12 Sidi Dris

EL ASEDIO

Andreu, tendido y amargado en su catre, dejaba vagar la mirada por la lona mugrienta de la tienda, cuyas manchas y rugosidades conocía ya de memoria. En la enfermería de Sidi Dris, con el cerebro y los oídos exasperados por los gritos de los heridos que allí se hacinaban, Andreu había tenido tiempo sobrado para hacerse cargo de la situación y para aprender a tenerle el respeto que merecía. Se había acabado su suerte, y con ella había caducado estrepitosamente su fe en poder esquivar el plomo mortal. Aquella bala había buscado y encontrado su carne, la había rasgado y bajo el vendaje del muslo, por más que el médico dijera que aquél no era un mal tiro, guardaba ahora la señal profunda y dolorosa de su condena.

Desde hacía horas, el herido en la cabeza del catre contiguo sólo dejaba escapar balbuceos incomprensibles. Mientras le oía, Andreu recordó el momento en que había tenido el primer presentimiento de que aquello podía sucederle, a él que tantas veces se había plantado tieso e impávido ante las armas de los enemigos del pueblo, en las remotas calles de Barcelona. Había sido allí mismo, en Sidi Dris, la noche siguiente al ataque de junio. Bajo una tienda como aquélla había pensado en el cadáver degollado de Pulido, en la harka que acababa de enseñarles los dientes, y por primera vez había tenido miedo. No el miedo abstracto, inconcreto, obligado casi, sino aquella cuchillada precisa que anulaba la voluntad y arriesgaba a quien lo sentía. Había tratado de sofocarlo, pero todos sus esfuerzos habían sido inútiles. El miedo, como había hecho con Pulido, le había reclamado a su reino, y el balazo que le había barrenado la pierna era el estigma que delataba su sumisión. A partir de ahí, y lo sabía bien, todo podía ocurrir.

Hacía tanto calor que Andreu apenas distinguía de él la fiebre que le traspasaba los huesos con sus agujas candentes. Los heridos de la enfermería de Sidi Dris se disolvían lentamente en un destilado de sudor y sangre, con el que en muchos casos venía a mezclarse el chorreón ominoso de la diarrea, provocada por el agua podrida, e incontenible para hombres que ni siquiera podían levantarse. El olor resultaba insufrible, y por si fuera poco, de algunos se desprendía además el implacable hedor de la gangrena. En aquel ambiente, los difuntos se agusanaban a una velocidad increíble, y los vivos se pudrían sólo un poco más despacio. El olor de los muertos, apilados de cualquier manera en el frente que daba al mar, también llegaba a la enfermería. Difícilmente podían enterrarlos, porque eran bastantes y porque distraer a tal fin hombres de la defensa era correr un serio peligro de incrementar antes que disminuir el número de cadáveres insepultos.

Afuera se oía el ruido de los máuseres de los europeos, cansino y deslavazado, y el pak-ko de los Lebel de la harka, rítmico y tenaz. A rachas intermitentes irrumpía el tableteo de las ametralladoras, para las que la munición, supuso Andreu, ya debía escasear severamente. Todavía más de cuando en cuando sonaban las piezas de la posición, con un latido rotundo que hacía estremecerse el suelo y al que seguía poco después el estampido de la metralla, ansiosa de morder los cuerpos de los moros. Y había todavía otro latido diferente, más distante pero más regular. A éste sucedía invariablemente un silbido que se acercaba, pasaba por encima de la tienda y terminaba rompiéndose en una explosión hacia el lado de los montes. Gracias a aquella característica secuencia sonora podían deducir los heridos, o aquellos de entre ellos que aún estaban en condiciones de deducir algo, que los barcos de la Armada habían venido a ayudarlos y se estaban empleando bien. Era lo único que contaba a su favor, en aquellos instantes. La aviación, con la que algunos soñaban con fervor infantil, apenas había hecho acto de presencia. Sólo se había dejado ver por allí un avión solitario, el primer día de la ofensiva de la harka. Había soltado una bombita insignificante, demasiado lejos de cualquier lugar donde pudiera hacer daño, y había huido oprobiosamente ante el intenso fuego de fusilería con que lo agasajaban los moros. Desde entonces, pese a la insistencia con que se los había reclamado, los aviones no habían vuelto a aparecer. Su base estaba en Zeluán, muy cerca de Melilla. ¿Acaso habría llegado ya hasta allí el enemigo?

