10 Talilit

LA RETIRADA

En la avanzadilla de Talilit, entre el olor a pólvora y el estampido ensordecedor de los fusiles, los soldados se esforzaban por contener el temporal que se había desatado sobre ellos. Los elementos de la harka les disparaban desde todas partes, sin que el fuego de la posición fuera bastante para achantarlos. No podía permanecerse mucho tiempo en las aspilleras, porque los moros debían tener a algunos de sus mejores tiradores vigilándolas y ya les habían hecho cuatro bajas entre quienes se asomaban. En el hacinamiento del blocao, los gritos de los heridos rompían los nervios a los ilesos.

– No me para la sangre -se quejaba espantado uno, mientras se apretaba un trapo contra la mejilla deshecha de un balazo.

– Dios, qué gilipollas -renegaba Rosales, herido en el brazo izquierdo-. Me han dado como a un puto borrego.

– Tranquilo -le decía Andreu, mientras le apretaba un torniquete-. Peor sería si fueras zurdo.

Rosales meneó la cabeza.

– Estoy listo igual. No puede sujetarse el máuser con un solo brazo.

– Sujeta esto y guárdate las fuerzas, anda -le aconsejó Andreu, poniéndole en la mano derecha uno de los extremos del torniquete.

El sargento iba y venía de un lado a otro, crispado y repartiendo órdenes incoherentes. De vez en cuando se acercaba a una aspillera y pegaba un tiro con la pistola. Andreu le seguía con el rabillo del ojo. Si de aquel hombre dependía, los iban a matar a todos como cucarachas. Una vez que Rosales estuvo atendido, el catalán se reincorporó a su puesto, junto a Amador. Éste le vio tumbarse, maniobrar con el cerrojo y apuntar cuidadosamente. Hasta cuatro o cinco segundos después, no sonó el disparo.

– Me admira el cuajo que tienes -observó Amador, mientras el otro recargaba el fusil.

– No es para tanto dijo Andreu, con aire inexpresivo.

– En serio. Parece que no tengas sangre en las venas. Nunca te das prisa, aunque estemos rodeados y nos estén breando vivos.

– Por eso mismo me tomo tiempo -advirtió Andreu, mientras apuntaba-. Esos se mueven como liebres y se esconden como alacranes. Hay que buscarlos y procurar tumbarlos, porque asustarse no se van a asustar.

Amador se echó a la cara el fusil y buscó su propio blanco. Veía las humaradas explosivas que delataban la posición de los tiradores, y a veces veía a los tiradores mismos, irguiéndose y volviéndose a agachar o desplazándose de un lugar a otro. Pero nunca tenía tiempo de fijar a ninguno en la mira de su fusil y acababa tirando al bulto, impelido por la necesidad de ahogar bajo el estruendo del disparo la punzada continua del miedo. Lo peor de todo, para Amador, era estar allí encerrado, viendo cómo los otros iban y venían a placer. Los moros respiraban a pulmones llenos el aire, mientras ellos debían conformarse con el poco que entraba a través de las aspilleras y se mezclaba con la densa nube de sudor y azufre del blocao. Había quien pensaba que ellos tenían la ventaja de la fortificación, mientras el enemigo tenía que moverse a cuerpo gentil delante de sus fusiles. Pero sus fusiles estaban ciegos, y aquellos hombres sabían despreciar el peligro. Seguramente los compadecían a ellos, a los pobres soldaditos encerrados y prisioneros de su precaria seguridad. Los moros no tenían más amparo que el cielo ni más parapeto que los matorrales y los salientes de los montes, pero podían ir y venir y buscarles a los europeos las debilidades. Y lo que parecía evidente, pensó Amador, era que aquella mañana se las habían encontrado.

Les hicieron un quinto herido. Un balazo en la cara, feo a más no poder. El soldado quedó tendido sobre su fusil, boqueando como un pez fuera del agua y lanzando una especie de estertor. El que estaba más cerca lo retiró y se quedó mirándolo sin saber dónde o cómo actuar para ayudarle. La sangre empapaba rápidamente aquel rostro. El sargento, fuera de sí, se quejó:

– Joder, hay que evacuar a los heridos.

– Hay que evacuar a todos -dijo Rosales, con una sonrisa amarga.

