19 EL NOMBRE DE LOS NUESTROS

Por dos veces celebraron los prisioneros la Navidad en cautiverio, si aquello era celebrar. La primera vez, el jefe del campamento fue a ver a los sargentos y les comunicó que conocía el significado que aquella fecha tenía para los cristianos. A continuación, les prohibió que se hiciera fiesta alguna, bajo las más severas advertencias. Recluidos en las tiendas, los soldados desafiaron la prohibición cantando en voz baja villancicos y canciones de la tierra de la que cada uno venía. Amador los observaba cantar, como si fueran chiquillos, y se maravillaba de que en medio de las privaciones, y contra la amenaza de un balazo sin más trámite a la salida de la tienda, se dejaran arrastrar por aquellas manidas melodías. Era la fuerza de lo que habían mamado con la leche materna, de lo que eran y serían siempre.

La segunda Navidad, cuando ya se cumplían diecisiete meses de cautiverio, fue mucho peor. En el año que transcurrió entre medias se registraron muchas novedades, pocas buenas. Las hostilidades en el frente se recrudecieron, y ellos lo pagaron muy directamente. Los trasladaron innumerables veces, cada vez a campamentos peor organizados y ubicados, y muchos de los que habían logrado sobrevivir a la epidemia de tifus se quedaron en aquellas idas y venidas. También les restringieron los suministros y el correo, debido a las escaramuzas que se registraban con la Armada frente a la costa. Aquellos episodios tuvieron una pésima culminación en el hundimiento del Juan de juanes, un buque de mediano tamaño, por un certero cañonazo de los harqueños. Los moros les dieron puntual y alborozadamente la noticia, que después confirmaron algunos de los marineros que habían caído prisioneros. Otro de los hechos que a todos desmoralizaban era la situación de las mujeres. Los moros se habían negado a repatriarlas anticipadamente, alegando los abusos cometidos con sus propias mujeres en los poblados que los legionarios conquistaban en el frente del este. Pero no se quedaron ahí. Un día las llevaron a venderlas en el zoco, y el jefe, en un ejercicio singularmente tortuoso de sus artes de embaucador, se ofreció a comprarlas a todas para salvarlas, siempre que le dieran los prisioneros el dinero para ello. Así se pactó, y el jefe cumplió su palabra. Pero, puesto que las había comprado, en adelante consideró a las europeas sus esclavas para uso personal, manteniéndolas apartadas del resto de los prisioneros.

Semanas más tarde, los prisioneros averiguarían que el jefe tenía a las mujeres atadas a postes, y que abusaba regularmente de todas aquellas que le apetecían. El ambiente se fue enrareciendo hasta tal punto que al propio sargento Badía, que tanto prestigio había tenido siempre entre los moros, le dieron una somanta de palos por una nimiedad. Después de eso, y a raíz de otra presunta falta, le amenazaron de muerte, y tan convincentes fueron que Badía, que hasta entonces había soportado mansamente su prisión, intentó la fuga en la primera oportunidad que tuvo. Cazado a un kilómetro del campamento, volvieron a golpearle y le llevaron a la bahía, con los oficiales, a los que tenían recluidos en una ínfima edificación, bien custodiados.

Lo único que alegró un poco a Amador fue algo que sucedió hacia mediados de aquel año. Un día, en la saca del correo, llegaron dos sobres para él. Uno era de su padre, que le escribía como siempre unas cuartillas quejumbrosas, aunque hasta esa lectura le confortaba en su situación. El otro traía en el remite una dirección de campaña, el nombre de un regimiento, el número de una compañía y un topónimo Africano, Ben Tieb, un lugar ahora cercano al frente. Se la mandaba un sargento, y el apellido era Molina.

