11 Laya

LA TIERRA ENEMIGA

Cuando aquella tarde el Laya llegó frente a Sidi Dris, sus tripulantes creyeron que retrocedían en el tiempo, a los acontecimientos que habían vivido a principios de junio. La historia se repetía, con exactitud de detalles: en la posición se afanaban los fusileros y retumbaban los cañones; más allá, en las alturas, el enemigo disparaba sin descanso, dejando un rastro de nubecillas blancas que se elevaban lentamente sobre las laderas. Pero a Veiga la situación le pareció mucho menos boyante que la otra vez. Había más moros en las montañas, y los defensores respondían con menos brío.

La maniobra de fondeo se efectuó con rapidez. Los hombres del Laya conocían de sobra aquellas aguas, y una vez tomadas las marcaciones en la costa y reducida completamente la marcha, sonó la esperada orden:

– ¡Fondo!

Largaron las dos anclas, que cayeron al agua acompañadas por el ruido estruendoso que hacían las cadenas al correr. Cuando hubieron soltado la longitud suficiente para tocar fondo y evitar que el buque garreara, el oficial que dirigía la maniobra ordenó dar estopor y hacer firme. Las cadenas quedaron interceptadas con un brusco chasquido y los marineros las aseguraron sin pérdida de tiempo. La virazón soplaba con fuerza bastante para provocar el borneo del barco y dificultar que se mantuviera de través hacia la costa, por lo que fue necesario soltar también un anclote a popa. Con ello el Laya quedó en posición de combate y sólo ligeramente proclive a escorar a babor, algo que los artilleros podían corregir sin demasiada dificultad al hacer la puntería.

La orden de acudir a proteger Sidi Dris había llegado en el último despacho enviado al Laya por el Comandante General. En él se les comunicaba además que el grueso de las tropas evacuaría a primera hora de la mañana el campamento general y emprendería la retirada hacia la llanura. Desde entonces no se había vuelto a saber del Comandante General, pero los del Laya no necesitaban más despachos para percatarse de la magnitud del desastre. Al abandono del campamento general había que sumar la pérdida de Igueriben y de Talilit, cuyos defensores, según aquel último despacho, tenían orden de replegarse sobre Sidi Dris. Tanto esta posición como Afrau, sin ninguna posibilidad de auxilio o retirada por tierra, quedaban aisladas y sólo fiadas a la ayuda que los barcos de la Armada pudieran proporcionarles. Los planes de conquista habían caído súbitamente en el olvido. Ya no había más remedio que admitir los hechos: la potente harka que había lanzado el ataque en todo el frente era ahora la dueña de las montañas.

Comunicaron con la posición. El intercambio de señales era arriesgado para los que estaban en tierra, pero aquellos hombres cifraban en el barco su única esperanza y tenían que hacerle llegar sus mensajes a toda costa. El comandante de Sidi Dris reclamó al Laya urgente cobertura artillera, para poder economizar la ya mermada munición de sus cañones. También dio cuenta de la llegada de los restos de la guarnición de Talilit y del gran número de heridos que tenían. Por su parte, el comandante del Laya, tras acceder a la solicitud recibida, informó a la posición de la inminente arribada de otros dos buques, con los que se organizaría el apoyo que fuera menester darles.

Cumpliendo las órdenes del comandante, los marineros aprestaron la pieza de la amura de estribor y las dos de la toldilla, y el Laya soltó una andanada que hizo temblar la tarde. Los proyectiles abrieron la tierra de las laderas en tres explosiones que sirvieron para acallar momentáneamente el tiroteo de la harka. Poco después se reanudó, aunque menos intenso. El comandante ordenó una segunda y una tercera andanada. Las tres piezas del siete con sesenta y dos volvieron a rasgar por dos veces el aire y la harka recibió una doble ración de metralla que mermó su acometividad. En realidad, los cañonazos sólo habrían producido unas pocas bajas, pero sus efectos en la moral de los atacantes y en la de los defensores bien justificaban el gasto.

– Basta por ahora -dijo el comandante. Hay que guardar para luego.

Los marineros se agolpaban en cubierta para ver el espectáculo del bombardeo y la desesperada defensa de la posición.

– Pobrecillos -decía uno.

– Cómo me alegro de que no me tocara infantería -aseguraba otro.

