8 Talilit

LLEGA LA HARKA

Para Amador y para los veinticinco infortunados con los que marchaba, la primera impresión de Talilit fue demoledora. Ya la marcha de veinte kilómetros, escoltados por una sección de cazadores de caballería y otra de la policía indígena, resultó un auténtico viacrucis. Lo único que animó algo a Amador fue la presencia de Haddú, el sargento musulmán amigo de Molina. Recientemente le habían destinado con su destacamento a Sidi Dris, y al ser ésta una de las posiciones más próximas, le habían asignado a la escolta. Antes de la partida, Molina le había encomendado con gran solemnidad a Amador:

– Llévamelo a Talilit sin que me lo arañen. Este y yo tenemos apostado que se vuelve a Madrid igualito que vino.

Y al propio Amador le había exigido, mientras le abrazaba:

– No te olvides. Me crees en tu suerte, y me la peleas en condiciones.

En recorrer la distancia desde Afrau habían empleado casi todo el día, y aunque no habían sido molestados por el enemigo, a la caída de la tarde, cuando hubieron de salvar la ladera por la que se subía hacia Talilit, tenían los pies hechos pulpa y se sentían completamente exhaustos. En ese menesteroso estado entraron en el recinto, y lo que allí encontraron fue un espacio escaso en el que iban a caber con dificultad y un centenar largo de individuos sucios y estragados que los recibían con una mezcla de sorna y de conmiseración. Seis semanas atrás muchos de aquellos hombres eran unos pipiolos tan intimidados como ellos. Después de mes y medio de agotadores servicios, y de unos cuantos intercambios de balas con los exploradores de la harka, se habían endurecido un poco. Eso no quería decir que no se cagaran en los pantalones cada vez que oían un disparo, pero sí que podían sentirse superiores al pelotón de recién llegados que les enviaban desde una tranquila posición de retaguardia. Era un sentimiento ruin pero reconfortante, y los soldados de Talilit andaban cortos de cosas que les reconfortaran.

El sargento que iba al mando se cuadró ante el capitán jefe accidental de la posición y declaró la reventada y temerosa mercancía que traía:

– Se presenta el sargento Requena y el pelotón de refuerzo de la compañía de Afrau. Forman veinticinco hombres, mi capitán.

El capitán devolvió el saludo. También los compadecía, y también parecía hosco y desanimado, como sus hombres.

– Que descansen -respondió-. Ahora les harán sitio por ahí.

Talilit, además de ocupar una superficie bastante más reducida que Afrau, era un lugar en el que nada le distraía a uno de la guerra. En Afrau tenían el mar y los acantilados, y ni siquiera los montes cercanos parecían demasiado hostiles. En Talilit, en cambio, el paisaje se limitaba a un cinturón de alturas amenazantes y a la desoladora estampa de un poblado incendiado. Y como los hombres y los pertrechos de la posición se amontonaban literalmente dentro del perímetro del parapeto, resultaba imposible poner la vista en alguna parte donde no la estorbaran los sacos terreros, las tiendas, los nidos de ametralladoras o la forma oscura y silenciosa de las piezas de artillería.

Los del pelotón de Afrau se acomodaron como pudieron. Les habían despejado una tienda, que no era suficiente para todos. Tampoco hacía falta. En los últimos días el calor se había vuelto tan asfixiante que muchos preferían dormir al raso. Y en Talilit apretaba todavía más que a la orilla del mar.

– Donde mejor se duerme es al lado del parapeto dijo uno de los veteranos de Talilit a dos recién llegados que buscaban donde instalarse-. Si apartas un poco la tierra de encima, hasta sale algo de humedad.

Amador, que andaba cerca, observó al soldado. Llevaba las manos en los bolsillos, el gorro ladeado y la camisa desabrochada hasta el vientre. Tenía un aire envenenado y cínico, como no solía verse entre las unidades de forzosos. Si acaso, era el tipo de gente que uno se encontraba en los batallones de cazadores y en las compañías de voluntarios, gente que iba a África a sabiendas y por el dinero. Le picó la curiosidad y quiso trabar conversación. Entre otras cosas, le interesaba hacerse una idea del ambiente que reinaba allí dentro. Talilit parecía una maldición, así que urgía situarse.

