisibles apostaderos, los moros desataban una y otra vez el pak-ko de sus fusiles. Los europeos, agazapados tras sus líneas defensivas, replicaban como podían. Los cañones volvieron a ser inútiles, salvo que se quisiera gastar un proyectil con cada adversario. El comandante comunicó con el mando por heliógrafo. Pidió que se enviara una columna a socorrer la posición y desbaratar el cerco, pero se le respondió que entre el campamento general y Sidi Dris se registraba una intensa e inesperada concentración de fuerzas enemigas. Prometieron apoyo naval e intentar un ataque por la tarde. El comandante no era imbécil y entendió. De momento, sólo podía contar con sus propios recursos, tres centenares cortos de hombres y lo que había en la posición. Dio instrucciones para que nadie desperdiciara municiones.

Por la tarde, apareció en el horizonte la silueta del cañonero Laya. No era mucho lo que podía hacer por los sitiados, pero su sola presencia trajo ánimo a la tropa.

Si se producía un nuevo ataque masivo, el fuego del buque de guerra sería de cierta ayuda. De momento se limitó a lanzar un par de andanadas, que surtieron al menos el efecto de acallar durante un instante al enemigo. Poco después llegaron desde el oriente un par de aviones. Dieron una pasada sobre la posición, saludando con las alas, y soltaron varias ráfagas sobre las alturas desde donde los estaban hostigando. Después volvieron a tomar altura y regresaron para dejar caer sus bombas. Uno lo hizo tras los montes, donde debía estar agrupado el enemigo. La eficacia real del bombardeo era bastante incierta, pero no cabía duda de que al menos servía para aumentar la moral. Los soldados despidieron a los aviones agitando los gorros.

A medida que transcurrían las horas se fueron espaciando los disparos que venían de las montañas. Ahora eran relativamente aislados, pero mucho más peligrosos. Los tiradores apostados esperaban un descuido para abatir a alguno de los soldados. A lo largo de la tarde cayeron seis, dos muertos y cuatro malheridos. El cansancio hacía mella en todos, y especialmente en Andreu, después de día y medio sin dormir. Apoyado contra el parapeto, hacía esfuerzos ingentes por mantener la atención. La luz fue disminuyendo poco a poco, y al fin dejó de oírse el sonido exasperante de las detonaciones. Los soldados vieron a los hombres vestidos de pardo retirarse al otro lado de las montañas, y de acuerdo con las órdenes de los oficiales, nadie hizo por dificultarles el repliegue. Las señales que les hacían desde el barco transmitían noticias tranquilizadoras. Los núcleos enemigos se habían ido disolviendo durante la tarde, y a primera hora de la mañana les mandarían desde el campamento general un convoy de aprovisionamiento. El comandante ordenó que la mayor parte de la tropa se retirara a descansar. La barba que negreaba sobre sus mejillas le daba un aspecto avejentado.

– Parece que ésta ha pasado -confió su alivio al capitán segundo jefe.

Esa noche, en la tienda, reinaba una euforia apenas lastrada por la fatiga. Los que la sostenían tenían sobre todo dos motivos. El primero, vivir para contarlo. El segundo, que después de todo habían mantenido a raya a los moros.

– Demasiada tela para esos piojosos -decía uno.

– Y se creerían que iban a entrar -se reía otro-. Pero mira si se acojonaron cuando empezaron los cañonazos. Por mucho que griten, eso no lo arreglan. Sin artillería, no tienen nada que hacer.

Andreu estaba tumbado en su catre. Aunque no tenía ganas de hablar, la charla de los otros acabó provocándole.

– Está bien que nos animemos -concedió, sombríamente-. Pero ya veremos cuando lo intenten de verdad.

Y qué más van a intentar -saltó al instante uno de los eufóricos-. Te digo que esos mamarrachos no entran aquí.

Andreu no contestó. Cerró los ojos y volvió a ver a los hombres de las chilabas pardas sobre la montaña deslumbrada por el sol. Volvió a ver también el cuerpo de Pulido, desangrado sobre la tierra amarilla. No había habido tiempo de enterrarlo. Junto a él yacían ahora otros once. También tendrían una madre, en un pueblo al que no iban a volver. Esa noche, Andreu quiso seguir creyendo que las balas sólo les daban a los otros. Lo quiso como nunca, porque de pronto sentía en el corazón la punzada caliente y rotunda del miedo. Lo mismo que el pobre Pulido. Al fin se durmió, y por primera vez desde que estaba en África, soñó que volvía a Barcelona y que paseaba sin prisa por las Ramblas. Era por la mañana. Una mañana gris y húmeda de invierno.

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