9 Afrau

¿DÓNDE ESTA EL FRENTE?

Molina, que estaba aquel día al mando de la guardia de Afrau, recibió el parte de novedades de González:

– Sin novedad en los puestos, mi sargento.

El sargento meditó sobre el significado de aquella frase rutinaria. Sin novedad. Se habría repetido millones de veces, desde que se formara el primer ejército, pero muy pocos de los que la pronunciaban se paraban a pensar lo que quería decir realmente. El ejército era una maquinaria creada sobre la convicción de que sucederían cosas. Algunas, las que el ejército pretendía contrarrestar o impedir. Otras, las que el ejército mismo disponía de los medios para causar. Decir sin novedad era tanto como proclamar la inutilidad o la frustración de los soldados, y al mismo tiempo era lo único que los soldados, Molina incluido, deseaban decir. Pero aquel mediodía la fórmula le sonaba al sargento un poco amarga. Aquel mediodía, las sobadas palabras le remitían a la novedad que había tenido él mismo que dar un par de días atrás. Al miedo en los ojos de un moribundo, con el que al decir y oír sin novedad todos aspiraban a no compartir la suerte. El problema, para Molina, era que aquella suerte le encharcaba sin remedio el alma.

– Descanse, cabo -le respondió al fin a González.

Molina también se acordaba de Amador, a quien había llegado a coger afecto y que ahora estaría descorazonado o quizá algo más en la indeseable posición de Talilit. Se le habían llevado a aquel cabo un poco frágil, pero puntilloso, y le habían dejado, entre otros, a aquel González con el que no simpatizaba en absoluto. González le parecía la personificación de la inoportunidad, alguien que siempre tenía en la punta de la lengua la palabra inconveniente y en el cerebro la idea inadecuada. Al pensar de esta forma, a Molina le entraba la duda, no obstante, de si no estaría siendo injusto. Nadie era nefasto en todos los aspectos, y cuando uno veía así a otro, resultaba probable que se estuviera dejando arrastrar por el capricho de una antipatía personal. Molina, aunque intransigente y obstinado, también sentía a veces el impulso de cuestionar su criterio y revisar su actitud. En todo caso, González era lo que había, y más que censurarle le correspondía encontrar la manera de coexistir y aun de sacarle lo que pudiera tener adentro. Molina, llevado por ese convencimiento, se forzó a acercarse un poco al cabo.

González, tras darle la novedad, se dejó caer sobre una silla y suspiró largamente, al tiempo que se abanicaba con el gorro.

– Qué, ¿cansado? -le preguntó Molina, tratando de sonar distendido.

– No, mi sargento. Es el maldito calor, nada más -respondió González, con la timidez que la invariable distancia que le ponía Molina le aconsejaba.

Transcurrió medio minuto, durante el que Molina buscó por dónde seguir. Al fin, inquirió:

– ¿Cuánto hace que no has visto a tu gente, González? González se volvió con aire indeciso hacia el sargento. Molina nunca le había tuteado, hasta entonces. -Quince meses. Dieciséis, casi -corrigió. -Un rato largo. ¿Te escriben?

– Malamente podrían hacerlo. No sabe ninguno. -¿Y tú a ellos?

– Cuando me sale, que no es mucho. Qué les voy a contar.

– Que estás bien. Para ti no es noticia, pero ellos no se cansarán aunque la lean veinte veces. Ya sabes cómo se habla allí arriba de lo que pasa aquí, sobre todo si se ha mandado a un hijo para tres años. Ya que van a tardar en tenerte de regreso, nada te cuesta aliviarlos con unas letras.

González se quedó pensativo.

– Verá, mi sargento -dijo-, a veces creo que no soportaría vivir otra vez en el pueblo. La verdad, no sé si quiero volver. Todo el mundo se queja de esto, pero yo aquí tengo mucha menos miseria que en mi tierra.

Molina reparó en que ni siquiera sabía de dónde era González. Algo casi impensable en el ejército y en África, donde casi lo primero que se le preguntaba a todo el mundo era el lugar de donde venía. Aquélla era una prueba flagrante de la indiferencia con que había tratado a aquel hombre.

– ¿De dónde eres, González? -se enmendó, secretamente avergonzado.

