Desde su puesto en el parapeto, el comandante de Sidi Dris asistía desmoralizado al fallido desenlace de la evacuación. Los botes empezaban a alejarse, llevándose apenas a una docena de sus hombres. De pronto sonaron, bastante seguidos, un par de cañonazos. Uno cayó sobre el agua, alcanzando de refilón a dos soldados que intentaban llegar hasta los botes, y el otro, mejor calculado, hundió dos de aquellas vulnerables embarcaciones. Varios de los marineros que iban en ellas quedaron flotando panza arriba, y otros seis o siete llegaron nadando hasta alguno de los botes restantes.
– Parece que tienen al menos dos cañones -dedujo el comandante, con una sonrisa trágica-. Estamos sentenciados.
El camino que llevaba hasta la playa, y la playa misma, estaban jalonados de cadáveres. Todavía alguno de ellos se veía sacudido por los balazos de la harka, que procuraba asegurarse de que estaban bien muertos. Allí yacían casi todos los heridos y casi todos los que los escoltaban. Habían emprendido aquel último y supremo esfuerzo, después de tantos días de fiebre y dolor, y toda su recompensa había sido caer como insectos bajo el fuego infernal de los moros. En cuanto al resto, aún había más de un centenar de efectivos dentro de la posición cuando se había suspendido la salida. Al comandante le incumbía ahora asumir la responsabilidad sobre el destino de aquellos hombres atrapados. Nadie le había autorizado a entregar la posición, y después de lo visto, parecía evidente que la Armada no podría sacarlos. Por un instante, atravesaron por el cerebro del comandante ideas iracundas. Su corazón se rebelaba contra la desgracia en que la obnubilación del mando le había hundido, y se resistió a aceptar que debiera reventar allí, con todos sus hombres, en pago del error y la impericia de otros.
Al final, sin embargo, se impuso la disciplina. Quizá el comandante de Sidi Dris no confiase en ser capaz de sostener su decisión, en aquella situación extrema, sino recurriendo a la pauta cierta, aunque absurda, que le ofrecían las ordenanzas. Llamó a los pocos oficiales que seguían en pie y se dirigió a ellos en un tono tenso y melodramático:
– Ya lo habéis visto. No podemos salir, así que volvemos a estar como antes. Recibimos el encargo de defender esa bandera y esta posición y nadie nos ha relevado de ese encargo. Ahí enfrente hay cientos de moros enardecidos, a los que pronto tendremos encima. No nos quedan municiones, los hombres están reventados y nadie va a venir en nuestra ayuda. En estas circunstancias, lo único que nos queda es morir por la patria. Gracias a todos por vuestro coraje. La patria no olvidará este sacrificio.
Los oficiales de Sidi Dris se miraron unos a otros, desconcertados. Algunos ya suponían que el comandante iba a decirles aquello, pero otros no podían creer que no hubiera más solución. Uno de éstos osó pedir:
– Rindámonos, mi comandante.
El comandante observó al que se lo había pedido. Era un teniente de complexión atlética, uno de esos individuos de aspecto saludable y pujante que parecían haber nacido para romper la vida por las costuras. Ni siquiera el asedio había logrado deteriorarle demasiado. El comandante era todo lo contrario, un hombre caviloso y parco de cuerpo y costumbres. Maldijo al teniente por obligarle a descartar la alternativa en voz alta y ante todos, pero ya sólo podía seguir la línea que se había trazado. Ni siquiera se molestó en explicarle sus razones, o en señalar el hecho notorio de que la harka no iba a hacer prisioneros. Con su tono más autoritario, repuso:
– Aquí no se rinde ni Dios.
– Diga usted que no, mi comandante -apuntó un alférez, exaltado.
– Y a los que no tengan huevos, se les fusila antes de que lleguen los moros -propuso otro, un teniente demacrado y colérico.
– ¿Con qué, si no tenemos balas? -se burló un capitán.
– Pues si no hay balas, a machetazos -porfió el teniente.
El comandante no se opuso a la sugerencia, aunque tampoco dio su asentimiento. Miró abstraído a aquellos dos oficiales, tratando de recordar cómo eran antes de que el desastre les cayera encima.
– Está bien -concluyó-. Cada uno a su puesto.
