4 Talilit

LA CONQUISTA

La columna partió al rayar el alba. Los jefes, con criterio encomiable, consideraron que los hombres merecían el beneficio de hacer la peor parte de la faena antes de que el sol estuviera demasiado alto y hasta las moscas se aplastaran a la sombra de las chumberas. Pese a ello, a los quince minutos de marcha por aquellos andurriales infames, Andreu empezó a notar cómo el sudor resbalaba por su espalda. El, como el resto de los hombres de su sección, llevaba encima todo el equipo individual. Si las cosas salían según lo previsto, para él y para sus compañeros aquel viaje sería sólo de ida. Desde un recodo del camino se volvió a contemplar la imagen ya familiar de Sidi Dris, suspendida sobre la neblina matinal que difuminaba el mar. Durante semanas le había parecido un agujero miserable, pero comparado con el lugar donde a partir de aquel día iba a vivir podía considerarse un palacio. Por lo pronto, el lugar donde a partir de aquel día iba a vivir ni siquiera existía aún, aunque ya tenía nombre: Talilit. Lo que les tocaba aquella mañana era tomarlo y construirlo, y llenar aquel nombre, hasta entonces vacío, con la tristona decoración de una posición militar de vanguardia: las defensas exiguas, las tiendas cónicas y polvorientas, los soldados asustados.

El movimiento táctico, aunque a Andreu eso no le interesaba mucho ahora, había sido diseñado con relativa competencia. Desde el campamento general había partido poco antes del amanecer otra columna, con la que establecería contacto la de Sidi Dris a los pies de Talilit. Desde ambos flancos progresarían en pinza sobre la cota, batiendo siempre el frente donde podía surgir hipotéticamente alguna oposición. Una vez tomada la cota, se desplegarían las avanzadillas y comenzaría el trabajo de los ingenieros. En realidad era una rutina archisabida, repetida decenas de veces por los europeos en decenas de lomas Africanas, sobre todo en aquella tierra montañosa, donde la obsesión del guerrero venía siendo, desde hacía muchos siglos, ocupar una posición más alta que la de su adversario. Para los montañeses, nada había más placentero que hostigar desde arriba a los intrusos, dominándolos en todo momento y forzándolos a reptar por los desfiladeros.

Sin embargo, para Andreu y para muchos de sus compañeros, aquélla era la primera vez. Nunca antes habían marchado así por los caminos de África, con la misión de abrirse paso y conquistar un pedazo de aquel territorio levantisco. Hasta entonces no habían conocido más que el interminable sopor de la guarnición y el pavor fugaz e insólito de haber permanecido asediados durante el fallido asalto a Sidi Dris. Pero caminar entre aquellos montes era una sensación bien diferente. A Andreu, que había pasado casi toda su vida en una ciudad, le impresionaba el campo Africano. Le impresionaban sus formas quebradas, sus colores implacables, sus olores recios como vergajazos. Avanzando entre todos aquellos estímulos poderosos, y aunque fuera acompañado de cientos de hombres, se sentía expuesto y a merced de todos los peligros. Si lo pensaba, quienes con él marchaban y él mismo no eran más que un puñado de desgraciados sosteniendo el empeño risible de querer imponerse a aquel país arduo y cruel. Quizá por eso, porque todos eran conscientes de la vanidad del intento y sentían la misma inquietud por su suerte, la columna se movía en un espeso silencio, sólo roto por el arrastrar de pies y el ruido laborioso de las caballerías y la impedimenta.

Ni siquiera quienes ya habían vivido aquello, o ellos menos que nadie, tenían el ánimo para fiestas. Naturalmente, siempre había excepciones, y a medida que la luz se fue haciendo más viva, algunos se sintieron lo bastante expansivos como para empezar incluso a hacer bromas. Uno de éstos era Rosales, cabo y veterano que había intimado con Andreu desde la noche en que estando ambos de guardia el moro había degollado al pobre Pulido. También él iba a quedarse en Talilit, y la idea le gustaba, decía, tanto como comerse una mierda de mulo. Pero se esforzaba por conservar el humor.

– Vaya jeta fúnebre, catalán -se burló, dándole una palmada a Andreu.

– Bueno -contestó Andreu, gravemente-. Ojalá me confunda, pero me da que vamos más de funeral que de bautizo.

