17 Laya

LA PERPLEJIDAD DEL DESASTRE

Cuando subió a bordo, el alférez Veiga se encontró con el comandante, que esperaba en cubierta. Se cuadró ante él y le dio novedades, como segundo jefe de la flotilla de botes que había partido del Laya:

– A sus órdenes, mi comandante. Tres heridos leves entre la marinería. Traemos a unos cuarenta infantes a bordo de nuestros botes.

El comandante respondió a su saludo. Le impresionaba el coraje de aquel oficial novato que se había presentado voluntario para las dos evacuaciones. En ambos casos le había enviado de segundo de un oficial más experimentado, pero en la primera intentona, tras caer el otro alférez, había tenido que traer él solo de regreso a los hombres, algunos muertos y muchos heridos. Sin arredrarse por eso, había vuelto a ofrecerse para la segunda. El comandante había dudado si aceptar su ofrecimiento o elegir a alguno de los que manifestaba más tibiamente hallarse disponible. Al final había decidido que se necesitaba a un hombre de voluntad, aunque fuera inexperto.

El otro oficial, que esta vez había salido indemne, se presentó también al comandante y repitió las novedades. El comandante volvió a escucharlas, tieso e inmóvil como un poste.

– Enhorabuena a los dos -dijo, emocionado-.Y mi admiración. Estoy seguro de que la Armada sabrá recompensar vuestro valor. Habéis hecho que el nombre de este barco entre honrosamente en la historia.

A Veiga la declaración del comandante le trajo inevitables evocaciones. Ahora resultaba que era un héroe, uno de esos nombres que se inscribían en los anales de la Armada. Y como fatalmente correspondía, la razón de su inscripción no era un triunfo, sino una gloriosa derrota. Trató de sentirse orgulloso de su acción, pero sólo acertó a sentir algo mucho más elemental: por encima de todas las cosas, estaba contento de haber vuelto de aquella playa sin ningún balazo en el cuerpo. Miraba al comandante y de pronto le parecía que había una especie de obscenidad en su satisfacción. Los de Afrau se habían salvado, más por sus méritos que por los de ningún otro, pero a los de Sidi Dris los habían dejado a merced de la harka. Habían contemplado impotentes cómo los moros asaltaban la posición y acababan con ellos. Para Veiga, después de eso, nadie tenía derecho a glorias ni recompensas, ni a entrar en la historia con honra. Por respeto a los muertos, sólo podían sentir vergüenza y compasión. Aquella tarde, sobre la cubierta del Laya, al alférez se le rompieron todas sus ilusiones juveniles y algunas convicciones. Tres centenares de infelices morían como perros y todo lo que sucedía era que los vivos los olvidaban al instante y se ponían a calcular sobre los ruines asuntos de su propia vanidad. Pero Veiga era un individuo sensible y decente, y eso le condenaba a una visión de la vida tan minuciosa como inflexible. No podía contagiarse de aquella impertinente celebración.

Recibió como sonámbulo las felicitaciones de los demás oficiales, una vez que el comandante se hubo retirado. El segundo oficial le palmeó la espalda y dijo, con su vozarrón como un trueno:

– Bravo, chaval. Ya creía que al viejo se le escapaba una lágrima.

– Con lo seco que es, el tío -apuntó el maquinista, risueño.

A los infantes que habían rescatado de Afrau se les veía cohibidos y desorientados. Miraban extrañados los aparejos del buque, los palos proel y popel y las escuetas velas de respeto, enrolladas sobre las jarcias.

– ¿Todavía se navega a vela? -preguntó un soldado.

– Será por si se estropea la caldera -supuso otro.

– Es un barco de dos ejes -les informó un contramaestre.

– ¿Cómo?

– Que tiene dos calderas. Si se estropea una queda otra. Se navega mal, pero si no hay más remedio se puede tirar así. Las velas no se usan nunca.

La mayor ansiedad entre los fugitivos era poder beber agua. Los marineros que la repartían tuvieron que hacer esfuerzos sobrehumanos para no sucumbir bajo la avalancha de sedientos. En vano los oficiales y los sargentos advertían que nadie bebiera deprisa o en cantidad excesiva. Todos bebían codiciosamente, aunque el agua dejara mucho que desear. Como consecuencia, en seguida empezaron los dolores de estómago. El médico del barco tuvo que atender a varios, alguno en un estado alarmante.

