Capítulo 8

Tras la partida de Roderick, era evidente que para todos nosotros Hundreds Hall había entrado en una fase nueva y distinta. En términos puramente prácticos, los cambios se produjeron casi de inmediato, porque los honorarios de la clínica mermaban la economía ya exigua de la finca, y para sufragarlos hubo que hacer ahorros más drásticos. Por ejemplo, el generador estaba ahora apagado durante días enteros, y, al subir a la casa aquellas noches de viento, muchas veces yo encontraba el lugar sumergido en una oscuridad casi total. Me dejaban un viejo farol de latón en una mesa contigua a la entrada principal, y con él en la mano recorría la casa -recuerdo que las paredes olorosas a humo de los corredores parecían introducirse bailando en la tenue luz amarilla y retroceder de nuevo hacia la sombra según yo iba avanzando-. La señora Ayres y Caroline estaban en la salita, leyendo, cosiendo o escuchando la radio a la luz de unas velas o unas lámparas de queroseno. Las llamas eran tan tenues que les obligaban a amusgar los ojos, pero la habitación parecía una especie de cápsula radiante comparada con las tinieblas circundantes. Si llamaban a Betty ella se presentaba con una palmatoria vetusta y con los ojos muy abiertos, como un personaje de una canción infantil.

Las tres, a mi juicio, sobrellevaban la nueva situación con una entereza asombrosa. Betty estaba acostumbrada a quinqués y velas; se había criado con ellos. Ahora también parecía aclimatada al Hall, como si los dramas recientes hubieran servido para asentar su puesto en la familia, aun cuando hubieran desalojado a Roderick del suyo. Caroline afirmaba que le gustaba la oscuridad y señalaba que, de todos modos, la casa no había sido concebida para el uso de electricidad; decía que ahora vivían por fin como estaba previsto. No obstante, yo creía ver más allá de la jactancia de estos comentarios, y me apenaba muchísimo ver tan desposeídas a ella y a su madre. Mis visitas se habían espaciado durante la última y peor parte de la enfermedad de Roderick, pero de nuevo visitaba el Hall una y hasta dos veces por semana, y con frecuencia llevaba pequeños obsequios de comestibles y carbón; a veces fingía que los regalos procedían de pacientes. La Navidad se acercaba; era siempre un día algo difícil para mí, un hombre soltero. Aquel año se habló de que lo pasara en Banbury, como había hecho en ocasiones, en casa de un antiguo colega y su familia. Pero entonces la señora Ayres dijo algo que me dio a entender que, como una cosa normal, esperaba que cenase con ellas en Hundreds; así que, conmovido, me disculpé con mis amigos de Banbury y la señora Ayres, Caroline y yo degustamos una cena mortecina en la larga mesa de caoba del comedor expuesto a las corrientes de aire y nosotros mismos nos servimos la carne, ya que Betty, por una vez, pasó un día y una noche con sus padres.

Aquí se notó otro efecto de la ausencia de Roderick. Reunidos los tres, no creo que ninguno pudiera evitar recordar la última vez que habíamos compartido aquella mesa, pocas horas antes del incendio, cuando Rod proyectó sobre la cena una sombra tan desagradable y perturbadora. En otras palabras, creo que los tres tuvimos una culpable sensación de alivio de que aquella sombra se hubiera disipado. Sin lugar a dudas, la madre y la hermana añoraban a Rod, y muy intensamente. Algunas veces, el Hall cobraba un aspecto terriblemente mudo e inánime, con sus tres únicas ocupantes silenciosas. Pero también, indudablemente, la vida era menos tensa. Y en el aspecto material, a pesar de la obsesión de Rod por la finca, el hecho de que él ya no estuviera allí para dirigirla, por increíble que pareciese -y tal como recordé que Caroline había predicho un día-, no representaba un gran cambio. Las cosas avanzaban a trancas y barrancas. A lo sumo, trastabillaban algo menos. La propia Caroline pidió informes de bancos y corredores de bolsa para sustituir los papeles que había devorado el fuego, y descubrió hasta qué punto eran calamitosas las finanzas de la familia. Tuvo una larga y franca conversación con su madre y las dos decidieron adoptar nuevas y penosas economías con la luz y el combustible. Caroline emprendió una implacable búsqueda por la casa de cualquier cosa que pudiera venderse, y cuadros, libros y muebles que en el pasado habían sido sentimentalmente conservados, mientras se desprendían de objetos menos valiosos, fueron a parar a manos de anticuarios de Birmingham. Reanudó con el condado negociaciones quizá más drásticas sobre la venta de terrenos del parque de Hundreds. Llegaron a un acuerdo el primero de año, y sólo dos o tres días más tarde, cuando entré en el parque por las verjas del oeste, vi desolado que el constructor, Babb, llegaba al lugar con un par de topógrafos y delimitaba ya el terreno con estacas. Poco después comenzaron las excavaciones, y enseguida se tendieron las primeras tuberías y cimientos. De la noche a la mañana, al parecer, demolieron una parte del muro divisorio, y desde la carretera que discurría al lado del boquete se podía contemplar directamente el Hall a través del parque. Pensé que la casa parecía en cierto modo más remota y, sin embargo, extrañamente más vulnerable que cuando el muro estaba todavía intacto.

Era evidente que Caroline pensaba lo mismo.

– Madre y yo nos sentimos horriblemente visibles -recuerdo que me dijo un día en que las visité, a mediados de enero-. Es como si estuviéramos continuamente en camisón, como en una pesadilla. Pero en fin, nos hemos hecho a la idea. Verá, esta mañana hemos recibido noticias del doctor Warren, y Rod no mejora; tengo la impresión de que al contrario. Lo cierto es que nadie sabe cuándo estará en condiciones de volver a casa. El dinero de esta venta nos permite vivir holgadamente durante el resto del invierno, y para la primavera estará instalada la cañería de agua hasta la granja. Makins dice que eso lo cambiará todo.

Se frotó los ojos con el pulpejo de la mano, arrugándose los párpados.

– No lo sé. Es todo tan incierto. ¡Y en cuanto a todo esto…!

Estábamos en la salita, aguardando a que bajara su madre, y señaló con un gesto de desesperanza e impotencia el escritorio de la señora Ayres, que Caroline usaba ahora para la correspondencia relacionada con la finca, y que estaba atiborrado de cartas y mapas.

– Le juro que estos papelotes son como la hiedra -dijo-. ¡Trepan! De cada carta que envío al condado me piden dos copias. He empezado a soñar por triplicado.

– Habla como su hermano -le advertí.

Ella pareció sobresaltarse.

– ¡No diga eso! Aunque pobre Roddie. Ahora entiendo mejor por qué estos asuntos le consumían tanto. Es como los juegos de azar, en que la apuesta siguiente siempre parece que te traerá suerte. Pero escúcheme. -Se remangó el puño del suéter y me enseñó el antebrazo desnudo-. Pellízqueme, por favor, si otra vez me pilla hablando como Roddie.