Habían pasado dos días desde que Andreu, fugitivo de Talilit, se había acogido a la protección de Sidi Dris, de donde había partido tan sólo unas semanas atrás. Las consideraciones tácticas que en su día habían determinado el establecimiento de Talilit no podían haberse revelado más desatinadas. Aquella posición intermedia, en la hora decisiva, no sólo no había servido para proteger y enlazar Sidi Dris con el campamento general, sino que tras derrumbarse le había hecho cargar con la masa aterrada y maltrecha de sus supervivientes, que poco podían contribuir a su defensa y mucho la comprometían. El comandante de Sidi Dris, con aquellos teóricos tres centenares de combatientes, que en la práctica eran bastantes menos, se las veía y se las deseaba para aguantar las furiosas embestidas de la harka. Durante los dos días los habían atacado a todas horas, siempre con el mismo ímpetu, mientras que a la tropa europea cada vez le costaba más seguir en pie. Los moros, amos y señores de los contornos, se relevaban y podían dormir y comer en condiciones, aunque apenas tenían necesidad de ello. Los europeos, recluidos en la posición y sometidos a un tiroteo constante, no podían hacer otra cosa que mantenerse agarrados al fusil. Desprovistos de la resistencia de los harqueños, se les borraba la vista y ya ni sabían adónde tiraban. Después de tantas horas de tensión, muchos caían rendidos. Otros enloquecían de terror y los sargentos tenían que aplacarlos a bofetada limpia y hasta a puñetazos.

Los que mejor se desempeñaban, pese a la desconfianza que todos habían experimentado hacia ellos cuando habían empezado los tiros, eran los miembros de la policía indígena. Sin protestar habían ido a cubrir el repliegue de Talilit, durante el que habían caído en gran número, y los que habían vuelto llevaban dos días al pie del cañón, casi sin dormir y sin aflojar en ningún momento. En cada nuevo asalto de la harka, eran ellos los que respondían con mayor firmeza, y los soldados europeos, contagiados de su espíritu de sacrificio y también picados, sacaban fuerzas de flaqueza para no ser menos que aquellos moros que estaban peleando por su causa. A los oficiales les impresionaba la lealtad de los soldados indígenas, pero más aún llamaba la atención su gesto a los elementos menos entusiastas de la tropa. En realidad, se decían los soldados europeos, los policías no tenían más que esperar a la noche para deslizarse fuera del parapeto y unirse a la harka, donde los harían sargentos, como mínimo, y donde les esperaba una victoria segura. En cambio, preferían aguantar en el parapeto de Sidi Dris, abocados a la derrota y muy posiblemente a la muerte que aguardaba a sus defensores. Los soldados, que en su mayor parte pensaban que ya habrían huido si hubieran tenido a donde ir, se hacían cruces sobre aquella actitud.

Uno de los que más fervientemente deseaba estar lejos de allí era Amador, para quien haber ido a parar a la ratonera de Sidi Dris era la culminación del infortunio que había comenzado a rondarle el día que le habían obligado a colgarse el uniforme caqui del ejército de África. Sin embargo, y aunque le había costado al principio, había llegado a comprender hasta cierto punto el comportamiento de los policías indígenas. Se lo había explicado así Haddú, el sargento moro amigo de Molina:

– Si yo elegir allí, en montaña y contra vosotros, mejor que tú esconder para que yo no hacerte agujero en cabeza con fusila. Pero yo elegir aquí, con vosotros, y yo ser hombre para cumplir palabra y aguantar cuando la cosa ponerse fea. Si yo morir aquí por elegir con vosotros, no pasar nada, morir contento y en paz. Pero si yo marchar ahora, equivocarme seguro. Hombre poder estar aquí o allí, pero no aquí y allí según venir el aire.

Era probable que los demás tuvieran otras razones menos escrupulosas, como por ejemplo que temieran que los harqueños les represaliaran por haber servido con tanto ahínco a los europeos, aunque eso no fuera frecuente. Hasta debía haber quienes no estuvieran del todo seguros de la inconveniencia de la deserción. Pero el ascendiente que Haddú tenía sobre todos ellos los mantenía en sus puestos. Amador, movido por la recomendación de Molina, procuró quedarse cerca del sargento moro. Su ánimo le daba fuerzas para resistir, pese a que la situación era cada vez más angustiosa.

