14 Sidi Dris

LA DESBANDADA

Apenas hubo luz suficiente, el Princesa comunicó por heliógrafo con la posición. El mensaje, descifrado por los ingenieros bajo la mirada apremiante del comandante de Sidi Dris, era al fin el que durante tantas horas llevaban esperando: la Armada se disponía a intentar la evacuación. Durante la madrugada había vuelto el cañonero Laya, lo que quería decir que contarían con el apoyo de tres buques. Les daban todavía algún tiempo para inutilizar los cañones, preparar a los heridos y organizar la salida. A mediodía les harían una señal y enviarían los botes a recogerlos. Debían abandonar la posición escalonadamente, y resistir en la playa mientras los botes iban y venían. Dispondrían en todo momento de la cobertura de los fuegos que hicieran desde los barcos, pero eso no disminuía un ápice la dificultad del empeño. El comandante de Sidi Dris, que después de tres días y tres noches de asedio tenía un tenebroso aspecto de muerto viviente, hizo a su segundo, un capitán en no mucha mejor condición, una amarga confidencia:

– Y ahora es cuando vemos si no habría sido mejor pegarnos un tiro al principio. Pero bueno, habrá que intentarlo, de todos modos.

Los oficiales lo comunicaron a los sargentos y éstos a la tropa: había que prepararse para salir de allí. Como los moros habían iniciado la jornada con bríos renovados, la primera medida consistió en gastar contra las laderas los pocos disparos de cañón que les quedaban. Pero los cañonazos ya no constituían una disuasión eficaz para los atacantes, porque era tal el número de tiradores que los rodeaban que a los artilleros les costaba decidir adónde apuntar las piezas. Parecía que la harka había reunido en torno a Sidi Dris a todos los efectivos disponibles, con la presumible intención de rematar aquella faena que ya duraba demasiado. Una vez que hubieron disparado su último proyectil, los artilleros hubieron de esperar para desmontar los cierres, al rojo vivo. Aquellos hombres estaban agotados y enfermos, como casi todos los sitiados. Emprendieron la tarea morosamente, sabiendo que habían quemado su última baza y que a partir de ahí ya no había vuelta atrás. A algunos les sobrecogía la idea, pero los más estaban demasiado cansados para sopesarla. Con tratar de seguir en pie tenían bastante.

En la saturada enfermería los preparativos eran más complicados. Ninguno de los que allí yacían podría salir por su propios medios. Había sólo una decena de camillas, lo que significaba que el resto de los heridos debían ser cargados a hombros. El médico, pálido y desencajado, iba seleccionando a los que por hallarse en mejor estado serían transportados así. Ninguno de ellos, en condiciones normales, habría debido siquiera moverse.

– Podemos hacer una apuesta, Rosado -propuso sombríamente a su ayudante-. Yo digo que de todos estos pobres no llegan más de tres a la playa.

En ese momento irrumpió en la enfermería un soldado que traía a otro con una copiosa hemorragia en el rostro.

– ¡Sanitario! -gritaba.

El médico, resignado, dejó lo que estaba haciendo y fue hacia el lugar donde estaban acostando al nuevo. A medio camino se volvió y dijo:

– Rosado, tráeme trapos sucios o vendas de alguien que ya no las necesite. Hay que cortarle la sangre a ese muchacho.

El médico tuvo un recuerdo irónico de las clases sobre asepsia, en la facultad. De sobra sabía que allí se infectarían todas las heridas y se gangrenarían todos los miembros, pero no podía hacer nada para impedirlo. Lo único que intentaba era taponar aquellos caños de sangre, aunque fuera a base de porquería. No salvaba a nadie, tan sólo aplazaba muertes a duras penas. A ratos dudaba si no debía dejar que manaran las venas rotas y que aquellas criaturas se fueran sin más, sin aumentar su sufrimiento.

