18 Sidi Dris

LOS ENTERRADORES

Durante la noche, el viento había soplado con fuerza sobre el campamento de prisioneros de Yebel Kama, amenazando con arrancar de cuajo las tiendas. Algunas habían llegado a vencerse parcialmente sobre sus ocupantes, en su mayoría enfermos y trémulos de frío y fiebre. La humedad de la lona y la que se infiltraba por las rendijas habían caído inmisericordes sobre aquellos desdichados, calándolos hasta los huesos. A fines de noviembre, en el corazón de las montañas, el tiempo era bastante inclemente. A pesar de ello, los prisioneros habían tenido que aguantar en aquella situación sin protestar, y sobre todo sin salir de sus tiendas medio derrumbadas. La semana anterior se habían fugado dos soldados y los moros que vigilaban el campamento habían impuesto la disciplina acostumbrada después de aquellos incidentes: a partir de la puesta de sol, nadie podía abandonar la tienda bajo ninguna circunstancia, ni siquiera para hacer sus necesidades. Al que se atreviera a contravenir la prohibición, le aguardaba una ejecución sumarísima. Y todos los hombres de Yebel Kama sabían que sus carceleros no fanfarroneaban. En otros episodios similares, más de un incrédulo había amanecido con los pantalones bajados y un tiro en la nuca allí donde había intentado descargar. Por ello, los treinta hombres que se amontonaban en cada tienda hacían como podían sus deposiciones dentro de ella, y algunos, los que estaban peor, se las hacían directamente encima. No era sorprendente, en esas condiciones, que el tifus prosperase a gran velocidad. Lo verdaderamente increíble era que alguno no lo hubiera contraído aún.

Ahora empezaba a amanecer y el viento se había calmado. Amador, boca arriba en su catre, hacía esfuerzos por aguantar el hedor. No importaba que viniera oliéndolo desde hacía días. Nadie podía acostumbrarse a aquella pestilencia pesada y densa, que se infiltraba por la nariz hasta las mismas entrañas, para contaminarlas. Cada vez que se veía obligado a aliviarse él mismo, Amador examinaba y olía con ansiedad sus propios excrementos, en busca de los ya conocidos indicios de la enfermedad. Por el momento no estaba afectado, pero ya había caído víctima del tifus en una ocasión y al menos un par de veces había sido atacado por la disentería. Como el resto de los que todavía no estaban infectados por el último brote, no tenía más recurso que rezarle al Dios en quien cada día tenía menos razones para creer.

Aquella mañana, sus guardianes tardaron en permitirles salir de las tiendas. Después de que se calmara el viento, una espesa niebla se había extendido sobre las montañas. Cuando al fin pudo respirar al aire libre, aterido bajo los restos de su uniforme y la raída manta de intendencia con que se cubría, Amador quedó sobrecogido por el paisaje espectral del macizo. Para impedir su rescate, si es que alguien pensaba en rescatarlos, los habían llevado a lo alto de aquel monte casi inaccesible. Eran unos trescientos, sólo soldados y clases de tropa, porque a los oficiales los habían reunido en un pueblo de la bahía, para tenerlos más a mano. Entre aquellos oficiales estaba el general segundo jefe, que se había rendido en Monte Arruit después de resistir durante varios días sin esperanza de recibir socorro. Según le contó un cabo que había estado allí, los moros habían matado a casi todos los que habían vivido para ver la rendición, antes de que sus caídes consiguieran contenerlos y obligarlos a respetar la vida de los prisioneros.

Los cautivos que habían sido reunidos en el campamento de Amador eran de las más dispares procedencias. Incluso había algunos civiles, empleados de la compañía que explotaba las minas de hierro, a quienes habían apresado con sus mujeres y sus hijos. Según decían los maliciosos, era por aquellas minas por las que habían ido a hacer aquella guerra. Los empleados oían estos comentarios y se encogían de hombros, lamentando, por la parte que les tocaba, la hora en que habían aceptado aquel empleo en África. Reuniendo los testimonios de unos y de otros, Amador supo que entre el frente y Melilla habían caído todas las posiciones, sin salvarse una sola. Sólo había un lugar del que no había conseguido encontrar todavía a nadie: Afrau, donde Amador había estado antes de que le trasladasen a Talilit.