Amador había asumido el mando de un pelotón constituido con restos de las más diversas procedencias. Cada día sufría tres o cuatro bajas y tenía otras tantas incorporaciones provenientes de algún otro pelotón disuelto por falta de efectivos. Pero en realidad, reflexionaba Amador, mantener aquella nomenclatura era un formalismo ridículo. Lo que había era un hatajo de fantasmas pegados al parapeto, y cada tanto un cabo o un sargento que se ocupaba más o menos de varios de ellos. Los de Amador estaban agotados, contaban sólo con treinta cartuchos por barba y habían acabado sus raciones de agua. Tenían el hombro en carne viva, de tanto encajar el retroceso del fusil, y a algunos casi no les quedaban fuerzas para sujetarlo, lo que no resultaba muy extraño si se tenía en cuenta que la mitad estaban enfermos de insolación o descomposición intestinal y la otra mitad heridos en diversos grados. Los policías de Haddú, que cubrían el sector contiguo del parapeto, los observaban con cierta conmiseración. A ellos no les afectaba el sol, ni la falta de agua, ni se les soltaba la tripa. Hasta los heridos parecían no sentir nada. De vez en cuando se dirigían a los europeos, con sorna:

– Soldadito estar amarillo. De miedo, ¿eh?

Y alguno, aunque estuviera en las últimas, no se callaba: -No de miedo, sino de cagarme a chorros en tus muertos.

Haddú y Amador tenían que intervenir para evitar que esos incidentes acabaran de mala manera, porque los nervios andaban a flor de piel y no faltaba quien tenía ganas de mandarlo todo a paseo sin importarle gran cosa que alguien fuera por delante. A aquellos hombres ya ni siquiera les imponían los muertos. Llevaban tres días apartándoselos de encima, y el aroma macabro de su corrupción era el aire mismo que respiraban. De pronto caía un hombre, y cuando sus compañeros comprobaban que había dejado de alentar, miraban primero si había agua en su cantimplora y después le quitaban el fusil y los cartuchos que le quedaban. Alguien lo arrastraba bajo el fuego hasta el depósito improvisado al otro extremo del parapeto y allí se quedaba olvidado. Con inconfesable crueldad, todos preferían eso, que el que cayera lo hiciera muerto y no herido grave. Un herido grave, como un muerto, significaba un fusil silenciado y un defensor menos, pero tenía sobre el muerto el inconveniente de exigir cuidados y estorbar a los combatientes, que debían contenerle la hemorragia y llevarle a la enfermería. Allí le tumbaban donde cupiera y le hacían lo que podían, en pésimas condiciones. Ya no quedaban vendas, ni desinfectantes, ni anestésicos.

Lo único que todavía les sobraba era comida, pero nadie tenía mucha hambre y hasta había quien evitaba comer, para que no le entrara más sed. Desde el primer día había sido imposible hacer la aguada, y las reservas de que disponía el campamento se limitaban a la poca cantidad que quedaba de lo traído el día anterior. En seguida se había impuesto un férreo racionamiento, pero para colmo habían llegado los de Talilit, un buen puñado de bocas sedientas. Cuando empezó a acabarse el agua, los soldados se aplicaron a buscar cualquier sucedáneo. Primero alguien descubrió el jugo de las latas de pimientos y de tomates. Pronto se corrió la voz y todas las latas disponibles fueron velozmente ordeñadas, con lo que quedó agotado aquel recurso. Después les tocó el turno a las conservas de pescado, aunque su líquido casi daba más sed de la que quitaba. De ahí pasaron a machacar patatas, incluida la piel, y no faltó algún oficial que probara su agua de colonia ni tampoco algún furriel que le echara un tiento al frasco de la tinta. Consumido eso ya no quedaba nada que pudiera beberse, salvo el aceite de engrasar las máquinas, que era un veneno bastante dañino. En tales circunstancias, fue natural que alguno, cuando le vinieron las ganas, decidiera orinar en la cantimplora. A otro se le ocurrió dejarla enfriar, y a otro echarle azúcar. Con este último refinamiento, hasta los más escrupulosos aceptaron sin dificultad beber orines, los suyos o incluso los ajenos, si alguien convidaba. Terminaba el tercer día del asedio de Sidi Dris y ya sólo los heridos más graves, para quienes habían sido reservadas en el último momento algunas latas de tomates, estaban libres de tener que echarse al coleto sus propios desechos.