Ante la inflexibilidad del jefe, el teniente que había propuesto la rendición y los oficiales que no sabían a qué atenerse no tuvieron más remedio que acatar la orden. A ellos les correspondía hacer que los soldados, aquellos espectros tambaleantes que casi no podían con el fusil, la acatasen también. Era fácil. Bien mirado, a ninguno le iba a costar mucho morirse.
Partieron los oficiales a hacerse cargo del resto lastimoso que quedaba de lo que habían sido sus respectivas compañías y secciones. El fuego que caía sobre Sidi Dris era tan intenso como nunca, y ni siquiera los cañonazos de los barcos lograban disminuirlo. Pero aún faltaba lo más duro. Al cabo de unos pocos minutos, los recién estrenados cañones de la harka empezaron a bombardear la posición. Aunque los dos primeros cañonazos cayeron fuera, uno pasado y el otro corto, en cuanto cogieron la distancia no volvieron a fallar. Explotaban los proyectiles y la metralla se llevaba por delante la barrera de sacos y a los pobres que tras ella se protegían. Los europeos ya no podían hacer ni siquiera fuego de fusil, y aguardaban con las bayonetas caladas el asalto que no podía tardar en producirse. Algunos soldados sollozaban en silencio, otros maldecían a gritos, y de vez en cuando había quien se arrancaba y echaba a correr hacia el lado del mar, para caer infaliblemente a mitad del camino. Los oficiales ya no hacían por parar a los que perdían los nervios, porque ya no había nada que preservar. Dejaban que cada uno eligiera la manera que prefería de morder el polvo. Seguramente tenían derecho a esa libertad, ya que no la habían tenido para vivir.
Mientras tanto, en la playa, Amador permanecía agazapado tras un resguardo rocoso, sin saber qué hacer. Después de que la onda de la explosión le derribase había tardado unos segundos en volver en sí. El sabor fuerte del agua de mar que había tragado le había sacado de su aturdimiento. Entonces había advertido que Andreu flotaba boca abajo, en medio de una nube de sangre. Lo había levantado y había visto que estaba muerto. Las balas salpicaban en su torno, así que no se había detenido mucho en la comprobación. Había tratado de correr hacia los botes que se alejaban hacia mar abierto, pero a los pocos pasos el agua le llegaba a la barbilla. Amador, que no sabía nadar, se había acordado de su amigo Ventura, con quien solía ir de chico a bañarse en el río Manzanares, a la altura del puente de los Franceses. Ventura había tratado de enseñarle a nadar, pero él siempre se había negado. Le costaba respirar como Ventura le decía, le entraba la angustia y lo dejaba. De pronto, aquella pereza de adolescente decidía inapelablemente su suerte. Había gritado con toda su alma, pero los marineros no habrían retrocedido ni aunque hubieran estado sus madres en la orilla. Al final, había comprendido que su única posibilidad, por escasa que fuera, estaba en desandar el camino. Había salido sin pérdida de tiempo del agua y había corrido a cubierto, bajo las balas que le perseguían como avispas ensañadas.
Ahora, mientras recuperaba el resuello, Amador miraba el camino sembrado de cuerpos que le separaba del parapeto. Había visto uno de los proyectiles disparados por los cañones de la harka pasar por encima de la posición y caer no lejos de donde él se encontraba. Luego había empezado a oír las explosiones que se sucedían dentro del recinto. Los barcos no dejaban de disparar, pero Amador comprendía que Sidi Dris estaba condenada. En esas condiciones, no veía para qué iba a asumir el riesgo y el esfuerzo de llegar hasta arriba. Tampoco allí donde estaba tenía esperanza, pero su cerebro trabajaba a toda velocidad para encontrar un resquicio. Había perdido su fusil, a sus compañeros, a los jefes que le habían dado órdenes hasta entonces. Ya no era soldado de ningún ejército, sino un superviviente solitario, y como tal tenía que buscar la manera de resolver el problema acuciante de continuar existiendo. Mientras veía los cuerpos ensangrentados de aquellos muertos lo deseaba como tal vez nunca lo había deseado, aunque la sed le abrasara la garganta y el sol de África le aplastara contra la arena.
En la posición habían llegado al límite. Los heridos se arrastraban por el suelo sin que nadie les prestara el menor auxilio. De los que aún no habían sido alcanzados por la metralla, algunos rezaban y otros miraban fijamente las bayonetas. Los moros de la policía indígena, que sabían que iban a morir pero a diferencia de los europeos lo aceptaban, esperaban en silencio a que llegara la hora. Los oficiales parecían alienados. Con gesto ausente contaban las balas de sus pistolas o arengaban a sus hombres. Alguno, como el capitán que antes había dudado de la posibilidad de fusilar a nadie, se esforzaba como podía por mantener la serenidad de sus subordinados.