Abrió el sobre a toda prisa, y encontró esta carta:


· Estimado compañero:


No hace mucho supe estabas vivo, aunque prisionero de los moros. No puedes hacerte una idea de la alegría que me dio descubrir tu nombre en la lista, aunque imagino tu situación no es tan buena como quisieras. Espero que esa gente no te maltrate mucho, y que tengas buena salud y ánimo para soportar las dificultades. Dicen que están haciendo todo lo que pueden para sacaros. Hay mucho descontento por el tiempo que ya lleváis de cautiverio, y hasta algunos políticos en las Cortes reclaman a voces se pague al Jatabi lo que pida por vosotros. Supongo que ya no se tardará mucho en dar una solución. Mientras tanto, aquí seguimos como siempre. El regimiento se reconstituyó y ahí andamos, pegando algunos tiros y sobre todo procurando que no nos los peguen a nosotros. La guerra se ha vuelto peor de lo que ya era, y unos días avanzamos y otros no. Pero eso es lo que hay, y temo vaya para rato. González también salió vivo, se reenganchó y ahora es sargento. Está conmigo y me pide te mande sus recuerdos. Y eso hago, junto con los míos y un fuerte abrazo de tu amigo,


J. Molina


A Amador se le empaparon los ojos al leer aquellas líneas. De pronto, todo el sufrimiento de tantos meses se le subió a la garganta y se le hizo un nudo como nunca se le había hecho. Molina estaba vivo, seguía como siempre y se acordaba de él. Desde ese día, Amador se sintió menos solo y menos abandonado, con el aliento de quien era su sargento y camarada. Molina siguió escribiéndole cartas, que reproducían con pocas variaciones el tono y el contenido de la primera. Pero tras leerlas, Amador levantaba la cabeza y se repetía lo que le había prometido al sargento junto al parapeto de Afrau: iba a creer en su suerte, iba a pelearla y como fuera iba a salir de allí.

Eso mismo seguía creyendo Amador cuando llegó otra vez la Navidad, aunque no le pusieran nada fácil mantener la fe. Aquella segunda Navidad la pasaron los del campamento bajo las mismas amenazas, pero con más hambre y menos fuerzas y sintiendo en el alma el recuerdo de todos los que habían quedado por el camino en los doce meses anteriores. Sin embargo, hubo quien lo pasó peor. El sargento Badía, por ejemplo, que padeció la celebración que la harka tuvo la ocurrencia de organizar para los oficiales: estuvo cargado de grilletes, atado a un poste y oyendo cómo sus carceleros canturreaban, deformándola y burlándose de ella, la Marcha Real.

En los primeros días de enero empezó a hablarse insistentemente de la liberación. A los prisioneros sólo les llegaban rumores, aunque luego comprobarían que no distaban demasiado de la realidad. Según esos rumores, el Jatabi había pedido cuatro millones por ellos, pero el gobierno se negaba a pagarlos, porque no podía aceptar la vergüenza de comprar a los rebeldes la vida de los suyos. Algún prisionero se quejaba amargamente:

– Pero sí pueden vivir con la vergüenza de tenernos aquí. Vergüenza por vergüenza, mejor ésta, que va contra nuestras costillas.

Lo que se empezó a difundir en aquellos primeros días del nuevo año era que había aparecido un mediador, un banquero y millonario vasco que se había ofrecido a entregar el dinero para salvarle la cara al gobierno. El millonario, además, estaba dispuesto a permanecer como rehén personal del Jatabi, a quien conocía, para garantizar el buen fin de la operación. Avanzaron las semanas y cada vez parecía más inminente el desenlace. Como indicio esperanzador, los moros empezaron a agrupar a los prisioneros.

Una noche, a finales de enero, el jefe del campamento reunió a los sargentos y los cabos y les anunció que al día siguiente se pagaría el rescate y serían liberados. El jefe les dio la noticia con tristeza, por la renta que se le esfumaba. Pero si el Jatabi recibía el dinero que había pedido y le ordenaba entregar a aquellos prisioneros, no podía hacer nada para oponerse. Amador y los otros se miraron, incrédulos. El suplicio duraba ya dieciocho meses, era imposible que acabara así, de la noche a la mañana. Cuando el jefe se marchó, dieron la noticia a los demás. Tampoco podían asimilarlo, y aquella noche casi nadie concilió el sueño. La gente dudaba entre dejarse arrastrar por la euforia o temer que aquélla pudiera ser una jugarreta más del jefe.

Pero no lo era. Por la mañana los llamaron temprano y les dieron uniformes limpios, aunque usados, para reemplazar sus andrajos.

– Quieren que estemos presentables -comentó un sargento.

– Ahora dirán que nos han tenido en un hotel -apostó un soldado.