En el parapeto, los supervivientes se aplastaban contra los sacos, en parte para protegerse del tiroteo enemigo, en parte para buscar su escasa sombra. Algunos escarbaban en la tierra con los dedos y sacaban piedrecillas apenas húmedas que chupaban con lentitud. Las cantimploras estaban vacías de orines, porque cada vez echaban menos y los bebían más ansiosamente. Hasta Enrile, el sensacional regante del pelotón de Amador, había visto mermarse su próvido chorro. Por lo demás, casi todos sujetaban sin otra fuerza que la de la desesperación los máuseres con la bayoneta calada. Muchos ya habían agotado todos sus cartuchos, y los que aún tenían unos pocos los ahorraban con un celo maniático. Desde Sidi Dris sólo muy de vez en cuando se respondía ya al fuego de la harka. Los hombres permanecían agazapados, oyendo las balas y viéndolas arrancar el polvo de la tierra que tenían ante sus ojos. Ya sólo esperaban a que les ordenaran ponerse en marcha hacia la playa, y algunos ni siquiera esperaban eso. Se les veía ensimismados, aturdidos, con la mirada vacía y la boca entreabierta para poder respirar.

Amador estaba sentado entre Haddú y Andreu, a quien la fiebre mantenía en un estado de semiconsciencia. El catalán había pasado la noche delirando y el amanecer cazando tiradores harqueños, con relativa fortuna. Al menos en tres ocasiones había sucedido a su disparo un grito de dolor entre las peñas. Después de gastar su última bala, se había dejado caer y allí se había quedado, con los ojos cerrados y abrazado a su fusil. Amador le observaba de cuando en cuando. El olor que desprendía su pierna era cada vez más nauseabundo, y las vendas ennegrecidas sobre aquel muslo no podían ofrecer peor aspecto. No en vano las llevaba desde hacía tres días.

En cuanto al propio Amador, aunque jamás había conocido un agotamiento parecido, aunque el vientre le dolía como si se lo estuvieran aserrando y la cabeza estaba a punto de estallarle, no se encontraba demasiado mal. Había conseguido controlar la obsesión de la sed, reduciéndola a un pensamiento difuso e intermitente, y creía tener aún fuerzas para emprender la expedición a la playa. Eso era lo único que había en su cerebro: resistir hasta que les ordenaran evacuar y cuando lo hicieran tratar de llegar a toda costa a los botes que iban a sacarlos del calvario. Todavía le quedaban dos peines de munición, diez cartuchos que guardaba para tener con qué afrontar el último trecho. Porque él sí que iba a salir de Sidi Dris. Aunque fuera imposible, aunque todos los demás murieran, él iba a llegar hasta los botes y en ellos hasta los barcos que los aguardaban en el horizonte.

Haddú, también exhausto después de todos los esfuerzos que había derrochado en la defensa de aquellos desgraciados europeos, tenía por primera vez el aspecto de un hombre derrotado y sin esperanza. Como el resto de sus hombres, había seguido el ejemplo de los demás sitiados y desde su refugio al pie del parapeto asistía taciturno al chaparrón que les caía desde los montes. Cada cierto tiempo se erguía y observaba inquieto entre los sacos. Después de una de esas ojeadas, le dijo a Amador:

– Moros montaña no ser idiotas. Ver que nosotros no disparar. Si esto seguir así mucho rato, ellos venir por nosotros.

En ese momento se oyó el silbido de un proyectil de artillería y un segundo después una explosión sobre las posiciones enemigas. Amador, todavía con el temblor del zambombazo en los huesos, observó, sonriente: -Seguimos teniendo los cañones de los barcos. -Ellos venir igual -insistió Haddú.

El cabo sabía que el sargento tenía razón, y empezaron a pesarle los minutos que transcurrían sin que llegara la orden de evacuar. Pensó en tener que levantarse para repeler un asalto al arma blanca, y se acordó del harqueño que le había saltado encima durante la retirada de la avanzadilla de Talilit. Amador no era muy robusto, y ya entonces le había costado parar a aquel diablo pequeño y flaco que había demostrado tener más fuerza que él. Sin la intervención de Andreu, no habría podido contarlo. Ahora Amador se sentía más disminuido, tras sufrir las penalidades del asedio, y contemplaba con aprensión la perspectiva de un enfrentamiento físico.

– ¿Tú tienes miedo, Haddú? -preguntó de improviso al sargento.

– ¿Miedo? ¿De qué?

– De qué va a ser. De que vengan y nos maten.

Haddú se quedó un instante en silencio. Su mirada verdosa se perdió al fondo de la mañana, por encima del mar. Con serenidad, respondió:

– Yo nunca tener miedo de morir. Yo buen musulmán. Si Alá estar contigo, morir no tener mucha importancia.