– Si te tomas un trago más, tenemos que enterrarte, muchacho -advirtió a uno de los imprudentes-. No serías el primero al que le pasa.

Una vez que hubieron satisfecho sus necesidades más apremiantes, los supervivientes de Afrau quisieron saber de la tripulación del Laya las últimas noticias que había sobre la marcha de las operaciones. A Molina le puso al corriente Duarte, con quien había establecido una rápida confianza.

– No se sabe de fijo hasta dónde nos han empujado -comenzó a explicar Duarte-, pero parece que a las mismas puertas de Melilla han llegado a verse moros. Dicen que Monte Arruit, Zeluán y Nador todavía resisten, pero vete a saber cómo y durante cuánto tiempo. El Alto Comisario ha tenido que volver del oeste echando mixtos, y se apaña como puede para organizar el asunto. Dicen que han mandado también tropas desde allí, incluidos los delincuentes de ese cuerpo nuevo, el Tercio, o la Legión, o como coño se llame.

Molina conocía algo a los legionarios. Había coincidido con ellos en la zona occidental, poco antes de su traslado. Un amigo suyo, otro sargento, se había ido voluntario con ellos, y no era precisamente un delincuente. Pero por lo que él le contaba, y por lo que el propio Molina había visto, el juicio de Duarte no iba del todo descaminado. En cualquier caso, que enviaran a los legionarios tenía un significado bien preciso. Eran las nuevas tropas de choque, los remendadores de situaciones desesperadas.

– ¿Y en nuestro sector? -preguntó Molina.

– En vuestro sector vosotros sois los únicos que podéis contarlo. El campamento general y todas las posiciones que lo rodeaban han caído como fichas de dominó. Dicen que al Comandante General lo cazaron los moros y lo desollaron vivo. O que se pegó un tiro antes de que lo cogieran.

– Eso quiere decir que Talilit cayó también -dedujo Molina, acordándose de Amador y ratificando sus temores.

– De las primeras -confirmó Duarte-. La gente que pudo se replegó a Sidi Dris, lo que no diría yo que fue una suerte.

– ¿Qué pasó en Sidi Dris?

– Una tragedia, compañero. Había tantos moros alrededor que no los habríamos podido sacar ni con veinte acorazados bombardeando. El caso es que lo intentamos, y que los pobres lo intentaron también por su parte. Pero pocos pudieron llegar a la playa, y a nosotros mismos nos frieron vivos en cuanto pusimos pie allí. No lo creerás, pero los muy cabronazos nos disparaban hasta con cañones. Al principio apuntaban mal, pero luego fueron acercándose que era una sensación. Nos dejamos quince marineros y dos botes, y a uno de los pocos oficiales que merecían la pena de este barco, si me guardas el secreto. Un tío valiente, para su mal. Este Veiga, el que venía en el bote, también tiene su mérito, hay que reconocérselo, pero está un poco verde en comparación. El caso es que sólo conseguimos salvar a una docena de hombres, si es que aquello eran hombres. La mayoría venían heridos, descompuestos, medio desquiciados. Cuentan que pasaron los últimos días sin agua, bebiéndose los meados y pegados como lapas al parapeto. Les tiraban a modo día y noche, de eso doy fe yo que lo veía desde el barco.

– ¿Y qué pasó después?

– Qué había de pasar. Seguimos bombardeando, sin gran esperanza, pero los moros los bombardeaban a ellos y terminaron por saltar el parapeto. Entonces el comandante ordenó parar el fuego. Hubo quien sugirió que debíamos bombardear la posición, para matarlos piadosamente y no como los iban a despenar los de la harka. El caso es que al final no lo hicimos. Levamos anclas y vinimos a toda leche para tratar de sacaros a vosotros.

Molina se quedó callado y meditabundo. En Sidi Dris habían corrido la suerte que habrían podido correr ellos mismos, de haber tardado un día más el barco, o de haberles atacado más moros, o de haber fallado la evacuación por cualquier motivo. En realidad, pensó, era la desgracia de Sidi Dris la que había hecho posible la fortuna de Afrau. Si la harka no hubiera tenido que concentrar tantos efectivos en Sidi Dris, habría podido ir por ellos y los habría aniquilado fácilmente. El sacrificio de aquellos muertos, y entre ellos quizá el de su amigo Amador, le había salvado la vida. Molina sintió que era injusto, porque él había elegido estar allí y Amador no.

