2 Afrau

APRENSIONES DE MOLINA

La tarde caía a plomo sobre la posición de Afrau. Aunque sólo estaban a principios de junio, el calor ya resultaba insoportable. El sargento Molina, que iniciaba su quinto verano en África, sabía bien lo que podía llegar a pesar aquel solazo inclemente. Algunos ilusos recién llegados habían concebido esperanzas durante el invierno, mientras sufrían un tiempo constantemente lluvioso y el azote de un viento que atravesaba como cuchillo.

– Pues no hace tanto calor, en África -decían.

– En África, o al menos en esta parte, hace de todo lo que jode -los desengañaba Molina-. Calor en verano y frío en invierno.

Molina estaba sentado a la puerta de la tienda, tomando un té moruno con otro sargento. Era Haddú, un musulmán de la sección de caballería de la policía indígena. Habían hecho migas durante la ofensiva de diciembre, y aunque ahora estaban destinados en lugares distintos, Molina en Afrau y Haddú en una posición próxima, el musulmán cogía siempre que podía su caballo y recorría varios kilómetros de malísimos caminos para ir a ver a su amigo. No hablaban demasiado, a veces sólo se quedaban mirando el mar quieto que se extendía frente a la posición de Afrau. Molina agradecía estar en aquella posición y no en alguna de las interiores. El mar, a él que era hombre de tierra adentro, no dejaba de provocarle una extraña fascinación.

Esa tarde, sin embargo, Haddú traía graves noticias. Tres días atrás, un fogoso comandante, al parecer siguiendo órdenes del Comandante General, había cruzado con una columna de mil y pico hombres el río donde llevaba un par de meses estabilizado el frente. Habían tomado una cota presuntamente estratégica y sobre ella habían establecido una posición en la que habían dejado una batería y unos trescientos elementos de tropa indígena al mando de oficiales europeos. Haddú había participado en la operación, pero para su bien no se había quedado en la posición recién conquistada.

El enemigo había empezado a hostilizar el nuevo reducto apenas media hora después de que la columna se retirase hacia el campamento general. Muchos policías indígenas habían saltado el parapeto para unirse a los agresores. Al cabo de unas pocas horas, los moros hostiles habían aniquilado a los policías que habían permanecido leales, habían liquidado a los artilleros y oficiales europeos y se habían apoderado de todas las armas y de los cañones. Envalentonados por la hazaña, se habían trasladado al amparo de la noche hasta Sidi Dris, la posición más avanzada de la costa, junto a la desembocadura del río. Al amanecer habían desencadenado su ataque, que habían prolongado durante todo el día. Era la primera vez, desde hacía mucho tiempo, que los moros se atrevían a hacer algo así, atacar de frente una posición importante y mantenerla cercada durante horas. Parecía que las tribus que había entre el río y la bahía habían conseguido formar una harka, es decir, un ejército de irregulares dispuestos a enfrentarse al invasor. Aquello se rumoreaba desde hacía tiempo, aunque los oficiales se negaban a admitirlo. Para ellos no se trataba más que de los grupos de revoltosos que siempre surgían aquí y allá, con la intención principal de extorsionar a los moros de otra tribu o de otro poblado. Pero Haddú ya no tenía dudas al respecto:

– Moros montaña venir a cientos, Molina. Cosa fea de verdad.

Lo que a Molina le parecía especialmente feo era que muchos policías hubieran desertado a las primeras de cambio. Por lo general los policías eran gente que odiaba a los moros de las otras tribus y que llegado el caso los combatía con tanta ferocidad como nunca podría esperarse de los propios europeos. Cobraban tres pesetas, tenían autoridad y un uniforme que exhibían orgullosos entre sus paisanos. Si habían pasado por encima de todo aquello, era que la amenaza les había parecido algo más que considerable. Molina tendía a suponer que el conocimiento de la situación que tenían aquellos desertores era mucho mejor que el del mando. Los oficiales, aunque hubiera algunos que hablaban la lengua de la región y llevaban años trabajando entre los indígenas, no terminaban de comprender la mentalidad de aquella gente.

– ¿Por qué desertaron tantos, Haddú?

El sargento moro meneó la cabeza.

– Muchos venir sólo por la yamsaia. Y ésos, en cuanto la cosa ponerse mala, poco aguantar.