Amador trató de averiguar si eso era lo que en realidad sentía aquel hombre. Para él la fe no era más que superstición, y no respetaba más al Dios de Haddú que al que decían adorar, infaliblemente, todos los que en su parecer representaban a los enemigos del pueblo. Pero sintió que Haddú era sincero, y por primera vez en su vida envidió a un creyente. Le sacó de su estupor Andreu, que despertó de pronto para sugerir, malévolo:

– Si ha de estar en alguna parte, Alá está con los de ahí enfrente, sargento, que son los que van a llevarse este gato al agua.

Haddú no respondió. Ni siquiera se volvió para mirar a Andreu. Amador pensó que el sargento ya le daba por perdido y no consideraba necesario emplear sus energías en discutir con él. Pero Amador sí quiso mirar a su maltrecho compañero. Con la bala que le había atravesado la pierna se le había infiltrado en el alma un veneno que parecía habérsela cambiado enteramente. Ya no era el mismo hombre que le había ayudado a él a salir vivo de Talilit, ni el que había asombrado con su temple y su sangre fría a todos los que combatían a su lado. La bala le había sacado a la luz un resentimiento oscuro y destructivo. Tal vez no era nuevo, tal vez lo había llevado siempre dentro, pero hasta entonces había sabido dominarlo y sustraerse a él. Viendo el gesto de indiferencia de Haddú, Amador comprendió, aunque le fustigara la culpa, que tampoco él podía ligar su suerte en la batalla a la de aquel soldado que había decidido condenarse. Ninguna deuda podía abocarle a eso.

Mientras tanto, al otro extremo de la posición, el comandante y un par de oficiales examinaban la bajada hasta la playa, unos trescientos metros de terreno difícil y completamente expuesto.

– Tendremos que salir por aquí -indicó el comandante-. Los heridos primero, con una sección de apoyo. No hay espacio desde donde podamos cubrir la salida, así que habrá que llegar a viva fuerza.

– Sólo se puede echar a correr y confiar en la suerte, mi comandante -dijo el capitán segundo jefe, con voz desganada. Tenía una herida en el antebrazo derecho y la fiebre le hacía crujir las muelas.

– No podemos hacerlo así -se opuso el comandante-. Tenemos que reunir a unos pocos hombres útiles para que devuelvan el fuego como puedan. De lo contrario nos cazarán como conejos.

– No tenemos apenas municiones, mi comandante.

– Pues gastamos las que tengamos. Esto ya se ha jodido del todo.

El comandante se quedó callado, mientras observaba el sendero serpenteante que llevaba hasta la playa. Por su cabeza pasaban las últimas semanas transcurridas en la inercia embrutecida de la guarnición, mientras la harka se iba formando detrás de las montañas. Recordaba también el ataque de junio, tras el que había elevado al mando un informe en el que exponía sus preocupaciones sobre la situación en la zona. En sus páginas sostenía que un suceso como aquél no podía despacharse como un simple incidente. Aquel informe había sido acogido como la exagerada reacción de un oficial demasiado impresionado por el hecho de haber sufrido un ataque. Hasta le había valido algún reproche de sus superiores. El mando estaba lleno de optimistas, y quien más y quien menos ya tenía sus planes para el permiso de verano, que el comandante de Sidi Dris trataba de ensombrecer con su mal agüero. Él no se había marchado, y así había caído en la trampa. Cuando todo se había ido al garete, le habían echado encima a los fugitivos de Talilit y le habían ordenado resistir. O lo que era lo mismo, que se apañara como pudiera.

– Lo que más me subleva -dijo, poniendo en voz alta sus pensamientos- es que esto lo teníamos que haber intentado hace dos días, cuando aún nos quedaban cartuchos y no teníamos a toda la gente hecha papilla.

– Los marineros se cagan patas abajo por tener que venir a buscarnos, mi comandante -dedujo el capitán-.Yo creo que han esperado hasta ver si la harka nos liquidaba y les ahorraba el disgusto. Pero les hemos salido duros y ahora ya les da demasiada vergüenza seguir mirando.

– No han sido sólo ellos -le enmendó el comandante, con rencor-. Si sales de aquí, no te olvides de contar a quien quiera oírte que el Alto Comisario tardó más de dos días en autorizar la evacuación.

– Y para qué va a servir eso, mi comandante.

– Para lo que sirva. Aquí hemos estado trescientos hombres aguantando plomazos y bebiéndonos las meadas, y sólo nos ayudan a salir ahora que estamos medio muertos. No hay que dejar que eso se olvide.