Amador se decía, como otros muchos, que incluso si no hubiera estado enfrente la harka ya habría sido suplicio bastante. Pero es que además estaba la harka, centenares de ojos y de fusiles pendientes de ellos y listos para volarle la cabeza a cualquiera que osara asomarla por encima del parapeto. Tenían que construir su rutina contra el silbido de las balas, bajo el estruendo de los cañonazos y frente a las laderas erizadas de enemigos. Cuando el tiroteo no era muy intenso, los soldados ni siquiera respondían, para ahorrar munición. Se agazapaban contra el parapeto y aprovechaban para fumar un cigarro o echar una cabezada. En el pelotón de Amador había uno que no dejaba de comer. Era también de los que más rápidamente se habían hecho a beber orines, que azucaraba con delectación. Además echaba unas meadas inacabables, que eran la envidia de todos.

– Joder, Enrile, pareces un burro -comentaba alguno, cuando le veía rellenar la cantimplora.

– ¿Cómo lo haces, es que no sucias? -preguntaba otro.

– Cuando se enfríe os doy un trago, si queréis -ofrecía Enrile, generoso.

– Será por esas latas del maldito picadillo Siberia que se hinca entre asalto y asalto, el muy maricón -sugería un tercero, un murciano consumido por la fiebre-. A los demás nos seca las entrañas, pero él lo mea todo.

Los soldados, en su desesperación, aprovechaban cualquier respiro y cualquier pretexto para gastarse aquellas bromas amargas. Necesitaban hacerlo para sacarse de la mente el temor a los feroces harqueños que aspiraban a mutilarlos con sus gumías, o el recuerdo de los camaradas que habían caído a tierra echando un surtidor de sangre por la sien. A todos les hacía falta eludir de alguna forma la odiosa incertidumbre: si volverían a ver amanecer el día siguiente y si tenía siquiera algún sentido seguirlo deseando. Pero Amador, pese a los orines azucarados, el insomnio embrutecedor y la furia carnicera de los combates, seguía acatando ciegamente el objetivo irrenunciable de vivir para salir de allí. Sospechaba, supersticioso, que en el momento mismo en que admitiera la duda su suerte estaría echada.

Caía de nuevo la noche sobre Sidi Dris y el comandante había vuelto a transmitir a los barcos de la Armada que no confiaba en que sus hombres pudieran resistir durante mucho más tiempo. La tarde anterior, después de dos jornadas de infructuoso combate, se había recibido del Alto Comisario la autorización para evacuar la posición tan pronto como lo estimaran oportuno. El comandante, que durante tantas horas había tratado de sostener la ilusión de que podrían resistir, en parte por orgullo y en parte porque hasta entonces la evacuación sólo se les ofrecía en último extremo, había acogido con alivio la noticia. Pero para su desencanto, el comandante del Princesa, que era el jefe de la flotilla, había mostrado una lamentable indecisión respecto de la manera y el momento en que se debía ir a recogerlos. Alegaba que la operación era muy peligrosa, y que de no hacerse con la preparación suficiente podía costarles muchas bajas y saldarse en fracaso. En resumen: que desde que se recibiera la autorización, hacía ya más de veinte horas, venían dándoles largas, sin que los repetidos mensajes que había enviado el comandante de Sidi Dris, cada vez más agónicos y apremiantes, bastaran para provocar que los marinos se resolvieran a acometer de una vez la evacuación.

Al anochecer era costumbre que la harka, sabedora de que los soldados tendían a relajarse con la falta de luz, aumentara la presión sobre el parapeto. Si los defensores no respondían con mucho empeño, los moros enviaban a alguien con bombas de mano para tratar de abrir una brecha amparándose en la oscuridad. Eso fue lo que ocurrió aquella noche, y como resultado, tres cuerpos más hubieron de ser transportados hasta la pila de cadáveres y siete heridos a la enfermería. Los harqueños no llegaron a entrar, porque una de las ametralladoras y un pelotón de la policía cubrieron en seguida el hueco, pero todos empezaron la noche con una sensación de desesperanza superior a la habitual. Los combates nocturnos eran los más agotadores y también los más desquiciantes. Los hombres trataban de atravesar con sus ojos la tiniebla, buscando en ella la figura, el fogonazo o el reflejo que anunciaba al enemigo. Y ya no podían disparar contra cualquier señal, ni siquiera contra cualquier tirador al que hubiera denunciado la llamarada del fusil. Debían guardar las pocas balas que les quedaban para lo seguro, para los blancos que fuera casi imposible fallar. Cada tanto, los barcos arrojaban su carga de metralla, que estallaba a poca distancia del parapeto. Era la única forma eficaz que tenían de evitar que la harka se acercara, y ni siquiera eso lo impedía completamente. Después de alguna de aquellas explosiones se oían los lamentos desgarradores de los moros destrozados.

