15 Afrau

EL FINAL

Desde la estación óptica de Afrau, el teniente Rivas vigilaba el horizonte, aguardando inquieto la aparición de las siluetas de los buques de la Armada. Desde que se retirara el cañonero Laya habían transcurrido ya bastantes horas. Durante ese tiempo, la harka había seguido apretando el dogal en torno a la posición. Los hombres al principio lo habían soportado con entereza, pero a medida que pasaban las horas y los barcos no venían, se hacía más difícil que dominaran sus temores. La evacuación de Sidi Dris debía de haberse complicado, y aunque a todos les resultaba inconcebible la posibilidad de que aquel hatajo de moros miserables consiguiera hundir los poderosos buques de guerra, sí podía ser que la harka se las hubiera arreglado para masacrar a los marineros que hubieran osado desembarcar en su territorio. Si así había sucedido, no cabía duda de que la Armada se lo pensaría antes de intentar socorrerlos a ellos.

Para empeorar las cosas, por la mañana habían recibido por radio otro despacho del Alto Comisario. Se les garantizaba el apoyo de los barcos para una evacuación inminente, pero a la vez, y en el caso de que no pudieran resistir hasta que llegara la escuadra, les autorizaban a capitular. Rivas, que había reprimido un estremecimiento al leer aquel mensaje, había organizado un consejo de oficiales para debatir lo que debían hacer.

– ¿Rendirse a los moros? -había exclamado Andrade, incrédulo-. Nos cortarían en rodajas, después de destriparnos.

Aquélla era la opinión general. Mantener la resistencia hasta que vinieran los barcos no era un ejercicio de coraje, sino su única alternativa. Nadie confiaba en la piedad de los harqueños, después de la crueldad de los combates. Ahora eran los amos y lo probarían a su manera feroz.

Por lo demás, la situación de los sitiados se deterioraba velozmente. Se habían quedado sin agua y los hombres apenas guardaban un cuartillo de jugo de tomate o de pimiento en sus cantimploras. Tenían un promedio de veinticinco cartuchos por barba y las ametralladoras ya sólo disparaban en caso de extrema necesidad. Había una treintena de heridos y un buen número de enfermos intestinales, con los que el médico, desprovisto de cualquier medio terapéutico, no podía dar abasto. En la mente de los soldados sólo había dos ideas fijas: beber y dormir. Los cabos y los sargentos tenían que cuidar de que la tropa no apurara imprudentemente sus raciones de líquido, y a las primeras de cambio la gente se quedaba frita en su puesto. Ya ni siquiera el ruido de los disparos era suficiente para mantenerla alerta.

Rivas volvió a aplicar los ojos al telescopio binocular. Apoyaba ávidamente las cejas en la mirilla, pero a veces calculaba mal y sentía el frío en los párpados y el golpe del círculo metálico en sus globos oculares, ardientes y doloridos. Costaba fijar la imagen con aquel cacharro endiablado. Cuando lo conseguía, aparecía sólo la raya del mar, una y otra vez.

– Me cago en su puta madre juró-. ¿A qué están esperando?

El cabo de ingenieros asistía con gesto ausente a la explosión de ira de su superior. Más le interesaban, en aquel momento, los retortijones que le desgarraban el estómago. El teniente se volvió hacia él y preguntó:

– ¿No podemos transmitir una señal de socorro con la radio?

El cabo repuso, en tono abúlico:

– Ya se lo dije, mi teniente. Sólo podemos recibir, y eso dándose bien.

– Joder -gritó el teniente, dejando escapar su frustración.

El sol, implacable, brillaba en el horizonte. Los soldados lo observaban desesperanzados y ya sentían que los sesos empezaban a hervirles. Enfrente, los hombres de pardo acomodaban la forma fibrosa de sus cuerpos a la tierra caliente que les había visto nacer. Así, tendidos, buscaban con paciencia la ocasión de enviar al otro mundo a alguno de aquellos soldaditos infelices y reventados. La harka no mantenía constante la cadencia de fuego. Durante mucho rato sólo se oían tiros aislados, hasta que de pronto las laderas empezaban a llenarse de nubecillas blancas. Estaban así un par de minutos y retornaban al cansino ritmo de antes.