– Mucha mili pareces llevar ya encima -presumió.

– No tanta. Va sólo para cinco meses -respondió el otro.

– Pues cunde aquí, a lo que parece.

– Cunde algo. Aunque dicen que hay sitios donde cunde más. Pero yo no tengo ninguna gana de visitarlos.

– Me suena ese acento. ¿Catalán?

– De Barcelona.

– Yo soy de Madrid. Amador dijo, tendiendo la mano.

– Andreu -respondió el catalán, lacónicamente.

Cumplidas las presentaciones, el cabo y el soldado se quedaron callados. A Andreu no le disgustó la franqueza de aquel sujeto, pero no era hombre que se entregara con entusiasmo a hacer amistades. Las vicisitudes de su vida le habían aficionado a la reserva, cuando no al recelo. Amador percibió su actitud y aceptó que le tocaba a él acercarse.

– ¿Tan mal os ha ido, que necesitáis refuerzos? -preguntó.

Andreu se encogió de hombros.

– Muy mal no. Un día vinieron a quemar el pueblo y hubo un poco de alboroto. Eso fue lo más espectacular. Las demás veces han sido sólo unos pocos pacazos. Andan por ahí, chingando de vez en cuando para que no nos olvidemos de que nos vigilan. Pero no pasa de ahí. Personalmente, me las he visto bastante peor en otro lado.

– ¿Dónde?

– En Sidi Dris. Allí venían a cientos. Parecía que los escupían las montañas. Anduvimos todo el día pegando tiros. Cómo sería la cosa que nos mandaron barcos y aviones, un número de pelotas.

Amador estaba ansioso de detalles. Aquel hombre se las había visto ya con la harka, el misterioso monstruo invisible del que en Afrau no tenían más conocimiento que los pocos moros que se encontraban en las descubiertas y el muerto que habían hecho la víspera, a cambio de un muerto propio.

– Entonces, no crees que ahora estén muy fuertes -trató de sonsacarle.

– Eso nunca se sabe, cabo -opinó Andreu-. Sólo mandan a cinco o seis a husmear, pero quién dice lo que hay detrás de esas montañas. Nadie se mete por ahí, o si se mete, poco saca en claro. Ayer y anteayer hubo ruido fuerte de tiros hacia aquella parte. Seguro que enviaron columnas en misión de castigo. Pero yo tengo mis dudas sobre si los castigamos a ellos o a los pobres pringados que mandamos en esas columnas. Los jefes están tranquilos, dicen que no hay más que unos pocos que revuelven, que echaron el resto en Sidi Dris y se llevaron tal paliza que se les han quitado las ganas de intentar nada serio. Pero si hablas con los del convoy del campamento general te dicen que en Igueriben llevan recibiendo sin parar desde hace dos semanas. ¿Y quién tiene razón? Al final es mejor no pensar tanto. Por lo pronto, el capitán está de permiso, descuidado de todo. Así que yo me limito a hacer los servicios y a tratar de dormir. Si la cosa se tuerce, por lo menos que me pille descansado.

Amador devoraba cada palabra del soldado, y como él otros cinco o seis de los recién venidos de Afrau, que habían hecho corro a su alrededor. Andreu se percataba de la ansiedad de los que le escuchaban y afectaba especial indiferencia. Últimamente se había forzado a la disciplina mental de mantener a raya la obsesión del enemigo y la aprensión hacia sus menores movimientos. Amador, sin darle tregua, siguió interrogándole:

– Oye, ¿y cómo andáis de servicios aquí?

Andreu soltó una risa fatigada.

– Pues ya ves, pésimamente. Con la murga de los pacos hay que tener siempre un puñado de centinelas listos para responder. Pueden arrearnos por la tarde, por la mañana temprano y hasta por la noche, aunque eso lo usan menos porque los moros son vagos y porque se ve peor. Está el servicio de cuartel, que también hay que hacerlo, y luego lo peor de todo, la avanzadilla. Cada tanto, tres días de blocao. Tiene sus partidarios, porque no pegas golpe en los tres días, pero a mí me agobian un poco los sitios cerrados. Lo único bueno de Talilit es que no hay que hacer aguada. Nos la traen a domicilio, como si fuéramos marqueses. Claro que todo depende de que el convoy pueda pasar, o sea, de que la cosa no se joda de veras. Como falle, nos veo chupando la parte de abajo de las piedras, que es algo que me contó un veterano que tuvieron que hacer no sé dónde que se quedaron sitiados.