Los moros aseguraban, entre risas, que no había nadie porque los habían liquidado a todos. Pero el sargento Badía, que había ido a visitar a los oficiales y recibía los suministros de la Cruz Roja y noticias de Melilla, había oído que la Armada había conseguido evacuarlos. Amador prefirió creer esta versión, y suponer que al menos sus antiguos compañeros se habían librado de la degollina. Era bueno que alguno hubiera conseguido salir, porque así habría alguien para pedir que sacaran a los que habían quedado prisioneros. Llevaban ya casi cuatro meses de cautiverio y rumores los había de todas clases, pero ningún indicio cierto de su posible liberación.

A media mañana, cuando empezaba a disiparse la niebla, llegó por el sendero un convoy de mulos. La mañana se había quedado despejada y relativamente apacible, aunque una brisilla fría bajaba por las laderas. El sargento Badía fue a recibir el convoy. Departió desembarazadamente con los moros que venían con los mulos y con algunos de los que custodiaban el campamento.

Al sargento Badía le respetaban los moros por sus habilidades médicas, adquiridas de forma casi autodidacta.

Sólo contaba, aparte de algunos libros y de su propia intuición, con los pocos consejos de un oficial médico prisionero con el que los moros le permitían conferenciar de vez en cuando. Pero gracias a Badía, y a varios ayudantes a los que él mismo había instruido, los prisioneros disponían de una mínima atención sanitaria. Aunque eso no impedía que surgieran las enfermedades, por las míseras condiciones en que los tenían, era posible al menos que muchos de los que enfermaban terminaran sanando. El sargento recibía a través de la Cruz Roja quinina y desinfectantes, y lo administraba todo como mejor podía. También se atrevía con la cirugía, y lo mismo limpiaba tumores y abscesos que amputaba miembros infectados. Era esta última faceta la que le había dado al sargento Badía su ascendiente sobre los moros. Con su modesto instrumental había salvado a más de un hijo de notable, herido en los combates que la harka mantenía ahora con los europeos al este de la región. En los moros, que solían morir como chinches por efecto de las heridas gangrenadas, merced a la siniestra ineficacia de su rudimentaria medicina, las proezas curativas del sargento despertaban una admiración que le permitía obtener algunas ventajas para los prisioneros. Entre otras cosas, podían recibir correspondencia de sus familias y el dinero de su soldada, con el que compraban alimentos a los moros. Salvando esas pocas relajaciones, el trato era constantemente humillante, con fases de endurecimiento como la que a la sazón padecían.

Después de charlar un rato con los moros, el sargento vino hacia donde estaba Amador. Junto a él había otros cuatro cabos y dos sargentos, que aguardaban a saber lo que Badía tenía para contarles.

– Las han traído. Las palas y las azadas que pedimos a Melilla. Nos ha costado sesenta pesetas el porte.

– No está mal -opinó un sargento, quejoso.

– El jefe saca su tajada, como de costumbre -añadió Badía, con disgusto.

El jefe del campamento, un moro avieso, era un tipo de cuidado. Un día decía estar allí para protegerlos y al siguiente ordenaba sin vacilar que se fusilara a cualquiera que hubiera incurrido en alguna mínima falta. Aquel sujeto había asumido de buen grado la tarea de vigilar a los prisioneros, y pronto entendieron por qué. En primer lugar, con eso se libraba de ir al frente, donde le aguardaban los temibles regulares y legionarios. En segundo lugar, y más importante, los prisioneros eran fuente segura y permanente de ingresos. Quizá era ésa la razón por la que no los mataba o no los dejaba morir a todos. Los cautivos tenían que gastar hasta la última peseta que recibían en comprar las provisiones que el jefe del campamento se encargaba de traerles, a precios siempre exorbitantes. Incluso había llegado a idear un sistema de vales, por los que los prisioneros tenían que canjear su dinero europeo. Amador se preguntaba por qué el jefe no los desvalijaba directamente, según les llegaban los giros, pero a lo que se veía el moro disfrutaba más con toda aquella parafernalia. Prefería creer que los estafaba con su astucia antes que robarles con la fuerza que siempre podía ejercer sobre ellos.