– Tampoco te alegres tanto -intervino Duarte, que andaba cerca de quienes sostenían aquella conversación-. Imagina quién tendrá que sacarlos de allí, si los moros terminan de ponerse intratables.

– No nos eche ese mal agüero, mi contramaestre -protestó el marinero.

– No os lo echo yo, muchacho, sino la morisma dijo Duarte, señalando hacia los montes-. Ahora son ellos los que nos marcan el paso. Se han acabado las estrategias de los generales, las intrigas y los parlamentos. Habrá que pelear y habrá que hacerlo como quiera esa gente. No nos está mal empleado, por habernos creído que haríamos de ellos lo que nos diera la gana.

Veiga, que estaba de pie en el castillo, a sólo unos metros de distancia, oyó perfectamente la impertinencia de Duarte, pero prefirió fingir y hacerse el distraído. No le apetecía en absoluto llamarle y verse en la obligación de reprenderle delante de la marinería. Por otra parte, se temía que el contramaestre tuviera razón. No cabía depositar demasiada confianza en que los sitiados resistieran por mucho tiempo los embates del enemigo, y las noticias de que disponían tampoco permitían esperar que nadie fuera a venir a romper el cerco. Si el grueso de las fuerzas de la comandancia había emprendido el retroceso en dirección a Melilla, los moros tenían plena libertad de movimiento y podían concentrar frente a Sidi Dris todas las fuerzas que fueran necesarias para rendir la posición. Contra eso, el Laya no podía hacer más que castigar periódicamente las montañas, como si el adversario no fueran aquellos hombres escurridizos y tenaces, sino la tierra que les había visto nacer. Y en realidad, pensó Veiga, así era. Quien les plantaba cara era la propia África, que se reía de ellos y de sus inofensivos proyectiles.

A media tarde, la silueta de otro buque surgió en el horizonte. Era el Princesa, que también había sido movilizado en apoyo de la acuciada posición costera. Fondeó a poca distancia del Laya y los dos barcos intercambiaron señales. El Princesa transmitió las órdenes que había recibido del Alto Comisario, quien se había hecho cargo personalmente de las operaciones tras la desaparición del Comandante General. De acuerdo con aquellas órdenes, había que proteger Sidi Dris con los fuegos de ambos buques y, en caso de no poder sostenerla, favorecer su evacuación y acoger a bordo a los supervivientes. También debían ocuparse de la protección de Afrau, la otra posición costera. Para poder hacer frente a todo el trabajo, navegaba hacia allí el Lauria, cañonero gemelo del Laya. Se acordó que el Laya y el Princesa permanecerían cubriendo Sidi Dris hasta la llegada del tercer buque, momento en el que el Laya partiría hacia aguas de Afrau para verificar las dificultades a que se enfrentaban sus defensores. Se presumía, ya que Afrau se encontraba a veinte kilómetros de la línea del frente, que su situación no sería tan comprometida como la de Sidi Dris.

La tarde fue avanzando lenta y angustiosamente. Cada cuarto de hora, más o menos, los dos buques lanzaban una andanada para escarmentar a los harqueños que rodeaban Sidi Dris. Pero al poco rato el tiroteo se reanudaba, y desde la posición respondían cada vez con menos energía.

– ¿Por qué se dejan avasallar de esa forma? -preguntó un marinero.

– Tienen que ahorrar la munición -explicó Duarte-.Ya deben olerse que no va a llegar ningún convoy para aprovisionarlos. Pon que a cada uno le hayan dado cien cartuchos. Tirando por alto, ciento veinte. Con eso tendrán que aguantar hasta el final. Y quién sabe cuánto les queda.

– Podríamos suministrarles nosotros -apuntó otro, dubitativo.

– No mientras siga cayendo tanto plomo de los montes -descartó Duarte-. La playa está batida por todas partes y nos dejaríamos la piel y los botes en el intento. Y además, diez mil cartuchos arriba o abajo no los van a salvar. Cuando la suerte se pone tan torcida como se les ha puesto a ésos, no se la endereza a no ser que venga Dios Padre con las tenazas gordas. Yo que ellos, ya estaría rezando todo lo que supiera, por si sirve.

Un poco antes del atardecer el comandante del Laya reunió a la oficialidad, para poner en su conocimiento los planes inmediatos y darles cuenta de las últimas informaciones que se habían recibido a bordo.