– No jodas, Andreu. No me empieces como Pulido, que ya viste que el que la mienta se la termina echando encima. Esto es más ruido que nueces, ya lo vas a ver. Me apuesto contigo unas suculentas sardinas de intendencia a que llegamos a ese Talilit o como se llame, montamos un espectáculo de cojones y no aparece ni un solo moro. Como unas maniobras. Fijo, tú.

– Ojalá, te digo.

– Pues claro, hombre. Te voy a contar un secreto sobre los mojames, que sólo lo saben los que se las han pelado con ellos un par de veces por lo menos. No esperes que ninguno se te ponga delante cuando estás atacando, con los cañones y las ametralladoras y todo este follón que llevamos. Entonces se quedan retrepados en sus agujeros, mirando hasta dónde llegas, y si llegas mucho, ellos se van más atrás. Cuando la cagas con ellos es cuando te quedas a esperarlos. Porque los muy maricones siempre esperan a que tú dejes de esperar y entonces te la dan. En realidad, sólo hay una cosa peor.

A Rosales se le había enfriado súbitamente la sonrisa. Andreu no tenía costumbre de quedarse a medias, y le preguntó:

– ¿Qué cosa?

Rosales meneó la cabeza, antes de responder.

– Lo peor con los mojamés, catalán, es cuando les das la espalda. La retirada, el repliegue, salir de naja, como leche quieras llamarlo. Y si lo haces sin organizarte, entonces estás listo.

– ¿Lo dices por experiencia?

– No te lo voy a contar ahora. Fue por la zona de Dar Dríus, hace bastante. La verdad es que prefiero olvidarlo, compañero. Sólo te digo una cosa: no les des la espalda nunca. Si te ves mal, aguanta hasta el penúltimo cartucho, y el último te lo gastas en los sesos. Ese favor que te harás.

Andreu se quedó meditando sobre las palabras de Rosales, con un aire tan serio que el cabo se sintió un poco culpable.

– Pero eso será cualquier otro día, si es -volvió a animarle-. Hoy prepárate sólo para oír tracas de feria. Además, nunca te olvides de que la peor parte se la comen los policías y los regulares, que para eso los tenemos.

Llegaron a las inmediaciones de Talilit bastante temprano, y poco después avistaron la otra columna. Todo parecía despejado. A lo lejos, entre las lomas, se veían las aplastadas casas del aduar. Al principio había poco movimiento, pero la llegada de la columna hizo salir de ellas a alguna gente. Vieron a varias mujeres, que se escondieron en seguida, y después, más cautelosos y desafiantes, a algunos hombres armados. Los jefes de ambas columnas deliberaron brevemente. Se discutió el emplazamiento de las baterías de montaña y se decidieron las líneas de ataque. Sobre la cota que estaba destinada a acoger la posición se había podido ver a algunos elementos presumiblemente hostiles. Teniendo en cuenta todas las circunstancias, se arbitraron las disposiciones pertinentes. Andreu, como el resto de los soldados, aguardaba órdenes. Se fijó en un grupo de regulares que también esperaban a una cincuentena de metros de donde él se hallaba. Estaban tranquilos como ninguno, como si estuvieran haciendo un alto en una excursión campestre. Eran indígenas alistados bajo la bandera de los europeos, como los policías, y se los empleaba intensivamente como tropa de choque. Se había empezado a hacerlo años atrás, después de una serie de escabechinas de europeos que habían terminado provocando enconadas broncas en las Cortes y hasta una huelga revolucionaria. Para paliar el ya amplio descontento popular con aquella guerra, se había puesto en marcha la recluta sistemática de aquellas tropas indígenas, a las que siempre se les adjudicaba el trabajo sucio. Muchos oficiales protestaban por ello, porque creían que eso devaluaba a las tropas europeas, reduciéndolas a labores de guarnición e inutilizándolas para el verdadero combate. Los soldados, menos comprometidos con la causa, no lo veían tan mal.

Emplazaron las baterías, mientras los regulares y los policías iniciaban el despliegue. Andreu y los de su sección se quedaron junto a un destacamento de artilleros. Los veía sudar para poner las piezas en situación, mientras él se limitaba a sujetar el fusil, con otro tipo de sudor en sus manos. No tenía ninguna gana de trepar por la ladera, pero era un hombre de acción y algo le crujía en el interior al ver a otros corriendo el riesgo o dando el callo mientras él simplemente se quedaba a verlas venir. Siempre le había gustado estar en primera línea, allí donde las daban y las tomaban. Pero si se paraba a reflexionar, ahora, aunque sentía la vergüenza de estar emboscado, no era el impulso de dejar de estarlo tan firme como cuando se jugaba la piel en Barcelona. Allí estaba en su elemento, y hasta los adoquines de la calle obedecían a su bravura y a su ambición. África, en cambio, era de ellos, de los flacos hombres de pardo que los vigilaban desde lo alto.