Una de las jugarretas que más habían debido divertir al jefe se le había ocurrido un par de meses atrás. Había hecho creer que alguien había pagado un rescate desde Melilla por una tal Carmen, la mujer más vistosa de todas las prisioneras. Junto con otros diez prisioneros se la había llevado a Dar Dríus, pero a la semana había vuelto, solo, diciendo que todavía no habían mandado el dinero prometido desde Melilla y que había que sufragar la manutención de aquellos once prisioneros. El sargento Badía, pese a olerse la trampa, no había tenido más remedio que pagar. Dos semanas después, regresaron Carmen y los demás. A los hombres los habían empleado en la conducción de cañones, una tarea a la que los moros preferían destinar a los europeos para ahorrar esfuerzos a los mulos y humillar de paso a los vencidos. En cuanto a Carmen, el jefe la había violado repetidamente, hasta satisfacer su capricho. Y en lo tocante a esa manutención que tan cara había pagado Badía, apenas los habían alimentado con sobras. Alguno de los sargentos, encolerizado, había hablado de organizar un motín. Pero Badía, con lágrimas en los ojos, había conseguido persuadirlos a todos de lo único razonable: aguantar y aguantar y seguir aguantando. A la mañana siguiente, volvía a negociar con el jefe una partida de comestibles.

Lo de las palas y las azadas era algo que el sargento venía persiguiendo desde hacía semanas. Gracias a ellas, podrían enterrar los cientos de cadáveres de europeos que seguían esparcidos por las inmediaciones. Para ello había en primer lugar una razón de índole estrictamente sanitaria: los restos descompuestos habían servido como foco difusor de numerosas infecciones, que aquejaban no sólo a los prisioneros, sino también a los propios moros, ya que los gérmenes habían pasado a las aguas que todos bebían. En segundo lugar, a los soldados les obsesionaba la imagen de aquellos cuerpos momificados que se tropezaban por doquier cuando los trasladaban de campamento o los obligaban a transportar pertrechos y cañones. Era atroz constatar que llevaban allí meses pudriéndose, y también lo era pensar que aquellas momias habían sido sus compañeros. Además, los moros más crueles aprovechaban la menor oportunidad para afrentar a los cautivos a cuenta de los cadáveres. Había harqueños que practicaban el tiro con ellos, niños que pegaban patadas a las cabezas medio peladas, mujeres que les escupían o les orinaban encima. A veces hasta intentaban venderles, para comida, cerdos de los que sospechaba fundadamente que se habían cebado con los muertos.

El sargento Badía era uno de los que más sufrían con todas aquellas ofensas. También era quien se ocupaba de que se diera sepultura a cada prisionero que moría y de que hubiera una cruz en su tumba, y siempre tenía un manojo de medallas piadosas que colgaba al cuello de los moribundos, para confortarlos en el tránsito. Amador se decía que Badía debía haber sido muy meapilas, o bien se había hecho así para no volverse loco después de tanto horror, como muchos otros. Y aunque el escepticismo religioso de Amador no había menguado un ápice, constataba que a aquel hombre, por lo menos, la fe le daba una fuerza que beneficiaba a sus semejantes. Incluso la fe que lograba infundir o rehabilitar en otros les hacía bien a quienes la recibían. A veces, Badía conseguía que la gente que se moría en el camastro sobre sus propias deyecciones, comida de pústulas y traspasada de dolores, besara sus medallas y se consumiera con una sonrisa en los labios. Había otro cabo que afirmaba, para burlarse, que Badía volvía a la gente tan gilipollas como para morirse sonriendo, pero Amador, aunque le chocara un tanto, no acababa de compartir esa interpretación malévola. Por las noches, Badía actualizaba unos estadillos en los que apuntaba la gente que moría y la que iba curando, las inyecciones que ponía, las intervenciones quirúrgicas. Y pese a estar siempre con los enfermos más contagiosos, a los que limpiaba personalmente, sólo había caído levemente enfermo un par de veces. Amador no se sentía afín a Badía, y hasta recelaba a veces de los motivos de su entrega, pero tenía que reconocer que sin aquel hombre el cautiverio habría sido mucho más devastador.

Ya que tenían las azadas y las palas, Badía propuso organizar sin pérdida de tiempo la operación de enterramiento, empleando en ella a todos los hombres útiles. Había negociado con los moros y parecían avenirse. El castigo por los dos fugados la semana anterior ya había durado bastante, y aunque ellos mismos no tenían la más mínima intención de enterrar a los perros cristianos, no les parecía mal que lo hicieran sus propios compañeros. A fin de cuentas, aquel muerterío afeaba el paisaje para todos.