Extendí la mano hacia su muñeca y, en lugar de pellizcarla, la agité suavemente, porque no había carne suficiente para pellizcarla; su brazo, pecoso y moreno, era tan delgado como el de un niño, y en consecuencia la bella factura de su mano parecía más ancha, pero singularmente más femenina. Al sentir contra mi palma el suave roce del hueso de su muñeca, cuando Caroline la retiró tuve una extraña y pequeña punzada de ternura hacia ella. Captó mi mirada y sonrió, pero yo le sujeté unos segundos las yemas de los dedos y dije, con seriedad:

– Tenga cuidado, Caroline, ¿me oye? No se exceda trabajando. O permítame ayudarla.

Ella liberó los dedos, cohibida, y se cruzó de brazos.

– Ya nos ayuda bastante con lo que hace. A decir verdad, estos últimos meses no sé cómo me las habría arreglado sin usted. Conoce todos nuestros secretos. Usted y Betty. ¡Qué idea más curiosa! Aunque supongo que es su oficio conocer secretos; y el de ella también, en cierto modo.

– Soy su amigo, espero, no sólo su médico -dije.

– Oh, claro que lo es -respondió, automáticamente. Luego se lo pensó y lo repitió, con mayor afecto y convicción-. Es mi amigo. Aunque Dios sabe por qué lo es, ya que sólo le hemos causado molestias, y para eso ya tiene a sus pacientes. ¿No está cansado de que le incordiemos?

– Me gustan esas molestias -dije, esbozando una sonrisa.

– Le mantienen activo.

– Algunas, sin duda, son buenas para mi profesión. Otras me gustan por sí mismas. Pero no es eso lo que me preocupa. Me preocupa usted.

Hice un ligero hincapié en el «usted» y ella se rió, pero de nuevo pareció sorprendida.

– Dios mío, ¿por qué? Estoy bien. Siempre estoy bien. Es lo «bueno» de mí…, ¿no lo sabía?

– Umm -dije-. Esas palabras serían más convincentes si cuando las dice no pareciera usted tan cansada. ¿Por qué no, al menos…?

Ella ladeó la cabeza.

– ¿Por qué no qué?

Llevaba semanas pensando en abordar este tema con ella, pero nunca encontraba el momento oportuno. Lo abordé ahora, de golpe y porrazo:

– ¿Por qué no se consigue otro perro?

Cambió de expresión al instante, como si se retrajera. Miró a otro lado.

– No quiero.

– Estuve en Pease Hill Farm el lunes -continué-. Su labrador está preñada, es una perra preciosa. -Al ver su renuencia, dije suavemente-: Nadie pensaría que quiere reemplazar a Gyp.

Pero ella movió la cabeza.

– No es eso. Es que… no sería seguro.

La miré asombrado.

– ¿Seguro? ¿Para quién, para usted? ¿Para su madre? No deje que lo que sucedió con Gillian…

– No me refiero a eso -dijo. Y añadió, a regañadientes-: Me refiero al perro.

– ¡Al perro!

– Parezco una tonta, me figuro. -Miraba a otra parte-. Es sólo que a veces no puedo evitar pensar en Roddie y en las cosas que dijo de esta casa. Le mandamos a esa clínica, ¿no? Le mandamos allí porque era más cómodo que prestarle la debida atención. ¿Sabe que aquellas semanas casi llegué a odiarle? Pero… ¿y si enfermó porque le odiábamos, o porque no le escuchábamos? ¿Y si…?

Se había bajado los puños del jersey, que casi le cubrieron los nudillos. Tiró de ellos más todavía, nerviosa, y los palpó con los dedos hasta que los pulgares descubrieron un punto débil en la lana y la perforaron. Dijo, en voz baja:

– A veces esta casa me parece cambiada, ¿sabe? No sé si es sólo la sensación que ella me da o la que le doy yo a ella, o… -Captó mi mirada y se le mudó la voz-. Debe de pensar que estoy loca.

– Nunca la creería loca -dije, al cabo de un segundo-. Pero entiendo que en su estado actual la casa y la granja la depriman.

– Me depriman -repitió, sin dejar de juguetear con los puños-. ¿Usted cree que eso es todo?

– Lo sé. Estoy seguro de que se sentirá muy distinta cuando llegue la primavera y Roderick mejore y la finca recupere el equilibrio.

– ¿Y cree realmente que vale la pena… perseverar con Hundreds?

La pregunta me sorprendió.

– ¡Por supuesto! ¿Usted no?

Ella no contestó; y un momento después se abrió la puerta de la salita y su madre se reunió con nosotros y no pudimos seguir hablando. La señota Ayres entró tosiendo y Caroline y yo nos acercamos a ella para ayudarla a sentarse en su butaca. Ella me cogió del brazo y dijo:

– Gracias, estoy bien. De verdad. Pero he estado tumbada una hora, lo que es una insensatez en este momento, porque ahora siento los pulmones como si tuvieran dentro el fondo de un estanque de patos.

Volvió a toser contra su pañuelo y luego se enjugó los ojos acuosos. Llevaba varios chales encima de los hombros y la cabeza envuelta en su mantilla de encaje. Tenía un aspecto pálido y delicado, como una esbelta flor envainada: el estrés de las semanas anteriores la había envejecido, el incendio había debilitado ligeramente sus pulmones y la debilidad había ocasionado un brote de bronquitis invernal. Hasta la había fatigado el breve trayecto que acababa de hacer por la fría casa. La tos remitió, pero la dejó jadeante. Dijo:

– ¿Cómo está usted, doctor? ¿Le ha dicho Caroline que hemos tenido noticias del doctor Warren? -Sacudió la cabeza, con los labios cerrados-. Me temo que no son buenas.

– Sí, lo lamento.

Los tres hablamos un rato al respecto y luego abordamos el otro tema triste del momento: la obra de construcción. Pero a la señora Ayres enseguida empezó a fallarle la voz y su hija y yo reanudamos la conversación y la continuamos más o menos por nuestra cuenta: ella nos escuchó durante unos minutos, sentada en la butaca como frustrada por su propio silencio, y moviendo inquieta en el regazo las manos enjoyadas con anillos. Por último, mientras seguíamos hablando, recogió sus chales, se dirigió al escritorio y empezó a revolver los documentos.

Caroline la siguió con la mirada.

– ¿Qué buscas, madre?

La señora Ayres examinaba el contenido de un sobre, como si no la hubiera oído.

– ¡Qué estúpido es el condado! -Su voz era ahora como una telaraña-. ¿No dice el gobierno que escasea el papel?

– Sí, ya lo sé. Es una pesadez. ¿Qué estás buscando?

– Busco la última carta de tu tía Cissie. Quiero enseñársela al doctor Faraday.

– Pues me temo que esa carta ya no está ahí. -Caroline se levantó mientras hablaba-. Tuve que ponerla en otro sitio. Siéntate y te la traigo.