– De Cáceres. Pero no se crea usted, mi sargento -se apresuró a aclarar el cabo-, no es que por allí no haya también sus cosas buenas. Lo que pasa es que a mi familia no le tocó ninguna, más que trabajar como bestias y a veces hasta gratis. Yo mismo lo he hecho, sin ir más lejos. Soy el pequeño y he ido más de una vez a faenar con mi padre y mis hermanos sin que me pagaran nada. Sólo porque si les ayudaba a terminar antes, antes les pagaban a ellos las cuatro gordas que les habían apalabrado.

Molina sintió que era la primera vez que le daba a González la ocasión de hablar y ser escuchado, porque palabra a palabra descubría entre ambos afinidades de las que hasta entonces había permanecido completamente ignorante.

– Ya ve -prosiguió el cabo, que pasada la desconfianza inicial había recuperado aquella locuacidad que le era característica y que tanto había irritado siempre a Molina-. Aquí sí me pagan. Y como me presenté para cabo, hasta una fortuna, comparado con el jornal por el que en mi pueblo me he tenido que romper las costillas de sol a sol. Si lo mira, aquí tampoco se hace tanto. Marchas largas y el sueño corto, eso sí; pero andar he andado como un animal desde chico y siempre me he levantado al alba. ¿Que te pueden pegar un tiro o afeitarte el pescuezo, como al pobre del otro día? De algo hay que morirse. A mí se me han muerto dos hermanillos de fiebres, sin guerra ni moros. De la misma miseria, ya le digo que no hay peor.

Molina dejó que su mirada vagara sobre el mar. Aquel mediodía se veía apacible y azul. Al otro lado estaban el pueblo de González y su propio pueblo, al que él tampoco quería volver. A lo lejos, tanto que casi parecía una imaginación de su mente o un engaño de sus oídos, sonaba un apagado rumor de cañonazos. Sonaba con cierta frecuencia, en los últimos días, y la explicación a la que solía recurrirse era que debía tratarse de alguna posición que apoyaba a una columna móvil o que lanzaba un castigo sobre algún aduar donde se sospechaba que pudieran estar organizándose partidas de la harka. A Molina aquel ruido amortiguado le sumía en inevitables cavilaciones, y al cabo no se le escapó del todo su abstracción.

– ¿Cree que llegarán algún día hasta aquí, mi sargento? -preguntó González, con desusada gravedad.

– Espero que no -repuso Molina, con una franqueza que antes nunca le habría mostrado a González-. Estamos solos y totalmente vendidos. Y la tropa es demasiado nueva y se la ha instruido demasiado aprisa.

Molina tenía una creencia, o quizá era una superstición: si podía escuchar, el diablo escuchaba, siempre. De pronto, sobre el murmullo de los cañones lejanos, se impuso el estampido metálico de un disparo mucho más próximo, al que casi al instante siguió un silbido de bala rebotada. Aquella bala les había pasado muy cerca, y Molina y González, empuñando sus armas, corrieron a cubierto. Uno de los centinelas gritó:

– ¡Cabo! Vienen por aquí.

Pero el centinela se equivocaba. En cuestión de segundos la posición se vio azotada por una tormenta de balazos que llegaban desde todas partes. Los moros que habían aparecido sobre las crestas de los montes se desparramaban a toda velocidad en medio de un griterío espeluznante, y los que ya se habían apostado les disparaban con saña. Molina apremió al cabo:

– Ve a contárselo al teniente. Dile que estamos jodidos de verdad. Hay que responder con los cañones, las ametralladoras, todo.

González corrió hacia la tienda del teniente, que justo en ese momento se asomaba para ver qué ocurría. Molina, por su parte, fue hacia el frente del parapeto, adonde acudían en tropel todos los soldados.

– Repartíos, no os apelotonéis -vociferó, para imponerse al ruido.

Molina fue de un lado a otro organizando a la tropa, empujando hacia resguardo a los muchos que se exponían al fuego, aturdidos por la sorpresa del asalto. Pero la tarea se le amontonaba, y a uno de los hombres no llegó a advertirle a tiempo. Antes de que Molina pudiera atraerle hacia terreno protegido, al soldado se le fue el hombro derecho hacia atrás, como si alguien invisible le hubiera pegado un violento puñetazo. Su fusil cayó al suelo y él se dejó caer también. Después se encogió y empezó a gritar:

– Me han dado, me han dado, ayudadme.