– ¿Y ahora? -murmuró, medio ausente.

– Ahora vamos a Melilla -repuso Duarte Ya no nos queda ninguna posición que proteger en este litoral. En realidad, y hasta que no se reconquiste algo, si se reconquista, yo diría que este barco no sirve para nada.

De pronto, Molina tuvo una idea que le asombró no haber tenido antes. Había dado por sentado que Amador estaba muerto, pero habían conseguido sacar a doce hombres de Sidi Dris, y su amigo podía estar entre ellos.

– ¿Lleváis a bordo a alguno de los de Sidi Dris? -consultó a Duarte.

– A cinco. Tres hechos cisco, un capitán herido y un soldado ileso. Es un tío simpático, por lo que he podido charlar con él.

– ¿Puedo verlos?

– Supongo que sí. Vente conmigo.

Molina bajó con Duarte al sollado, donde habían alojado a los pocos hombres rescatados de Sidi Dris. El capitán no estaba allí. Vio a los otros tres heridos, a quienes no conocía. Después le presentaron a Enrile.

– A sus órdenes, mi sargento -le saludó el soldado, con una ancha sonrisa.

– Descansa, hombre -le pidió Molina.

– Me han contado que les han sacado a casi todos. Me alegro -dijo Enrile.

– Quería preguntarte por alguien -fue al grano Molina-. Un cabo de la sexta compañía. Estaba en Talilit al principio, pero a lo mejor llegó a Sidi Dris.

– ¿Y cómo se llama ese cabo?

– Amador.

Enrile bajó los ojos.

– ¿Le conoces?

– Que si le conozco. Bajé con él a la playa, mi sargento -contó Enrile, cautelosamente-. Llegamos juntos hasta abajo, él delante y yo detrás. Íbamos haciendo el flanqueo como Dios manda, aunque aquello era un desbarajuste. Si no es por él, no lo cuento.

– ¿Y?

– Se fue atrás a ayudar a un herido. Una locura, si me permite opinar, mi sargento. Cuando quiso darse cuenta ya habíamos subido a los botes y no pudo cogernos. Luego nos pegaron dos cañonazos y ya no le vi más.

– ¿Le viste caer?

– No le vi, ni caer ni de ninguna otra manera. Uno de los cañonazos me dio al lado y me quedé medio atontado hasta que me subieron al barco.

Para qué iba a seguir interrogándole. Molina le dio las gracias, se levantó e hizo el movimiento para salir de allí. Pero a medio camino recordó algo y se volvió a comprobar aún con Enrile:

– Otra cosa. Había un sargento moro, Haddú. ¿Sabes qué fue de él?

– Se quedó en la posición, con el resto de los policías. Eso es todo lo que puedo decirle -se excusó Enrile, encogiéndose de hombros.

Molina caminó abatido por los corredores del barco, y en el mismo estado subió a cubierta para reunirse con sus hombres. Según parecía, todos sus amigos habían muerto. Molina se preguntó si un hombre podía salvarse de veras, cuando perdía a todos los que le importaban. Caía la noche sobre el mar y sobre la tierra arisca y ensangrentada que iban costeando. El barco navegaba a toda máquina hacia Melilla, como los otros dos buques de la escuadra, que avanzaban a su costado, encajando sin inmutarse las olas. Al sargento le parecieron hermosas las siluetas de los barcos, vistas bajo aquella luz que menguaba velozmente, y le pareció también hermoso el mar del anochecer, quieto y lleno de reflejos metálicos. Hasta la tierra, hacia la que no quería volverse, ofrecía su más bella estampa, con los perfiles quebrados de los montes. Sus hombres, fascinados como él por el espectáculo, hablaban en voz queda. Por primera vez desde hacía muchas noches, la oscuridad que se cernía sobre ellos no estaba cargada de amenazas.