Cruzó la salita hasta un armario, sacó la carta de un compartimento y se la dio a su madre. La señora Ayres volvió con ella a su asiento, y uno de los chales se le resbaló y empezó a arrastrar su largo y nudoso fleco. Se lo puso bien un momento antes de abrir la hoja. Entonces descubrió que no encontraba sus gafas de lectura.

– Oh, santo Dios -susurró, cerrando los ojos-. ¡Lo que faltaba!

Empezó a buscar a su alrededor. Caroline y yo la imitamos al cabo de un momento.

– Bueno, ¿dónde las dejaste la última vez? -preguntó Caroline, levantando un cojín.

– Las tenía aquí -respondió su madre-. Estoy segura. Las tenía en la mano cuando Betty ha traído esta mañana la carta del doctor Warren. ¿No las has tocado?

Caroline frunció el ceño.

– Yo no las he visto.

– Pues alguien ha tenido que cambiarlas de sitio. Oh, discúlpeme, doctor. Sé que es un gran fastidio para usted.

Pasamos cinco minutos largos buscando por la habitación, levantando papeles y abriendo cajones, mirando debajo de las sillas y por todas partes, pero no las encontramos. Finalmente Caroline llamó a Betty y -a pesar de las continuas protestas de su madre de que llamarla no serviría de nada, puesto que recordaba muy bien dónde había utilizado las gafas por última vez, y era allí mismo, en la salita- la mandó a buscar en el piso de arriba.

Betty regresó casi de inmediato, tras haber encontrado las gafas en una de las almohadas de la cama del ama.

Las sostuvo en el aire, con aire de disculpa. La señora Ayres las miró un segundo y luego las cogió de la mano de Betty y giró la cabeza, con un gesto indignado.

– Esto es lo que significa ser vieja, Betty -dijo.

Caroline se rió. Su risa se me antojó algo forzada.

– ¡No seas tonta, madre!

– No, en serio. No me extrañaría acabar como la tía de mi padre, Dodo. Perdía tantas cosas que uno de sus hijos le regaló un monito indio. Ató un cesto a la espalda del animal y Dodo guardaba dentro las tijeras, los dedales y las cosas de la costura, y lo llevaba por la casa con una cinta.

– Bueno, seguro que si quisieras podrías encontrar un mono.

– Oh, estas cosas ya no son posibles hoy -dijo la señora Ayres, al ponerse las gafas-. Las prohibiría una sociedad u otra, o pondría objeciones el señor Gandhi. Probablemente los monos votan en la India ahora. Gracias, Betty.

La racha de resuellos ya había pasado y su voz volvió a ser casi la misma. Abrió la hoja, encontró el pasaje que buscaba y lo leyó en voz alta. Resultó ser una serie de consejos que, transmitidos por su hermana, había impartido un diputado conservador muy preocupado por la división de las fincas antiguas; y de hecho no hacía más que confirmar lo que ya sabíamos, que sólo habría multas y restricciones para los terratenientes mientras estuviese en el poder el actual gobierno, y lo mejor que podían hacer los hacendados era «sentarse muy tiesos y apretarse el cinturón» hasta las próximas elecciones.

– Sí, bueno -dijo Caroline, cuando su madre hubo acabado-. Eso está muy bien para los que tienen cinturón, pero ¿y sini siquiera tienes una hebilla? Sería bastante justo que uno pudiera hacer con una finca una especie de bosque de La Bella Durmiente, a la espera de que aparezca dentro de unos pocos años un gobierno conservador galante. Pero si tuviéramos que esperar sentadas en Hundreds, sin mover un dedo durante sólo un año más, estaríamos perdidas. Casi no me importaría que el condado quisiera comprarnos más tierras. Si construyeran unas cincuenta viviendas más, seguramente podríamos pagar nuestras deudas…

Departimos con desaliento sobre el tema hasta que Betty vino con la bandeja del té y guardamos silencio, cada cual enfrascado en sus pensamientos. La señora Ayres seguía forcejeando un poco con su respiración y o bien suspiraba o tosía de vez en cuando en el pañuelo. Caroline tenía la mirada fija en el escritorio, pensando probablemente en la decadencia de la finca. Yo tenía la taza de loza en las manos, liviana y caliente contra los dedos, y sin saber por qué miraba de un lado a otro de la habitación, pensando en mi primera visita a la casa. Me acordé del pobre Gyp, tendido en el suelo como un viejo encorvado mientras Caroline le acariciaba negligentemente la piel de la panza con los dedos del pie. Recordé a Rod, inclinándose con indiferencia para recoger la bufanda caída de su madre. «Mi madre parece que juegue a la caza del papel. Vaya a donde vaya, deja detrás una estela de cosas…» Ahora ni él ni Gyp estaban. La puertaventana, que entonces había estado abierta, ahora estaba cerrada contra la cruda intemperie; delante de ella habían colocado un biombo bajo para impedir la entrada de las peores corrientes, y también impedía la de la luz natural; en las paredes con molduras de yeso había sombras de aspecto grasiento, allí donde el hollín se había amontonado durante el incendio. La salita olía también ligeramente a lana húmeda, porque habían puesto a secar unas prendas de abrigo de Caroline, empapadas de lluvia, delante de la chimenea, sobre un antiguo galán de noche. Seis meses antes me habría parecido inconcebible que la señora Ayres permitiera que la salita se utilizase como una lavandería. Evoqué entonces a la mujer hermosa y bronceada que aquel día de julio había subido del jardín con aquellos zapatos tan vistosos, y al mirarla ahora, tosiendo y suspirando con sus chales disparejos, comprendí lo mucho que ella también había cambiado.

Miré a Caroline, y la vi mirar a su madre con una expresión inquieta, como si pensara lo mismo que yo. Nuestras miradas se cruzaron y ella parpadeó.

– ¡Qué aburridos estamos todos hoy! -dijo, al terminar su té, y se levantó. Fue a asomarse a una ventana, con los brazos cruzados contra el frío y la cara alzada hacia el bajo cielo gris-. Está escampando por fin, al menos. Ya es algo. Creo que bajaré a la obra antes de que anochezca. Oh, bajo casi todos los días -añadió, al volverse y ver mi cara de sorpresa-. Babb me ha dado una copia del calendario de trabajo, y lo estoy siguiendo. Nos hemos hecho grandes amigos.

– Creí que querían vallar la obra, ¿no? -dije.

– Sí, al principio queríamos vallarla. Pero tiene algo horriblemente fascinante. Es como una herida truculenta: no puedes evitar levantar la venda. -Volvió de la ventana, cogió el abrigo, el sombrero y la bufanda del galán de noche y empezó a ponérselos. Mientras lo hacía me dijo, como de pasada-: Venga conmigo, si quiere. Si tiene tiempo.

Yo, en efecto, disponía de tiempo, porque mi lista del día era ligera. Pero me había acostado tarde la noche anterior y me había levantado muy temprano, y notaba el peso de mi edad; no me apetecía realmente la idea de un paseo por el frío y mojado terreno del parque. Tampoco me pareció muy cortés que Caroline propusiera que dejásemos sola a su madre. Sin embargo, cuando miré en dirección a ella, la señora Ayres dijo:

– Oh, sí, vaya usted, doctor. Me gustaría mucho tener una opinión masculina sobre la obra.