– No tengáis cuidado -les decía-, que lo que haya de ser de vosotros lo será también de vuestro capitán.
La actitud de otros resultaba mucho más teatral. Tal era el caso del alférez que había secundado con entusiasmo al comandante en su voluntad de morir defendiendo la posición. Fuera de sí, advertía a los soldados:
– Cuando vengan, no quiero ver a nadie dar un paso atrás. Ahora es cuando hay que demostrarle a esa chusma lo que somos.
– ¿No hay nadie que haga callar a ese imbécil? -se quejó un soldado.
– ¿Quién ha dicho eso? -saltó el alférez.
– Yo, joder -alzó el brazo el soldado. Tenía la cabeza vendada y una herida en la pierna. La sangre negra y seca que empapaba el vendaje le daba un aspecto a la vez macabro y menesteroso.
El alférez se plantó ante aquel despojo que había osado responderle. Con la pistola en la mano, le ordenó: -Ponte firmes, hijo de puta.
– Ni aunque pudiera, mamón -le desafió el soldado. Era un tirador veterano de la sección de ametralladoras, disuelta por falta de munición y de jefe.
El alférez le apuntó con la pistola y repitió: -Firmes he dicho.
– No.
Sonó un disparo y la cabeza del veterano se fue violentamente hacia atrás. La mayoría de los que estaban cerca se quedaron atónitos, pero un cabo de la misma sección del muerto se levantó como impulsado por un resorte, se acercó por detrás al alférez y le derribó de un fuerte culatazo en la nuca. Cuando el oficial estaba en el suelo, inconsciente, el cabo hizo ademán de ensartarlo con la bayoneta. Otro cabo le detuvo:
– No te lo cargues sobre la conciencia. Déjaselo a los moros.
– Para lo que me queda de conciencia -forcejeó el otro. -Déjaselo, te digo.
Un teniente había visto lo sucedido, pero no tuvo tiempo de intervenir, como tampoco lo tuvo el cabo de rematar al alférez. De repente el cañoneo cesó y una algarabía ensordecedora se adueñó del aire. Los harqueños se abalanzaban en masa sobre el parapeto, seguros de la victoria y de que ya no les quedaba más que liquidar a unos pocos moribundos. Los defensores que se podían mantener en pie intentaron parar la embestida, pero la lucha no podía ser más desigual. Los moros, en la plenitud de sus fuerzas y sus reflejos, esquivaban sin dificultad sus fusiles y los tumbaban con una rapidez pasmosa. A continuación les hincaban la rodilla en la espalda y los degollaban sin más trámite. En cuestión de minutos, la posición hervía de chilabas pardas buscando víctimas. Si alguno aguantaba un poco más, varios enemigos caían sobre él y lo cosían a cuchilladas. Los oficiales se defendían como podían con sus pistolas, pero tan pronto como veían que iban a capturarlos se apuntaban a la sien para quitarse del medio. Alguno no estuvo lo bastante rápido, o calculó mal las balas que le quedaban en el cargador, y no se libró de caer en manos del enemigo. Ese fue, entre otros, el caso del comandante, que cuando quiso darse cuenta tenía a tres harqueños encima. Le quitaron la pistola y le molieron a culatazos y patadas. Si no le mataron sobre la marcha, como a los demás, fue porque reconocieron los galones. Pero en aquel aplazamiento no había ninguna clemencia para el comandante.
Algunos habían creído que podrían escapar, y en cuanto los moros habían atravesado el parapeto habían salido de estampida, pasando por encima de los oficiales y de los sargentos que intentaban detenerlos. Todos ellos cayeron bajo las balas o los puñales de la harka. Ni corrían lo bastante deprisa, ni había lugar por donde pudiera salirse sin tropezar con el enemigo.