A las once y media, la escuadra aún no había hecho la señal. Los heridos habían sido transportados hasta la retaguardia de la posición, y con los restos de varios pelotones se formó una improvisada sección de flanqueo. En total, aquel primer grupo, que se agolpaba en la parte resguardada del parapeto, sumaba un centenar de efectivos, de los que sesenta o más estaban inutilizados para el combate, bien por estar heridos, o desarmados, o por tener que arrastrar a alguien que no podía valerse. Al mando de aquel deplorable montón de despojos humanos se puso el capitán segundo jefe, mientras el comandante organizaba a los que quedaban en la posición para sostenerla hasta el final. Los soldados de la sección de ametralladoras desmontaron con presteza las máquinas, que no debían abandonarse al enemigo, y los supervivientes de la sección de policía indígena tomaron posiciones, junto con una veintena de elementos de tropa europea, a fin de cerrar en todo momento la columna por detrás. Algunos de aquellos hombres no disponían de más defensa que la bayoneta, pero así estaban las cosas.

Amador y Andreu se contaban entre los afortunados con los que se formó el primer grupo: Andreu en su condición de herido grave, y Amador al frente de uno de los pelotones de la sección de flanqueo. Entre los hombres que ahora mandaba se contaban dos que ya le habían acompañado desde Afrau hasta Talilit, otros tres que habían logrado salvarse de esta última posición y media docena de los que habían estado desde el principio en Sidi Dris. Ya no podía distinguirse a los veteranos de los bisoños, porque todos ellos eran unos robinsones barbudos y ojerosos que se agarraban al máuser como a la tabla salvadora de un naufragio. Los nervios los atenazaban, especialmente a Enrile, que no dejaba de enredar con la correa del fusil.

Haddú, una vez más, quedó atrás, con sus hombres. Aceptó sin protesta su aciago destino, y aún tuvo ánimo para despedirse de Amador con un apretón de manos, mientras le deseaba:

– Suerte, cabo. Tú decir a Molina que Haddú acordarse mucho de él.

– Ya se lo dirás tú -contestó Amador, contrariando lo que pensaba.

– Tú ser buen amigo juzgó Haddú-. Molina tener ojo para escoger.

A las doce menos cuarto, el Princesa hizo al fin la señal convenida. El capitán, sujetándose el brazo herido para que no le doliera, aulló:

– ¡Fuera todos!

Los botes ya estaban en el agua y los marineros bogaban con fuerza hacia la playa. Desde el promontorio en que se encontraba la posición, las barquitas que avanzaban hacia la costa, impulsadas por aquellas frenéticas figuras blancas, ofrecían una imagen de alarmante fragilidad. El mar estaba un poco rizado, aunque el viento no pasaba de ser una brisa moderada que además empujaba a los botes hacia su objetivo. Los barcos soltaban las primeras andanadas de protección, y los sitiadores notaron al punto sus efectos.

Los soldados salieron en tropel. Los heridos estorbaban a los que no lo estaban o no lo estaban tanto, y los que supuestamente debían encargarse de proteger al resto del grupo pusieron todo su empeño en adelantarse para estar en mejor posición de llegar hasta los botes salvadores. En vano trató el capitán de mantener el orden de la sección de escolta, que se desparramó por el camino como un rebaño de reses en fuga. Cuando se desató el fuego de la harka, los heridos, que se movían más despacio, empezaron a caer como moscas, y con ellos los camilleros o los que de otra forma los auxiliaban. Nadie se paraba para ayudar a llevar la camilla que había quedado sin uno de sus porteadores, y ante ese panorama el otro terminaba por echar a correr también, abandonando a su suerte al desdichado a su cargo. Los que podían andar, aunque fuera renqueando, pasaban por encima de los que iban quedando en el suelo, sin hacer el menor caso de sus súplicas. Lo único que veían era la playa, y los botes de la Armada que se acercaban a toda la velocidad que eran capaces de imprimirles sus tripulantes.