Después de lo cual difícilmente podía decir que no. Caroline llamó de nuevo a Betty y la chica trajo mi ropa de abrigo. Atizamos el fuego de la chimenea y nos aseguramos de que la señora Ayres tenía todo lo que necesitaba. Al salir de la casa, para ganar tiempo saltamos directamente sobre el biombo de la salita para acceder a la puertaventana y bajar los escalones de piedra, y después cruzamos el césped del lado sur. La hierba húmeda, que se nos adhería al calzado, me empapó al instante el dobladillo de los pantalones y oscureció las medias de Caroline. Pasamos de puntillas por las zonas de césped aún más mojadas, cogidos torpemente de la mano, y nos separamos al llegar a la superficie más seca de un sendero de grava que atravesaba el terreno desigual situado más allá de la valla del jardín.

El viento era allí tan sólido como una cortina de terciopelo; casi tuvimos que hacer esfuerzos para avanzar. Pero caminábamos a paso ligero, Caroline encabezaba la marcha, visiblemente contenta de haber salido de casa, y se movía con desenvoltura gracias a sus piernas largas y gruesas, y su zancada superaba con creces la mía. Llevaba las manos profundamente hundidas en los bolsillos y su abrigo, bien ceñido por sus brazos, revelaba la turgencia de sus caderas y busto. El azote del viento le había sonrosado las mejillas; el pelo, que ella había recogido inexpertamente dentro de un sombrero de lana bastante feo, se le escapaba por los lados, y la fusta de las brisas le formaba mechones secos y alocados. Empero, no parecía en absoluto sin aliento. A diferencia de su madre, se había desprendido rápidamente de los efectos posteriores del incendio, y en su rostro habían desaparecido los signos de cansancio que yo había visto en él unos minutos antes. En conjunto, emanaba un aire de salud y de fortaleza; como si no pudiera evitar ser robusta, pensé, con un asomo de admiración, de igual manera que una mujer hermosa no podía evitar su belleza.

El placer que le producía el paseo era contagioso. Empecé a entrar en calor y finalmente a disfrutar de las ráfagas de aire vigorizante, frío. Era también una novedad recorrer el parque a pie, en vez de cruzarlo en coche, pues el terreno que se veía desde la ventanilla como una intrincada maraña uniforme de verdor era muy distinto visto de cerca: encontramos recodos de campanillas, animosamente encorvadas en la hierba agitada, y aquí y allá, donde la hierba raleaba, pequeños brotes coloreados y prietos de azafranes emergían de la tierra como ávidos de aire y luz solar. Durante todo el paseo, sin embargo, veíamos más allá, en el extremo más lejano del parque, el boquete en el muro, y delante, la extensión de tierra enfangada donde se movían seis o siete hombres con carretillas y palas. Y a medida que nos acercábamos y advertía más detalles, empecé a comprender la verdadera magnitud de la obra. El antiguo y encantador campo de las culebras había desaparecido totalmente para siempre. En su lugar, una parcela de unos cien o más metros de largo había sido despojada de su césped y allanada, y la áspera tierra cruda ya estaba dividida en secciones por estacas, canales y muros en construcción.

Caroline y yo nos acercamos a una de las zanjas. Todavía estaban en el proceso de rellenarla, y al apostarnos al borde vi consternado que los escombros que estaban utilizando para los cimientos de las casas nuevas eran sobre todo pedazos de piedra rojiza arrancados del muro demolido del parque.

– ¡Qué lástima! -dije, y Caroline contestó rápidamente:

– Lo sé. Es horrible, ¿verdad? Por supuesto, la gente tiene que tener viviendas, pero es como si se estuvieran tragando Hundreds…, sólo para escupirlo después entero en terroncitos repugnantes.

Su voz se tornó más grave al decir esto. El propio Maurice Babb estaba al borde de la obra, hablando con el capataz junto a la portezuela abierta de su coche. Nos vio llegar y, sin apresurarse, vino hacia nosotros. Era un hombre en la cincuentena, bajo y bastante fornido: propenso a la jactancia, pero inteligente; un buen empresario. Al igual que yo, procedía de la clase trabajadora y se había abierto camino en la vida, y lo había hecho sin la ayuda de nadie, como me recordó una o dos veces en el curso de los años. Saludó a Caroline levantándose el sombrero. A mí me tendió la mano. A pesar del día frío, su mano estaba caliente, y sus dedos regordetes, unidos y compactos, parecían salchichas a medio cocer.

– Sabía que vendría, señorita Ayres -dijo, afablemente-. Mis hombres decían que la lluvia la disuadiría, pero yo les he dicho que la señorita Ayres no es de las que se asustan por un poco de mal tiempo. Y aquí la tenemos. ¿Ha venido a supervisarnos, como de costumbre? La señorita Ayres ha puesto en evidencia a mi capataz, doctor.

– Le creo -dije, sonriendo.

Caroline se ruborizó muy levemente. Mecidos por el viento, unos mechones le taparon los labios, y ella se los apartó para decir, no del todo verazmente:

– El doctor Faraday quería saber cómo les iba, señor Babb. Le he traído para que vea la obra.

– Bueno -respondió él-, ¡encantado de enseñársela! Sobre todo a un médico. Wilson, el inspector de sanidad, estuvo aquí la semana pasada. Dijo que nada superará a estos terrenos en materia de aire y desagües, y creo que usted estará de acuerdo. ¿Ha visto el trazado? -Hizo un ademán con su brazo grueso y corto-. Aquí habrá seis casas, después un espacio vacío en la curva de la carretera, y otras seis más allí. Dos viviendas por casa, adosadas. Ladrillo rojo, se habrá fijado -señaló a nuestros pies los ladrillos cárdenos, de aspecto brutal, fabricados por una máquina-, a juego con los del Hall. ¡Una bonita propiedad! Vengan por aquí, si les apetece, y se lo muestro todo. Cuidado con esas cuerdas, señorita Ayres.

Le ofreció su mano compacta. Caroline no la necesitaba -era medio palmo más alta que él-, pero obsequiosamente le dejó que la ayudara a franquear la zanja y recorrimos la obra hasta un punto donde estaba más avanzada. Explicó de nuevo el lugar exacto que ocuparía cada vivienda en relación con las vecinas y, entusiasmándose con el asunto, nos llevó a uno de los espacios cuadriculados y bosquejó las habitaciones que pronto contendría: el «salón», la cocina ajustada, con sus fuegos de gas y sus enchufes, el cuarto de baño interior, con su bañera empotrada… La superficie entera me pareció apenas más grande que un ring de boxeo, pero al parecer ya había ido a visitar el emplazamiento gente que quería saber dónde apuntarse para adquirir una vivienda. Babb nos dijo que incluso le habían ofrecido dinero y «todos los cigarrillos y carne» que quisiera para que «moviese algunos hilos».