Molina se preguntaba cuánto tardarían en lanzar el asalto definitivo. Ya podían suponer que los defensores estaban lo bastante debilitados, y la falta de los cañones era un estímulo nada desdeñable. Lo único que los frenaba aún eran las ametralladoras. Por dos veces, la noche anterior y al principio de la mañana, los harqueños habían amagado el asalto sobre el parapeto, pero la contundente actuación de la sección de máquinas los había disuadido inmediatamente de sus intenciones. Los moros eran valientes, pero también cómodos. No tenían ninguna prisa. Volverían a probarles las fuerzas, y quizá la próxima vez fuera la que esperaban. El sargento que tenía a su cargo una de las ametralladoras le había confiado que sólo les quedaban dos peines de munición. Por mucho que quisieran estirarlos, estaban en las últimas.

Los policías permanecían leales, aunque cada vez debía resultarles más claro que militaban en el bando perdedor. Hassan, el cabo, seguía al pie del parapeto, a pesar de haber recibido un balazo en el hombro. Era el izquierdo, decía, quitándole importancia, y agregaba:

– Mientras tener hombro derecho, tener donde apoyar fusila.

Los europeos, cuando caían heridos, quedaban inservibles. Los indígenas, si la herida no era demasiado mala, se enrabietaban. Era la costumbre de caminar contra la adversidad, pensaba Molina. Quien la tenía no se derrumbaba con los golpes, aprendía a medirlos y a conocer cuándo podía superarlos. Si un moro no se levantaba era que ya estaba muerto.

Desde el nido de tirador en el que solía resguardarse, Molina observó a sus pobres soldados. Aquellos reclutas a los que apenas había podido enseñar a sostener el fusil se encontraban ahora en forzada y estrecha intimidad con el padecimiento y con la muerte, que a aquellas alturas ya habían visto proliferar sin tasa a su alrededor. Pensó en el recluta que también él había sido y en la manera en que había hecho aquel mismo aprendizaje. Había sido asaltando un blocao enemigo, en la zona occidental, con la compañía de voluntarios del batallón de cazadores. El blocao estaba en una loma, dominando el valle de un río caudaloso. En la zona occidental había árboles, y hierba, y aquel día era otoño y el cielo estaba gris. Al oír la orden, Molina había saltado con los demás y había trepado ladera arriba bajo el fuego enemigo. A su lado, a unos pocos metros, los hombres caían heridos en la cabeza, en el pecho, en el vientre. Lo peor de todo, lo que a Molina le aterrorizaba, era un balazo en el vientre. Con eso eran muy pocos los que se salvaban, y según contaban, uno agonizaba durante horas, martirizado por una sed que no podía calmar, porque beber agua con un balazo en el vientre equivalía a suicidarse. Al final, sin saber cómo, después de disparar hasta hacer que el fusil les quemara las manos y de arrollar con la bayoneta calada a los defensores, Molina y otros veinte supervivientes habían izado la bandera sobre el blocao conquistado. El sargento se había fijado en los rostros y en la mirada demente de aquellos veteranos exultantes, y había comprendido que después de aquello nada sería lo mismo.

Había esquivado la muerte, había bailado con ella y la había burlado cuando ya estaba a su merced. En su cabeza tenía grabada la imagen de los que habían quedado por el camino, tendidos sobre la hierba húmeda de aquella loma fatídica. Ese recuerdo hacía más grande estar allí, en lo alto, contemplando el río que se perdía al fondo del valle. Aquel día, Molina había aprendido a amar la sensación de estar vivo, pero también a respetar la muerte. Por eso, porque con la muerte no podía jugarse, había procurado salir cuanto antes de la compañía de voluntarios del batallón de cazadores. Desde entonces había evitado las unidades de choque; no era pusilánime, pero tampoco tenía razones para morir. Sin embargo, al quedarse en el ejército, había debido aceptar que algún día podía suceder lo que ahora le sucedía, sobre la tierra áspera de Afrau: aunque él no fuera a buscarla, la muerte sí podía venir por él. Y ahí estaba, enfrente, agazapada en la cartuchera o el fusil de un hombre de chilaba parda.

Al final, Rivas se cansó de esperar y dejó el telescopio a los ingenieros. En su mente se alborotaba una multitud de ideas febriles. Ya veía a los harqueños entrando a sangre y fuego en la posición, y a sí mismo y a sus hombres, sin municiones, cayendo bajo las gumías de aquellos alacranes. ¿Podía reconsiderar su decisión y tratar de rendirse? ¿O más bien debía tener a mano la pistola para pegarse un tiro en la sien cuando vinieran a degollarle? Pero poco antes de las cuatro, cuando ya nadie las esperaba, tres columnas de humo surgieron por el oeste. El cabo de ingenieros confirmó lo que todos deseaban oír: eran tres buques de la Armada. Los castigados defensores de Afrau no pudieron contener el júbilo. Tres barcos, después de todas las horas que llevaban resistiendo solos, les parecían una fuerza apabullante.