Fuera cual fuera el propósito, la señal confirmaba la noticia tanto tiempo esperada, y los hombres se cambiaron obedientemente. Los moros que los condujeron hasta la playa tenían el ánimo dividido. Por una parte debían estar contentos, ya que habían conseguido doblar el espinazo de los europeos al obligarlos a pagar por sacar a su gente, después de tanto proclamar que los liberarían por la fuerza. Por otro lado, aquellos moros perdían su sustento y su cómodo destino, y lo que ahora les aguardaba era alguna sucia trinchera para defenderla de los batallones de choque. Nunca llueve a gusto de todos, se dijo Amador, mientras trataba de estirarse su uniforme nuevo, un poco pequeño, y se preguntaba a quién habría pertenecido antes.

En la playa los supervivientes del campamento de la tropa se reunieron con los oficiales y con las mujeres. En la mirada de éstas se advertía que ya no esperaban salir de allí con vida, y a algunas ni siquiera parecía afectarlas la cercanía de su libertad. En total eran unos trescientos supervivientes, la mitad de los que habían apresado los harqueños dieciocho meses antes. El sargento Badía, muy animado, departía con los oficiales y con los emisarios que venían con el dinero para ajustar cuentas con los jefes moros.

En eso atracó en la playa un lanchón, y los que los vigilaban les dijeron que empezaran a subir a él.

– ¿Ya? -preguntó un soldado, atónito.

No se lo hicieron ordenar dos veces. Subieron al lanchón las mujeres y los niños y después todos los que cupieron, mientras los negociadores europeos volcaban, encima de unas mantas que los negociadores moros habían dispuesto sobre la arena, las sacas llenas de monedas de plata. Bajo el sol invernal relucían aquellas cascadas metálicas, que los moros iban contando con avariciosa diligencia.

Llegó otro lanchón, al que siguieron subiendo soldados, y después otro y otro. Con el último, trajeron a unos harqueños prisioneros que formaban parte del intercambio. Los negociadores moros pasaron lista, y alegaron, entre airadas protestas, que faltaban diez. Todavía quedaban en la playa la mitad de los oficiales, los sargentos y algunos cabos y soldados, entre ellos Amador. Aquel contratiempo les encogió el alma a todos; hasta llegaron a temer que iban a quedarse retenidos allí, cuando los moros armados que había cerca hicieron ademán de montar sus fusiles. Los negociadores europeos, ayudados por el sargento Badía, que desplegó sus mejores dotes diplomáticas, trataron de calmar los ánimos. Al final se llegó a una solución: se les daría a los moros doscientas mil pesetas más, por los que faltaban, y se convino también en pagar una factura imaginaria por gastos de manutención de los prisioneros, que ascendía a la peculiar cifra de 27.787 pesetas.

Cuando Amador subió al fin al lanchón y se separó de aquella playa, cerró los ojos, alzó la cabeza y dejó que el sol le diera en los párpados cerrados. Estuvo así durante cerca de un minuto, sintiendo en los labios y en la nariz la sal, el agua, la brisa. Había tardado año y medio en subir a aquella barca. Año y medio, desde que le dejaran atrás en la playa de Sidi Dris, por intentar salvar a un compañero. Pero ya estaba, había salido. En ese momento Amador supo que tenía suerte, y que aquella suerte la había ganado pero también le había sido concedida; tanta gente había luchado tanto o más que él, para acabar quedándose allí enterrada. Dio las gracias, a quien correspondiera.

En el barco, sin poder permanecer contenido por más tiempo, el júbilo se desató entre los ahora ex prisioneros. Corrió de proa a popa una felicidad enajenada, casi histérica, con lágrimas y risas, vivas y juramentos, que los periodistas que iban a bordo aprovecharon para retratar con fruición. Amador también sentía ganas de hacer ruido, de emborracharse, de aporrear algo, pero algo en su interior no veía con excesivo agrado aquel espectáculo estentóreo. Siempre había sentido una cierta incapacidad para dejarse arrastrar por el entusiasmo desbordado de las celebraciones. Nunca le parecía que hubiera tanto que festejar, y quizá aquella mañana, sobre la cubierta de aquel barco, sentía menos que nunca que la ocasión fuera propicia a la jarana. Habían conseguido salir, y eso era una alegría para cada cual, pero también había trescientas razones para el comedimiento: los trescientos que habían quedado atrás, y que nunca iban a reunirse con sus familias.