Organizaron a los hombres en grupos y se repartieron la zona. Con cada brigada de enterradores partiría un pelotón de harqueños armados, para vigilar la tarea. El sargento Badía insistió mucho en que recogieran todas las fichas de identidad que encontrasen y en que fueran contabilizando los cuerpos que enterraban, para poder formar él luego la estadística conjunta con los datos que obtuvieran todos. A Amador se ¡e hacía un poco excesiva la manía notarial de Badía, pero se plegó a ella, y no sólo por obediencia jerárquica. Admitía que aquellas medidas serían prácticas y útiles, por ejemplo para las familias de aquellos a los que identificasen. Sin embargo, hubo otro requerimiento de Badía con cuya necesidad Amador no estuvo tan de acuerdo:

– Y buscad por donde paséis el cuerpo del Comandante General. Han enviado un ataúd para devolverlo a la plaza, si lo encontramos.

A Amador le parecía el colmo de los insultos que hubieran gastado dinero y esfuerzos en enviar un ataúd para devolver el cuerpo del Comandante General. No sólo era que ese dinero y esos esfuerzos se pudieran haber destinado con mayor provecho a enviarles medicinas o provisiones, sino el hecho mismo de que se pretendiera sacar aquel cuerpo para enterrarlo con bandera y banda de música y salvas de fusilería, cuando todos los hombres a los que el general había conducido a la muerte se pudrían en los barrancos y en el mejor de los casos irían a parar a fosas comunes. Por lo que a él tocaba, el general se podía quedar donde estuviera, y si lo encontraba todo lo que pensaba hacer era darle tierra como al resto. Amador no aseguraba que mereciera menos, pero estaba convencido de que no merecía más. Claro que Badía lo veía de una manera diferente. Era muy respetuoso con la superioridad, y si se le apuraba hasta un punto demasiado lisonjero. En cierta ocasión había anunciado que se había recibido un mensaje de aliento y apoyo de Su Majestad, y hasta había llegado a pedir un viva para la real persona. Alguno lo había contestado, pero la mayoría había refunfuñado su malestar.

– Si tanto nos apoya, que venga aquí a darle pasto a alguno de nuestros piojos, para repartir la carga -proponían unos.

– O que venda un palacio y le dé la guita que saque al Jatabi, a ver si así nos deja volver a casa -sugerían otros, más pragmáticos.

Salieron al fin las brigadas de improvisados enterradores. Se había procurado que cada uno fuera al lugar donde había estado su posición, con el cálculo de que así se conseguiría un número máximo de identificaciones. Por tal motivo, a Amador le mandaron con otro cabo y siete soldados a Sidi Dris. Con ellos iban cuatro harqueños, de bastante buen humor, porque Sidi Dris no estaba demasiado lejos y pronto podrían sentarse a ver trabajar a los europeos. Descendieron hacia la costa por valles y quebradas. El día había quedado tan claro, al final, que el mar volvía a verse azul, como en el verano.

El cabo que marchaba junto a Amador era el único que se había salvado con él de la masacre de Sidi Dris. Era artillero, lo que le había traído no pocos sinsabores con los moros. Toda la obsesión de éstos era que los artilleros los ayudaran a recomponer los cierres desmontados o rotos y a manejar debidamente las piezas. Los harqueños se las arreglaban para dispararlas y hacer blanco gracias a su instinto para aquellos menesteres, pero eran conscientes de que no aprovechaban todas las posibilidades de las máquinas. Al cabo artillero, por ejemplo, le habían pedido que les enseñara a manejar el plato de alcance, a lo que el cabo, como todos los artilleros, se había negado en redondo. Le habían apaleado y le habían dejado varios días sin comer, pero no había cambiado su actitud. No había nada más infamante para un artillero que enseñar a la harka a bombardear a sus hermanos. Amador había conocido meses atrás a un artillero que no pudiendo resistir las torturas había consentido en apuntar una pieza contra una posición sitiada. Los demás le trataban como a un apestado, y así había acabado por enloquecer de remordimiento. Se revolcaba sobre sus excrementos y se comía los apósitos infectados que los enfermeros les quitaban a los heridos. Así se había dejado morir, rechazando los cuidados del sargento Badía, el único, como no podía ser menos, que se había apiadado de aquel leproso.

– Te jode que te apaleen -comentaba el cabo artillero-. Pero mientras me arreaban me acordaba de aquel desgraciado y así aguantaba. Los palos se pasan, porque o te matan con ellos o no te matan y entonces te acaban cicatrizando. Pero llevar eso en el alma no tiene remedio.