Sólo en un sector encontraron los asaltantes verdadera oposición: en el que ocupaban las fuerzas de la policía indígena. Allí se toparon con hombres duchos en el cuerpo a cuerpo como ellos, y a los que todas las penalidades pasadas no habían logrado reducir. Los policías aguardaron a que llegara la harka sin perderle la cara, y cuando la tuvieron encima se defendieron con la convicción que les proporcionaba el hecho de saber que todo estaba perdido y que ya sólo les quedaba demostrar hasta el final que eran tan buenos guerreros como sus rivales. Así se dio la paradoja de que fueran ellos, moros y mercenarios, quienes obedecieran al pie de la letra la orden de defender la bandera hasta el fin, que sólo unos pocos europeos observaban.
Haddú, como el resto de los policías, se revolvía fusil en mano. Al ver que en aquella zona de la posición encontraban mayores dificultades, los harqueños acudieron en gran número. En realidad, a todos les estimulaba más enfrentarse a los policías, muchos de ellos pertenecientes a tribus rivales, que a los pobres soldados heridos y enfermos que caían como pajaritos. Pronto el sargento estuvo rodeado y se vio forzado a admitir que la partida estaba agotada. Esperó a que alguno de sus agresores se arrojara contra él, para hacer que se llevara entre las costillas su último bayonetazo. Mientras los retaba con la mirada, proclamó, con arrogancia:
– Bismil-lah.
Pero Haddú ya no tuvo ocasión de herir a nadie. Cayó con el pecho atravesado de un tiro, momento que los adversarios que le rodeaban aprovecharon para abalanzarse como chacales sobre él. Inútilmente le golpearon y le clavaron sus gumías. Al sargento, escuchando acaso su devota invocación, le había concedido Alá la merced de una muerte instantánea.
Al cabo de unos minutos, habían caído ya casi todos los oficiales y la harka había aniquilado el foco de resistencia de la policía indígena. Los pocos europeos que aún no habían sido exterminados dejaron caer las armas y alzaron los brazos, en demanda de la improbable piedad de los moros. Muchos lo pagaron recibiendo una puñalada en el acto, pero cuando los atacantes vieron que ya nadie se defendía empezaron a respetarles a algunos la vida. Los fueron agrupando en una esquina del parapeto, adonde los conducían a empujones y golpes. En total se reunieron allí unos quince, todo lo que subsistía de la posición de Sidi Dris, donde cinco días atrás habían quedado cercados trescientos hombres. A los que estaban malheridos los moros no los respetaban, aunque se rindieran. A algunos los degollaban, a otros les rajaban el vientre y se divertían viéndolos mientras trataban de impedir que se les salieran las tripas. Los prisioneros tenían que contemplar aquella carnicería sin rechistar, aterrorizados ante la atroz perspectiva de que decidieran hacerles lo mismo a ellos. Los moros aprovechaban también para saquear los cadáveres. Les quitaban medallas, dinero, cualquier cosa de valor que tuvieran encima. Con especial mimo recogían la portentosa cosecha de máuseres que allí estaba a su disposición. Se les veía comprobar con delectación el estado de los fusiles, y hasta había quien los acariciaba.
Al cabo de un rato, trajeron al comandante. Lo sujetaban entre dos, porque no paraba de revolverse. Venía con la cara ensangrentada y gritaba:
– Matadme ya, bestias miserables.
Para los prisioneros fue una conmoción más ver en aquel estado a quien hasta hacía unos minutos había sido el jefe supremo. Le habían arrancado las divisas, que un moro orgulloso se había prendido en la chilaba. Sus captores lo llevaron hasta el parapeto y lo colocaron de espaldas a los sacos.
– Muy bien, a ver si me fusiláis de una vez -celebró el comandante.
– No fusilar -se rió el moro que ahora llevaba su estrella.
No lo fusilaron. Prefirieron crucificarlo contra el parapeto. Como no tenían clavos, usaron machetes, y como los machetes no se quedaban bien clavados en los sacos y el cuerpo se vencía hacia delante, terminaron por clavarlo al suelo. El moro que parecía dirigir la función sacó su gumía y con ella le abrió en canal. Para acallar sus alaridos, decidió castrarlo y meterle la piltrafa sangrante en la boca. Ninguno de los soldados elevó la más mínima protesta. Vieron morir al comandante desangrado y asfixiado, en una agonía espantosa. Algunos vomitaron, encima de sí o de algún compañero, porque no tenían sitio donde apartarse. Los moros se reían a carcajadas. Para ellos era una fiesta magnífica. Aquellos hombres aterrados eran los mismos que antaño se habían paseado triunfantes por sus tierras, habían quemado sus cosechas o habían deshecho a cañonazos sus aduares.