Todavía el destino quiso hacer una finta cruel. Uno de los prisioneros murió durante la travesía a Melilla, sin poder aprovechar más que unas horas de su reciente libertad. La noticia al principio heló la sonrisa a todos, pero poco después se fue restableciendo el jolgorio sobre la cubierta. Especial atención suscitaba el abnegado sargento Badía, cuyo heroico comportamiento durante el cautiverio era ya conocido de toda la prensa. Por ello los periodistas le asediaban, en busca de detalles sabrosos o directamente truculentos con los que poder sazonar sus crónicas. Badía se dejaba hacer con su bonhomía habitual, quitándose continuamente importancia y agradeciendo a diestro y siniestro. Alababa sin parar las gestiones de quienes los habían sacado de allí, lo que a Amador le parecía más que comprensible, pero también los nobles desvelos del gobierno y del Rey, lo que ya no se lo parecía tanto.

Amador observaba con interés a aquel hombre. Se preguntaba, una vez más, cómo podía mantener su sumisión a quienes le habían abocado a permanecer dieciocho meses en condiciones infrahumanas. Aquellas zalemas se le antojaban poco menos que repulsivas, y sin embargo a Badía le tenía por lo único por lo que podía tenerle: por un individuo excepcional y admirable. Después de aquellos meses, y de verle salvar a tantos, se habían volatilizado todas sus reticencias. A Amador le molestaba íntimamente la paradoja de observar que alguien cuya valía estaba fuera de toda discusión podía ser capaz de plegarse a lo que él más aborrecía. Pero así eran las cosas, y así había que aceptarlas. Meses después, le enfurecería saber que a Badía le habían denegado la máxima condecoración, la cruz Laureada, y que se había tenido que conformar con la cruz del mérito militar y la cruz de Beneficencia. Eso era todo lo que a uno le correspondía por salvar la vida de sus compañeros. Para ganar la Laureada había que ser un tarado capaz de saltar sobre un parapeto y matar a treinta enemigos a la bayoneta, o dejarse morir con toda la gente que uno tuviera a su cargo. Por lo menos, a Badía le dieron un puesto de subjefe de celadores en el banco emisor y le licenciaron para siempre del ejército.

El barco con los prisioneros llegó a Melilla hacia las ocho de la tarde. Del puerto salieron a recibirlos numerosas embarcaciones más pequeñas, que hacían sonar una y otra vez sus silbatos y sirenas, a los que el barco respondía con la suya. En el muelle había mucha gente con pañuelos y banderas y una banda de música. También se habían congregado allí las autoridades militares y civiles de la plaza, para recibirlos con todo el aparato oficial.

Hubo discursos, aplausos, llantos, desmayos, vítores. Los prisioneros que podían hacerlo por su pie bajaron por la escalerilla y a duras penas consiguieron llegar hasta sus familiares. Estaban prácticamente todos los de los oficiales, empezando por la hija y la mujer del general, que se abrazaron a él y se quedaron así un rato, con los ojos apretados para tratar de olvidar aquella pesadilla inconcebible. De los parientes de los soldados, en cambio, sólo habían venido algunos, aquellos que sumando sus propios ahorros a la magra ayuda del gobierno habían podido pagarse el pasaje y la pernocta. No era ése el caso de los padres de Amador, así que avanzó como pudo entre la multitud y se dirigió a una zona despejada, donde pudiera tomar un poco el aire. Era fresco y agradable, el aire de aquella noche de enero en Melilla.

Después a la tropa le dieron un banquete y una fiesta, en la que el vino y el coñac corrieron en abundancia. Los oficiales lo celebraron por separado y el general declinó expresamente la invitación para asistir al festejo de los soldados, alegando su frágil estado de salud. Como no veía para qué iba a refrenarse, Amador se puso ciego de comida y de alcohol. Más valía aprovechar, se dijo, para una vez que le iban a dar un homenaje en la vida. Así, entre los vapores del vino y el coñac, Amador vio avanzar y agonizar aquel festín de parias estupefactos, que mordían la carne y vaciaban las copas, como él, sin terminar de creer que aquello que comían ya no eran restos de cerdo pútrido, ni lo que bebían la maldita agua venenosa.

Al final, como otros muchos ex cautivos, Amador perdió el conocimiento. Lo recobró a la mañana siguiente, junto a una buena parte de sus compañeros, en una sala del hospital militar. Vio pasar a una monja y la llamó.

– Eh, hermana.