Los hombres de Afrau, recién puesto el pie en su nuevo destino, experimentaron un acerbo desasosiego. Pensó Amador que resultaba casi inevitable sentir algo así al contemplar un lugar donde uno no había dormido nunca y en el que se veía condenado a pasar un tiempo indeterminado; incluso aunque fuera un lugar lleno de comodidades. Cuánto más rotundo no sería aquel desasosiego en Talilit, donde tenían que hacinarse como perros y sólo se les ofrecía la promesa de los espantos que Andreu les sugería.

– Pero tampoco es para que hagáis ya testamento -se burló Andreu-. A lo mejor podéis esperar a mañana. En la tercera sección hay uno que los escribe con letra redondilla. Luego lo despachas a casa en un sobre cerrado y si la diñas lo abren tus deudos. La osamenta se la dejas a tus padres y los piojos a la novia, por ejemplo. Total, a ella te la encontraste en la calle.

Amador se avino a dibujar una sonrisa. Qué otra clase de humor podía hacerse allí, después de todo. Pero vio que los más novatos encajaban con bastante angustia el chiste y les recriminó:

– Vamos, no seáis lilas. ¿No veis que este cabrón os está chuleando?

Andreu asintió, riendo.

– Es verdad. Hacedle caso al cabo. Tampoco se pasa tan mal.

En cualquier caso, aquella primera noche ninguno de los que habían llegado de Afrau pudo conciliar el sueño. En parte era por el calor, que lo volvía todo acuciante y pegajoso, y en parte por los cien mil ruidos de la noche de Talilit, a los que ninguno estaba habituado. Amador se dijo que antes de nada debía aprender a familiarizarse con aquellos ruidos. Para poder escucharlos como los ruidos del que ahora era su hogar y para ser capaz de distinguir cualquier sonido extraño, si alguna noche lo había.

Al día siguiente, que amaneció luminoso y rápido, como siempre sucedía en África, los de Talilit se encontraron con una novedad. En varias de las alturas cercanas había moros apostados. No eran muchos, pero no se esforzaban demasiado en ocultarse. Tampoco mostraban una actitud hostil. Simplemente allí estaban, mirando. Hacía algún tiempo que los moros no se dejaban ver. Cuando aparecían, el primer anuncio de su presencia era el balazo de un paco, al que luego había que esforzarse en encontrar y batir para que abandonara el entretenimiento. Aquella mañana, en cambio, no sonó ningún disparo. Los moros contemplaban el despertar de Talilit como si contemplaran el paisaje. Al capitán le asaltó inmediatamente una duda incómoda, que debatió más bien desganadamente con el teniente artillero:

– Si ordeno hacer fuego se esconden y listo. Si no lo ordeno parece que se están riendo de nosotros y que nos aguantamos.

El teniente tenía aspecto de no haber dormido mucho, y eso debía mermar de alguna forma su belicosidad habitual. Abúlicamente, observó:

– Son cuatro gatos. Es perder el tiempo, mi capitán. Déjelos estar, así vemos por dónde paran.

De modo que allí siguieron los moros. A los centinelas sólo se les dijo que no perdieran ojo y que estuvieran preparados por si se daba orden de disparar para espantar a aquellos moscardones. Una hora después, se empezó a oír ruido lejano de tiros. Al principio todos pensaron que podía ser otra columna que se internaba en las montañas. Pero cuando se pusieron a escuchar mejor descubrieron que el ruido provenía del sur, de la parte hacia donde estaba el campamento general. En la posición se estaba formando en ese momento el relevo del blocao, mitad con veteranos de Talilit, mitad con efectivos nuevos del pelotón de Afrau. Entre aquella veintena de hombres se contaban Andreu, Rosales y Amador. Rosales, más despierto, dijo:

Joder, juraría que andan a tiros por el campamento general.