Amador, que no estaba expuesto a aquellos contratiempos, no acertaba a concebir cómo podían aguantarse los palos. Suponía que si alguna vez le propinaban a él aquel castigo haría lo que los moros quisieran, por vergonzoso que fuera. Así se lo confió al cabo artillero.

– Ganas te dan -asintió el artillero-, y si hubiera sido otra cosa lo habría hecho. Tampoco te creas que yo soy un héroe, como Arancibia.

Arancibia se llamaba un sargento artillero que había protagonizado una hazaña increíble. Hallándose enfermo de tifus los moros le habían reclamado para recomponer unos cierres que tenían almacenados en algún lugar de la bahía. Arancibia había fingido que accedía a sus exigencias y se había dejado llevar allí. A los tres días lo habían traído de vuelta, moribundo. Cuando Badía se había acercado a atenderle, Arancibia le había dicho que le sacara lo que llevaba en los calzones. Allí Badía había encontrado un saquito de tela con 22 percutores de cierre de cañón. Antes de derrumbarse, el sargento artillero había logrado distraerlos, inutilizando sin remedio aquellas piezas que le habían llevado a arreglar. Al día siguiente los enterraron, por separado, a Arancibia y al saquito con los 22 percutores de cañón.

Por los terribles caminos de herradura, que todavía guardaban las huellas de las últimas lluvias en forma de pronunciadas escorrentías, llegó la brigada de Amador a la vista de Sidi Dris. Se dirigieron primero al recinto de la posición, donde había cierta cantidad de harqueños apostados. Habían emplazado un cañón y un par de ametralladoras, con toda seguridad arrebatados a los europeos. Los vieron llegar, con su mirada fija y despreciativa, y cuando repararon en las palas y las azadas empezaron a reírse a grandes voces. Uno de los moros que los traían parlamentó con los de la posición. Hubo cierta discusión entre ellos, porque el que hacía las veces de jefe de Sidi Dris, un moro farruco y de poca estatura, parecía no ver con buenos ojos que enterraran los restos. Al final el que iba con ellos debió convencerle de que tenían autorización del mando, y pudieron dar comienzo a la faena.

Lo primero que hicieron fue reunir todos los cuerpos, identificando previamente a aquellos que lo permitían. Sólo si llevaban la ficha de identidad encima o en casos excepcionales podía lograrse. Algunos de los soldados reconocieron a quienes habían sido sus mejores compañeros, el artillero localizó a alguno de los suyos y Amador a un par que habían estado en su pelotón. También fue fácil reconocer a los oficiales, y al comandante, que se había secado en la misma postura en que le habían martirizado. Mientras recogían el saco de huesos y pellejo en que el malogrado jefe se había convertido, Amador miró de reojo a quien ahora le sucedía al mando de Sidi Dris. El harqueño los observaba con una especie de impaciencia, como si en cualquier momento fuera a ordenar a sus hombres que los abatieran sobre los muertos que estaban apilando. Al pensarlo, Amador sintió un escalofrío, porque si eso pasaba por la cabeza de aquel hombre, bien poco le impedía ponerlo en práctica. Por último, Amador pudo identificar a Haddú, por el uniforme completamente ensangrentado. Al recogerlo, dijo:

– A éste tenemos que apartarlo para enterrarlo sin cruz.

– ¿Por qué? -preguntó un soldado.

– Por respeto -contestó Amador-. No era cristiano.

– Tampoco vamos a trabajar especialmente por un moro -sugirió uno.

– Sí vamos a trabajar especialmente -le corrigió Amador-. Porque era musulmán y también porque se quedó donde creía que era su sitio, que es donde muchos cabrones no han estado en su puta vida.

El soldado, aun sin saber por qué, notó que había pinchado en hueso y no rechistó más. Hicieron dos zanjas, una para los europeos y otra, más pequeña, para los cadáveres de los policías. El jefe de los harqueños, que se dio cuenta, se acercó a preguntar por qué cavaban dos fosas.

– Ésta más pequeña es para tus hermanos -tartamudeó Amador.

– Ésos no ser hermanos -repuso el moro-. Ésos ser perros.

Amador temió que a continuación le obligara a enterrarlos todos juntos, o le pegara un tiro a él allí mismo. Todo era posible. Pero el jefe de Sidi Dris pareció reflexionar un instante y tuvo una salida inesperada.