Molina sabía, desde luego, cuánto atraía a los moros la yamsaia (el «cinco tiros»), que era como llamaban al máuser. Y era verdad que muchos se alistaban únicamente por llevar un fusil así, mucho mejor que el rémington o incluso que el Lebel, de sólo cuatro tiros. Pero Haddú no le estaba contestando.

Quiero decir que si sabes algo más -insistió Molina.

Haddú se quedó mirando con gesto absorto la superficie brillante del mar. Parecía como si le costara decidirse. Al fin dijo, cautelosamente:

– Este año cosecha buena. Mucha lluvia en invierno, mucho sol ahora, pronto nadie necesitaros para no pasar hambre. Moros montaña estar fuertes y amenazar a los demás. Decir que el general ir demasiado lejos, que vosotros estar a punto de caer como higos del árbol. Mucho peligro, Molina.

– ¿Y tú qué piensas?

– Yo bien con vosotros. Yo sargento -declaró, señalándose los galones-, montar caballo, tener respeto. Yo estar amigo de verdad y hasta el final, porque vosotros traer orden y moros montaña sólo bandidos.

A Molina no le cabía ninguna duda de la sinceridad de Haddú. Había marchado hombro con hombro con él por los infernales caminos de herradura de la región, le había visto disparar contra los pacos, y en cierta ocasión había recibido un testimonio más contundente de su lealtad. Regresando de una descubierta, les hicieron fuego desde una loma y el mulo que montaba Molina se desbocó. El sargento se fue al suelo, con la mala fortuna de quedársele enganchado un pie en la artola. De no haber sido por Haddú, que acudió al galope con su caballo para retener al mulo, sin cuidarse de la lluvia de proyectiles que caía sobre ellos, la cabeza de Molina se habría hecho pedazos contra los pedruscos del camino. De ese día databa su firme amistad, y aquella tarde frente al mar el sargento Molina tuvo la sensación de que acababa de someterla a una prueba injusta.

Haddú se puso en pie. Si quería llegar a su campamento con buena luz, y más le valía que fuera así, debía emprender camino sin dilación. Se echó el máuser a la espalda y le tendió la mano a Molina.

– Tú tener cuidado -le pidió-.Y ojos bien abiertos.

– Tenlo tú también, Haddú.

– Hasta luego.

Molina acompañó a Haddú hasta la entrada de la posición y desde allí lo vio alejarse en su caballo blanco. Un caballo así era un orgullo para un moro, a la par que una señal de temeridad en el combate, a lo que en parte se debía ese mismo orgullo. Los moros habían nacido para luchar, era su forma de vida y no se consideraban hombres sin un arma. Los moros de las montañas, según le había contado Haddú, llegaban más allá. Para ser un hombre entre ellos, era necesario haber matado a alguien. Cuando el jinete desapareció entre los montes, Molina se fijó sin poder evitarlo en uno de los centinelas de la posición. Era un quinto de Alicante, al que él mismo había instruido un par de meses atrás. Los tres meses de instrucción, con largos tiempos muertos, no sobraban para hacer de los quintos buenos soldados. Pero el de Alicante no habría aprendido ni en un año entero. Sujetaba el máuser como quien sujetara una escoba. Frente a un diablo de la harka, estaba perdido. Sólo algunos de los reclutas que venían de los pueblos, acostumbrados a la vida dura del campo y asiduos practicantes de la caza furtiva, tenían como combatientes alguna posibilidad. Molina los identificaba en seguida, porque él mismo compartía aquellos orígenes. Los demás, del campo y de la ciudad, eran salvo contadas excepciones unos pajarillos indefensos.

Cinco años atrás, Molina había sido también un novato. Había llegado a África desde su pueblo, en los montes de Málaga, y había tenido la mala ventura de ser destinado a la compañía de voluntarios de un batallón de cazadores. Sus primeras semanas entre los temibles veteranos de la compañía de voluntarios, la unidad de choque del batallón, habían sido pavorosas. Como los demás reclutas, Molina trataba a todos de usted, incluso a los soldados, y procuraba pasar lo más desapercibido posible. Aquellos sujetos, que habían asumido el negro destino de marchar siempre en vanguardia y que habían visto la muerte de frente, no vivían más que para el día de paga. La soldada tan duramente ganada la machacaban sobre la marcha en unas timbas salvajes que duraban hasta el amanecer y que terminaban muchas veces en reyerta.