– ¡Les he dicho que no depende de mí! ¡Que vayan al ayuntamiento! -Bajó la voz-. Escuchen, que esto quede entre nosotros: por mucho que se desgañiten en el municipio, la lista está ya cerrada desde hace seis meses. Dougie, el hijo de mi hermano, y su mujer se apuntaron para una vivienda y espero que se la den, porque ¿sabe dónde viven ahora mismo, señorita Ayres? En Southam, en una casa de dos habitaciones, con la madre de la chica. Bueno, no pueden seguir así. Una casa de éstas les vendría de perlas. Aquí tendrán un jardincito trasero, con un sendero y una alambrada. Y el autobús de Lidcote pasará por aquí…, ¿se ha enterado, doctor? Pasará por Bam Bridge Road. Creo que inauguran la línea en junio.

Prosiguió hablando un rato hasta que le llamó el capataz y se disculpó, me tendió la mano regordeta y nos dejó. Caroline siguió andando para ver cómo trabajaba otro obrero, pero yo me quedé en el espacio de cemento cuadriculado, más o menos en el sitio donde supuse que pondrían la ventana de la cocina, mirando al Hall a través del parque. El edificio era claramente visible a cierta distancia, sobre todo porque los árboles de delante estaban pelados; comprendí que, de hecho, sería muy visible desde la planta superior de la vivienda. También vi perfectamente que las endebles alambradas que instalarían en la parte trasera de las casas no servirían para impedir que los niños de veinticuatro familias salieran al parque…

Me reuní con Caroline al borde del cemento, y hablamos un minuto con el operario al que ella había visto trabajar, un hombre al que yo conocía muy bien; de hecho, era una especie de primo mío por parte de madre. El y yo compartíamos pupitre en la escuela del condado, que tenía dos aulas, donde estudié de niño; en aquel tiempo éramos buenos amigos. Más tarde, cuando yo ingresé en Leamington College, la amistad se enfrió y durante una temporada él y su hermano mayor, Coddy, me habían hostigado: me acechaban con puñados de grava cuando yo volvía a casa en bicicleta a última hora de la tarde. De esto hacía ya mucho. Después él se había casado dos veces. Su primera mujer y su hijo habían muerto, pero ahora tenía dos hijos mayores que recientemente se habían trasladado a Coventry. Caroline preguntó qué tal les iba y él nos dijo, con el fuerte acento de Warwickshire que me costaba creer que antaño hubiese tenido yo mismo, que habían encontrado empleo en una fábrica y entre los dos llevaban a casa un sueldo semanal de más de veinte libras. Ya me habría gustado a mí ganar ese salario; y probablemente era superior al dinero que los Ayres gastaban en vivir un mes. Aun así, el hombre se quitó la gorra para hablar con Caroline, aunque a mí me miraba con más timidez y me hizo un torpe gesto de despedida cuando nos marchamos. Yo sabía que incluso al cabo de tanto tiempo se le hacía raro llamarme «doctor», pero asimismo estaba excluido que me llamase por mi nombre de pila o me tratara de «señor».

Dije, con toda la soltura que pude: «Adiós, Tom». Y Caroline dijo, con auténtica efusión: «Hasta luego, Pritchett. Ha sido agradable charlar con usted. Me alegro de que a sus chicos les vaya tan bien».

De pronto, sin que supiera exactamente por qué, deseé que ella no llevara aquel sombrero ridículo. Nos volvimos y emprendimos el regreso al Hall, y me fijé en que Pritchett hacía una pausa en su trabajo para observarnos, y quizá para echar un vistazo a alguno de sus compañeros.

Atravesamos la hierba en silencio, siguiendo la línea de nuestras huellas oscuras, los dos pensativos a causa de la visita. Cuando por fin ella habló, lo hizo con vivacidad, aunque sin mirarme a los ojos.

– Babb es un personaje, ¿no cree? Y las casas parecen maravillosas, ¿verdad? Estupendas para sus pacientes más pobres, me figuro.

– Sí, estupendas -respondí-. Se acabaron los suelos húmedos y los techos bajos. Excelentes servicios sanitarios. Habitaciones separadas para los chicos y las chicas.

– Un buen comienzo en la vida para los hijos, y todo eso. Y una maravilla para Dougie Babb, si se propone abandonar a su horrible suegra… Y, ah, doctor… -Me miró por fin y después miró tristemente por encima del hombro-. Preferiría mudarme a una cajita de ladrillo como ésas, con un salón y una cocina ajustada, que vivir en nuestro viejo establo. -Se agachó para recoger una rama que había volado por el parque, y empezó a fustigar el suelo con ella-. A propósito, ¿qué es una cocina ajustada?

– La que no tiene huecos molestos ni rincones sobrantes -dije.

– Y ningún encanto, juraría. ¿Qué hay de malo en los huecos y los rincones sobrantes? ¿Quién quisiera vivir sin ellos?

– Bueno -dije, evocando algunas de las viviendas más sórdidas de mi ronda-, al fin y al cabo es posible tener demasiados. -Y añadí, casi como si fuera una idea posterior-: A mi madre le habría encantado una casa así. Si yo hubiera sido un niño distinto, ahora podría vivir con mi padre en una parecida.

Caroline me miró.

– ¿Qué quiere decir?

Y yo le hablé, brevemente, de las estrecheces que habían sufrido mis padres para mantenerse al día con las becas y subvenciones que me habían conseguido a través de Leamington College y la facultad de medicina: las deudas que habían contraído, las penosas economías que habían hecho, mi padre trabajando horas extraordinarias, mi madre aceptando encargos de costura y de lavandería cuando apenas tenía fuerza para trasladar la ropa mojada desde el caldero hasta el cubo.

Noté que mi voz adquiría un tono amargo, y no pude reprimirlo.

– Invirtieron todo lo que tenían en que yo fuera médico, y ni siquiera supe nunca que mi madre estaba enferma. Pagaron una pequeña fortuna por mi educación, y lo único que aprendí fue que mi acento no era el correcto, mi ropa no era la apropiada, mis modales en la mesa…, todo era inadecuado. De hecho, aprendí a avergonzarme de mis padres. Nunca llevaba amigos a casa para presentárselos. Un día asistieron al acto del discurso académico; me daban un premio en ciencias. Me bastó con ver la expresión de la cara de los otros alumnos. No volví a invitarlos. Una vez, cuando tenía diecisiete años, llamé idiota a mi padre delante de un cliente suyo…

No terminé la frase. Ella aguardó un momento y después dijo, tan delicadamente como permitía el tiempo borrascoso:

– Pero debían de estar muy orgullosos de usted.

Me encogí de hombros.

– Quizá. Pero el orgullo no sustituye a la felicidad, ¿no? Habrían vivido mejor, en realidad, si yo hubiera sido como mis primos…, como el Tom Pritchett de allí. Quizá yo también habría tenido una vida más cómoda.

Vi que fruncía el ceño. Azotó de nuevo el suelo.