Molina se echó al suelo y se arrastró hacia el herido. No había margen para contemplaciones, así que le cogió de las piernas y tiró de él hacia el parapeto. El soldado seguía gritando, aterrorizado:

– Me duele mucho, mi sargento, ayúdeme.

Molina le apartó la camisa. El tiro le había partido la clavícula. Las astillas de hueso se veían a través del agujero redondo de la bala. Le apretó su pañuelo contra la herida y le dijo:

– Sujétate esto aquí, mientras viene el sanitario. Y tranquilo, que te la has llevado en el mejor sitio en el que podías llevártela.

Sólo había un sanitario y un médico en Afrau, y Molina no sabía lo que tardaría en venir cualquiera de los dos, pero no podía entretenerse más con aquel herido. Cuando se cercioró de que todos estaban donde debían, fue a procurarse él mismo un fusil, para colaborar en la labor ingente de mantener a raya a los asaltantes. Las ametralladoras habían empezado a escupir fuego y su sonido, semejante al petardeo de una motocicleta, daba a los defensores de Afrau el ánimo, por escaso que pudiera resultar en aquellas circunstancias, de disponer de una potencia de fuego superior a la de quienes les atacaban. Dondequiera que las ametralladoras apuntaban, el enemigo se esfumaba de inmediato, como barrido del monte.

En unos pocos minutos, se unieron las dos piezas de artillería. El teniente artillero, jefe accidental de Afrau, había encomendado al teniente de infantería que mandaba la sección de ametralladoras que se ocupara de disponer la defensa en el parapeto. Luego había acudido junto a sus hombres y dirigía ya el fuego de los cañones hacia donde se observaba mayor concentración de moros. Con el concurso de la artillería, y pese a la insuficiente pericia de los fusileros, los europeos lograron contener la embestida, y al cabo de unos minutos se advirtió en los harqueños una vacilación que encorajinó a los soldados. El fuego enemigo era intenso pero poco eficaz si se mantenían bien a cubierto. Afrau tenía la desventaja de estar batida en su interior por una altura próxima, donde la harka había emplazado a un buen número de tiradores, pero contaba por fortuna con un parapeto aspillerado, lo que evitaba a los hombres tener que ofrecer blanco para disparar. Uno de los cañones estaba además machacando aquella altura que les amenazaba.

– Seguid así, sin aflojar -arengaba Molina a sus hombres. Entre los que se aplastaban contra el parapeto había de todo: veteranos, pocos, y novatos, muchos; resueltos, algunos, y pusilánimes, otros. Estaban los que habían pagado por no ir de descubierta, y los que habían cobrado cuatro reales por arriesgarse más de lo que les tocaba. A algunos no los apreciaba especialmente, y a muchos los consideraba deficientes soldados. Pero eran sus soldados y Molina sentía, poderosa como pocas otras, la responsabilidad de mantenerlos firmes y confiados en sus fuerzas frente a la adversidad.

Sin embargo, en el momento en el que todo parecía ir mejor, desde que se había desencadenado el ataque, sucedió algo que socavó la moral de todos. En el extremo del parapeto que cubría un pelotón de la policía indígena se produjo un movimiento anormal. Quienes lo vieron tardaron en comprenderlo. Estaban saltando el parapeto, pero de dentro hacia fuera. A Molina no pudo caberle duda. Los policías estaban desertando, con sus municiones y fusiles. Entre los desertores, pocos más de una docena, identificó a Mhamed, el sargento. Al verle, Molina confirmó, esta vez sí, la intuición que le había movido siempre a desconfiar de aquel sujeto.