Llegaron a Melilla de madrugada. Las luces del puerto y el trasiego del muelle devolvieron a los hombres que habían conseguido escapar de Afrau la sensación de normalidad que habían perdido durante su prolongado encierro en el recinto de sacos terreros. Pero aquel ajetreo tenía poco de ordinario. Cuando el Laya terminó la maniobra de atraque, los que iban a bordo pudieron percibir el ambiente de miedo e incertidumbre que se respiraba en la plaza. Pese a lo avanzado de la hora, había muchos civiles sobre el muelle. Al principio creyeron que el Laya traía tropas de refresco, y empezaron a agitar pañuelos blancos. Habían hecho lo mismo la víspera, cuando habían llegado los fieros guerreros del Tercio, e incluso otras mesnadas de infantes menos aguerridos. Pero en cuanto aquellos soldados empezaron a bajar, cansados y débiles, con su inconfundible olor a derrota, se enfrió el entusiasmo. Pasado el primer desconcierto, una mujer preguntó:

– ¿De dónde vienen estos pobres?

Los soldados, aun cuando no estaban en formación, se mantenían silenciosos. Fue uno de los marineros que había bajado con ellos quien dijo:

– Los traemos de Afrau.

– ¿Y dónde está eso?

– A tomar por culo, señora, en las montañas -explicó un enterado.

– Criaturas -gimió al instante la mujer, compungida-. ¿Qué os han hecho los moros, hijos?

Durante los días que siguieron, Molina y el resto de los supervivientes, en los acuartelamientos donde alojaron a unos o en los hospitales adonde llevaron a otros, tuvieron ocasión de conocer de labios de otros fugitivos la razón por la que la mujer les había hecho aquella pregunta. Las historias circulaban por toda Melilla, y aumentaban cada día con cada uno de los que llegaban desde el frente, medio desnudos, delirantes, corriendo desarmados o en casos de suprema heroicidad aferrados al cerrojo de su fusil para hurtarlo al enemigo. Aquellos fantasmas vivientes hablaban de compañías enteras asesinadas, de soldados y oficiales quemados vivos, ahorcados con alambre de púas, ensartados con estacas, destripados, decapitados, mutilados de todas las formas imaginables. Contaban aterrados que las moras se arrojaban sobre los heridos, les sacaban los pantalones sin pestañear y los sometían con sus gumías oxidadas a las más horribles vejaciones. Algunas, decían, se acuclillaban sobre los moribundos y les cagaban o les meaban encima.

Hablaban también de la estampida que se había desencadenado tras el hundimiento del frente. Referían carreras interminables, moros que los cazaban desde las colinas e insubordinaciones masivas. Acemileros que habían tirado la carga de las mulas, se habían subido sobre ellas y les habían clavado los talones para salir como fuera del infierno. Oficiales abatidos a disparos por alguno de sus hombres para robarles los caballos. Oficiales abatidos a disparos, y hasta a golpes, por los soldados cuya desbandada trataban en vano de contener. Oficiales abatidos por el disparo de sus propias pistolas, cuando ya los moros caían sobre ellos. Oficiales, en fin, que se arrancaban los galones o se ponían la guerrera de un soldado muerto para disimular su grado.

Sobre lo que no había más que rumores era sobre la suerte que hubiera podido correr el Comandante General. Los fugitivos alternaban las dos versiones: unos decían que se había pegado un tiro antes de que le cogieran; y otros, que los moros le habían liquidado a cuchilladas. Alguno aseguraba que había visto o que alguien que lo había visto le había asegurado que el cadáver del general había sido descuartizado por la harka, y otros añadían que se habían llevado un trozo al territorio de cada tribu, para que todas supieran del descalabro de los europeos. Molina pudo hablar con un sargento que había llegado desde el campamento general, después de cien kilómetros de caminata, escondiéndose de día entre los matorrales o en la panza de los mulos destripados y corriendo de noche hasta perder el resuello. Aquel sargento que había logrado esquivar la muerte le contó que había visto al Comandante General, cuando ya había dado la orden de retirada y los cañonazos y los disparos de la harka machacaban el campamento. El Comandante General estaba solo, con la mirada perdida, y mientras asistía a la desordenada huida de las tropas, repetía, como un demente:

– Corred, corred, soldaditos, que viene el coco.

Al oír aquella historia, de labios de un hombre que no le pareció proclive a la fantasía, Molina creyó en su veracidad. Y le pareció que aquella imagen del Comandante General en la perplejidad del desastre representaba a la perfección lo que les había sucedido. Habían creído que doblegaban aquella tierra de gente atrasada y miserable, y que de ella nunca saldría la fuerza que pudiera deshacer su fuerza. Pero había salido, y les había pasado por encima con toda la violencia que nadie había podido prever. El coco, que había venido a buscarlos desde lo más profundo de sus pesadillas.