En ese momento se oyó a Andreu gritar:

– Cuidado, a la derecha, que viene uno.

Uno de los que estaban cubriendo aquel lado sacó el fusil por la aspillera y le disparó al asaltante a bocajarro, en mitad del pecho. El moro cayó hacia atrás y de la mano se le resbaló un objeto inconfundible.

– Trae una bomba -avisó el que le había tirado.

La explosión sacudió el maderamen del blocao y parte de la metralla se coló por las aspilleras, causando heridas leves a varios.

– Hostia, los tenemos encima -maldijo el sargento-. ¿Qué hacen en la posición, mirar la faena? ¿Por qué no siguen disparando los cañones?

Amador se acercó a una de las aspilleras que daban hacia el recinto de la posición principal. Vio a un par de harqueños que se acercaban a su alambrada y arrojaban bombas de mano semejantes a la que acababa de explotar junto al blocao. Después de las explosiones se oyeron gritos y unas ráfagas de ametralladora, y en el parapeto aparecieron cuatro o cinco soldados que lanzaron una descarga de fusilería contra los moros que corrían a cubierto. También vio a un oficial que parecía hacer señas hacia la avanzadilla. Las repitió, frenéticamente, hasta que a Amador no pudo quedarle duda. El oficial agitaba una y otra vez el brazo hacia sí, con tal fuerza que parecía que se estuviera abofeteando la cara. Al fin el fuego enemigo le obligó a agacharse, o le abatió. En cualquier caso, no volvió a aparecer.

– Mi sargento -dijo Amador-. Nos ordenan que nos repleguemos.

– ¿Qué? -gritó el sargento, presa de la histeria. -Desde la posición. He visto a un oficial que nos hacía señas.

– Pero ¿cómo vamos a replegarnos? Se supone que deberían cubrirnos la retirada -dijo el sargento, sin poder dar crédito.

– Parece que tienen sus propios problemas -dijo Amador, pesimista.

– Es un suicidio -siguió protestando el sargento-. Nos matarían a todos.

– Por aquí viene otro -anunció un soldado, en la otra punta del blocao.

Pero esta vez no pudieron parar al atacante, y la bomba echó abajo un extremo de la fortificación, destrozando de paso a quienes estaban más cerca. Entre la veintena de hombres de la avanzadilla cundió el pánico. El sargento miraba en todas direcciones sin saber adónde acudir.

– O nos largamos ya o aquí palmamos -dijo Andreu, calando la bayoneta.

Amador le imitó, y como él otros seis o siete soldados. El sargento aprobó nerviosamente la iniciativa y llenó los dos cargadores de su pistola. Las balas se le escurrían entre los dedos y perdió varias en la operación. Rosales, con su brazo herido en cabestrillo, le pidió a Andreu:

– Ponle la bayoneta a mi chopo y pásamelo, catalán.

Andreu hizo lo que le pedía. Rosales empuñó el fusil con el brazo sano y lo blandió como una lanza.

– Para esto todavía valgo -se jactó.

– Yo que tú no pensaría nada más que en correr -le dijo Andreu-. Eso úsalo sólo si alguien se te pone en medio.

– Nos vendrán siempre por detrás, Andreu. A los moros les gusta perseguir a los que corren. Te lo dije: si estás entero, te respetan, pero si te ven mal, se enardecen y van por ti. Así que da igual, yo ya estoy condenado.

Los heridos que podían caminar se pusieron en pie y se esforzaron por sujetar sus armas. Los que estaban peor se colgaron del hombro de un compañero. A los dos moribundos sólo podían abandonarlos. Pero el sargento, antes de salir, recapacitó:

– No podemos dejárselos a esos hijos de puta.