Los soldados se volvieron inquietos en esa dirección. No se veía nada, sólo la línea de los montes, en la que sólo los más avezados distinguían, a lo lejos, las lomas entre las que se encontraba el campamento. La idea de que pudieran estar atacando el campamento general les ponía a todos los pelos de punta. Era una insolencia inaudita por parte de la harka, y una señal preocupante a más no poder. Atentar contra el campamento general era atentar contra el cimiento mismo de la tranquilidad de aquellos soldados. En el campamento general estaba el grueso del regimiento y de las demás unidades y estaban también las municiones y los víveres. El campamento general era el lugar de donde salían los convoyes que los abastecían, de donde vendría en caso de apuro la ayuda que pulverizaría cualquier amenaza. Cualquier riesgo que afectara al campamento general era para Talilit el riesgo de quedar colgando en el aire. Percatándose del repentino flojeo de la tropa, el sargento que se ocupaba del relevo se apresuró a gritar:

– Vamos, se acabó la tertulia. Fiiir…mes.

Pero mientras recorrían el trecho que había entre la posición principal y la avanzadilla, los soldados no podían dejar de volverse hacia donde sonaban los tiros. También miraban a aquellos moros altaneros que asomaban sobre los montes que rodeaban Talilit, y los más audaces protestaban:

– Tendrían que dejarnos dispararles. Alguno caería.

El relevo se realizó con presteza. Mientras recogían, los salientes preguntaron ansiosamente sobre aquellos tiroteos. Los entrantes respondían sin mucho énfasis, más preocupados por sí mismos y por el momento en que se incorporaban al aborrecido fortín. En el trasiego, fatalmente, quedó en evidencia la bisoñez de los de Afrau. Tuvieron que conformarse con los peores sitios, ya que los habituales del blocao ocuparon con soltura los lugares privilegiados. Y aunque todos estaban algo encogidos, hasta hubo entre los salientes quien vio la ocasión de regocijarse a costa de los nuevos.

– Bienvenidos al palacio de los pedos -les decía uno.

– Baño de mugre gratis -prometía otro.

Amador observó el panorama. El interior del blocao, con las colchonetas usadas por tantos inquilinos, las bastas y raídas telas de saco que cubrían las aspilleras, y el piso lleno de inmundicia, no podía invitar menos. El olor a tropa y a cuartel, ese olor pesado y un punto acre, era tan intenso allí dentro como en ningún otro lugar que el cabo hubiera conocido durante todo el tiempo que llevaba de servicio. Nadie habría dicho que aquella madera había sido nueva un mes y medio atrás. Amador supuso que la sensación pasaría al cabo de un par de horas, y que una vez que su olfato se hiciera a aquella pestilencia llegaría incluso a echarla de menos si dejaba de envolverle. No era consuelo, pero de algún modo tenía que ayudarse a arrostrarlo.

Durante toda la mañana continuó el ruido de tiros en la dirección del campamento general. Los ocupantes del blocao trataban de atisbar a través de las aspilleras lo que pasaba alrededor, pero lo estrecho del campo de visión dificultaba que pudieran hacerse una idea más o menos exacta. Veían a un moro aquí y otro allá, y al cabo de media hora dejaban de verlos y aparecían otros, o los mismos, en lugares diferentes.

– Nos están cogiendo la medida, me cago en su estampa -maldijo Rosales.

– ¿Tú crees? -preguntó Amador, que se había acercado al cabo veterano deseoso de sacar partido de su experiencia.

A Rosales no le inspiraba confianza Amador, que a primer vistazo le había parecido dubitativo e inseguro, demasiado para lo que él consideraba, por propia estima, que debía ser un cabo. Aun así, se explicó:

– Van de un lado a otro, viendo cómo estamos organizados: dónde hemos puesto las ametralladoras y dónde los cañones, por dónde tenemos más batido el frente y por dónde pueden acercarse en ángulo muerto.

Mientras Rosales hablaba se hizo un brusco silencio en el interior del blocao. Para los soldados que habían venido con Amador, pero también para los restantes, su parlamento era del máximo interés. En medio de aquel silencio expectante, sus palabras cayeron secas y contundentes como martillazos.

– Joder, pareces un brigadier, Rosales -se burló el sargento, desde el otro extremo del habitáculo-. Pero eso que dices es una tontería. Todo lo que según tú están investigando se lo saben desde hace un par de semanas, por lo menos. Se están riendo de nosotros, eso es todo.