La noche permitía, también, el combate con arma blanca. Los harqueños se acercaban a las zonas que creían más desprotegidas, sin más arma que sus gumías, con la intención de sorprender a los soldados entontecidos por el cansancio. Alguno caía de esa forma, sembrando el desaliento entre los demás, pero la faena tenía sus riesgos para los atacantes. Aprovechando la oscuridad, Haddú desplegaba a algunos de sus policías fuera del parapeto, y más de un pretendido cazador acababa cazado a bayonetazos. Ninguno de esos policías, que lo habrían tenido más fácil que ninguno, dejaba de volver al alba al recinto de la posición. Saltaban el parapeto y enseñaban, como trofeos, las gumías de sus víctimas. Al ver a aquellos hombres, Amador comprendía el error que habían cometido los suyos organizando aquella guerra. Para los policías, lo mismo que para los harqueños que tenían enfrente, medirse con la muerte era un juego, gozosamente aceptado en todas sus reglas y consecuencias. Y al jugar no se sentían condenados, como los europeos, sino elegidos, incluso si al final tenían que morir. Después de la derrota, los europeos, furiosos por la humillación y el rencor, podrían enviar veinte divisiones y cien barcos y acabar conquistando aquella tierra. Pero nunca podrían vencerlos, a los indígenas, como ellos los estaban venciendo.

Después de las nuevas incorporaciones de aquella noche, la saturación insostenible que empezaba a registrar la enfermería obligó a desalojar de ella a los heridos menos graves. El médico hizo un recorrido entre los despojos humanos, eligiendo inmisericorde a los que serían expulsados al parapeto. Entre ellos, pese a sus esfuerzos por parecer lo más maltrecho posible, se contó inevitablemente Andreu. Su herida le impedía andar bien y la fiebre le devoraba, pero con eso no bastaba para permanecer allí. Le obligaron a ponerse en pie, venciendo su resistencia. De pronto, el gigante impasible, el combatiente de sangre gélida que a todos asombraba, no era más que un hombrón temeroso de que sus músculos no le sujetasen, un cuerpo trémulo ante la perspectiva de salir a recibir otro plomazo. Andreu sintió tanta vergüenza que las lágrimas asomaron a sus ojos.

– Joder, me han dejado hecho una mierda -sollozaba.

Percatándose de su desamparo, uno de los que le estaba sacando, un cabo barbudo y macilento, trató de consolarle:

– No te apures, hermano. Nadie tiene tantas pelotas como para gallear cuando está hecho cisco. Ahora te dejamos a cubierto y tratas de descansar allí. Los barcos van a sacarnos pronto, ya lo verás.

Cuando Amador vio que desalojaban a algunos heridos de la enfermería, se acordó al momento de Andreu. Se acercó hasta allí y llegó a tiempo de encontrarse con los que se lo llevaban a cuestas.

– Deja, yo le aguanto -le dijo al cabo.

– Tienes pagada la deuda, cabo -murmuró Andreu, al ver a Amador-. Me trajiste a Sidi Dris y ya está, no tienes que hacer milagros.

– Cada uno sabe hasta dónde llegan sus deudas, catalán -contestó Amador-.Y ni siquiera el acreedor puede cambiar eso.

– No me llames acreedor, burgués del demonio.

– Tú hablaste primero de deudas.

– Porque sé que me estás devolviendo el favor -le acusó Andreu-. Para tener la conciencia tranquila. Eres incapaz de entender un regalo.

Amador se lo cargó a la espalda.

– Cállate de una vez, anda.

Acercaron a Andreu hasta el sector del parapeto que cubría el pelotón de Amador. Buscaron un lugar resguardado y lo sentaron allí, recostado contra la tierra. Andreu se quedó quieto, jadeando. Después cogió un puñado de aquella tierra y lo dejó caer en una lenta lluvia de terrones.

– Se me hace extraño mirarla -dijo, con un hilo de voz-, y pensar que aquí me voy a quedar, debajo de ella.

– No enredes con esas cosas -le recriminó Amador.