– Todo este tiempo -dijo, sin mirarme-, pensé que debía de odiarnos un poco a mí, a mi madre y a mi hermano.

– ¿Odiarles? -pregunté, atónito.

– Sí, por el recuerdo de sus padres. Pero ahora parece casi como si…, bueno, como si se odiara a sí mismo.

No respondí y de nuevo caminamos en silencio, cada vez más incómodos. Sabiendo que el día se deslizaba hacia el crepúsculo, nos esforzamos en acelerar el paso. Pronto dejamos el oscuro sendero, en busca de un terreno más seco, y nos dirigimos hacia la casa por un itinerario distinto y llegamos a un punto donde la verja del jardín daba acceso a una antigua valla divisoria con los lados deshechos y cubiertos de maleza; yo pregunté si se trataba de urinarios y Caroline sonrió al oír mi comentario, que nos rescató del abatimiento. No sin trabajo cruzamos la intrincada zanja y accedimos a un campo de hierba anegado y, al igual que antes, lo atravesamos con dificultad y de puntillas. Mi calzado de suela lisa no estaba hecho para aquellos trotes, y una vez estuve a punto de caer en una de las zanjas. Se rió al verme, como no podía ser menos, y la sangre que le subía por la garganta le abrillantó las mejillas ya rosadas.

Conscientes de nuestras huellas sucias, rodeamos la casa hasta la puerta del jardín. El Hall, como era costumbre ahora, no estaba iluminado y, aunque no era un día soleado, avanzar hacia la casa era como adentrarse en la sombra, como si sus escarpados muros erguidos y sus ventanas vacías atrajeran la última luz de la tarde. Caroline hizo una pausa cuando se hubo limpiado los zapatos en el felpudo de cerdas, alzó los ojos y me apenó ver que en su cara resurgían las líneas de cansancio y que la piel en torno a sus ojos se arrugaba como la superficie de la leche al calentarse.

Mientras examinaba la casa, dijo:

– Los días son ahora muy cortos. Los odio, ¿usted no? Hacen más difíciles las dificultades. Ojalá Roderick estuviese aquí. Ahora sólo estamos madre y yo… -Bajó la mirada-. Bueno, madre es un encanto, por supuesto. Y no tiene la culpa de encontrarse indispuesta. Pero no sé, a veces da la impresión de que cada día se vuelve más tonta, y me temo que no siempre conservo la paciencia. Rod y yo nos divertíamos con tonterías. Antes de que enfermara, me refiero.

– No tardará mucho en volver -dije, en voz baja.

– ¿Lo dice en serio? Ojalá pudiéramos verle. ¡Se me hace tan raro que él esté allí, enfermo y solo! No sabemos qué le pasa. ¿No cree que deberíamos visitarle?

– Podemos ir, si quiere -dije-. La llevaré con mucho gusto. Pero el propio Rod no ha dado muestras de querer que le visitemos, ¿no?

Ella meneó la cabeza, descontenta.

– El doctor Warren dice que le gusta el aislamiento.

– Bueno, el doctor Warren tiene que saberlo.

– Sí, supongo que sí…

– Déle más tiempo -dije-. Como he dicho antes: pronto llegará la primavera y ya verá como todo parecerá distinto.

Ella asintió, vehementemente, queriendo creerlo. Luego pateó otra vez el felpudo y, con un suspiro de reticencia, entró en la casa fría y lúgubre para reunirse con su madre.


Recordé aquel suspiro uno o dos días después, cuando estaba haciendo mis preparativos para el baile del hospital de la comarca. El baile era un acto anual, destinado a recaudar fondos; nadie, salvo los más jóvenes, se lo tomaban muy en serio, pero a los médicos del lugar les gustaba asistir, acompañados de sus mujeres e hijos mayores. Los doctores de Lidcote nos turnábamos para ir, y aquel año nos tocó el turno a Graham y a mí, mientras nuestro suplente, Frank Wise, y Morrison, el socio del doctor Seeley, se quedaban de guardia. Siendo soltero podía tomarme la libertad de invitar a una o dos personas, y unos meses antes, pensando en la fiesta, había considerado la idea de invitar a la señora Ayres. La descarté, porque seguía estando relativamente enferma, pero se me ocurrió que quizá Caroline quisiera acompañarme para pasar una velada fuera de Hundreds. Pensé, por supuesto, que era igualmente posible que la horrorizase, en el último minuto, mi invitación a lo que era esencialmente un «acto de beneficencia», y dudé a la hora de proponérselo. Pero había olvidado la vena irónica de Caroline.

– ¡Un baile de médicos! -dijo, entusiasmada, cuando por fin la llamé para invitarla-. Oh, me encantaría.

– ¿Está segura? Es una extraña y vieja costumbre. Y es más un baile de enfermeras que de médicos. Suele haber muchas más mujeres que hombres.

– ¡Ya me figuro! Todas sonrosadas e histéricas para que les dejen salir de los pabellones, igual que las mujeres soldado en las fiestas de la marina. ¿Y la enfermera jefe bebe más de la cuenta y se desprestigia con los cirujanos? Oh, dígame que sí.

– Cálmese -dije-, o no habrá sorpresas.

Ella se rió, y hasta a través de la deficiente línea telefónica capté en su voz un tono de auténtico placer, y me alegré de haberla invitado. No sé si, al aceptar mi invitación, ella tendría algún otro propósito en mente. Supongo que sería extraño que una mujer soltera de su edad acudiese a un baile sin pararse a pensar en los solteros que asistirían a él. Pero si sus pensamientos iban en esta dirección, los ocultó bien. Quizá su pequeña humillación con Morley la había enseñado a ser cauta. Habló del baile como si ella y yo fuéramos un par de viejos espectadores en la fiesta. Y cuando fui a buscarla la noche señalada, la encomié vestida de un modo muy sencillo, con un vestido sin mangas de color oliva, el pelo suelto y liso, el cuello y las manos desnudos, como de costumbre, y su cara tosca casi sin maquillaje.

Dejamos a la señora Ayres en la salita, evidentemente nada molesta por disponer de una noche para ella sola. Con una bandeja sobre el regazo, revisaba viejas cartas de su marido y las colocaba en fajos limpios y ordenados.

No obstante, me incomodaba la idea de dejarla sola en casa.

– ¿Estará bien su madre? -pregunté a Caroline, cuando nos íbamos.

– Oh, no olvide que tiene a Betty -dijo ella-. Estará horas sentada a su lado. ¿Sabía que han empezado a jugar juntas? Madre encontró unos tableros viejos cuando estábamos recorriendo la casa. Juegan a las damas y al halma.

– ¿Betty y su madre?

– Lo sé, es raro, ¿no? No recuerdo que madre haya jugado nunca a juegos de mesa con Roddie y conmigo. Pero parece que ahora le gustan. Y a Betty también. Apuestan medio penique, y madre la deja ganar… No creo que Betty, la pobre, se divirtiera mucho en su casa en Navidad. Su madre es un espanto y no me extraña que prefiera la mía. Y a la gente le gusta mi madre, eso es lo malo…

Bostezó al decir esto y se arropó con el abrigo. Y al cabo de un rato, arrullados por el sonido y el movimiento del coche -porque el trayecto a Leamington duraba casi treinta minutos por las gélidas carreteras rurales-, nos sumergimos en un cordial silencio.