El pelotón de Amador tardó menos de medio minuto en quedar técnicamente disuelto. Los hombres corrían como liebres y disparaban al tuntún, cuando disparaban. Todos sus intentos de mantenerlos unidos y cubriéndose unos a otros fueron estériles. Sólo Enrile y otro obedecieron con cierta aproximación sus órdenes, y apoyándose en ellos Amador descendió por el camino tan deprisa como pudo, sorteando igual que los demás a los que caían. Al principio oía los juramentos y los insultos del capitán y sentía remordimientos, pero en seguida se contagió del egoísmo general. No podía hacerse otra cosa, bajo la lluvia de balas que segaba a los hombres como si fueran espigas agostadas. Ni siquiera el capitán dejó de correr, cuando comprobó que el débil freno de su autoridad saltaba en pedazos. Para los que habían quedado en la posición, con el comandante al frente, la visión de aquel penoso espectáculo marcó el fin de las pocas ilusiones que conservaban.

Andreu, arrastrando su pierna corrompida, dejándose ir y resbalando cuando no podía sostenerse más, bajaba también hacia la playa. En cuanto se había desencadenado el caos había perdido el contacto con Amador. Al principio el cabo se había quedado cerca de él, dando la vaga sensación de ofrecerse para sostenerle si no estaba en condiciones de seguir solo. Andreu le había hecho ver que podría caminar sin su ayuda, apoyado en el fusil a guisa de muleta y forzando a su pierna a parecer más entera de lo que en realidad estaba. Pese a la calentura que le devoraba las sienes, no había perdido la capacidad de descifrar los gestos de los demás. Comprendía que Amador se debatía entre dos impulsos contrarios: la responsabilidad que creía haber contraído con él después de lo sucedido en Talilit, y el deseo de aprovechar la oportunidad que se le brindaba de salvarse de la quema. Un deseo, este último, para el que la compañía de Andreu era un impedimento decisivo. En otras circunstancias, quizá Andreu hubiera encontrado la forma de afearle a Amador su ingratitud. Pero aquel mediodía, junto al parapeto de Sidi Dris, Andreu aguantó lo indecible para que el cabo no se sintiera obligado, y no lo hizo por su rechazo anarquista de toda obligación, sino por su orgullo de combatiente. No podía implorar que cargaran con él, y tampoco podía comprometer las posibilidades de sobrevivir de otro. Sobre todo, no quería deberle a nadie tanto. Ahora Amador se había esfumado y en medio del desastre Andreu acogía su desaparición con alivio. Bajaba hacia la playa con un fatalismo confuso, esperando a cada paso el balazo que diera con él en el suelo y a la vez porfiando por no desplomarse allí, sobre la tierra seca y polvorienta, revuelto con todos los muertos de aquella intentona desesperada. Los otros caían a su alrededor, la pierna le ardía como si se la atravesaran con agujas al rojo, pero él seguía avanzando. Por un segundo, mientras trastabillaba bajo el silbido encarnizado de los disparos, volvió a figurarse que era invulnerable.

Los hombres que estaban más enteros ya habían ganado la playa, donde esperaban a que arribaran los botes. Había alguna posibilidad de hacerlo a cubierto del fuego de la harka, pero los más atolondrados simplemente se acuclillaban o se echaban cuerpo a tierra, con lo que seguían sirviendo de blanco a los tiradores apostados en las laderas. El capitán trató de disponer con ellos una precaria línea defensiva. Ya que no habían cubierto la retirada de los heridos, al menos protegerían la operación de embarque de los que tuvieran la fabulosa fortuna de llegar. Sólo unos pocos de aquellos fantasmas vendados alcanzaban la playa, donde se dejaban caer pesadamente.

Los botes se aproximaban. Apenas tardarían un minuto más, y ya se oía a los contramaestres gritando a los marineros:

– Más vivo, más vivo.

En las caras de aquellos hombres se leía el pánico que sentían al acercarse al matadero, donde una manada de piltrafas vestidas de caqui los aguardaba para echárseles ansiosamente encima. Para terminar de arreglarlo, sucedió entonces algo con lo que ninguno contaba. Desde algún lugar de los montes los moros dispararon un cañonazo. El proyectil estalló a unos cuarenta metros de los botes, levantando un surtidor de agua y tierra.

– ¿Qué coño ha sido eso? -preguntó uno de los soldados.

– Tienen un cañón -anunció el capitán, constatando fríamente la obviedad a la que ninguno quería dar crédito.