La monja se detuvo, dio media vuelta y se acercó, lentamente. Con una sonrisa beatífica, le preguntó:

– ¿Cómo está, cabo?

– Bien. ¿Cuándo me dejan salir de aquí?

– No tenga prisa. Usted y sus compañeros tienen que descansar. Después los mandarán a casa, que ya han pasado bastante.

– A casa -repitió Amador, estúpidamente. No había pensado en eso. No había previsto que fueran a ponerle en un barco y a enviarle de regreso a Madrid. Todavía le quedaban un par de meses para completar el tiempo reglamentario, y había supuesto, sin más, que le obligarían a cumplirlos. ¿Quería decir la monja que iban a licenciarlos?

– ¿Van a licenciarnos?

– A todos-confirmó la monja-. O eso dicen sus jefes.

Amador quedó tan impresionado por la noticia, que no se opuso a permanecer en aquella sala de hospital todo el tiempo que los médicos considerasen necesario. Así se lo confesó a la monja, que se echó a reír. Luego Amador se incorporó un poco en la cama, se colocó las almohadas a la espalda y se quedó contemplando el techo, absorto. En aquella sala había heridos, enfermos, y otros que como él hacían poco más que dormir la mona y reponer fuerzas. Pero reinaba un silencio de templo, sin los ayes desgarradores de las enfermerías de campaña. Entre eso y la media penumbra en que mantenían la sala, a Amador no le costó nada volver a amodorrarse. Así estuvo, no habría podido decir cuánto tiempo, hasta que alguien le despertó.

– Eh, cabo.

Amador abrió los ojos. A1 principio le costó discernir a quien le hablaba. Luego vio que era un hombre en pijama, con un brazo en cabestrillo. Tan pronto como pudo fijar sus facciones, le reconoció.

– Mi sargento -murmuró.

– Dime Molina, coño, que me ha costado un rato encontrarte.

El sargento rodeó la cama y fue a darle un abrazo. Amador se irguió y se agarró a él con fuerza.

– Cuidado, que el vendaje no es de despiste -se quejó Molina.

– ¿Qué le ha pasado?

– Ya ves, un tiro de suerte, como los llaman -explicó Molina, cachazudo-. Un balazo en el brazo, por sacarlo a pasear por donde no debía. Al principio me dio rabia, porque además me dolió de lo lindo, pero a cuenta de él ya llevo dos semanas de vacaciones. En fin, ya era raro que siguiera intacto, después de siete años de hacer el tonto en África.

Amador se quedó observando al sargento. Año y medio después, a pesar del pijama y el vendaje, y de toda la porquería y todo el polvo que hubiera tenido que tragar entre medias, Molina seguía siendo el mismo.

– No te preocupes, hombre, que no me voy a morir -bromeó el sargento-.Y tú, ¿qué es lo que tienes?

– Yo, nada -se avergonzó Amador-. La borrachera de la celebración y poco más. Que hacía ya mucho tiempo que no comía nada medio bueno.

– Habría querido ir a recibiros al muelle -dijo Molina-, pero los médicos no me dejaron salir.

– No se perdió gran cosa, la verdad. Parecía que veníamos de reconquistar Cuba, lo que dadas las circunstancias es casi un sarcasmo.

– Siempre tan retorcido. Tu socialismo, supongo.

– No crea, me pesa más el cansancio. ¿Cómo supo que estaba aquí?

– Me contaron que habían traído a algunos de los prisioneros. Pensé que podías estar entre ellos, aunque prefería que no hubiera razones para traerte al hospital. Pregunté a las monjas y ellas me lo confirmaron. También me dijeron que no tenías gran cosa. Menos mal que las monjas no mienten.

– Menos mal -asintió Amador.

Los dos hombres quedaron en silencio. Molina se había sentado sobre la cama de Amador y le daba ahora el perfil. Sobre él, al trasluz de la ventana que había enfrente, Amador vio los puntitos de la barba sin afeitar.

– ¿Cómo fue eso, cabo? -preguntó al fin Molina.

– Mal, pero pudo haber ido peor -contestó Amador-.Ya ve. Aquí estoy, que es algo que muchos no pueden decir. Ha sido muy largo y ha sido una putada, pero me empeñé en hacer lo que me dijo; en creer en la suerte y en buscarla, aunque no se la encontrara ni debajo de las piedras.

– Hiciste bien, entonces -aprobó Molina-.Y ya ves que funciona.