Se fue hacia los que agonizaban. Los contempló durante un instante y con su mano temblorosa le pegó un tiro a cada uno. Amador, que tenía los dedos agarrotados sobre el fusil, sintió que aquellas dos detonaciones se le clavaban en el alma. Le embargaba una sensación de irrealidad: no podía ser que de pronto, casi sin que le hubiera dado tiempo a enterarse, perteneciera a un ejército en retirada que remataba a sus propios heridos. En su cabeza se mezclaba el recuerdo de los oscuros presentimientos de Molina con el de las arrogantes bravatas de los oficiales, cuando negaban ante la tropa la existencia de una harka digna de consideración. Pero la harka existía, y ahora llamaba con sus atroces puñetazos a la puerta. Amador comprendió que tenía que aceptar su infortunio y concentrarse en hacer todo lo que Molina le había enseñado. Tenía que impedir el desorden, y pelear segundo a segundo por el supremo objetivo de sobrevivir. Sin cuidarse del sargento, agrupó a los hombres que parecían más serenos y les dijo:

– Salimos primero nosotros, y nos dividimos para cubrir los flancos. Dejamos que pasen los heridos y luego retrocedemos sin perderle la cara al enemigo. Sobre todo, que nadie eche a correr.

Andreu, que se contaba entre el grupo de los escogidos por Amador, se permitió observar, con ironía:

– Eso valdrá mientras aguantemos, cabo. Si no, sálvese quien pueda.

Amador observó a Andreu. Le apreciaba, y en cierto modo le temía. Por su insolencia, por su aplomo y hasta por su propia envergadura física. Andreu era un tipo de buena estatura, ancho, y tenía unos robustos brazos velludos que acababan en unas manos enormes. Amador era lo contrario, no muy alto y más bien fino de miembros. Para compensarlo, le espetó:

– Valdrá mientras yo diga. Y al que desobedezca nadie le va a formar consejo de guerra, porque le sentencio yo mismo.

Andreu no respondió. El tiroteo seguía, y sobre el ruido se alzó en ese momento la voz desgarrada del sargento, que ordenaba:

– Vamos, todos fuera.

Amador salió el primero, y tras él ocho soldados que se dividieron como les había indicado. Todos se pusieron en seguida cuerpo a tierra y repelieron a duras penas el fuego enemigo, mientras salían los demás. El sargento empujaba a los que se quedaban rezagados y disparaba con su pistola a izquierda y a derecha. Los hombres tropezaban contra los terrones y los pedruscos, y pronto empezaron a caer bajo las balas enemigas.

– Allí, a la izquierda -gritó Amador, señalando hacia una de las peñas desde donde los batían. Pero las balas les llegaban también desde la derecha, y desde el frente. Hasta del cielo parecía que les tiraban.

En el primer repliegue de una de las escuadras cayeron dos hombres, y la otra, al reproducir la maniobra, perdió a tres. Con eso quedaba completamente desmantelado el orden que se había afanado en imponer Amador. Eran muy pocos para plantar cara a lo que se les echaba encima.

– Es inútil, cabo -gritó Andreu, sin dejar de cubrir el flanco en el que ya sólo le acompañaba un anonadado compañero.

– Hijos de puta, moracos sarnosos gritaba el sargento, mientras vaciaba el último cartucho de su cargador.

El sargento estaba erguido bajo el fuego, con el juicio visiblemente perdido. Tiró el cargador vacío y metió el otro, con parsimonia. Montó la pistola y apuntó hacia uno de los montes. No llegó a apretar el gatillo. Un balazo le deshizo el cráneo y cayó de bruces, como un espantapájaros derribado por el viento. Amador comprendió que no había nada que hacer.

– A la carrera todos -gritó.

Los moros saludaron la desbandada recrudeciendo el fuego. Los soldados que seguían en pie, una minoría, corrían con toda su alma hacia el parapeto de la posición de Talilit. Alguno tiró el fusil para ir más rápido. No fue ése el caso de Rosales. Mientras arrastraba trabajosamente el fusil, con su único brazo disponible, vio su carrera truncada por un tiro que le atravesó de parte a parte. Andreu, al verle caer, retrocedió para socorrerle. Se agachó junto a él y le observó la herida. Era un agujero pequeño y redondo, a la altura del pulmón derecho. Incorporó al cabo para echárselo al hombro y en ese momento vio la herida por la espalda. La bala, al salir, había abierto un cráter de piltrafas sanguinolentas por el que asomaba una costilla.

– Se acabó, muchacho -murmuró Rosales.

– Te cargaré a la espalda -dijo Andreu.

– Ni se te ocurra. Lárgate, no seas imbécil.