No obstante, cuando los cañones comenzaron a rugir, habríase dicho que aquellos hombres no eran más que un puñado de miserables hormigas pisoteadas por un elefante. Primero las baterías machacaron la altura de Talilit, forzando a esfumarse a los pocos infelices que habían pretendido resistir o sólo fanfarronear desde allí. Después clarearon el frente, y para rematar dispersaron de forma fulminante a los grupos de hombres armados que se divisaban en las proximidades del aduar. De paso que los dispersaban deshicieron varias de las casas, pero al oficial de artillería que mandaba el destacamento junto al que paraba Andreu no pareció preocuparle demasiado. Cuando el sargento que estaba al cargo de una de las piezas sugirió que debían afinar un poco la puntería, para no darles a las casas, el oficial, un teniente rubio con acento sevillano, soltó una carcajada y dijo:

– ¿Para qué? Tira al bulto, como si apedrearas a un perro. Más que nada, se trata de que se enteren de que más les vale no darnos por culo.

Andreu observó cuidadosamente al teniente. Era espigado y desenvuelto, con todo el aire de un señorito andaluz; uno de esos que ya están dispuestos a hacer valer su desparpajo en cualquier plaza antes de levantar tres palmos de la arena. Este no tendría mucho más de veinte años. Decían que de todos los oficiales, los de artillería, casi por encima de los de caballería, eran los más chulos. Tenían el hábito de ver correr a los pobres infantes bajo el fuego de sus piezas, y nunca sentían de cerca los estragos que provocaban sus máquinas. Era algo que pasaba siempre en otra parte, a una distancia que lo volvía todo pequeño y un poco tragicómico. Andreu sopesó, soñador, la posibilidad de que el teniente se viera forzado a un cuerpo a cuerpo con alguno de los harqueños. Y se dijo (pero acaso era la mala leche de estar esperando bajo el sol para subir a aquella cota) que si alguna vez se lo encontraba en un trance así, le iba a ayudar su padre, al teniente. Ya podía dar gracias si no se echaba el fusil a la cara para abreviarle la chapuza al moro.

Los otros moros, es decir, los que combatían del lado de los invasores, avanzaban ya por las laderas de la montaña de Talilit. La preparación de la artillería había limpiado de inconvenientes su camino, y los regulares iban ganando altura con orden y rapidez. Sus oficiales europeos, los únicos que compartían con ellos la suerte de poner el pie y el hocico donde nadie los había puesto antes, los arengaban en árabe. Era una singular simbiosis, la de aquellos oficiales, muchos muy jóvenes, y casi siempre los más convencidos e impetuosos que salían de las academias, y los soldados indígenas enrolados por la paga, el fusil y el odio a sus vecinos. Se decía que sólo los jefes europeos que sabían ser fríos y brutales se ganaban el respeto de aquella tropa, pero también corrían leyendas sobre oficiales de regulares caídos durante un asalto de un balazo en la espalda. Alguno que se había pasado de frío o de brutal, barruntaba Andreu, y como él todos los soldados.

En cuanto los regulares hubieron abierto el camino hacia la cumbre, se ordenó a la tropa europea avanzar en su apoyo. Los soldados, una buena parte de ellos novatos del último reemplazo, se pusieron en marcha con más reserva que entusiasmo. Algún oficial asumió el deber de picarlos:

– Vamos, que ahora os toca demostrar lo que os cuelga.

Andreu buscó al autor de la viril apelación, sin éxito. Debía ir en la vanguardia de su columna. En realidad, no todos los oficiales eran tan cretinos. A muchos, quizá la mayoría, les fastidiaba como a los soldados aquel ajetreo. Andaban pensando en escaquearse y en esa clase de cosas en las que pensaría cualquiera, como la forma de sacar tajada o cuánto les quedaba para largarse de permiso. Andreu tenía una teoría quizá elemental, pero extensamente contrastada. En cualquier parte, y el ejército no iba a ser una excepción, los gilipollas nunca eran muchos. En ese instante se acordó de su amigo Maspons. Gracias a él había leído los libros de Kropotkin, con los que había terminado de convertirse al anarquismo. Maspons, que había leído muchos más libros, solía decir algo que tenía que ver con su teoría:

– La inteligencia está mucho mejor repartida de lo que suele creerse. Ya lo escribió Descartes, que era un burgués, pero tenía la cabeza bien puesta. Por eso la Idea se acabará abriendo paso, Andreu.