– Cuando quiere funcionar, mi sargento.

– Claro. Pero eso es lo único en lo que se puede pensar. Para hacer el equipaje siempre te va a sobrar tiempo.

Amador hizo memoria. Algo tenía que decirle.

– Me vinieron muy bien sus cartas -se acordó-. Era de lo poco bueno que llegaba por allí, el correo. Ni siquiera el dinero nos alegraba tanto, porque teníamos que gastarlo en la bazofia que nos vendían los moros.

– Bueno, no soy un gran escritor -se sonrojó Molina-.Te habrás reído de mis faltas, tú que eres más instruido.

– No había ninguna falta, pero si pensaba que las había se lo agradezco el doble. No creo que nadie recibiera cartas tan valiosas.

Molina meneó despacio la cabeza. A continuación algo se ensombreció en su gesto y casi sin darse tiempo, indagó:

– ¿Qué fue de mi amigo Haddú?

– Lo que había de ser, mi sargento -dijo Amador, circunspecto-. Peleó hasta el final, porque ésas fueron las órdenes que nos dieron. El cadáver estaba lleno de cuchilladas, pero uno me dijo que había muerto de un balazo, casi sin sentir, y que los moros lo habían apuñalado cuando ya estaba muerto. No tenía cara de haber sufrido, eso es todo lo que yo puedo decirle. Antes de separarnos, me dio recuerdos para usted.

A Molina se le iluminaron los ojos, que apuntó en seguida al frente.

– Un buen tipo y un buen soldado, mi amigo Haddú.

– Siempre caen los más generosos, mi sargento. Sólo se salva la gente como yo, los que se esconden o se apartan.

– No digas gilipolleces, cabo -le reprendió Molina-. Si te salvaste, no tienes que pedirle perdón a nadie. Nadie tiene la obligación de morirse.

Volvieron a quedarse callados. Amador se dio cuenta de que, aunque Molina ya daba por descontada la muerte de su amigo, los detalles aún podían emocionarle. Siempre era eso lo que emocionaba, los detalles.

– ¿Sabe, mi sargento? -rompió el silencio Amador-. Muchas veces me he acordado de aquello que les dijo a los soldados que les pagaban a otros para que hicieran la descubierta. Aquello de que cada bala tenía un nombre, y que la bala que a uno le estaba destinada no podía comprarse ni venderse. Pensaba en todos los que había visto caer, porque una bala había silbado su nombre, y a cada minuto esperaba la que había de venir a llevarse el mío. Pensaba en lo caprichosa que era la bala, al elegir el nombre que se llevaba, y en lo poco que se podía hacer para cambiarlo, como usted decía. Y aunque la bala no hubiera venido todavía por mí, sabía que acabaría viniendo. La sentía. Incluso ahora, aunque vuelva a casa y allí no haya guerra, siento la bala que acabará viniendo a buscarme. Para llevarse mi nombre, como el de los otros.

Molina exhaló un largo suspiro. Al cabo de un rato, interrogó a Amador:

– ¿Sabes qué nombre se lleva la bala, siempre?

– No -repuso el cabo, sin comprender muy bien la pregunta.

– El nombre de los nuestros -dijo el sargento, solemne-. Los nuestros son ellos, los infelices que siempre salen mal parados: Haddú, o los otros que cayeron en Sidi Dris, o los pobres a los que yo elegí para defender Afrau en la retirada y que se quedaron allí. Hasta los moros a los que matamos, si lo miras, son los nuestros. Nosotros somos como ellos: corremos, nos arrastramos, pasamos miedo y nunca nos ayuda nadie. Por eso tenemos que recordarlos siempre, a nuestros muertos; nosotros, Amador, porque los demás van a olvidarlos. Van a olvidar que murieron, y que chillaron, y que se desangraron encima de esta tierra. Pero tú que los has visto caer no los olvides nunca, Amador. Aunque no vuelvas a África.

Al sargento se le quebró la voz y ya no pudo seguir. Amador se quedó dándole vueltas a la última frase: aunque no volviera a África.

– Al final se me hizo socialista, mi sargento -terminó por decir, forzando una sonrisa, para tratar de ayudarle al sargento a desarrugar la frente.

– Qué coño socialista -respondió Molina, airado.

Cinco días después, Amador embarcó para Europa. Nunca volvió.

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