El teniente ordenó que se preparara sin pérdida de tiempo la evacuación. Los artilleros desmontaron los cierres de los cañones y enterraron la munición que todavía les quedaba. Lo mismo se hizo con una de las ametralladoras, mientras replegaban las otras dos para proteger la salida. Los heridos que no podían moverse fueron trasladados de la enfermería al lado norte. El médico, mientras supervisaba el traslado de los heridos, iba y venía por el terreno despejado de la posición. Alguien allá arriba debió fijarse en él, y en el tercer viaje de vuelta un balazo en la frente lo detuvo en seco. El sanitario corrió a ayudarle, pero ya no había nada que hacer. Después de eso, a los demás heridos tuvieron que moverlos con más precaución. Los hombres útiles prepararon sus armas. El teniente iba de un lado a otro, comprobando que todos estaban listos. Intercambió impresiones con Andrade y el otro alférez, con quienes discutió los pormenores de la operación. Después se acercó hasta donde estaba Molina y se dirigió a él en tono circunspecto:

– Molina, necesitamos que alguien mantenga la posición mientras los sacamos a todos. No tengo a nadie mejor que tú.

Molina comprendió inmediatamente lo que le estaban pidiendo. Aquella orden o aquella súplica del teniente significaba que debía sacrificar su suerte por la de los otros. Como cinco años atrás, en el asalto del blocao con el batallón de cazadores, le tocaba jugar con la muerte. Pero ahora, ésta era la diferencia, también tendría que obligar a otros a que jugaran con él.

– Lo que usted ordene, mi teniente -dijo.

– ¿Cuánta gente te hace falta? -preguntó Rivas.

– Veinticinco -calculó Molina, al vuelo.

– Te dejo las dos ametralladoras. Aparte de eso, coge a todos los policías y a quince de los nuestros. Elige a los mejores y no te preocupes por la munición. Os dejamos la que me pidas.

– Treinta cartuchos por hombre. Si se dan prisa en bajar.

– Hay que sacar a un centenar, incluyendo a los heridos. Hay unos doscientos metros hasta el agua. No tenemos por qué tardar mucho.

Antes de separarse, Rivas le estrechó la mano al sargento. Sintió que en el fondo era injusto que aquel hombre pagara de aquella manera ser el mejor sargento de la posición. Pero Molina era un buen soldado y cumpliría su deber. No había pasado por ninguna academia, había llegado a África desde su pueblo para hacer el servicio militar y allí se había quedado quién sabía por qué extraña razón. Y sin embargo, Rivas, que sí había pasado por la academia y se enorgullecía de ser oficial, advertía que nunca llegaría a ser la mitad de militar que aquel sargento taciturno.

Al fin los tres buques de guerra fondearon frente a Afrau. Y para saludar a su guarnición, apenas unos minutos después de echar anclas, los tres soltaron al unísono una formidable andanada sobre las montañas donde pululaban los tiradores de la harka. Los proyectiles pasaron sobre la posición y estallaron entre los moros que se cernían sobre ella, levantando una cortina de alaridos y de miembros destrozados. Ante aquel espectáculo, los soldados de Afrau, recordando los negros momentos pasados, se abandonaron a un cruel sentimiento de desquite. Lo que aquellos cañonazos trizaban eran hombres como ellos, pero ninguno lo sentía ya así. A nadie le importaba ya si tenían razón o habían ido sin derecho a guerrear a aquella tierra, si la metralla de sus proyectiles hacía viudas y huérfanos y engendraba más odio que añadir al odio. Lo único que querían era salir de allí, y para ello alguien tenía que mantener a la bestia temible de la harka aplastada contra los montes. La segunda andanada levantó una alegría incontenible.

El Princesa, en funciones de buque insignia, envió tres destellos de heliógrafo. Desde la estación óptica vieron que los botes se hacían a la mar. El cabo de ingenieros interpretó lo único que podía interpretarse:

– Eso debe ser la señal. Vienen por nosotros.