– Señores, supongo que se hacen cargo de la situación -comenzó el comandante, con solemnidad-. Nuestras fuerzas de tierra parecen haber sufrido un descalabro de enormes proporciones. Las noticias son todavía incompletas y confusas, pero eso no es sino un síntoma más de la catástrofe. Del Comandante General no se sabe nada desde esta mañana. Sólo podemos suponer que está prisionero o que cayó durante la retirada del campamento general. El general segundo jefe está intentando reorganizar las fuerzas hacia la zona de Dar Dríus, para tratar de contener el avance enemigo. No sabemos si lo conseguirá, pero lo que parece muy improbable es que pueda lanzar una contraofensiva. Debemos aceptar, por tanto, que esos montes que tenemos ahí enfrente serán durante algún tiempo territorio enemigo.

Los oficiales se miraron unos a otros. El comandante había hablado con franqueza y amargura, como correspondía para reconocer la derrota y el quebranto consiguiente. A todos les embargaba un sentimiento desmoralizado y trágico, porque aquélla era, sin duda, la más indeseada encrucijada en que un ejército podía hallarse. Después de haber sostenido durante meses la euforia de un avance imparable, todo se había desmoronado de pronto. Los generales desaparecían, los soldados huían y el único objetivo imaginable, que no plausible, era poder frenar la retirada en Dar Dríus, lo que ya suponía perder todo el fruto obtenido en la campaña de aquel año. Lo que algunos se preguntaban era qué podían hacer ellos, con aquel humilde buque y poco más de un centenar de marineros, para paliar la hecatombe.

Veiga, que era el más nuevo, no había paladeado las mieles de los triunfos de la primavera y el invierno anterior, y por ello sentía menos acusadamente el contraste. Sin embargo, su sensación era peor que la de los otros. Su estreno adquiría con aquel viraje de los acontecimientos un aire de fatalidad, arrojándole de cabeza al fracaso sin haberle permitido conocer una sola victoria. En la escuela, al estudiar la historia naval, Veiga se había sentido impresionado por la extensa nómina de barcos idos a pique, flotas deshechas y almirantes vencidos que llenaba los últimos cuatro siglos de aquella armada en la que había dado en enrolarse. El alférez había experimentado una emoción honda, a fuer de triste, al leer aquellos relatos sobre marinos que se enfrentaban sin éxito a enemigos superiores, sobre barcos desarbolados por cañones con mayor alcance que los suyos y sobre escuadras siempre obligadas a navegar en retirada, mientras las seguía en caza la adversaria. La derrota, tal y como se la presentaba en aquellas crónicas, tenía un aire heroico, y solía culminar con una real orden por la que se disponía que siempre hubiera un buque de la Armada que llevara el nombre del valeroso marino que había porfiado hasta hundirse con su nave. Pero la derrota, frente a aquellas costas hostiles y calcinadas de África, no tenía nada de eso. Era una simple humillación, infligida además por aquellos harqueños miserables. Un revés sórdido, cruel y polvoriento.

Pese a todo, aunque Veiga no lo constataría hasta más tarde, en la derrota había algo de aleccionador. Quien nunca la había padecido, de una forma tan absoluta como la que ahora les tocaba, carecía de aquella conciencia de la propia insignificancia y de la contingencia de todos los empeños. Tenía sus inconvenientes, sentirse solo e inerme ante esa conciencia, pero Veiga era hombre de mar y no debían repugnarle la soledad ni la desnudez. Gracias a ellas, llegaría a guardar incluso un recuerdo épico de aquella circunstancia; no una estampa gloriosa como las elaboradas a propósito de los viejos héroes infortunados, sino algo más discreto y de índole estrictamente personal. Algún día, al cabo de los años, se acordaría de aquel momento en que encaraba el desastre en aguas de Sidi Dris, y esa experiencia pesaría en su carácter y en su hechura como hombre, incluso aunque prefiriera no reconocerlo, más que cualquier triunfo que la vida pudiera depararle.

Por el momento, sin embargo, el Laya y su tripulación no eran los peor parados, y por tanto se les adjudicaba el papel de aliviar el trance a los que se encontraban en mayor apuro. El comandante, reconocida la delicada situación, quiso que sus oficiales asumieran su deber:

– El hecho es, señores, que hundido por completo el ejército, nosotros somos lo único que tienen esos desdichados que están ahí sitiados por los moros. Piensen en lo que esperarían ustedes de nosotros si estuvieran en su lugar, y con eso sabrán lo que tienen que hacer. De momento las instrucciones son apoyarlos con nuestra artillería, lo que significa que habrá día y noche una dotación al pie de los cañones para hacer fuego cuando sea preciso. Tenemos que intervenir con eficacia, pero sin escatimar.