– Bueno -asintió-. Tú respetar. Aunque ésos no ser más que perros, yo entender. Hacer como decir.

Fueron echando todos aquellos huesos a los agujeros que habían abierto en la tierra. Antes de arrojarlos, uno de los soldados besaba los cráneos de los difuntos. En otra circunstancia a Amador le habría parecido un gesto exagerado, pero aquel mediodía en Sidi Dris la escena le conmovió como bien pocas cosas le habían conmovido en su vida. Cuando hubieron terminado, comprobaron que habían cavado de más. Todos aquellos muertos, mermados por el sol y los gusanos, cabían muy de sobra en aquellos hoyos. Luego los cubrieron de tierra, con aquella tierra amarilla y maldita que en triste hora les habían ordenado conquistar y después defender.

Seguidos por los vigilantes, se encaminaron hacia el sendero que llevaba a la playa. Entonces repararon en la silueta de un cañonero de la Armada, fondeado a poco más de una milla de distancia.

– ¿Qué hacen ésos ahí? -preguntó el artillero. -Vete a saber -dijo Amador.

Pero su estupor aumentó cuando vieron lo que sucedía en la playa. Una treintena de prisioneros cargaba cañones en las precarias embarcaciones a vela de que disponían los harqueños. Aquéllas que ya habían recibido su carga se hacían a la mar y ponían rumbo hacia el oeste. -Deben llevarse los cañones a la bahía -dedujo

Amador.

– Y esos maricones, ¿a qué esperan para hundirlos? -protestó el cabo artillero, señalando hacia el barco.

Aunque ellos no pudieran saberlo, eso era lo mismo que se preguntaba en aquellos momentos el alférez Veiga, sobre la cubierta del Laya. Pero los marinos tenían órdenes terminantes que les impedían tomar ninguna iniciativa. En aquellos momentos había negociaciones en curso con los moros, no sólo para liberar a los prisioneros, sino también para firmar una especie de armisticio. Por lo visto, se trataba de concluir un arreglo por el que pudiera garantizarse la explotación de las minas y la posesión nominal del territorio. AVeiga, como a otros, le pasmaba que el mando pudiera pasar con esa facilidad de ordenar ofensivas sangrientas a contemporizar con el enemigo, sin importarle nunca un comino los que pringaban, ya fueran aquellos prisioneros que embarcaban los cañones en la playa de Sidi Dris o los que en el frente tenían que asaltar a cuerpo limpio las cotas ocupadas por los harqueños.

Bajaron Amador y los demás por el sendero, en el que esperaban al cabo los fúnebres vestigios de la huida en que él mismo había participado meses atrás. Fueron recogiendo los restos y los amontonaron abajo para enterrarlos. Después reunieron los cuerpos que habían quedado sobre la playa. Los soldados que cargaban los cañones los miraron con curiosidad, pero los moros que los dirigían los forzaron a golpes a volver a su trabajo.

Fatalmente, Amador tropezó con el cadáver en el que había estado pensando desde que había puesto pie en la arena. Era inconfundible, por el tamaño, los restos del vendaje en el muslo y la sangre en los jirones de uniforme que cubrían el hombro. Se arrodilló ante aquel pingajo polvoriento que había sido Andreu y se quedó contemplando estólidamente las cuencas vacías, los dientes al aire, las costillas descubiertas quizá por las gaviotas. Aquellos huesos habían aferrado el fusil para permitirle a él conservar la vida, y él había fracasado en hacer otro tanto. Cogió su ficha de identificación, para entregársela algún día a su madre, si algún día acertaba a salir de allí y después a averiguar si ella vivía y dónde.

Llevó el cuerpo junto a los demás, cuidando de que no se deshiciera. Y cuando estuvo cavada la zanja, se ocupó también él de depositarlo dentro. Antes de separarse besó aquella calavera, como le había visto hacer al soldado. No tuvo reparo ni vergüenza. Si uno no besaba la frente de un amigo muerto, pensó, qué poca mierda iba a besar después en el mundo.

Las tareas de enterramiento se alargaron durante varios días. Nadie encontró nunca al Comandante General. Alguien juraba haberlo visto justo después de la derrota al lado de un barranco, pero cuando fueron a buscarlo allí sólo hallaron un montón de huesos sanguinolentos, pertenecientes a varios cadáveres que los moros habían majado juntos. Aquel montón de huesos lo enterraron en una fosa común, como a todos los demás.

Загрузка...