Pero ante todo, Molina comprendió que estaban perdiendo una docena de hombres que ganaría la harka, adiestrados y, lo que era peor, armados. Se irguió y vació el máuser contra ellos. Consiguió tumbar a uno y alcanzar al sargento, el más peligroso de todos. Sin embargo, aunque renqueante, Mhamed pudo huir. Cuando Molina volvió a dejarse caer al pie del parapeto se encontró con la cara de horror con que le observaba uno de los soldados. A fin de cuentas, aquellos hombres contra los que Molina acababa de disparar, aunque fueran desertores, habían convivido con ellos durante semanas. Molina suponía que el soldado pensaba eso, pero no se sentía culpable. Había tomado una disposición rápida y necesaria, como le aconsejaba el instinto imperioso del curtido cazador que era. No era cosa agradable herir o matar a un hombre, pero lo que acababa de hacer estaba al margen de cualquier juicio. A Molina le habían ordenado una vez, años atrás, disparar contra un viejo que estaba recogiendo cereal frente a una posición. Molina había tirado al aire y se había hecho arrestar por eso, porque había sentido que matar a aquel viejo era una crueldad gratuita. Pero a los policías desertores les apuntó con toda su alma. Y al soldado horrorizado le dijo:

– Ninguno de esos dos te dará ya a ti.

Después de recargar su fusil, el sargento le ordenó a González que cuidara de cubrir con un pelotón el flanco que habían dejado desprotegido los desertores. Después apuntó con el dedo a aquel soldado que se le había quedado mirando y a otros dos y les ordenó:

– Vosotros tres, venid conmigo.

Los soldados se pusieron inmediatamente en pie, aun manteniéndose un poco encorvados para protegerse de los tiradores enemigos. Ninguno se habría atrevido a mostrar en aquel momento el más mínimo titubeo en obedecer a Molina. El sargento los condujo a lo largo del parapeto hacia el otro extremo de la posición. Allí se hallaban los policías, cerca de quince, que seguían del lado de los europeos. La deserción de sus compañeros los había desconcertado, aunque alguno seguía disparando fríamente hacia los montes.

Molina dijo a los tres hombres que iban con él: -Ojo ahora, y si alguno se desmanda, sin contemplaciones.

Los tres encañonaron con sus fusiles a los policías. Molina, con el suyo abatido, se dirigió al cabo que estaba al frente de los indígenas:

– ¿Qué vais a hacer vosotros, Hassan?

El cabo le observó con los ojos muy abiertos. No había tenido mucho trato con Molina, pero el sargento siempre había sido respetuoso con él. No era como otros militares europeos, que sólo veían en los soldados indígenas a unos perros útiles para echarlos contra otros perros.

– Yo estar amigo, sargento -murmuró.

Molina se fijó entonces en aquella curiosa equivocación verbal que padecían sistemáticamente los moros: no eran, sino que estaban amigos. En algunos era sólo eso, un error, pero en otros tenía un probable segundo sentido. Uno es lo que es y eso no tiene vuelta de hoja, pero estar se puede estar hoy aquí y mañana allí. Tampoco Molina los condenaba por eso, porque fueran amigos del europeo según lo dictaba la oportunidad. El europeo tenía cañones y dinero y siempre era preferible recibir sus billetes antes que sus cañonazos. Así planteado, el asunto no tenía por qué mezclarse con los sentimientos. Todos tenían a los moros por traidores, pero Molina se resignaba a que su lealtad fuera débil, sin reprochárselo. Y de aquellos quince policías que estaban en el parapeto de Afrau sólo le interesaba saber a qué atenerse.

– Te pregunto en serio, cabo -insistió-. Si no estáis seguros me dais los fusiles y le pido al teniente que os deje ir. Si os quedáis es para correr la suerte que corramos nosotros.

– Estar amigo, sargento -repitió el otro.

Los tres soldados que escoltaban a Molina sujetaban asustados sus fusiles. Los policías que rodeaban al cabo, hombres de pellejo endurecido al sol y el fuego de aquellos montes, les miraban a los ojos sopesando si serían capaces de dispararles. Pero veían a Molina y de él no podían dudar.

– De acuerdo, cabo. Reparte a tus hombres por el parapeto. Y si alguno chaquetea me respondes personalmente, así que tú verás lo que te conviene.

– Tú estar tranquilo -asintió el cabo.

Molina dejó allí a los tres hombres que iban con él, más inquietos que otra cosa, y envió a otros cuatro para que cubrieran el hueco de los policías que acudieron a otros puntos del parapeto, cumpliendo sus órdenes. Después se acercó a ver al teniente artillero. El tiroteo había amainado un poco, pero desde las laderas continuaban hostigándolos y seguía siendo arriesgado moverse por el espacio batido de la posición. Molina se trasladó con no poca dificultad hasta. el saliente donde estaban los cañones. El teniente, que era el único que sabía dirigir el fuego, observaba con sus prismáticos las montañas e iba dictando todos los movimientos a los servidores de las piezas. Era una ocupación absorbente, de la que Molina tardó en sacarle.