– Mi comandante -le interrumpió el segundo oficial.

– Di, Velasco.

– ¿No perdemos el tiempo? Ahí enfrente tienen las horas contadas.

– No entro ni salgo, Velasco. Son las órdenes que tenemos y las cumplimos. El comandante del Princesa y yo mismo le hemos sugerido al Alto Comisario que no creemos que la resistencia pueda prolongarse, pero de momento y mientras no nos digan lo contrario, debemos mantener el apoyo.

– A mi juicio -opinó Velasco-, deberíamos ir pensando en la evacuación.

– No nos toca decidir eso. La evacuación sólo está autorizada para el caso de que la posición no pueda sostenerse. Y eso lo juzgará su comandante, que no lo ha pedido por el momento. Mientras él no aprecie lo contrario, las órdenes del Alto Comisario son repeler el ataque.

A muchos de los presentes la situación se les antojaba difícilmente comprensible. Los soldados de Sidi Dris podrían evacuar la posición si no podían resistir, pero debían resistir hasta que no pudieran más. La orden, confusa en su forma y en su propósito, era un indicio de la desorientación en que en aquellos momentos se hallaba sumido el mando, en parte por los cambios forzados en la jefatura de las operaciones, en parte por el sesgo imprevisto que éstas habían tomado. Para aquellos hombres, habituados a cumplir órdenes, percibir con tanta claridad el desconcierto de sus jefes era una razón más para el desánimo. La mayoría, y el comandante no era una de las excepciones, creía como Velasco que lo único sensato era aceptar que la harka había vencido en toda regla y actuar en consecuencia, es decir, tratar de sacar a aquella pobre gente de allí sin más demora.

– Lo anterior no quita -añadió el comandante para que debamos irnos preparando para una posible

evacuación. Y que todo el mundo tenga presente desde ahora mismo que no es asunto fácil. En la posición hay unos trescientos hombres, muchos heridos. Tenemos seis botes, que deberían hacer varios viajes, y la playa está muy expuesta a los tiradores enemigos -aquí el comandante hizo una pausa, y cuando volvió a hablar lo hizo buscando los ojos de sus oficiales-: Por mucha cobertura que demos desde el barco, sufriremos bajas, con toda seguridad, sin contar con que nuestros marineros no están curtidos en la tarea de combatir como infantes.

Las últimas palabras del comandante ponían el dedo en la llaga, y los oficiales reflexionaron lúgubremente sobre su significado. No sólo pertenecían al ejército vencido, sino que podían verse obligados a sufrir en carne propia el mordisco de la adversidad. Normalmente, la misión del Laya consistía en navegar junto a la costa, haciéndole sentir la amenaza de sus cañones. Con ellos habían roto cercos a posiciones, hostilizado tribus o desbaratado aduares costeros en los que se sospechaba que se alimentaba la resistencia contra la penetración de las tropas. En cualquiera de aquellas acciones la ventaja era toda suya y la desventaja de aquella tierra impotente que sólo recibía sus cañonazos. Pero si se evacuaba Sidi Dris el caso era inverso: tenían que ir hasta allí, hasta la tierra siempre a distancia y ultrajada, y exponerse sin protección a los efectos de su rencor tan largamente alimentado. Muchos desearon en ese instante estar en algún gran buque en el Atlántico, donde la mar era inmensa y no había tierra a la vista y donde todo el peligro era la inexistente posibilidad de batirse contra una escuadra enemiga. Los moros no tenían escuadra, nada más que faluchos que el Laya podía hundir con un soplido, pero la desventura quería que hubieran de ir a buscarlos a su terreno, donde sus montes les hacían temibles y poderosos. El comandante no dejó de advertir la vacilación de sus hombres:

– Ya sé que no es apetecible, pero para eso estamos. Y espero que si tengo que mandar a alguien a arriesgarse a recibir un tiro no haya entre ustedes ninguno que deje de presentarse voluntario.