Revivimos en cuanto llegamos a los terrenos del hospital y al bullicio de automóviles y gente. El baile se celebraba en una sala de conferencias, una habitación espaciosa y con suelo de parqué; por la noche habían retirado los pupitres y los bancos y apagado las crudas luces centrales, y habían colgado bonitas lámparas de colores y banderitas desde una viga a otra. Una orquesta de tres al cuarto tocaba una pieza instrumental cuando entramos. El suelo resbaladizo había sido profusamente sembrado de tiza, y varias parejas solícitas ya estaban bailando. Otras personas sentadas a las mesas alrededor de la pista se animaban a imitarlas.

Unos largos caballetes servían de mostrador para el bar. Íbamos hacia él cuando, al cabo de pocos metros, me saludaron un par de colegas: Bland y Rickett, el uno cirujano y el otro un médico de Leamington. Les presenté a Caroline y se entabló la típica charla en estos casos. Tenían vasos de papel en las manos y, al ver que yo miraba hacia el bar, Rickett dijo:

– ¿Vas a pedir el ponche de cloroformo? No te fíes del nombre; es como aguachirle. Alto ahí, un segundo. Aquí viene nuestro hombre.

Extendió el brazo por detrás de Caroline para atrapar el de alguien: el hombre era un camillero, «nuestro vivales de turno», explicó Bland a Caroline, mientras Rickett murmuraba algo al oído del hombre. El camillero se fue y volvió un minuto después con cuatro vasos llenos hasta el borde del aguado líquido rosa que estaban sirviendo en el bar con un cucharón de la ponchera, pero todos, como enseguida pudimos comprobar, bastante cargados de brandy.

– Cuánto ha mejorado -dijo Rickett, tras catar la bebida y chasquear los labios-. ¿No le parece, señorita…?

Había olvidado el nombre de Caroline.

El brandy era fuerte y el ponche había sido edulcorado con sacarina. Cuando Bland y Rickett se fueron, le dije a Caroline:

– ¿Puede beber esta pócima?

Ella se estaba riendo.

– No voy a desperdiciarla, después de todo esto. ¿De verdad es brandy negro?

– Probablemente.

– Qué espanto.

– Bueno, yo diría que un poco de brandy negro no nos hará ningún daño.

Le puse la mano en la parte inferior de la espalda para alejarla de la fila de gente que iba y venía del bar. La sala se estaba llenando.

Empezamos a buscar una mesa libre. Pero enseguida me abordó otro colega: esta vez un especialista, que resultó ser el hombre a quien había enviado mi informe sobre el eficaz tratamiento de la pierna de Rod. No podía eludirle, y él peroró durante diez o quince minutos porque quería mi opinión sobre un proceso terapéutico suyo. No se esforzó mucho en incluir a Caroline y yo la miraba continuamente mientras él hablaba: ella miraba alrededor de la sala, dando rápidos sorbos de su vaso de papel, cohibida. Pero también me miraba a mí de vez en cuando mientras el otro hablaba, como si me viera de una forma ligeramente distinta.

– Aquí es usted un personaje -me dijo, cuando finalmente se marchó el especialista.

– ¡Ja! -Di un trago de ponche-. Un perfecto don nadie, se lo aseguro.

– Pues entonces los dos somos un cero a la izquierda. Es agradable este cambio, comparado con mi casa. En los últimos tiempos, no puedo entrar en un pueblo sin pensar que todo el mundo me observa y piensa: «Ahí va la pobre señorita Ayres, del Hall…». Y ahora mire. -Había vuelto la cabeza-. ¡Ha llegado el gran rebaño de enfermeras, tal como me las había imaginado! Como polluelos ruborizados. ¿Sabe?, durante la guerra pensé en hacerme enfermera. Tanta gente me dijo que tenía madera que me desanimé. Por alguna razón, no conseguí tomarlo como un cumplido. Por eso me alisté en la marina. Y acabé cuidando a Roddie.

Al detectar en su voz un toque de nostalgia, dije:

– ¿Echaba de menos la vida militar?

Ella asintió.

– Mucho, al principio. Servía para eso, ya ve. Es una confesión vergonzosa, ¿verdad? Pero me gustaba todo el trasiego de los barcos. Me gustaba su rutina. Me gustaba que hubiera una sola manera de hacer las cosas, un solo tipo de media, un solo tipo de calzado, un único modo de llevar el pelo. Iba a seguir en la marina al final de la guerra, navegar a Italia o a Singapur. Pero en cuanto volví a Hundreds…

Un hombre y una chica que pasaron deprisa por su lado le dieron un empujón en el brazo, se derramó la bebida y Caroline se llevó el vaso a la boca para lamer las gotas con la lengua, y a continuación guardó silencio. Un cantante se había sumado a la orquesta y la música era más fuerte y alegre. La gente que, algo excitada, salía a la pista nos dificultaba la conversación.

Alcé la voz por encima de la música y dije:

– Vámonos de aquí. ¿Y si le busco a alguien que la saque a bailar? Ahí está Andrews, el cirujano de la casa…

Ella me tocó el brazo.

– Oh, de momento no me presente a nadie más. No a un cirujano, sobre todo. Cada vez que me mire pensaré que me está sujetando para clavarme el cuchillo. Además, los hombres detestan bailar con mujeres altas. ¿Y si bailamos usted y yo?

– Por supuesto. Si quiere -dije.

Apuramos las bebidas, depositamos los vasos y caminamos hacia la pista. Hubo un momento de embarazo cuando nos movimos juntos con los brazos levantados, tratando de superar la artificiosa postura para unirnos al grupo hostil de bailarines que se empujaban unos a otros. Caroline dijo:

– Aborrezco esta pieza. Es como si tuvieras que subirte a uno de esos ascensores sin puertas.

– Cierre los ojos, entonces -le respondí, y la conduje a lo largo de un quickstep.

Al cabo de un momento, los talones y los codos de otras parejas dejaron de estorbarnos y rozarnos; nos acoplamos al ritmo general y lo seguimos con fluidez.

Ella abrió los ojos, impresionada.

– Pero ¿cómo demonios saldremos de aquí?

– No se preocupe por eso todavía.

– Tendremos que esperar a las piezas lentas… Usted, por cierto, no baila nada mal.

– Usted tampoco.

– Parece sorprendido. Me encanta bailar. Siempre me ha encantado. En la guerra bailaba como una loca. Era lo mejor de todo: los bailes. Cuando era joven bailaba con mi padre. Era tan alto que no importaba que yo también lo fuera. Me enseñó todos los pasos. Con Rod era un desastre. Decía que le daba tirones, que era como si estuviera bailando con un chico. Espero no estar haciendo lo mismo con usted…

– En absoluto.