Mandó a uno de los soldados a avisar al teniente, y con el otro empezó a destrozar a culatazos todo el material. Todos tenían la misma consigna: no dejar nada que pudiera ser útil a la harka.

Rivas, acogiendo por una vez las sugerencias de Andrade, había organizado cuidadosamente la evacuación. Saldría primero la vanguardia, con el sargento Páez al frente, después una sección de flanqueo, mandada por Andrade, y a continuación el grueso con otra sección y todos los heridos, conducidos por el otro alférez. Cerraría la marcha el propio Rivas con el resto de la fuerza, que aguardaría en la playa a que bajaran Molina y los suyos, cuando ya hubieran embarcado los demás. Con aquella distribución de los efectivos tenían quien abriera camino, quien guardara el costado, quien protegiera a los heridos y quien cubriera la retaguardia. Y como último cierre estaba la unidad de Molina, con los policías y las ametralladoras, lo más escogido de la guarnición. Al ver que Rivas se apresuraba a aceptar el plan, Andrade había sonreído satisfecho. No en vano había sido siempre el primero en táctica de infantería, en la academia. Allí había descubierto que no importaba lo que uno tuviera, sino cómo lo repartía. Y el reparto que había ideado para los restos de Afrau era una verdadera obra de arte. Andrade poseía, sin duda, un temperamento artístico. Sólo así se explicaba que convivieran en él aquellas dotes ordenadoras y una fatal propensión a la indisciplina.

Todavía lejos de allí, el alférez Veiga, en la popa de uno de los botes, escudriñaba con preocupación la línea de la costa. La barrera artillera parecía contundente, y mejor calculada que la que habían tenido en Sidi Dris. También parecía más favorable, por menos larga, la ruta de evacuación que debían seguir los sitiados. Y el cerco no daba la impresión de ser tan asfixiante como el que sufría la otra posición. Pero Veiga, como sus hombres, tenía demasiado reciente en la memoria el descalabro en que había parado su tentativa precedente. Apenas habían conseguido sacar a una docena de fugitivos, al precio de quince marineros caídos y un alférez, más dos botes reventados por un cañonazo. A los demás soldados los habían exterminado sobre la playa, y todavía había quedado mucha gente en la posición, que según todos los indicios había corrido la misma suerte. Al final el comandante de la flotilla había ordenado levar anclas y poner proa hacia

Afrau para tratar de salvar allí la honra de la Armada. Ésa era la labor que les incumbía ahora a Veiga y a otros tres oficiales y a los encogidos marineros que bogaban a sus órdenes. Los que habían participado en la expedición anterior tenían razones para justificar su miedo, y en los que se estrenaban en ésta pesaba el recuerdo de los compañeros acribillados que habían debido izar a bordo, al que se sumaba el testimonio espantado de los pocos infantes a los que habían podido rescatar. A aquellas alturas, todos sabían de la furia despiadada de los harqueños que los estaban esperando. El contramaestre Duarte, que iba en el mismo bote que Veiga, se esforzaba como ninguno por ahuyentar los malos pensamientos. Su bote había sido uno de los hundidos por el cañonazo frente a Sidi Dris, y todavía daba gracias a la fortuna que le había permitido escapar ileso del percance y alcanzar a nado una de las restantes embarcaciones. Él fue el único que se atrevió a romper el opresivo silencio que reinaba entre los marineros:

– Empiezan a bajar -dijo, señalando hacia la posición-.Y vienen sin perder el orden. Puede que esta vez salga bien, mi oficial.

– Dios te oiga, Duarte -deseó Veiga, con un hilo de voz.

En efecto, Rivas ya había dado la orden y la vanguardia de Páez había saltado fuera del parapeto. Tras ellos salieron los hombres de Andrade, que se desplegaron a toda prisa, empujados por las violentas imprecaciones del alférez. Desde las laderas vieron la maniobra e intensificaron el fuego. Los cañonazos de los barcos seguían removiendo la tierra de los montes y destrozando de cuando en cuando a alguno de los tiradores, pero la harka comprendió que la presa se le escapaba y no reparó en sacrificios. Cuando salió el grueso de la tropa, con los heridos, ya llegaban los primeros asaltantes al perímetro del parapeto. El cantinero, que en ese momento saltaba por el lado opuesto, se enganchó el pantalón en la alambrada y quedó atrapado allí un instante. No lograba zafarse y empezó a gritar, aterrado. Uno de los soldados le liberó con ayuda del machete y observó, con menosprecio:

– Si no estuvieras tan gordo, cabrón.