Había sonado como un reproche, y todos los oficiales lo sintieron como tal y al mismo tiempo como una exigencia que no podrían eludir. Veiga meditó sobre la amenaza que pendía sobre su cabeza, y hubo de admitir que no estaba preparado. No había pensado que tan pronto, al día siguiente o al cabo de unas pocas horas, podía tener que ofrecerse para ser uno de los que se perdieran en el remolino insaciable de aquel desastre. Sin embargo, preparado o no, se ofrecería. Se trataba de elegir entre el miedo y la vergüenza, y a Veiga le había sido inculcado un inflexible orgullo de oficial.

– Eso es todo por ahora, señores -concluyó el comandante-. Cuando se presente el Lauria zarparemos hacia Afrau y veremos cómo están allí.

Algunos minutos después, mientras realizaba su turno sobre cubierta, Veiga se quedó ensimismado ante el rotundo espectáculo del ocaso sobre la costa de Sidi Dris. El cielo se había vuelto de un rojo profundo hacia el oeste, tras la línea sutil del mar y la masa oscura y accidentada de las montañas. Era como si detrás de la cordillera alguien hubiera encendido una hoguera gigantesca, que poco a poco fue perdiendo ardor mientras el firmamento se convertía en un terciopelo morado, suntuoso y fúnebre. Bajo la noche a medio cerrar destellaban esporádicamente los fuegos de los fusiles de la harka, fulminaciones como ojos que se abrían y cerraban implacables en el cuero reseco de los montes. Los cañones de la posición habían enmudecido, y los del Laya desgarraban selectivamente la noche en busca de aquellas luces efímeras tras las que alentaba el enemigo. Ahora no había viento y el Laya estaba plácidamente surto en la mar, sin que la más mínima escora estorbase la labor de los artilleros. Desde Sidi Dris, donde no había ni un farol encendido a fin de dificultarles hacer blanco a los tiradores moros, replicaban los fusileros con la cadencia perezosa que habían mantenido durante toda la tarde. También tableteaban las ametralladoras, lanzando ráfagas intermitentes que desde el Laya se veían como resplandores trémulos y apenas sostenidos.

El contraste de luces y sombras, silencios y estruendos, tenía para Veiga una caprichosa armonía. Durante el día, la calima y el polvo lo difuminaban todo, pero al anochecer se producía una transformación súbita y cautivadora. La mar, el aire, la costa misma, todo tenía un fulgor extraño. Hasta los hombres que allí estaban intentando matar y no morir debían sentirse sobrecogidos por la inaudita belleza de que se revestía el paraje Africano mientras huía la luz y se les venía encima la noche llena de incertidumbres. Veiga había nacido en una tierra donde el anochecer era mucho más impreciso y donde la niebla y la llovizna inundaban a menudo el aire. Y echaba de menos el olor de los árboles y la hierba húmeda, pero aspiraba el aroma acre de la pólvora quemada por los cañones del buque y se quedaba extasiado ante las luces que surgían y se apagaban en la atmósfera limpia de Sidi Dris. Era una fascinación irresistible, aunque el alférez no olvidaba que pronto aquellos tenaces tiradores podían tenerle a él mismo en su mira.

La noche avanzó, sin que por ello los defensores de Sidi Dris disfrutaran de tregua. Los harqueños parecían resueltos a minar su resistencia hasta que se persuadieran de que sus cartas estaban jugadas y perdidas. Los dos buques siguieron bombardeando periódicamente la costa, pero el castigo, por lo demás bastante aleatorio, no alcanzaba resultados apreciables. De hecho, hacia las diez de la noche los disparos sobre la posición se recrudecieron, como si la harka intentara aprovechar la ineficacia que el cañoneo naval demostraba en ausencia de luz. Pero los sufridos soldados se mantuvieron firmes y soportaron como pudieron la acometida. Al cabo de media hora, se volvió al paqueo incordioso y deshilvanado, que gastaba los nervios pero no planteaba un peligro inminente de que los moros tomaran la posición.

Ya de madrugada llegó el Lauria a aguas de Sidi Dris. Era un barco en todo idéntico al Laya, salvo los tres zunchos que ostentaba en su chimenea, frente al único y solitario que tenía la del Laya. El Lauria se situó en posición de combate y tomó el relevo del Laya. Sus artilleros estaban más frescos, y hasta deseaban entrar en acción. Lo demostraron con tres andanadas muy seguidas, que advirtieron a sitiadores y sitiados de que alguien más animoso se había unido a la refriega. Inmediatamente, el comandante del Laya dio orden de levar anclas y de poner proa a Afrau. Para los servidores de los cañones eso suponía la posibilidad de un descanso que todos se precipitaron a aprovechar en su coy. También Veiga, que acababa de ser relevado, intentó dormir un poco. Sentía un agotamiento absoluto, en los músculos y en el cerebro. Cerró los ojos y durante un segundo vio, grabadas a fuego en su retina, las luces de los disparos alrededor de Sidi Dris. Después quedó inconsciente.