Andreu volvió a dejar a Rosales sobre la tierra y miró a su alrededor. Los moros se acercaban, los heridos lloraban de dolor y desde Talilit no daban señales de vida. El sol de aquella nueva mañana Africana empezaba a calentar, implacable. Andreu dudó un segundo y volvió a ponerse en pie.

– Antes de irte hazme un favor -pidió Rosales.

– Tú dirás.

– Pégame un tiro, como hizo el sargento con aquellos dos.

– No puedo hacer eso.

– Ya sabes lo que me harán ellos. Te lo conté.

Andreu no quería recordar, pero recordó. Tiró del cerrojo y le apuntó a Rosales a la cabeza. Después apartó los ojos y apretó el gatillo.

Echó a correr otra vez hacia Talilit. Un poco más adelante vio a Amador, que avanzaba a trompicones y con la cabeza gacha. De pronto un moro le salió por la izquierda y se le echó encima con una gumía en la mano. Amador acertó a inmovilizarle el brazo con el que sujetaba el cuchillo, pero el moro le derribó y consiguió montársele encima. Andreu avivó más su carrera, mientras los dos forcejeaban. Amador, aturdido, veía el rostro desencajado y renegrido del harqueño, apenas a unos centímetros del suyo. El otro le insultaba en el dialecto de las montañas, a la vez que le escupía y empujaba la gumía hacia su pescuezo. Llegó Andreu. Sin pensarlo dos veces, le hincó la bayoneta en la espalda al moro, que ya estaba a punto de vencer la resistencia de Amador. El cuerpo del moro le pareció duro como un saco de arena, pero le entró con tanta fuerza que estuvo a punto de ensartar a su propio compañero. Éste se liberó como pudo del peso de aquel cuerpo y volvió a coger su fusil, mientras Andreu tiraba para sacar la bayoneta.

– Gracias -dijo Amador, jadeante.

– De nada -repuso Andreu-.Vamos, que ya casi estamos.

Andreu y Amador, los dos últimos supervivientes de la avanzadilla, cubrieron bajo el fuego enemigo el trecho que les separaba del parapeto de Talilit. Pudieron pasar sin dificultades por la alambrada, que estaba abierta, y saltaron dentro de la posición. Lo que allí se encontraron, visto lo visto, no les sorprendió. Había decenas de heridos y muertos, algunas tiendas ardían y ya sólo quedaban en el recinto los artilleros, que desmontaban a toda prisa los cierres de los cañones. Los demás hombres útiles terminaban en aquel justo instante de salir por la retaguardia de la posición.

– Joder, se largan -constató Amador.

– Aprieta, cabo, que si no los alcanzamos no valemos una gorda.

Los moros llegaban ya a la alambrada. En cuestión de segundos pondrían el pie en Talilit. Los heridos que seguían empuñando su fusil les disparaban con una furia terminal, enloquecida. Algunos, probablemente los más veteranos, guardaban la última bala para sí. Se quitaban como podían una de las alpargatas, se ponían el cañón en la boca y apretaban el gatillo con el pulgar del pie. Los que no habían tomado esa precaución, cayeron en seguida bajo las gumías inclementes de los harqueños. Los artilleros echaron a correr con los cierres de las piezas, en un desesperado intento de impedir que el enemigo pudiera utilizarlas. Su teniente, el andaluz rubio y altivo que siempre había disgustado a Andreu, permanecía en pie junto a los cañones, empuñando un fusil. Cubría la retirada de sus hombres, mientras les apremiaba:

– Corred más deprisa, me cago en Dios.

El teniente artillero manejaba bien el máuser. Disparó sus cinco cartuchos contra los asaltantes, haciendo carne más de la mitad de las veces. Después soltó el fusil, empuñó su pistola y gastó cinco de los seis tiros. El último, cuando ya se le echaba la harka encima, se lo descerrajó en la sien.

Amador y Andreu corrían a través de la desolada extensión que unas horas antes había sido la posición de Talilit. Aquellas imágenes espeluznantes se iban sucediendo ante sus ojos como la más delirante de las pesadillas. Mientras tanto los dos apretaban los dientes, para soportar mejor el pinchazo que les atravesaba el vientre a causa de la galopada. Las balas silbaban por encima de sus cabezas cuando llegaron al extremo oriental del parapeto, por donde acababan de retirarse los últimos efectivos de la guarnición. Casi se dejaron caer ladera abajo, para unirse a sus compañeros. Andreu advirtió a los soldados de la sección que iba cerrando la marcha:

– No tiréis, que somos de los vuestros.