En todo caso, la historia no había de parar ahí. La historia, se dijo Molina, nunca para, siempre sigue adonde pueda provocar nuevas tribulaciones. Por la noche, cuando salía a tomar algo por las tabernas de la ciudad, Molina encontraba en ellas a los que habían venido a vengar la afrenta, a los legionarios que relataban con chulería sus hazañas en las operaciones de reconquista que ya se habían iniciado frente a Melilla. Una noche coincidió con un cabo alto como una torre, que contaba, bastante borracho, uno de los episodios en que había participado, quizá la víspera, quizá aquel mismo día.

– Teníamos emplazadas las ametralladoras -explicaba-, así que cuando los vimos con toda aquella fanfarria, los dejamos venir. Cuando los muy lilas estuvieron encima, los asamos vivos. Sin dejarles tiempo para resollar, cargamos sobre ellos a la bayoneta. Y bueno -aquí se detuvo un poco, para asegurarse de que tenía la atención del auditorio-, hicimos con ellos lo mismo que ellos hicieron con nuestros hermanos. Sólo os digo que formé a mi escuadra para que nos echaran una foto. Una foto cojonuda. Cada uno de mis legionarios tenía un trozo de moro clavado en su bayoneta.

Molina comprendía, claro, por qué desde que había llegado el Tercio ninguno de los musulmanes que vivían en la ciudad se atrevía a asomar la nariz. Terminó su vaso de vino y salió a la calle. Fue dando un paseo hasta el puerto, y desde allí contempló la vieja ciudadela, donde los europeos habían resistido sobre el lomo de África desde hacía más de cuatro siglos. Ofreciéndoles la civilización a los moros, como pregonaba rimbombante la propaganda oficial. La civilización que ahora traían las bayonetas de los legionarios. Molina sintió que en su cabeza se acumulaban demasiadas cosas que no encajaban, pero también se dio cuenta de que de nada servía revolverlas. En cuestión de días le iban a destinar a un regimiento nuevo y tendría que volver al fregado. Eso era, a fin de cuentas, lo único que debía preocuparle.

La tripulación del Laya también permaneció durante aquellos días en Melilla, empapándose de todos los chismes y todas las historias que corrían por la plaza. Los marineros, sobre todo los que le habían visto las orejas al lobo, se entregaban con denuedo a las correrías nocturnas por tabernas y burdeles. Duarte unas veces les acompañaba y otras prefería quedarse durmiendo en su camarote, porque afirmaba que ya tenía el cuerpo demasiado trabajado para según qué trotes. Veiga se alargaba algunas noches hasta el casino militar, donde coincidía con los oficiales francos de servicio. Unos pocos estaban convalecientes, pero casi todos los demás se encontraban en expectativa de destino, después de que sus unidades se hubieran disuelto en el torbellino del desastre. Ninguno de éstos contaba nada, porque nada habían tenido ocasión de vivir. Eran los oficiales a los que el ataque había sorprendido de permiso en la Península, y todos proclamaban haciendo grandes esfuerzos de persuasión que había sido imposible predecir lo que se avecinaba. Veiga sólo acertó a simpatizar con alguien mucho menos locuaz, un teniente aviador que se echaba al cuerpo enormes vasos de ginebra. Durante los primeros combates la harka había cortado el camino al aeródromo y el teniente se había quedado aislado en Melilla, sin poder llegar hasta los aviones.

– Lo peor no es no haber podido volar y no haber servido para nada -decía, atormentado-. Lo peor es que toda mi gente habrá muerto defendiendo los aviones, mientras yo estaba aquí, sin un rasguño.

Un par de días después, el Laya recibió la orden de zarpar hacia aguas de Sidi Dris con una misteriosa misión. Al principio no se les dijo nada, ni siquiera a los oficiales. Todos se preguntaban qué iban a hacer a aquella costa ahora dominada por los moros, y muchos sumaban a esa extrañeza la contrariedad por volver a estar tan pronto de servicio. Cuando ya navegaban en alta mar, a la altura del cabo, el comandante reunió a los oficiales y les confió, con cierto embarazo, lo que iban a hacer. Al parecer, se había recibido en la plaza una carta del Jatabi, el caudillo de la harka. En ella informaba al Alto Comisario que el cuerpo de su amigo el coronel Morán, caído durante la retirada, estaba a disposición de los europeos. El Jatabi recordaba la amistad y la consideración con que siempre le había tratado aquel coronel, que había sido, como quizá el Alto Comisario conocía, su alumno de árabe y dialecto y su superior en la Oficina de Asuntos Indígenas. Como el Alto Comisario comprendería, añadía la carta, no podía dejar que el cuerpo de su amigo el coronel quedara allí, lejos de los suyos. Por eso se ofrecía a entregarlo a los europeos, para que su familia lo enterrase con los debidos honores y de conformidad con su religión. Rogaba el Jatabi que se aceptara su oferta, y que en ese caso se enviara un buque a recoger los restos a la playa de Sidi Dris. Los hombres que a tal efecto desembarcaran no tenían nada que temer, ya que se les permitiría volver sanos y salvos a bordo.