Poco antes del amanecer vinieron a despertarle. En ese mismo instante comprobó que habían detenido la marcha, y cuando salió a cubierta vio que el Laya ya estaba fondeado en aguas de Afrau. La posición, más pequeña que Sidi Dris, estaba igualmente sitiada, aunque la intensidad del fuego que hacían sobre ella era mucho menor. A aquella hora sólo había tiros sueltos, a los que desde la posición apenas contestaban Vio que las dos piezas de la toldilla del Laya estaban apuntadas hacia tierra, pero los hombres somnolientos que las atendían se mantenían inmóviles, aguardando órdenes. El alférez tuvo un escalofrío. Durante el día el calor era espantoso, pero de noche, y especialmente cuando ya se acercaba la amanecida, el frescor de la mar le calaba a uno los huesos. Al volverse y ver la proa del barco apuntando a la aurora, Veiga notó una difusa sensación de bienestar. Haciendo un pequeño esfuerzo, hasta podían dejar de oírse los disparos en la costa. Probó a creer que nada había pasado y que aquél era un relevo rutinario, como tantos otros que había hecho despreocupadamente en las últimas semanas. Alargó el espejismo con voluptuosidad, mientras subía hacia el puente.

Desde allí, Veiga contempló adormilado el clarear del alba. Surgió al fin el disco rojo del sol, que dibujó primero la sombra de los dos cañones de proa y les arrancó después un cálido reflejo metálico. Entonces, instintivamente, Veiga se volvió hacia tierra y vio la costa que tornaba a alzarse en el horizonte, con su aridez y su agria promesa de muerte para todos.

En cuanto hubo luz suficiente, intentaron comunicar con la posición. Los moros, quizá percatándose de lo que se estaba preparando, aprovecharon el instante para intensificar su ataque. Con ello marcaban de paso el funesto inicio de una nueva jornada de asedio para los soldados de Afrau. Desde el Laya, apenas pudo advertirse aquel movimiento enemigo alrededor de la posición, se decidió intervenir. Los cañones arrojaron sobre los atacantes una lluvia de metralla y las dos piezas de la posición remataron la faena. Con ello se ganó el respiro necesario para poder intercambiar las señales.

Trataron de transmitir a la posición el plan de actuación que había sido ordenado por el Alto Comisario. Pero desde el principio recibieron desde tierra respuestas anómalas y totalmente ininteligibles. Probaron una y otra vez, sin el menor resultado. Al fin hubieron de rendirse a la evidencia: los códigos de señales no eran comunes, así que les iba a ser imposible entenderse con ellos. El hecho, intolerable e insólito, indicaba hasta qué punto llegaba en aquel ejército desguazado la desorganización. Pero esto no era una consecuencia, sino la raíz misma del desastre.

El comandante, tras comprobar la discrepancia de códigos, dijo:

– Sólo podemos esperar que sea posible comunicar con ellos por radiotelégrafo. Habrá que emitir el mensaje y ver si lo captan.

– ¿Y mientras tanto? -preguntó el segundo oficial.

– Mientras tanto nos quedamos aquí -repuso el comandante-.Y adivinamos cuándo les hacemos falta y entonces bombardeamos. Han estado solos hasta ahora. Que sientan que alguien se preocupa de ellos.

Veiga, como el resto de los hombres del Laya, se imaginó lo que pasaría por la mente de aquellos hombres, confinados en su reducto y sin posibilidad de hacerle llegar a nadie sus llamadas de socorro, porque nadie iba a descifrar sus mensajes construidos con una clave en desuso. Entretanto, la harka, que había recobrado posiciones, volvía a hostigarlos con saña. El comandante ordenó alistar también la pieza de la amura de estribor y el Laya reanudó el cañoneo en respuesta. Sólo así, a cañonazos, podían decirles a los hombres de Afrau que estaban a su lado. Pero la tierra seguía encajando impertérrita los proyectiles, como si se burlara de su patético empeño.

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