Los otros aguantaron un poco, para esperarlos. Cuando Amador y Andreu llegaron a su altura, estaban ya al límite de sus fuerzas. Uno de los soldados, que había venido con Amador desde Afrau, le reconoció:

– Me alegro de verte, cabo. Ya os dábamos por perdidos.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Amador.

El sargento que mandaba aquella sección le dio la respuesta:

– Parece que el frente se ha hundido. Ayer supimos que Igueriben había caído en manos de la harka. Y hace media hora nos ordenaron desde el campamento general que nos replegáramos como pudiéramos sobre Sidi Dris.

– ¿Hundido, el frente? -repitió Amador, incrédulo.

– Hundido, cabo -dijo Andreu-. Por eso nos dejaron a nuestra suerte en la avanzadilla. Maricón el último, ya te lo advertí.

– La harka nos estaba atacando muy fuerte. Y ya no quedaban disparos de cañón -se justificó el sargento, un poco avergonzado.

– Lo que usted diga, mi sargento -asintió Andreu, sin apiadarse-. Pero allí la han diñado todos, como perros.

Los moros aparecieron en lo alto del monte y empezaron a hacer fuego sobre los fugitivos. Los cien hombres escasos que retrocedían hacia el mar devolvieron el fuego trabajosamente. Iban dando traspiés, amontonados, pasando verdaderos apuros para disparar sin herirse los unos a los otros. El capitán jefe acudió junto a la última sección, que protegía la retirada de los demás. Trató de dar ánimos a aquellos soldados.

– Resistid, que van a venir a apoyarnos desde Sidi Dris -prometía.

– A quién querrá engañar -se preguntó uno.

– A él mismo, sin ir más lejos -dedujo Andreu, mientras colocaba en el máuser su penúltimo peine de munición.

Pero resultó que el capitán estaba en lo cierto. Al pie del monte, y antes de que tomaran el duro camino de herradura que llevaba hacia Sidi Dris, se les unió un destacamento a caballo de la policía indígena, que era la avanzada de otra sección de infantería que marchaba hacia allí. Los enjutos jinetes morunos llegaron desde atrás y se colocaron al momento en la parte más expuesta de la columna. Aunque apenas fueran una veintena, los soldados recibieron con júbilo la llegada de aquellos moros leales, que dominaban sus monturas con los talones mientras apuntaban sus fusiles. Hacían fuego sin parar y con una pasmosa eficacia. Andreu reconoció al sargento del caballo blanco, el mismo que solía venir con el convoy cuando Talilit aún existía. También le reconoció Amador, y cuando Haddú le vio a su vez entre los restos de la maltrecha guarnición de Talilit, le saludó con un breve ademán.

La llegada del resto de las tropas indígenas permitió a la columna organizarse mejor. Los policías no perdían en ningún momento el orden de combate, pese a la dificultad que para ello pudiera ofrecer el terreno, y sabían siempre adónde disparaban. Los que los acosaban se dieron pronto cuenta del cambio y se mantuvieron a distancia, sin permitirse más que algunos tiros sueltos sobre la columna. La mayoría de la harka prefirió quedarse en la posición de Talilit, celebrando la victoria y agitando los fusiles en actitud amenazante hacia los que huían. Los moros habían conseguido un abundante botín, que había que acopiar y luego repartir debidamente. En Talilit quedaban armas, munición, incluso el cierre de uno de los cañones. El artillero que lo llevaba había caído mientras intentaba saltar el parapeto.

Los fugitivos de Talilit y su escolta de policía indígena recorrieron a marchas forzadas el camino hasta Sidi Dris. Cuando el mar apareció ante sus ojos, con su infinita calma azul, muchos creyeron que lo peor había pasado. Pero la posición de Sidi Dris también estaba sitiada, lo que planteaba la necesidad de romper el cerco para poder acogerse a ella. La policía tomó la vanguardia, como le correspondía, y abrió paso a los extenuados europeos. Las alturas que rodeaban Sidi Dris eran un magnífico refugio para los tiradores de la harka, y aquel tropel en retirada, un blanco tan generoso como apetecible. Los policías tuvieron que emplearse a fondo, mientras los soldados de Talilit colaboraban con las pocas energías y las pocas balas que les quedaban. Andreu gastó su último cartucho contra un moro que asomó sobre un risco próximo, y al que derribó de un certero impacto en la frente. Pero apenas un minuto después, una bala le atravesó el muslo. Casi no sintió nada, porque el proyectil pasó sin tocar hueso. El dolor vino más tarde, como un ardor y a la vez un frío de muerte.