El cantinero llevaba un curioso acompañante: Luisito, el mono, que le había sido encomendado por Molina sin darle opción a oponerse. Los dos formaban la pareja más pintoresca de aquella apresurada comitiva. El mono se aferraba al cuello de su antiguo enemigo mientras miraba a todas partes con los ojos desorbitados. Cuando una bala pasaba cerca hundía la nuca con un espasmo y lanzaba un chillido. A1 final, Luisito tenía la suerte de los que se reservaban. A Macuto, el perro de la posición y su víctima preferida, no iba a ofrecérsele la ocasión de salir de allí. Yacía descompuesto junto al frente del oeste, donde le había encontrado una bala de la harka por acercarse a lamer el cadáver del cabo que solía darle las sobras del rancho.

Rivas y los suyos salieron también, y ya sólo quedaron Molina y los últimos para contener al enemigo. Las ametralladoras barrían el frente del parapeto, tumbando sobre las alambradas a los moros que intentaban traspasarlas. Los policías disparaban rítmicamente, consumiendo los peines de munición y reponiéndolos sin tregua. Los demás fusileros, veteranos que Molina había seleccionado expresamente, se mordían los labios, se tragaban su rencor hacia el sargento y colaboraban con pundonor. Molina y González, cada uno con su máuser, trataban de dar ejemplo y tiraban sin desmayo. Cuando Molina le había elegido, González sólo había dicho:

– Me quedo con usted de buena gana, mi sargento. Si alguien tiene que ser, quién mejor que yo, que me he jodido desde chico.

Los de las ametralladoras se quedaron en seguida sin munición. Las desmontaron de los soportes y echaron a correr sendero abajo, donde todavía tuvieron tiempo de unirse al grupo de Rivas. Su falta se notó inmediatamente. Primero fue uno, después dos los moros que consiguieron saltar el parapeto. Cayeron bajo el fuego de los policías, pero Molina comprendió que estaban al límite. Dio la única orden posible:

– ¡Calar bayonetas!

Los moros lo hicieron con frialdad, pero los europeos atinaron a duras penas a empotrar los machetes en la boca de los fusiles. La harka enviaba a su gente por oleadas, y los soldados podían distinguir bien los ojos incendiados de sus enemigos, su faz renegrida, la lana parda o marrón de sus chilabas y el blanco sucio de los turbantes. Ya no eran bultos en la distancia, sino hombres de fisonomía precisa que intentaban saltar sobre ellos. Aunque los cañones de la Armada batían a apenas diez metros del parapeto, eso no detenía a aquellos demonios homicidas, que veían morir a los suyos sin inmutarse y corrían hacia el frente como si el plomo y la metralla no fueran con ellos. Ya habían caído varios policías y un par de europeos y Molina temió que la defensa se iba a desmoronar de un momento a otro. Pero todavía no les habían dado aviso desde abajo. Ellos y su capacidad de resistencia eran la única oportunidad de sus compañeros, y aunque el sargento sentía el impulso de decirles a aquellos soldados que se estaban dejando matar que abandonaran y se salvaran como pudieran, pesó en su conciencia el deber contraído. Ésa era la desgracia que tenían aquellos hombres que estaban a sus órdenes, se dijo. Y ésa era también su propia desgracia, pero él, para colmo, nunca podría eludirla.

Mientras tanto, el grueso de la columna, con los heridos, había llegado ya a la playa. Los botes de la Armada se habían acercado también a la distancia suficiente y empezaron a embarcar a los fugitivos. Duarte, con un pelotón de marinería, acudió a apoyar a los infantes que cubrían la retirada, mientras Veiga disponía la distribución de los hombres en los botes. El fuego que caía sobre ellos, gracias a la labor de los cañones y de los que habían quedado en la posición, no era demasiado nutrido, y la operación pudo realizarse con relativo desahogo. Los botes que se iban llenando se alejaban en seguida: los marineros que iban a los remos golpeaban el agua con toda su alma, sin poder creer que se largaban tan pronto de aquel infierno.

Alcanzaron Rivas y sus hombres también la playa, y allí se unieron a los de Andrade y a los marineros para proteger el embarque. Una vez que hubieron recogido a todos los heridos, Veiga corrió hacia el teniente.

– A sus órdenes, mi teniente -se presentó-. ¿Está usted al mando?

– Eso parece, alférez.