– Mi teniente -gritó, entre dos cañonazos.

– ¿Qué quiere, Molina? -se revolvió el teniente.

– Ha desertado la mitad de la sección de policía.

– Lo he visto. ¿Y qué? ¿Acaso podía esperarse otra cosa?

– La otra mitad sigue afecta. Les he permitido conservar sus fusiles y los he dispersado por la posición. -Haga lo que crea, sargento.

– Quería confirmar que daba su permiso para no desarmarlos.

– Joder, claro que lo doy, Molina. Vigílalos y ya está.

El sargento tomó nota de algo que venía estando más o menos claro desde que el teniente artillero había asumido el mando de la posición: cualquier decisión que le ahorrasen en relación con la tropa la daba por buena. Había algo que le llamaba la atención a Molina en los oficiales y soldados que tenían una relación tan estrecha con una máquina. La máquina, en aquel caso el cañón, era casi lo único que existía para ellos. Llevando a un extremo malévolo su suposición, Molina llegó a pensar que el denuedo que ponía el teniente en dirigir el fuego no tenía como razón principal el proteger a los demás hombres que estaban siendo atacados. Aquella ansiedad febril que había en la mirada del teniente parecía deberse, más bien, al temor de que sus dos preciadas piezas pudieran caer en poder del enemigo.

Molina regresó zigzagueando hacia el parapeto, desde donde sus hombres continuaban devolviendo el fuego como Dios les daba a entender, con alguna somera indicación de los cabos. Molina se acercó a González.

– Cabo, sólo están haciendo ruido. Hay que intentar que le acierten a algo, y a ti te toca cuidar de eso.

– Ya lo hago, mi sargento. Pero están acojonados. Casi ni me oyen. Bastante suerte tenemos con que no se disparen los unos a los otros.

Molina observó el despliegue de la harka a través de una de las aspilleras.

– Pese a todo, no lo tenemos tan mal -opinó.

– ¿Por qué? -preguntó González.

– Se nos han abalanzado por las bravas, creyendo que sólo con la sorpresa nos pasarían por encima. No han tomado buenas posiciones. Si las ametralladoras hacen su trabajo, los echamos atrás sin problemas.

González se alegró de escucharle eso a Molina, porque sabía que no hablaba por hablar y que de su criterio uno podía fiarse. Pero de ahí a sentirse tranquilo había todo un trecho. El cabo dijo, dubitativo:

– Mi sargento.

– ¿Sí?

– ¿Qué es lo que está pasando? ¿Dónde está el frente?

Molina no contestó en seguida.

– Nosotros somos ahora el frente, González. Y no nos enteraremos de más hasta que nos cepillemos a éstos y rompamos el cerco o hasta que vengan a ayudarnos, si es que viene alguien. Piensa en cada bala que tires y en nada más, que el resto será lo que Dios quiera.

La harka estaba bastante castigada. Por doquier se oían los lamentos de sus heridos, aserrados por las ráfagas de ametralladora o tronzados por los cañonazos. Los europeos, por su parte, habían sufrido pocas bajas. Un muerto y tres heridos, ninguno demasiado grave. El muerto, como casi siempre, había sido cosa de un descuido. Alguien que se había alejado imprudentemente del parapeto, para acercarse a recoger un peine de munición que se le había escapado de las manos al ir a recargar el fusil. Un moro estaba al tanto en su apostadero y con aquel tino fatídico que tenían le había puesto una bala en la cabeza. Lo único bueno era que el difunto casi no se había enterado. Había caído en seco, con un solo espasmo que lo había dejado ultimado e inmóvil sobre aquella tierra voraz.

Al cabo de un par de horas, los harqueños emprendieron la retirada. Retrocedieron como habían avanzado, pegados al suelo como lagartijas y arrancándose de pronto en inverosímiles trepadas por las peñas. Los soldados querían seguirlos hostigando mientras recogían a sus heridos, pero los oficiales ordenaron que cesara el fuego. Aunque habría sido una buena ocasión para aumentar fácilmente las bajas enemigas, tenían que pensar en ahorrar la munición para cuando hiciera más falta.