De aquel atolladero le sacó, bien que de forma un tanto insospechada, su buena puntería. Molina cazaba desde los nueve años, edad a la que su padre le había regalado el retaco con el que cobrara sus primeras piezas. Un día le habló de su afición a la caza a un teniente que había trabado conversación con él. El oficial, que también era cazador, le dejó una escopeta y tres cartuchos. Con ellos, Molina abatió tres perdices. Desde ese día, el teniente le demostró gran simpatía y dio un impulso eficaz a sus ascensos a soldado de primera y a cabo. Gracias a ellos pudo mejorar de destino, aunque nada en África era muy codiciable. Luego se hizo sargento, y cuando le llegó el momento de licenciarse, descartó de pronto sus planes de emigrar a la Argentina y decidió quedarse en la milicia.

Podía parecer una decisión insensata, pero Molina había tenido sus razones para obrar así. Sus superiores y los soldados le apreciaban, porque era íntegro y templado, dos virtudes escasas en el ejército de África. Además, Argentina estaba muy lejos, y pese a toda la cochambre, la vida de campaña no le disgustaba. Lo demostró prefiriendo irse al frente, en lugar de aceptar un cómodo destino burocrático. Un profesional, sostenía, no podía dejar que la guerra la hicieran los que venían a la fuerza. Molina distaba de sentir entusiasmo por aquella guerra, pero tenía una visión romántica del deber. Cuando le había tocado África, su tío, que era un pequeño terrateniente de algunos posibles, le había comprado un sustituto, es decir, alguien dispuesto a ocupar su plaza a cambio de una suma de dinero. Era ésta una corruptela que las leyes permitían. Pero Molina rechazó indignado el favor. Nadie iba a morir en su lugar por unas perras, le dijo a su tío.

Mientras regresaba hacia su tienda, Molina dejó a un lado sus recuerdos y se concentró en lo que le había contado Haddú. Según las noticias oficiales, lo de Sidi Dris había sido una gran victoria, un correctivo ejemplar para la osadía de los moros rebeldes. De la posición ganada y perdida en el mismo día, en cambio, no se informaba mucho. Molina no creía que aquella política, la de dar la espalda a la verdad, sirviera para mucho. No convenía asustar a la gente, pero quizá convenía menos que siguieran creyendo que estaban tan seguros como si aquello fuera la provincia de Albacete.

Y es que la vida en Afrau, a unos veinte kilómetros de la línea del frente teórico, tendía con facilidad a la rutina y al aburrimiento. Los soldados francos de servicio sesteaban aquí y allá, durante horas. Salvo jugar a los naipes hasta hartarse y beber resignados el vino aguado y con sabor a sulfato de cobre que se servía en la cantina, no era mucho lo que podían hacer. El tedio era tanto que incluso se contagiaba a las descubiertas, pese al siempre posible riesgo de ser tiroteados. Afrau estaba emplazada en el territorio de una tribu pacificada, pero nunca podía descartarse que un incontrolado o una partida de moros de alguna tribu limítrofe y no tan sumisa decidiera hacer acto de presencia para dar una sorpresa. A Molina le costaba convencer a sus hombres, veteranos o inexpertos, de la importancia de mantener férreamente el orden de combate cuando le tocaba salir en la diaria protección de la aguada. Como la mayoría de las posiciones, Afrau no tenía agua y era preciso ir todos los días a buscarla a un pozo distante unos dos kilómetros.

Aquella tarde, casi todos los soldados dormitaban en las tiendas, como cualquier otra tarde. En Afrau había unos ciento sesenta hombres, pero apenas se oía un ruido. De pronto, Molina escuchó unos gritos enfurecidos:

– Me cago en el puto mono. Otra vez.

Los gritos provenían de una de las tiendas más próximas a las dos piezas de artillería con que contaba la posición. Allí era donde estaba la tienda de los sargentos, entre ellos el propio Molina, y la de los oficiales.

– Ya está, ya se te ha acabado el chollo, bicho de mierda. Dónde estás, cabrón, que te voy a matar.