– Hemos embarcado a todos. ¿Queda alguien más?

– Veintitantos hombres, arriba. Hay que avisarlos.

Cuando recibieron el aviso, Molina y los suyos repelían ya a bayonetazos a los harqueños. La tropa europea se replegó primero al extremo norte del parapeto, mientras los policías supervivientes se deshacían de la última hornada de asaltantes. Habían tenido cinco días para desertar, pero ahora la lucha era enconada y sin cuartel. Cuando no podían enfilarlos con las bayonetas, Hassan y los suyos derribaban a patadas y culatazos a sus hermanos de sangre y de religión. Al fin Molina dio la orden:

– ¡Vámonos!

Mientras los policías echaban a correr, los europeos contuvieron con su fuego a sus perseguidores. Una vez que estuvieron todos reunidos, retrocedieron sendero abajo sin perderle la cara al enemigo, turnándose en las descargas. Disparaban los últimos cartuchos, pero cuando hubieron bajado lo suficiente pudieron apoyarlos desde la playa. A partir de ahí, sólo quedaban cien metros hasta la salvación. Molina vio que los de abajo, aun sin dejar de disparar, empezaban a subir a los botes. Todavía le quedaban unos quince hombres, que se habían ganado de sobra su derecho a salir de allí. Dudó una décima de segundo, porque sabía que una vez que diera esa orden cada uno estaría librado a sus propios recursos, pero al fin gritó:

– Abajo todos. ¡Cagando leches!

Todos se lanzaron hacia la playa, corriendo tan aprisa como les permitían sus piernas y el cansancio acumulado. El enemigo, al ver que huían, se arrojó rabioso en su persecución. Molina se fijó con envidia en los que eran más rápidos, como Hassan o González, que pronto le sacaron siete u ocho zancadas de ventaja. Tuvo la tentación de arrojar el fusil, para poder ir más deprisa, pero un prurito se lo impidió. Ya que había aguantado hasta el final, no podía dejar abandonada su arma. Aquel fusil, abandonado, serviría para dejar sin hijo a unos padres que lo esperaban, al otro lado del mar. Molina no pensó en sus propios padres, o pensó, conforme a su filosofia de la vida, que no podía ahorrarles el luto cargándoselo a otros. Sintió que el aire le faltaba y vio, como en sueños, a un policía y un soldado caer a su lado. Cada uno era ahora dueño y esclavo de su propia suerte, pensó, y siguió corriendo. Las balas rebotaban en el suelo, al fondo distinguía las siluetas oscuras de los barcos, y en primer término a los botes que le esperaban. González y Hassan ya saltaban a uno de ellos, mientras los demás iniciaban la retirada hacia alta mar. Sus pies empezaron a salpicar, y pronto el agua le subió hasta las rodillas, los muslos, el vientre. Unas gotas le cayeron sobre el labio y bajaron por la comisura hasta entrar en su boca. Sintió la sal en la lengua y tendió los brazos, vencido, hacia los hombres del bote. Uno le cogió con fuerza y le subió a bordo. Molina se dejó caer sobre la tablazón de la nave, que estaba húmeda y mugrienta. Alguien le dijo:

– Olé, mi sargento.

Molina alzó la vista y vio a González, sonriente. Los marineros le daban con fuerza a los remos y los que no estaban ocupados en esa tarea respondían con sus carabinas al fuego que los harqueños les hacían ya desde la playa. Ese intercambio duró hasta que los cañones de los barcos levantaron una nube de tierra y sangre sobre la orilla. Al fin el bote avanzó sosegado y seguro, sin que nada amenazara con truncar su singladura.

– Eso ha tenido muchos huevos, sargento -dijo Duarte.

Molina miró a aquel marino socarrón, y no pudo evitar sentir hacia él un afecto como nunca había sentido por nadie a primer vistazo.

– El mérito es de ellos -repuso, señalando a González y a Hassan-. De ésta os dan una cruz pensionada, o no hay justicia.

González no podía ocultar su contento, pero Hassan tenía un aire distante. Observaba la costa que iba quedando atrás, en silencio. Molina también la vio alejarse, con una sensación contradictoria. Los moros los insultaban desde la posición perdida, y a su espalda se iba agrandando la silueta del Laya, rematada a un extremo por una oblicua popa de crucero y al otro por una proa en espolón. El casco era negro y el pantoque rojo. Molina pensó que no era casualidad que pintaran así los barcos de guerra.

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