– Qué más da. En el blocao de Talilit, mientras distraíamos el aburrimiento, Rosales me enseñó una vez un proverbio árabe: «Vivo donde quiero, y muero donde debo». No sé de quién coño lo oiría. El caso es que a él tuvo que pasarle allí, delante del parapeto de Talilit, y a mí me toca aquí. En fin -suspiró, esforzándose por no llorar-, a lo mejor eso quiere decir algo.

– Parece que los barcos van a sacarnos, al fin -le informó Amador, tratando de meterle en la cabeza alguna idea alentadora.

– Sí, eso me han dicho. ¿Y cómo lo van a hacer? ¿Van a venir hasta aquí? Será estupendo verlos subir por el acantilado.

– Habrá que bajar a la playa, claro está -explicó Amador, con mansedumbre-. Así que procura guardar las fuerzas para entonces.

Andreu asintió, escépticamente.

– Tengo la boca como esparto -se quejó-. ¿Os queda jugo de tomate?

– No. Aquí ya sólo tenemos meados con azúcar.

– Pues venga un trago de eso. ¿Da mucho asco?

– Las primeras dos o tres veces, nada más -respondió Amador, tendiéndole su cantimplora-. Luego te haces a beberlo.

Andreu se llevó la cantimplora a los labios y largó un par de tragos, bastante comedidos. Después reprimió una arcada.

– No es porque sean tuyos -se excusó, riéndose-. No están mal, para ser meados. Es que tengo la tripa hecha una lástima.

– No son todos míos -se burló a su vez Amador-. En parte son de ése que ves ahí, el Enrile. Abastece a todo el pelotón.

Enrile saludó, satisfecho de su valiosa abundancia mingitoria.

Joder -exclamó Andreu-. Cómo nos han machacado, cabo. Y todo por cuatro hijos de puta que ahora están tan anchos en Madrid.

– No pienses eso ahora. Piensa en salir y poder hacerles pagar algún día.

– Qué inocente eres, cabo. Nadie va a hacerles pagar nunca. Sólo pagamos nosotros. Pagamos como bestias si peleamos por lo suyo, y si peleamos algún día por lo que es nuestro pagaremos todavía más.

Amador meneó la cabeza.

– Nunca pensé que tú ibas a resignarte.

– No me resigno. No me importaría pagar por arrearles, si pudiera. Pero a mí ya me han jodido bien. No me queda más que coger un fusil y tratar de darle a alguno de esos moros que nos han echado encima. Lo más gracioso es que con eso sólo estaré ayudando a quienes me joden. Dame un fusil y un puñado de cartuchos, cabo. Creíste que recogías una piltrafa, pero vas a tener un hombre más. Aunque me esté cagando de miedo, hostia.

Amador dudó, pero al final terminó entregándole a Andreu el máuser de uno de los muertos y tres peines de munición. El catalán cargó el arma y el cabo volvió a quedarse maravillado al ver cómo se entendían con el cerrojo aquellas dos manazas. Ni siquiera ahora, febriles y temblorosas, dejaban de dar la impresión de que habían nacido para manejarlo. Después de completar la operación, Andreu apoyó el fusil ante sí, echó la cabeza hacia atrás y tomó aire. Estuvo un buen rato así, con la mirada perdida.

– Es bonita la noche de África -musitó-. La muy zorra.

En eso se aproximó a ellos Haddú. Observó durante un rato a Andreu, y aprovechando que éste parecía quedarse traspuesto, se llevó aparte a Amador. El sargento señaló la pierna herida de Andreu y se tocó luego la nariz. Amador entendió con eso, pero Haddú añadió, en un susurro:

– Pierna estar muy mala. El médico debería cortarla.

– Déjalo -le pidió Amador-. Espera a que amanezca, por si evacuamos. Así tiene al menos una oportunidad.

De repente, el tiroteo se hizo más nutrido. Amador y Haddú se pegaron al parapeto, sin dudar un segundo. Andreu, en cambio, se irguió sobre su única pierna útil y se echó el fusil a la cara. Aguardó a fijar el blanco, inmóvil, hasta que recibió sin descomponerse el golpe del retroceso. Después volvió a dejarse caer y proclamó, con una sonrisa enajenada y triunfal:

– Otro que llegará antes al infierno.

– Es verdad, le ha dado a uno -confirmó uno de los soldados.

Fue en ese preciso momento, no antes ni después, cuando Amador supo que aquel hombre nunca iba a salir de Sidi Dris.

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