Amador recordó la conversación que una vez había tenido con Molina, acerca de los primeros cañones que los harqueños habían capturado en una de las operaciones de junio. Como temiera el sargento, ya habían aprendido a usarlos, y aunque su puntería dejaba aún que desear, tenían tiempo para afinarla. También a Andreu, que en ese momento llegaba abajo, le vino a la memoria algo de los acontecimientos de junio. Se acordó de aquel soldado que confiaba tanto en la ventaja que a los europeos les daba la artillería. Ahora la tortilla se había dado la vuelta: ellos no tenían cañones y los moros sí. De golpe, los bombarderos se convertían en bombardeados. Mientras cojeaba hacia la playa, Andreu se dijo que era imposible estar peor.

Los primeros marineros saltaron de los botes. Venían armados con escuetas carabinas, que no eran las herramientas más adecuadas para aquella faena. Al avanzar brincando, con el agua a la altura de las rodillas, las cartucheras rebotaban cómicamente sobre sus caderas, que no estaban acostumbradas a aquel peso. Tan pronto como salieron del agua se desplegaron desordenadamente, uniéndose a los infantes que gastaban sus últimos cartuchos en la cobertura. Amador vio venir de reojo a uno de aquellos marineros. Se arrodilló a su lado, temblando de pies a cabeza. En ese mismo instante, cuando ya se acercaba al capitán para coordinar el embarque, el alférez que venía al mando de la flotilla de botes cayó derribado por un balazo en el pecho. Al verle caer, el alférez Veiga, que había quedado esperando en su bote, vaciló durante unos segundos. El fuego enemigo se cebaba en los marineros, a quienes su uniforme les hacía especialmente visibles y su falta de costumbre como infantes todavía más vulnerables que los demás. Ya habían abatido a media docena, pero Veiga comprendió que debía sobreponerse a aquella flojera que de repente le inmovilizaba los miembros. Empuñando con fuerza su pistola, saltó la borda y puso pie en la tierra hostil.

Avanzó entre las salpicaduras de las balas hasta la arena. Allí se dirigió al capitán, que trataba de contener la desbandada:

– Mi capitán, tenemos sitio para muchos, pero deben darse prisa.

– Embarquen primero a los heridos -ordenó el capitán, mientras disparaba con la zurda su penúltimo cartucho-.Yo aguanto aquí con éstos.

– ¿Y dónde están los heridos? -preguntó Veiga, desorientado.

Apenas había media docena, todos los que habían conseguido llegar. Los marineros los cogieron a hombros y los llevaron hacia los botes. Por el camino venían dos o tres más, entre ellos Andreu. Progresaba a trancas y barrancas sobre la arena, tirando de la pierna herida, cuando algo le dio en el hombro, por detrás. Aquel balazo, a diferencia del de la pierna, lo sintió, como un martillazo en el omóplato, y se fue de bruces. A unos sesenta metros de distancia, Amador le vio caer. Se resistió cuanto pudo, pero supo que no podría vivir en paz el resto de sus días, si es que alguno le restaba, habiendo dejado a aquel hombre tendido sobre la arena, a tan poco de la salvación. Echó a correr y logró llegar junto a Andreu. Lo levantó a duras penas.

– Déjame gritó Andreu-, o pégame el tiro de gracia.

Amador hubo de recurrir a todas sus energías para poder sujetar y echarse a cuestas a aquel energúmeno. Entre tanto, el exiguo pelotón que protegía el embarque empezaba ya a retroceder dentro del agua, gastando sus últimos disparos. Cada poco alguno comprobaba que ya no le quedaba nada en la recámara y echaba a correr como alma que llevaba el diablo. Eso fue lo que hizo Enrile, por ejemplo, que ganó a toda velocidad el cobijo de una de las embarcaciones. El cañón de la harka volvió a bramar, enviando una carga de metralla que esta vez explotó bastante cerca. El capitán admitió que no podía hacerse más. Apenas habían embarcado unos pocos hombres, pero de nada iba a servir sacrificar a los que quedaban. Dijo a Veiga:

– Mande a su gente que se retire, alférez. Esto no tiene remedio.

Amador vio atónito cómo todos echaban a correr a los botes, se encaramaban a ellos y empezaban a remar para alejarse. Arrastró a Andreu hasta el agua y allí le soltó. En vano pidió que los esperasen. Un tercer cañonazo sacudió la playa. La onda expansiva le hizo perder a Amador el equilibrio, pero Andreu tuvo peor suerte. Una esquirla de metralla le atravesó el cuello. El sabor de su sangre se mezcló durante un instante con el del agua salada, y aquélla fue la última noción que Andreu tuvo de la sed.

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