En los montes quedaron apostados unos cuantos tiradores, que cada tanto probaban suerte sobre la posición. La dotación de las ametralladoras hubo de permanecer por ello prevenida, y nadie pudo moverse por el espacio abierto o cobijarse en las tiendas. Todos se quedaron pegados al parapeto, junto al que aquel día se sirvió un rancho frío.

La tarde pasó sin más novedad que el incordio constante del paqueo. Parecía que la harka necesitaba reorganizarse, o quizá era, pensó sombríamente Molina, que tenían demasiado trabajo en otro lado. El teniente jefe reunió a los oficiales, el otro teniente, el médico y dos alféreces, y a dos de los mandos subalternos, el suboficial y Molina. Juntos examinaron la situación.

– No tenemos ninguna noticia del regimiento -constató el teniente artillero. Eso quiere decir que no han podido o ni siquiera han intentado pasar. Estamos bastante lejos de la posición más cercana y no creo que tengamos hombres para intentar salir y llegar hasta allí. ¿Tú qué opinas, Rivas?

– Que no lo conseguiríamos -confirmó el otro teniente, afectando solvencia. Molina se acordó de cuando aquel oficial novato había perseguido pistola en mano al mono, y se preguntó, de paso, dónde se habría escondido el bicho. Desde que había empezado la función, ni se le había visto el pelo.

– Por otra parte -prosiguió el teniente artillero-, me da muy mala espina que nos hayan atacado como lo han hecho. No quiero imaginar lo que está pasando con el resto de las fuerzas de la comandancia.

– Imagínelo, mi teniente -intervino uno de los alféreces, un muchacho pelirrojo y bastante osado-. Los mojamés nos han pillado a todos cagando.

– No nos amargues, Andrade -le reprendió el teniente Y ten cuidado con lo que dices, que roza la insubordinación.

– No me insubordino, mi teniente -protestó el alférez-. Digo que están muy crecidos para no tenernos bien agarrados.

El teniente artillero soltó un bufido.

– En fin, no vamos a darle más vueltas. Sólo nos queda una solución. Hacernos fuertes y esperar a que venga la Armada a socorrernos. Si la cosa está mal en todo el frente, los barcos deben haber salido y tarde o temprano pasarán por aquí. Habrá que contar con ellos para lo que sea.

El teniente jefe quedó en silencio, mirando a sus subordinados. El era quien daba las órdenes, pero en momentos como aquellos, en los que se jugaba la vida de todos y estaban abandonados a su suerte, no quería cargar él solo con la responsabilidad. Necesitaba compartirla con alguien, aunque fueran aquellos infantes de los que se sentía tan lejano. Había momentos, pensó Molina, en que no era bueno que el jefe estuviera solo. El teniente los fue recorriendo uno por uno. Andrade parecía irritado por algo que le impedía respaldarle, pero Rivas, el médico y el otro alférez asintieron. Lo mismo hizo el suboficial, quien desde el comienzo de los combates parecía embobado y ausente. Molina no dijo nada, ya que allí era el último de todos.

– De acuerdo entonces -concluyó el teniente- Mañana empezaremos por replegar la avanzadilla. Recuperamos la ametralladora para proteger el recinto principal y de paso evitamos que nos dejen cortados a los que están allí. ¿A alguien se le ocurre algo más?

– Hay otro problema, mi teniente -apuntó Molina, cautelosamente.

– ¿Cuál?

– La aguada. No disponemos de gente para hacerla en esta situación. Habría que dejar el campamento vacío.

– Tiene razón, sargento. Suboficial, ocúpese de racionar el agua.

Los soldados de Afrau acogieron con angustia la noticia de que el agua quedaba racionada. Hasta el más lerdo se percataba de la gravedad del asunto. El sol fue cayendo hasta el sumidero de un atardecer incendiado e intenso, como sólo se daban en África. Recostados contra el parapeto, los soldados devanaban las peores dudas sobre su inmediato porvenir. Aquella noche de julio las estrellas parecieron temblar, tan aterradas como ellos, con cada balazo que les enviaban los incansables tiradores de los montes.

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