– Maldita sea, la pierna -dijo.

La herida podía ser mala, muy mala. Decían que un balazo en la femoral era una de las maneras más lindas y más rápidas de quedarse en el sitio. Andreu, renqueando, se llevó la mano al muslo herido. La vista se le nublaba, pero no salía mucha sangre. Si te partían la arteria, decían, brotaba a borbotones, como un manantial caliente con el que se te iba la vida en un santiamén. Amador, que andaba cerca, vino a ofrecerle rápidamente su hombro. No olvidaba la deuda que había contraído con Andreu.

– Vamos, libertario -le animó-, no te me quedes ahora a medias. Ya te curarán eso cuando estemos a salvo.

A Amador, que también había agotado sus municiones, ya no le quedaba más que tratar de seguir en pie hasta Sidi Dris y llevar hasta allí a su compañero. El camino que habían recorrido juntos desde el blocao de la avanzadilla de Talilit había sido tan largo y azaroso como increíble. Amador, que era supersticioso, presintió que no habría término medio: o libraban el pellejo los dos, o no lo libraría ninguno. Ya tenían a la vista la posición. Los policías seguían protegiéndolos, en un derroche de sacrificio y valor que conmovió a los más recelosos, pero en el trecho final el fuego de la harka se volvió insoportable. Los últimos metros vieron caer a muchos de los soldados que habían sobrevivido hasta allí, y los policías también pagaron un alto precio. El caballo blanco de Haddú se vino espectacularmente abajo, herido de muerte. Por muy poco se escapó el sargento de quedar aplastado bajo su montura. Cojeando, se unió a sus hombres y siguió replicando sin desmayo a los tiradores montañeses. Al final, los policías que entraron en Sidi Dris eran la mitad de los que habían salido. De los fugitivos de Talilit se habían salvado unas dos terceras partes. Si es que podía llamarse a aquello salvación.

En Sidi Dris reinaban a partes iguales la inquietud y el desaliento. Amador arrastró a Andreu hacia la enfermería, donde se amontonaban los heridos. El oficial médico vino a examinarlo al cabo de media hora. Le bajó el pantalón y se inclinó con gesto impasible sobre la herida. Le volteó para verla por atrás.

– Entrada y salida y sin tocar el hueso ni la arteria -concluyó-. ¿Tú juegas mucho a la lotería, chaval?

– No precisamente -respondió Andreu.

– Pues deberías. Voy a limpiarte la herida y a vendarla. Y no hay mucho más que hacer, hasta que venga el barco a sacarte.

En un catre cercano había un soldado con la cabeza vendada. Estaba inmóvil, mirando al techo. Canturreaba, en voz queda:

Los suspiros de Melilla

no llegan a mi ventana,

porque pasa el mar por medio

y se quedan en el agua.

– Es una condenación -dijo el médico, mientras desinfectaba a Andreu-. No hace más que cantar esa copla. Parece que se la decían a los quintos las mozas de su pueblo. Es lo malo de los tiros en la cabeza. A unos les da por cantar y a otros por gritar como si los estuvieran desollando.

– Mejor será que cante, entonces -masculló Andreu, aguantándose el dolor.

– Mejor sería que le hubieran dejado en el sitio -opinó el médico, brutal.

Afuera seguía el ruido de fusilería, de vez en cuando interrumpido por el bramido de los cañones. Conforme pasaban los minutos, aumentaba el número de los tiradores que rodeaban Sidi Dris. Los supervivientes de Talilit fueron distribuidos sin pérdida de tiempo por el parapeto, municionados y con una ración de rancho y otra de agua, cuya administración les encarecieron. La cosa, se dijo Amador, no podía ser más simple. Habían salido del infierno y habían vuelto a caer, infaliblemente, en el infierno.

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