Era hasta cierto punto irónico, admitió Andreu, acordarse de la Idea mientras marchaba en las filas de un ejército burgués, con las armas en la mano para defender el sueño de los burgueses y aquel absurdo capricho burgués de poner la bandera en los riscos resecos de África. Pero como no podía tirar el fusil al suelo y echar a andar de vuelta a su ciudad, no le quedaba más remedio que apretar los dientes y aguantarse. Los pies empezaban a dolerle, y el equipo, pese a lo escaso que resultaba para enfrentar la adversidad, le pesaba mucho más de lo que hubiera querido.

Los acemileros, detrás de ellos, tiraban con energía de las bestias, que no parecían demasiado deseosas de iniciar la ascensión. Todos los mulos y mulas estaban fogueados, es decir, se los había acostumbrado a oír tiros para que no salieran despavoridos. Por otra parte, el bombardeo se había espaciado mucho y los regulares, más arriba, apenas disparaban de vez en cuando para mantener al enemigo a distancia. Pero aquellos animales tenían menos de idiotas de lo que muchos se creían. Bastaba con que hubieran tenido que hacer una faena como aquélla una vez para que supieran que no era un plato de gusto. Era increíble, la memoria que se gastaban.

Obedeciendo las órdenes de los oficiales, los soldados se desplegaron en guerrilla y empezaron a subir. Los regulares acababan de coronar la montaña. Coincidiendo con ese momento, les hicieron fuego desde otras alturas vecinas. Los soldados indígenas lo repelieron con prontitud, y en seguida se desencadenó en su ayuda el tronar de la artillería. Mientras se terminaba de definir la situación, las compañías europeas se aplastaron contra la ladera. Andreu notó en su piel el calor de la tierra a través del uniforme. Y no era ni siquiera mediodía. El sudor resbalaba por su frente y por las de sus compañeros. También le molestaban las cartucheras donde llevaba los peines para el máuser, demasiado gruesas para tumbarse en tierra. Rosales, agazapado a un par de pasos de él, trataba de sobrellevarlo con alegría:

– Unas maniobras, catalán. Si tiran de fogueo.

– Tu madre, Rosales.

– Tú no conoces a mi madre -bufó Rosales-. No hay nada más grande que el amor de una madre, pero la mía siempre tira con bala.

– Lo que más me pudre -dijo Andreu- es estar aquí arrumbados como si fuéramos inválidos. Casi preferiría estar ahí arriba, con los moros. Desde allí por lo menos pueden ver qué pasa.

– Relájate, compañero. Ya tendrás tiempo de aburrirte de mirar.

Entre los cañones y los regulares, bien asentados en lo alto de la futura posición, no tardaron mucho en reducir el fuego enemigo a un paqueo esporádico. Una vez restablecido el control, las compañías europeas avanzaron de nuevo. Junto a la de Andreu venía una de ingenieros. Ellos subían todavía más cargados, y una vez que llegaran arriba no habrían hecho más que empezar. En sus semblantes, sin embargo, no se veía el desconsuelo que traían los de la compañía de Andreu. Los ingenieros subían a todas las posiciones, pero no se quedaban en ninguna. Aunque tuvieran que fortificarlas, a menudo bajo el fuego enemigo, sabían que antes del anochecer se irían a un campamento en condiciones, dejando allí a los pobres infantes a quienes les había tocado la china. Aun embarazados por el peso de sus herramientas, observaban a los futuros inquilinos de Talilit con una suerte de conmiseración.

Cuando las compañías europeas llegaron a la cima, los soldados se desparramaron atropelladamente por el espacio que iba a abarcar la nueva posición. Los regulares que ya la defendían, bien apostados y con el fusil prevenido, observaban impasibles el caos que traían los europeos. Lo hacían con el rabillo del ojo, mientras se mantenían bien atentos a lo que se movía en los alrededores. De vez en cuando uno pegaba la mejilla al fusil y lanzaba un zambombazo cuyos efectos comprobaba un segundo después alzando un poco la cabeza. Se habían colocado alrededor de la loma, cubriendo una superficie bastante mayor que la que ocuparía la posición. Con esa protección, los ingenieros podrían trabajar razonablemente tranquilos.