– Y qué van a hacernos a nosotros? -murmuró uno de los prisioneros.
– Calla y aguanta -le conminó otro, el único cabo que quedaba.
– Mirad, se van los barcos -anunció otro cautivo.
Todos se volvieron hacia el mar. Los barcos de la Ar mada, en efecto, habían levado anclas y navegaban ya con rumbo este. Las columnas negras de sus chimeneas sembraron la desolación en el ánimo de aquellos soldados.
– Si alguna vez salgo de aquí y me encuentro con un marinero, le pienso saludar con una patada en los cojones -masculló uno.
– Qué culpa tienen ellos -dijo el cabo-. Si no se puede, no se puede.
También Amador, en la playa, vio irse a la escuadra. Pensó que él habría podido estar a bordo de uno de aquellos buques, y en la forma en que había perdido su ocasión. El cadáver de Andreu, empujado por las olas, yacía sobre la orilla. De vez en cuando, una ola un poco más grande que las demás lo alzaba, lo mecía y al retirarse volvía a depositarlo sobre la arena. Su sacrificio había sido inútil, y al comprobarlo Amador se arrepentía y no se arrepentía de haberlo asumido. Se arrepentía porque ahora estaba allí, acurrucado tras una piedra esperando a que vinieran a matarlo. No se arrepentía porque aquel hombre al que había intentado salvar era su semejante; no sólo se trataba de que él también fuera un hombre, sino de que los dos eran parias y habían sufrido el mismo atropello. Si los parias no ayudaban a los parias, qué dignidad les quedaba y qué reino iba a concedérseles sobre la tierra. Amador miró cómo se bamboleaba aquel cuerpo vencido, y las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Lloró por Andreu, por él, por todos.
La tarde avanzó despacio. Amador había resuelto aguardar a que cayera completamente. Si había de tener alguna oportunidad de salir de allí, sólo podía ser al amparo de la noche. Sin embargo, hubo de surgirle un contratiempo que no esperaba. A eso de las cinco, Amador vio a unos moros que bajaban por el sendero. Ya habían terminado de recoger el botín que había en la posición y ahora se dedicaban a saquear a los que habían quedado tendidos durante la frustrada salida. Se acercaban sin prisa, remoloneando sobre cada cuerpo caído para cerciorarse de que no se dejaban nada. Amador se aplastó todavía más contra el suelo, y observó con aprensión que el reguero de cuerpos pasaba por su` lado y le rebasaba. Si seguían con aquella tarea hasta el final, no podría evitar que le descubrieran. Tenía que buscarse otro refugio en seguida, y tenía que llegar hasta él sin que le viesen.
Fue a volverse para estudiar el terreno, cuando a su espalda aparecieron dos siluetas oscuras. Una le apuntó con el máuser y ordenó:
– Levantar, soldadito.
A Amador se le congeló la sangre en las venas. Los dos harqueños eran flacos y morenos, como solían ser aquellos hombres, pero el que le había hablado tenía los ojos verdes. Aunque tampoco este rasgo era inusual, Amador nunca había visto un moro con los ojos tan claros.
– Levantar -insistió el harqueño.
Amador obedeció, temblando.
– No tener miedo -le dijo su captor-. Yo no matarte. Yo estar ya demasiado cansado de matar soldaditos.
El otro moro se rió, aunque tardó un poco en hacerlo, como si le costara entender el idioma que había usado su compañero. Entonces Amador advirtió que el que le hablaba y le estaba apuntando vestía aún restos del uniforme de la policía indígena. Había caído en manos de un desertor.
El antiguo policía le indicó con el fusil el camino de la posición. Como Amador no reaccionara, aclaró, enojado:
– Tú marchar.
Amador echó a andar hacia donde le decían, con las manos en la cabeza y temiendo a cada paso que un balazo le partiera en dos la columna vertebral. Avanzó hacia los saqueadores de cadáveres, que al verle venir se incorporaron y empezaron a señalarle con el dedo, regocijados. Intercambiaron con sus captores algunas bromas en dialecto, y uno se interpuso en su camino y empezó a darle en el pecho, provocándole. Amador lo encajó todo, las burlas, los empujones, sin bajar las manos de la nuca. Recordó lo único importante: tenía que salir de allí, a cualquier precio; sobrevivir al desastre, y a la ferocidad de aquella gente, y a lo que quisieran echarle encima.