– Peor me lo pone, mi sargento.

– Relajaos, coño -les reprochó el sargento-. Si se nos vienen encima y son pocos, los asamos vivos. Y si vienen muchos, nos dan por el culo y a palmar por la patria. Así de sencilla es la cosa, no hay vuelta que darle.

Amador reparó en el gesto con que Andreu, que había permanecido desde el principio calloso y meditabundo, se volvió hacia el sargento. Pocas veces habría sorprendido una mirada tan cargosa de ira.

A mediodía recibieron instrucciones desde la posición. Al parecer, el capitán había agotado su paciencia ante la desfachatez de los moros. Iban a abrir fuego sobre ellos y se les ordenaba que hicieran lo mismo con los que tuvieran a tiro. Hasta nueva orden, no debían dejar que ninguno volviera a asomar la nariz. Todos los hombres se apostaron ante las aspilleras y aguardaron a que desde la posición se diera comienzo al baile. Sonó la descarga y todos dispararon hacia sus respectivos blancos. Los diez o quince moros escasos que había a la vista desaparecieron como tragados por la tierra. Hubo quien creyó oír gritos de dolor, pero nadie vio a ninguno caer. Andreu, a quien aquella orden le parecía tan intempestiva como inútil, disparó una sola vez, sin el menor ánimo de acertarle a nadie. Los demás hicieron un par de disparos y a continuación quedaron al acecho. También desde la posición habían dejado de tirar. Ante ellos sólo tenían, ahora, las montañas abrasadas por el sol, el aire caliginoso y los resecos matorrales. Transcurrieron lentamente los minutos, sin que nada alterase la tensa calma.

– ¿Y ahora qué? -se preguntó Rosales.

– Ahora la mitad a no quitar ojo de los montes y la otra mitad a almorzar algo -resolvió el sargento-. Dentro de un rato, relevo.

Se turnaron para comer, raciones frías de bacalao que a nadie contentaron y que provocaron una buena acometida a la lata del agua. Pasaron la tarde en aquella vigilancia infructuosa. De vez en cuando creían ver a algún moro moverse, pero siempre que le iban a disparar era demasiado tarde. Los centinelas de la posición abrían fuego a intervalos, con poco éxito. Mientras tanto, el tiroteo hacia el campamento general seguía, intensificado. Desde poco después de las dos habían empezado a rugir las baterías, lo que hacía sospechar que el asunto por allí iba en serio y aumentó la inquietud entre los que estaban en el blocao. Pero poco antes de la puesta de sol hubo otro motivo más inmediato para inquietarse. A esa hora se desató un ligero paqueo sobre Talilit y sobre la avanzadilla. Desde la posición y desde el mismo blocao respondieron, pero con la luz menguante del ocaso era difícil localizar a los tiradores. Algunas balas enemigas dieron en los muros de madera del fortín y en la chapa del techo, donde causaban un ruido vibrante y estridente a la vez. Todos los soldados acudieron a las aspilleras y se afanaron por cazar a los pacos hasta que el anochecer devoró la última claridad. Todavía después siguió el intercambio, más espaciadamente. Desde la posición aún contestaban al fuego que les hacían, pero el sargento ordenó, con buen criterio:

– Basta de gastar munición. Vamos a organizar los turnos de guardia. Ahora se trata de que esos cabrones no se nos acerquen a sorprendernos.

Tiros sueltos los hubo hasta bien entrada la noche. A partir de cierto momento, sin embargo, sólo se oyó el combate lejano que había empezado por la mañana y aún seguía. Por imposible que les pareciera, al arrullo de aquel rumor tendrían que dormirse los defensores del blocao, durante el rato que no les tocase velar. Los de Afrau, que en su mayoría acababan de participar en su primera acción bélica, se sentían confusos. Alguno no podía creer que la guerra fuera aquello, un tráfico idiota de tiros a ciegas.

Amador no era ajeno a esta desorientación. Había gastoso varios peines de munición en poco más que balear los montes y armar ruido contra un enemigo ínfimo y escurridizo. No era consciente de haber alcanzado a nadie. Ni siquiera estaba seguro de habérselas visto con la harka. En realidad, era como si se enfrentaran a un espejismo.