Mientras los ingenieros cavaban, Andreu y sus compañeros, con el fusil colgado a la espalda, empezaron a llenar sacos terreros y a colocarlos para formar el parapeto. Era una labor bastante ingrata para hacerla bajo el peso del mediodía, pero al fin y al cabo se trataba de una actividad y mientras la hacían los hombres sentían en cierta forma el beneficio de distraerse de sus pensamientos. Un poco más tarde se presentaron los acemileros y también hubieron de ayudarlos a descargar los mulos. Sobre ellos venían las tiendas, las municiones, la comida, el agua, y en suma las cuatro cosas con que el mando los obligaba a conformarse y soportar lo que viniera. Comoquiera que Talilit ocupaba un contrafuerte importante del frente, también los habían distinguido con el derecho a tener su propio destacamento de artillería. Los artilleros llegaron los últimos, y para su sorpresa, Andreu comprobó que el oficial que venía con ellos era el sevillano rubio en el que se había fijado antes. Andreu se limpió el agua que le chorreaba por las cejas para verle mejor. Por alguna razón fácil de intuir, el teniente artillero no tenía mientras examinaba el recinto de la posición el mismo gesto festivo que cuando había desmenuzado el aduar con el fuego de sus cañones. Dirigió con aparente frialdad el emplazamiento de las piezas, pero no paraba de mirar en torno suyo. Andreu podía comprender su desazón. Aunque no fuera un militar profesional, Talilit no le ofrecía tampoco una sensación demasiado tranquilizadora. Ante un ataque severo, no podrían sostenerse como lo habían hecho en Sidi Dris días atrás.Y el camino para escapar no era el más cómodo del mundo.

Una sección de ingenieros se había acercado entre tanto hasta el punto más extremo ocupado por los regulares, y allí montaban a toda velocidad un blocao que serviría de avanzadilla. Andreu observó fascinado la sincronización de aquellos hombres. Iban desembalando los listones de pino numerados y los iban ensamblando como si hubieran nacido haciéndolo. Hasta donde estaba le llegaba el olor de pino nuevo, mientras la forma de la fortificación se alzaba progresivamente ante sus ojos. Los ingenieros trabajaban olvidándose del fuego enemigo. Aquella mañana no era en verdad una amenaza digna de consideración, pero a decir de los veteranos, igual podían montar un blocao mientras los estaban friendo desde todas partes. Una vez levantada la parte inferior de las cuatro paredes, se las arreglaban para trabajar siempre a cubierto, salvo al final. Uno de los soldados de ingenieros que fortificaban la posición, percatándose de que Andreu estaba absorto en lo que hacían sus compañeros, se puso a charlar con él. Según le contó, al final venía el momento más peliagudo. Era entonces cuando colocaban la chapa acanalada que servía de techo al blocao. Un soldado tenía que asomar medio cuerpo para hacerlo, y los moros avezados ya estaban pendientes para cobrárselo.

– La de tíos que la habrán palmado con la chapa en las manos -agregó el de ingenieros, ratificando el peligro que aquello tenía.

El blocao de la avanzadilla de Talilit, sin embargo, se completó sin contratiempos. A mediodía se sirvió el rancho, como mandaban las ordenanzas. La posición estaba ya casi terminada y los alrededores apaciguados. Por contra, la comida provocó cierto revuelo en el interior del recinto.

– Esto es una bazofia -se quejó el capitán de ingenieros.

Un capitán del regimiento de Andreu se acercó a reconvenirle:

– Es lo que hay. Mira el ejemplo que das.

– Mi gente viene a trabajar, no podéis endilgarle esta porquería.

– Vuestro rancho debe ser mejor, por lo que alborotas.

– No hay color. Voy a despachar cuatro mulas abajo para que traigan comida de verdad. Para los tuyos también.

Media hora después las mulas volvieron con un buen número de raciones del rancho de los ingenieros. Andreu, tras probarlo, hubo de admitir que el capitán de ingenieros no presumía de balde. Tampoco era un manjar, patatas y judías, pero el cocinero de los ingenieros sabía revolver los ingredientes. Lástima que no lo dejaran en Talilit. Andreu temía que en los próximos días lo mejor que iba a comer eran las odiadas sardinas de lata.