Subió por el sendero lleno de compañeros caídos, reconociendo a algunos, esforzándose por no mirar el gesto de horror que a otros se les había quedado trabado al rostro. Si en algún momento aflojaba el paso, la boca del fusil en sus costillas le obligaba a avivarlo. Tropezando, llegó hasta el parapeto. Un nuevo golpe de fusil le obligó a trasponerlo y el espectáculo que entonces se ofreció a sus ojos le cortó la respiración.
Por toda la explanada de la posición se esparcían los cadáveres. Con la cabeza machacada, los ojos saltados, los intestinos fuera. Vio a uno que tenía con ellos atadas las manos, y sin poder contenerse más, se tiró al suelo a vomitar. Sólo podía echar bilis, pero los músculos de su estómago empujaron una y otra vez. El policía desertor, visiblemente satisfecho, le concedió medio minuto de tregua. Después volvió a apremiarle:
– Levantar y marchar. Si no, morir aquí mismo, como una rata.
Y para ratificar su advertencia, tiró del cerrojo de su fusil. Eso quería decir que hasta entonces no llevaba ninguna bala en la recámara, lo que podía tranquilizar a Amador sobre sus intenciones iniciales, pero también que ahora sí la llevaba y más le valía levantarse como fuera.
A punta de fusil le llevaron hasta donde estaban los demás prisioneros. Por el camino vio los cuerpos mutilados de los oficiales y distinguió también el de Haddú, tan empapado de sangre que no se apreciaba el color del uniforme. Estaba boca arriba, con los brazos extendidos, pero en su cara no había, al menos, el rictus de pánico que había en la de otros.
Mientras le empujaban hacia el rincón donde se amontonaban sus compañeros, vio lo que le habían hecho al comandante. Su mente ya no podía asimilar más atrocidades. Aunque no era la primera vez que se enfrentaba a la crueldad de la harka victoriosa, sino la segunda, después de la caída de Talilit, aquello no admitía comparación. Empezaba a tener la sensación de estar en mitad de una alucinación desmesurada, y comprobó que los demás supervivientes, quizá para guardar la cordura, ensayaban una misma mirada vacía. Ninguno dijo nada cuando se reunió con ellos. Sólo le hicieron sitio y siguieron esperando lo que había de resolverse sobre su destino.
Al final de la tarde, vino a inspeccionar la posición un caíd moro. Recorrió el recinto con una comitiva de notables, examinando con detenimiento los cuerpos de los oficiales caídos y tratando de reconocerlos. Los oficiales eran los que solían negociar con los jefes indígenas la sumisión de los poblados, mezclando promesas con amenazas. A un par de ellos, incluido el comandante, el caíd les propinó un suave puntapié. Luego fue a ver los cañones. Los harqueños habían encontrado los cierres, lo que significaba que podrían utilizarlos. Esa era, para ellos, la mejor noticia del día.
Por último, el caíd visitó a los cautivos. Los estuvo observando durante un rato, mientras departía con los suyos. Después se dirigió a ellos.
– Ahora sois nuestros prisioneros -dijo, con impecable pronunciación-. La batalla se acabó y ya no tenéis nada que temer. Os trataremos humanamente, como vosotros nunca habéis tratado a mi pueblo.
– ¿Es un chiste? -masculló uno de los soldados.
– ¿Dónde ha aprendido a hablar ese hijo de puta? -susurró otro.
Cuando el caíd se marchó, se desataron los comentarios. El otro cabo contó que había oído decir de presidiarios que se habían fugado de los penales de Melilla, veinte años atrás, y que se habían ido a vivir con los moros y habían acabado siendo jefes entre ellos. Poco pudieron alargar sus especulaciones. A la caída del sol, los hombres de la harka les ordenaron ponerse en marcha. En el exterior de la posición había una batahola de mujeres y niños que los recibían con mofas e insultos. Una mora se acercó a Amador y le arrancó con brusca destreza los galones de cabo. Luego se los puso sobre la cabeza, como adorno. Las demás celebraron ruidosamente la ocurrencia. Amador se acordó de unas semanas atrás, cuando hablaban de la harka como de algo desconocido y quizá inexistente. Ahora el monstruo invisible les había impuesto su presencia, y entre todos los signos inauditos que tenía para elegir, el cabo sintió que la harka era esa mujer, que le había despojado de los galones y le despreciaba con la insolencia de sus fogosos ojos negros.