Aquella noche sólo durmieron, durante los cortos intervalos de tres horas de que disponían entre turno y turno, aquellos que estaban demasiado cansados para velar. Los demás, tumbados sobre los jergones, miraban el techo acanalado mientras se echaban un pito que les distrajera del miedo y del calor asfixiante. Después de todo el día recibiendo el azote del sol, la chapa desprendía fuego, y la ventilación que proporcionaban las aspilleras apenas bastaba para que pudiera renovarse el aire. El tiroteo alrededor del campamento general parecía haberse mitigado algo, pero no llegaba a extinguirse nunca del todo. El eco lejano de las detonaciones seguía rasgando arrítmicamente el aire de la noche.

La madrugada se arrastró despacio sobre el sopor febril del blocao. A eso de las cinco, Amador se acercó a pedirle fuego a Andreu. El catalán no había despegado los labios en todo el tiempo y se había limitado a cubrir sus turnos e intervenir con aire remiso en lo que se le ordenaba. Amador tenía el barrunto, no sabía muy bien por qué, de que aquel tipo taciturno era quien más tenía que decir de todos los que había allí.

– ¿Me das lumbre? -le pidió.

Andreu tardó un poco en reaccionar. No estaba dormido, sino un poco atontado, como casi todos.

– Claro -dijo, tendiéndole su pitillo.

Amador se encendió el cigarro y al devolverle el suyo a Andreu, observó:

– No te veo muy entregado a la faena. -¿Qué quieres decir? -se revolvió el catalán. -Que me da que te cagas en todo esto. -Como cualquiera.

– No como cualquiera. Me he fijado en cómo le mirabas, al sargento. ¿Qué hacías cuando estabas en Barcelona?

Andreu se tomó su tiempo antes de contestar:

– Eres curioso, cabo. Pero Barcelona ya no existe. Ahora sólo soy un mierda de la primera compañía del primer batallón. De antes no me acuerdo.

– Está bien. Te contaré lo que hacía yo en Madrid. Era oficial administrativo de tercera en una compañía de seguros.

– Todo un aventurero -se burló Andreu.

– También era socialista y del sindicato.

– ¿Y por qué me cuentas eso?

– Porque yo también me cago en esta guerra, igual que tú.

– Igual, no -rechazó el catalán-. Algún día habrá ministros socialistas, y a los desgraciados como tú y como yo nos seguirán mandando a África.

Amador trazó con sus labios una sonrisa que el otro no podía ver en la semioscuridad del blocao.

– Ahora veo por dónde vas. Ya me has dicho bastante juzgó.

– Pues adivina lo que te parezca, que de eso ya no digo más.

Amador no quería irritarle innecesariamente. Desvió la conversación:

– ¿Por qué no te fuiste prófugo?

Andreu se echó a reír.

– Alto, cabo. No me estarás animando a desertar.

– Pues no. Adónde ibas a desertar ahora. Digo antes de venir.

– ¿Y tú? ¿Por qué no te fuiste tú?

– Yo sólo soy socialista. Como dirías tú: a todos los efectos, un burgués. Los burgueses siempre contemporizamos.

Andreu se quedó mirando al cabo. Por lo menos tenía sentido del humor. Si lo pensaba, tampoco le caía tan mal, aunque le mosqueara aquel interés por relacionarse con él. Finalmente dijo, conciliador:

– Eso ha tenido gracia.

En ese justo instante, súbito como un relámpago, se desencadenó el infierno. Sonó un alarido lejano, todos los montes se incendiaron al unísono y una lluvia de balas se estrelló contra el blocao, armando un estrépito que despertó de golpe a los adormilados y sacudió a los despiertos. Todos corrieron a las aspilleras, pero el fuego era tan intenso que pocos se atrevieron a asomar el fusil. El sargento, con ademanes torpes y alucinados, ordenó:

– Fuego, joder, fuego.

Amador, mientras preparaba su arma, observó cómo Andreu cargaba la suya. El catalán metió las balas, dejó una en la recámara y se deshizo del peine con veloz destreza. La sombría concentración de aquel hombre le pareció a Amador la señal definitiva. Ahora sí. Aquello, al fin, era la harka.

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