Sonó el inconfundible ruido de una pistola al ser montada, y en la abertura de la tienda de los oficiales apareció el teniente que mandaba la sección de ametralladoras. Estaba hecho un basilisco.

Molina, temiéndose lo que había sucedido, se acercó.

– A sus órdenes, mi teniente -dijo, cachazudo-. ¿Qué ha pasado?

– El maricón del mono ha vuelto a revolverme la maleta para quitarme el librillo de papel de fumar -respondió el teniente, mientras buscaba desencajado con la mirada, en todas direcciones-. De eso ya estoy hasta las pelotas, pero esta vez el hijo de la gran puta me lo ha dejado todo perdido. Eh, allí está.

Molina miró hacia donde señalaba el teniente. El mono, al que todos llamaban Luisito, estaba sentado en lo alto de una tienda con el librillo de papel de fumar del teniente en la mano. Era un mono chico de rostro perverso, y se daba la circunstancia de que en aquellos librillos encontraba su pasatiempo favorito. Le encantaba ir arrancando todas las hojitas de papel y dejarlas caer como pétalos arrastrados por el viento. Si se aplicaba, era capaz de hacerlo a una velocidad pasmosa. Algunos soldados, atraídos por las voces, habían salido y observaban divertidos la escena. Los más imprudentes se reían a carcajadas, como era costumbre con las pifias del mono.

– Aprovechad para reíros, porque es la última vez juró encolerizado el teniente, mientras le apuntaba.

– Mi teniente -dijo Molina, sujetándole el brazo.

– Déjame en paz, Molina. He dicho que me lo cargo y me lo voy a cargar.

– Piénselo, mi teniente. No es más que un animal. Qué gana usted. Mire que ese bichillo es casi la única diversión que tienen estos hombres.

– A mi costa -rezongó el teniente.

– Y a la mía, y a la de cualquiera. Deje que se rían un poco. Los tenemos aquí tres años, sin ver a sus madres y comidos de liendres. Ya que no pueden protestar, no les mate usted al mono, mi teniente.

Ningún sargento que no fuera Molina se habría atrevido a decirle aquello y así al teniente. Pero mientras le sujetaba le miraba a los ojos, y el teniente sabía, como los demás oficiales, que Molina era un sargento curtido y de buen seso. De repente se sintió avergonzado y bajó el arma.

– Pasa por esta vez, Molina -dijo-. Pero vigila que ese bicho asqueroso no vuelva a meterse en mi tienda.

– Lo haré, mi teniente -asintió Molina. Sólo tenía veintisiete años, pero a veces se sentía el padre de aquellos oficiales sin experiencia que llegaban de la academia con la única idea de hacer valer sus estrellas a toda costa. Aquel teniente, sin ir más lejos, sólo llevaba cuatro meses en África, y aún no había tenido ocasión de probar su valía allí donde Molina sentía que quedaba al descubierto la pasta de la que cada uno estaba hecho.

Molina se acercó a la tienda a la que estaba encaramado el mono.

– Baja aquí, Luisito.

El mono terminó de deshojar el librillo y se tiró de un salto al hombro de Molina. El animal era de todos y de nadie, pero por alguna razón le había cogido un especial afecto al sargento. A Molina también le caía bien el mono, quizá por aquella mezcla de astucia y mala leche que tenía.

– Eres un gilipollas -le dijo.

El mono exhibió los incisivos, entre farruco y risueño. Lo entendía todo y no olvidaba una ofensa. Un día, Molina lo vio venir completamente blanco de harina, gruñendo y enseñando los dientes a diestro y siniestro. Desde entonces, siempre que pasaba uno de los panaderos, se iba hacia él, le tiraba de los faldones y mostraba su dentadura apretada alternativamente a Molina y al panadero. Al fin el sargento resolvió indagar y averiguó que los panaderos, hartos de que el mono les robara chuscos, habían escondido uno en un saco de harina, y cuando el mono se había metido a buscarlo habían cerrado el saco y le habían dado una somanta ejemplar. Pero aquella era sólo una de las mil historias de Luisito. A Molina le pasaba como le había dicho al teniente, que el mono le alegraba la vida. Por un momento pensó en la posibilidad de que aquel mozalbete nervioso hubiera cumplido su amenaza. Pero en fin, se dijo, para qué perder el tiempo con imaginaciones. Molina acarició el lomo del mono con cuidado, porque ni siquiera él estaba libre de sus mordiscos, y optó por dirigir sus pasos hacia la cantina.