La labor continuó a marchas forzadas durante la tarde. Los ingenieros tenían bien presente el tiempo que necesitaban para regresar desde allí hasta su campamento, y sabían que debían rematar la obra a una hora que les diera margen suficiente para poder recorrer aquel camino a la luz del día. A eso de las cinco dieron por concluida la posición. En conjunto, constaba de un parapeto de un metro y treinta centímetros, treinta de ellos de firme y el resto alzado con sacos terreros. La habían rodeado de doble línea de alambradas y habían cavado una media trinchera que comunicaba con la avanzadilla. El recinto no era demasiado amplio, el que habían podido sacarle al monte sin tener que explanar. Bastaba sin holgura para la compañía que iba a quedar allí, con una sección de ametralladoras y el destacamento de artillería.

Los ingenieros recogieron rápidamente sus bártulos, los regulares se replegaron también en un abrir y cerrar de ojos, y la columna entera, salvo quienes iban a quedar en Talilit, descendió otra vez la ladera en el orden de combate prescrito. Aquel movimiento, como le advirtiera Rosales a Andreu, era especialmente arriesgado. Se notaba en la tensión de los regulares. Si bien celebraban abandonar la cota de Talilit, se cuidaban mucho de distraerse. Lo hicieron bien, porque el enemigo, sin duda al acecho aunque siempre invisible, se abstuvo de incordiar a los que se retiraban.

Andreu y el resto de los hombres de la guarnición de Talilit vieron sin alegría cómo se alejaban sus compañeros. A partir de ahora sólo les quedaba esperar los convoyes de aprovisionamiento e intercambiar con el campamento general y con Sidi Dris destellos de heliógrafo. Podrían avisarlos en seguida si las cosas se ponían feas y era de día, pero otra cosa era lo que los pudieran ayudar. Su única ayuda segura eran los 200 disparos de cañón y los 130 cartuchos por barba que les dejaban en la posición.

El capitán que quedaba al mando llamó a los sargentos para organizar los servicios. Los que fueran a la avanzadilla permanecerían allí tres días, y entre los restantes había que arreglarse para cubrir los puestos de centinela y el resto de las necesidades de la posición. Andaban justos, así que no era mucho el tiempo que podrían descansar entre servicio y servicio.

La primera noche, Andreu y Rosales pringaron la guardia. Toda una faena, después de la paliza que se habían pegado aquel día, pero así era la guerra. Andreu cubría el flanco que daba al aduar y contemplaba las luces exiguas y trémulas que brillaban en las casas. Rosales, que hacía la ronda del parapeto, se paró a echar un cigarro con él.

– Míralos -dijo, señalando hacia el aduar-. Hasta ayer lo mismo eran amigos, quiero decir todo lo amigos nuestros que pueden ser los moros. Hoy se lo andarán pensando, en el mejor de los casos.

– ¿Y qué crees que harán? -preguntó Andreu.

– No quieras saberlo. Por la parte de Dar Dríus, cuando la ofensiva, el Comandante General ordenó un ataque aéreo con bombas incendiarias. Las tiraron en los aduares y mataron de todo: niños, viejos, mujeres. Tres días después, tuvimos un contratiempo tomando una loma. Nos retiramos malamente, porque cundió el miedo y eso es definitivo. A unos diez los cogieron.

Rosales interrumpió su relato y dio una larga calada.

– ¿Y? -le incitó Andreu.

– Qué curiosidad más poco sana, catalán. Te digo que no quieras saberlo.

– Dímelo. Siempre he preferido saber a qué atenerme.

– No te va a dejar dormir a gusto -advirtió Rosales-. Los encontramos al día siguiente, cuando al fin nos las apañamos para tomar la puta loma. A todos les habían cortado las pelotas y se las habían puesto en la boca para que se asfixiaran. Ese día no hicimos un solo prisionero, pero tampoco arreglamos nada. Todavía sigo viendo los ojos desorbitados de aquellos difuntos.

Andreu apuró en silencio su cigarro, clavándose el humo bien adentro del pecho. Lo mismo hizo Rosales, y después los dos siguieron contemplando el aduar, las casas misérrimas donde las lucecitas temblaban.

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