Los oficiales no daban crédito a lo que oían. ¿Cómo era posible que aquellos salvajes, que profanaban y descuartizaban los cadáveres, hicieran aquel extravagante ofrecimiento? Uno de ellos preguntó:

– ¿Y el cadáver del Comandante General?

El comandante bajó la mirada y produjo un leve carraspeo.

– Del Comandante General no sabemos nada dijo-. Esto es lo que hay, y esto es lo que vamos a recoger.

Durante la travesía, Veiga se acordó de la única vez en su vida que había visto al coronel Morán. Trató de representarse su gesto serio y su mirada cálida, y volvió a verle solo entre los otros, en la playa donde entonces le había dejado y donde ahora iban a hacerse cargo de sus despojos. También se acordó de la manera en que le había saludado y le había dado las gracias, como si fuera un igual y no un lacayo obligado a llevarle y traerle.

Habían salido de buena mañana y llegaron a Sidi Dris a mediodía. La maniobra de fondeo la repitieron como tantas otras veces, sólo que sin el apremio de las últimas, porque ahora no se trataba de colocar el barco en posición de combate cuanto antes, sino simplemente de recalar frente a la playa. El comandante decidió quiénes irían a recoger el cuerpo. Partirían dos botes al mando del segundo oficial, auxiliado por Veiga. Este notó que al designarle el comandante trataba de hacerle una especie de honor. La naturaleza de la misión exigía al menos el rango del segundo oficial para representar al Alto Comisario, pero debía otorgar al oficial que había ido y vuelto de aquella playa bajo el fuego el privilegio de ir ahora sin peligro.

Arriaron los botes. Era un día luminoso y ardiente de agosto y la mar estaba en calma. Mientras avanzaban de nuevo hacia aquella costa maldita, en la cabeza de Veiga se agolpaban las imágenes del cerco y la frustrada evacuación de Sidi Dris. Sobre los restos de la posición se veía a gran cantidad de moros. En la playa había también una cincuentena de ellos. Cubrieron la distancia sin apresurarse, empujando los botes con los remos hasta que los hicieron embarrancar. Quedaron dos marineros por bote para sostenerlos, y los demás bajaron con los oficiales. Los moros que los aguardaban estaban formados, y siguiendo las órdenes del segundo oficial Veiga formó a sus marineros también. En el suelo había un ataúd de cinc. Del grupo de moros se destacó uno que traía distintivos de oficial. Notó entonces Veiga que todos estaban uniformados, y que algunos otros llevaban galones, probablemente arrancados de uniformes europeos. El oficial moro saludó al segundo oficial y le comunicó con solemnidad que le hacía entrega del cadáver del coronel Morán. Por la soltura con que se expresaba, parecía tratarse de un desertor de regulares o de la policía. El segundo oficial le devolvió sin mucha cordialidad el saludo y ordenó a seis marineros que cargaran el ataúd. En ese momento el oficial moro se volvió hacia sus hombres y les ordenó presentar armas. Así, mientras los demonios de la harka le rendían honores de ordenanza, el cuerpo del coronel Morán subió a hombros de sus compatriotas y fue transportado hasta los botes. Veiga hizo que los marineros presentaran también armas, y después todos embarcaron en silencio.

Mientras bogaban de regreso hacia el Laya, Veiga distinguió sobre una peña a un moro solitario, con porte de notable. Vestía la chilaba parda y el turbante blanco de las tribus de las montañas. Era algo rechoncho y al moverse cojeaba un poco. Por ese detalle supo, más tarde, que aquel moro era el Jatabi, que había acudido a despedir a su amigo.

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