A esas horas solía encontrarse allí con los cabos. Entre ellos había uno, llegado el año anterior, con el que había tomado cierta confianza. Era de Madrid y se llamaba Amador. La forma en que se habían conocido había marcado en cierto modo la relación que se había establecido entre ambos. Había sido en Dar Quebdani, la población principal de aquel territorio. Molina estaba en la cantina con otro par de sargentos cuando de pronto se fijó en un incidente que tenía lugar al otro lado de la barra. Al parecer se había organizado una pelea. Uno de los contendientes era un moro joven, hijo de uno de los notables de la tribu. Su padre tenía grandes influencias entre los mandos, por los servicios prestados en el sometimiento de la zona. El otro, casi arrinconado contra la pared, era un cabo con pinta de nuevo. El moro, un individuo corpulento y fanfarrón, le empujaba y se burlaba de él. El cabo no era muy robusto y parecía a la vez demasiado sorprendido y asustado para reaccionar. Molina se acercó y se interpuso entre ambos. Le espetó al moro:

– ¿Quién eres tú para empujar a los cabos?

– ¿Y quién ser tú, sargentito? -repuso el moro, despectivo.

Aunque Molina no era de gran estatura, lo suplía con decisión. Cogió al moro del pescuezo y lo arrastró hasta la calle. El otro intentó resistirse, pero Molina tiraba de él con fuerza y le llevaba la ventaja de la iniciativa. Sin embargo, en cuanto le soltó, el otro intentó revolverse.

– Piénsatelo -le desafió Molina.

En ese instante apareció el cabo, furioso y con el machete desenvainado. Quería dar atropellada suelta a la rabia que se había tragado antes. Molina, sin dejar de encarar al moro, le retuvo.

– Guarda el hierro, chaval, no vayas a hacerte daño. Esto ya se acabó.

Y dándole la espalda a su oponente, se llevó al cabo de allí. Aquel cabo era Amador, y cuando estuvieron lejos del local, Molina le dijo:

– No saques el machete con un moro si no vas a matarlo. A ese moro ni tú ni yo podemos hacerle nada, así que más vale no perder el tiempo. Pero eso no quiere decir que haya que aguantarle todo. ¿Entiendes?

Amador seguía aturdido. No encajaba bien en aquel lugar, donde había que decidir deprisa el ataque y la retirada, y donde la duda era sancionada con brutal severidad. Amador tendía a la melancolía, y hasta tenía vagas inquietudes intelectuales. Sólo acertó a decir:

– Gracias, mi sargento.

Desde aquella tarde en Dar Quebdani, Molina tomó a Amador bajo su protección, y el cabo guardó gratitud al sargento. Amador procuraba aprender de Molina todo lo necesario para sobrevivir en África, y Molina encontró en el cabo a alguien con quien departir en las largas tardes del campamento. Amador era instruido y a Molina le gustaba su sentido común, aunque muchas de sus ideas le resultaban inmaduras. Una tarde, Amador le confesó que era socialista y militaba en el sindicato de oficios varios de la UGT Titubeó al revelarlo, pero Molina sólo dijo, con su tono rural y sentencioso:

– Yo sé poco de política. Procuro saber lo que es justo, nada más. Eso, mal o bien, se sabe siempre, aquí y en Estambul.

Luego los habían destinado a los dos a la posición de Afrau, y allí llevaban ya cuatro meses. Molina había aleccionado a Amador en la táctica militar, no en la de los libros que el madrileño había podido estudiar en el curso de cabo, sino en la del terreno, la que al sargento le había enseñado África. Ahora Amador era el cabo preferido de Molina para las descubiertas.

Al entrar en la cantina de la posición de Afrau, pintada en el chillón color rojo de todas las cantinas de aquel ejército, Molina respiró con desgana su olor pesado y mugriento. Luisito se escurrió hasta el suelo y emprendió una carrera con rumbo desconocido. El cantinero, un civil sucio y obeso, y lo bastante ansioso de dinero como para aceptar ganarlo en aquel lugar dejado de la mano de Dios, saludó a Molina con aire servil:

– Buenas tardes, mi sargento.

El cantinero sólo anteponía el «mi» a los oficiales y a Molina. Ni siquiera el suboficial que estaba destinado a la posición, con quien tenía negocios que Molina prefería ignorar, se beneficiaba de aquel tratamiento. El cantinero sabía que Molina no le apreciaba y que todos respetaban a aquel sargento veterano, así que guardarle esas formas era una manera de mantener cautamente la distancia.

Molina observó la lata de caballa. Era todo un símbolo de la cantina. De ella cogía el cantinero las únicas tapas que daba a la tropa. Clavaba el tenedor en el pescado reseco, lo ofrecía al pedigüeño y decía:

– Embarca.

El cliente abría la boca y el cantinero le metía en ella el tenedor con el cacho de caballa. Con eso se ahorraba platos que lavar, y el mismo tiro le servía para matar otro pájaro: aquella caballa salada y revenida estimulaba la sed y hacía perdonar el bautizo sistemático del vino.

Amador le hizo señas desde una mesa. Estaba con otro cabo, que a Molina no le caía tan bien. El sargento ordenó al cantinero, esquivando su cara:

– Me pones un vaso.

Y echó a andar sin prisa hacia donde estaba Amador. Se sentó junto a él y frente al otro cabo. El cantinero le trajo el vaso al cabo de medio minuto. Molina bebió un sorbo pequeño, sin paladearlo.

– Ha estado por aquí Haddú -le dijo a Amador, con voz sombría.

– ¿Algo no marcha bien, mi sargento? -se interesó el otro cabo.

– Esto es una guerra, González -se mofó Molina-. Lo normal es que algo no marche bien. Si no, sería una verbena.

– ¿Sabe algo de lo de Sidi Dris? -preguntó Amador.

– No sólo de eso. Parece que hay una harka importante al otro lado de las montañas. Cientos, dice Haddú.

– Tampoco se lo tome al pie de la letra, mi sargento -intervino González, a quien el vino soltaba la lengua-. Los moros exageran siempre.

Molina se quedó contemplando en silencio a González, pero al final prefirió pasar por alto aquel comentario.

– Antes de atacar Sidi Dris tomaron una posición que acabábamos de fortificar. Dice Haddú que se hicieron con una batería.

– Joder, eso sí que es una contrariedad -constató Amador.

– Se supone que no tienen artilleros y que no saben manejar los cañones, pero acabarán aprendiendo -temió Molina-. En todo caso, voy al asunto. Me huelo que se nos han terminado las vacaciones. A partir de ahora, habrá que estar más atentos que nunca. Ya podéis ir tomando nota.

– Pero mi sargento, si el frente está a veinte kilómetros -protestó González.

– En este país nada está lejos, cabo: Nosotros estamos aquí quietos, pero ellos van y vienen. Ésta es su tierra y también es suya la noche, cuando nosotros dormimos detrás de nuestros parapetos. Si un día deciden venir a cascarnos, vendrán antes de que queramos darnos cuenta.

Amador pensó con inquietud en la situación que el sargento sugería. Las noticias de Sidi Dris, una posición costera como Afrau, le habían producido una fuerte impresión. Se imaginaba a los moros disparándoles desde las montañas, cortándoles toda posible retirada y obligándoles a resistir de espaldas al mar. Siempre decían que la Ar mada vendría a rescatarlos en caso de apuro, pero no sería fácil salvarse si tenían que bajar a la playa bajo el fuego.

– ¿Qué cree que se proponían, mi sargento? -preguntó, con ansiedad.

Molina respiró hondo y bebió otro sorbo antes de contestar.

– Creo que probaban nuestras fuerzas. Y creo que hemos fallado.

En ese momento, se desató un ruido de cristales rotos detrás de la barra. Acto seguido se oyó al cantinero renegar:

– Maldita sea tu estampa, bestia del demonio.

Un par de segundos después, Luisito atravesó la cantina como una exhalación y se perdió entre las tiendas. Todos se rieron, incluso Molina.

– Ya se lo dije al teniente. Hace demasiado calor, el vino es infame y la harka anda al acecho. Pero por lo menos tenemos al mono.

Загрузка...