– ¿Y no estoy hablando demasiado? Sé que a algunos hombres no les gusta. Supongo que porque pierden el compás.

Le dije que podía hablar cuanto quisiera. Lo cierto es que me complacía mucho verla de tan buen humor y sentirla tan relajada, tan flexible y dúctil en mis brazos. Mantuvimos una distancia ligeramente formal entre ambos, pero de vez en cuando la presión de la gente la estrechaba más fuerte contra mí y notaba en el pecho el impacto de su busto pleno, el sólido empuje de sus caderas. Al hacer un giro, la carne musculosa de su región lumbar se tensaba y se movía debajo de mi palma y mis dedos extendidos. Su mano en la mía estaba pegajosa por las gotas de ponche que se le habían vertido; en una ocasión volvió la cabeza para mirar al otro extremo de la pista de baile y capté el olor a brandy de su boca. Comprendí que estaba algo bebida. Quizá yo también estaba algo borracho. Pero sentí una ráfaga de ternura hacia ella, tan súbita y tan simple que esbocé una sonrisa.

Ella echó hacia atrás la cabeza para verme la cara.

– ¿Por qué sonríe así? Parece un bailarín en un concurso. ¿Le han prendido un número en la espalda?

Miró por encima de mi hombro, fingiendo que lo buscaba; de nuevo sus pechos se estamparon contra el mío. Entonces me habló al oído.

– ¡Ahí está el doctor Seeley! ¡Demos la vuelta para que pueda verle la pajarita y la flor en el ojal!

Di un giro y vi al doctor, corpulento y con barbita, bailando con su mujer. La pajarita era de lunares y la flor una especie de orquídea carnosa; Dios sabe de dónde la habría sacado. Demasiado engominado, el flequillo le caía sobre la frente. Dije:

– Cree que es Oscar Wilde.

– ¡Oscar Wilde! -se rió Caroline. Noté su risa en mis brazos-. ¡Ojalá lo fuera! Cuando yo era joven las chicas le llamaban «el pulpo». Era terriblemente aficionado a ofrecerte su coche. Y por muchas manos que tuviera puestas en el volante, siempre parecía tener otra más… Lléveme a donde no pueda vernos. Todavía tiene que contarme todo el cotilleo, no se olvide. Quédese en el borde de la pista…

– Oiga, ¿quién lleva a quién? Empiezo a pensar que entiendo lo que quería decir Roderick cuando decía que usted le daba tirones.

– Quédese en el borde -dijo ella, riéndose otra vez-, y mientras damos vueltas dígame quién es quién, y quién ha matado a más pacientes y qué médicos se acuestan con qué enfermeras, y todos los escándalos.

Así que seguimos en la pista durante otras dos o tres canciones, e hice lo que pude para indicarle quiénes eran las personalidades del hospital más importantes, y contarle algunos chismorreos benignos; después, la música atacó un vals y empezaron a escasear los bailarines. Fuimos al bar en busca de más ponche. La sala se estaba caldeando. Al alzar la vista, vi a David Graham, que acababa de llegar con Anne y venía a nuestro encuentro a través de la gente. Recordando la última vez que se habían visto -cuando Graham había ido a Hundreds para emitir una segunda opinión sobre Roderick, la víspera de que él abandonara la casa-, me incliné hacia ella y le dije, lo más bajo que pude sin que lo acallara la música:

– Graham viene hacia aquí. ¿No le importa saludarle?

Ella no miró, pero imprimió a su cabeza una pequeña y tensa sacudida.

– No, no me importa. Ya imaginaba que estaría aquí.

De todos modos, pronto se disipó el ligero engorro de la llegada de Graham. Habían traído a unos invitados, un hombre de Stratford, de edad mediana, con su mujer y su hija casada; y la hija resultó ser una vieja amiga de Caroline. Se saludaron intercambiando unos besos, entre exclamaciones y risas.

– Nos conocemos, ¡oh, desde hace años! -me dijo Caroline-. Desde la época de la guerra.

La amiga, Brenda, era rubia y guapa, y me pareció que también bastante vulgar. Me alegré por Caroline de que hubiese aparecido, pero asimismo lo lamenté un poco, porque al llegar Brenda y sus padres fue como si se trazara una línea divisoria entre la gente mayor y los más jóvenes. Brenda y Caroline se apartaron un poco del resto de nosotros y encendieron cigarrillos; y no tardaron en cogerse del brazo y encaminarse hacia los lavabos de señoras.

Cuando volvieron, ya me había acaparado el grupo de Graham, que había encontrado una mesa lejos del estruendo de la orquesta y conseguido un par de botellas de vino argelino. A las dos amigas les dieron una copa y les ofrecieron sillas, pero no quisieron sentarse y se quedaron observando el baile, Brenda bebiendo y cimbreando las caderas impacientemente al compás de la música. La orquesta volvía a interpretar canciones y las dos querían bailar.

– ¿No le importa? -se excusó Caroline cuando se iba-. Brenda conoce a gente de aquí y quiere presentármela.

– Vaya a bailar -le dije.

– Vuelvo enseguida, se lo prometo.

– Es bueno ver a Caroline fuera del Hall y divirtiéndose -me dijo Graham, cuando ella se hubo ido.

– Sí -asentí.

– ¿Os veis a menudo?

– Bueno, visito la casa siempre que puedo -dije.

– Claro -respondió, como si hubiera esperado que le dijera algo más. Y añadió, con un tono más confidencial-: El hermano no mejora, ¿eh?

Le hablé del último informe que había recibido del doctor Warren. Pasamos a intercambiar noticias de algunos de nuestros demás pacientes, y de ahí a una discusión, junto con el colega de Stratford, sobre la futura Seguridad Social. El médico de Stratford, como la mayoría de los facultativos, se oponía violentamente a ella; Graham era un partidario apasionado y yo seguía pesimistamente convencido de que significaría el final de mi carrera, por lo que el debate fue bastante acalorado y duró un buen rato. Cada cierto tiempo yo levantaba la cabeza y buscaba a Caroline en la pista de baile. A intervalos ella y Brenda venían a la mesa en busca de más vino.

– ¿Todo bien? -le gritaba yo, o le decía por encima del hombro de Graham-: ¿No la estoy desatendiendo?

Ella negaba con la cabeza, sonriendo.

– ¡No sea tonto!

– ¿Crees realmente que Caroline está bien? -pregunté a Anne, a medida que avanzaba la velada-. Tengo la sensación de que la he abandonado un poco.

Ella miró a su marido y dijo algo que no se oyó por culpa de la música, algo como «¡Oh, estamos acostumbradas!», o incluso: «¡Tendrá que acostumbrarse a eso!»; algo, en todo caso, que me dio la impresión de que me había oído mal. Pero, al ver el desconcierto en mi cara, añadió, riéndose:

– Brenda se ocupa de ella, no te preocupes. Está bien.

Más tarde, a eso de las once y media, alguien empuñó el micrófono para anunciar una pieza de Paul Jones, y se produjo una desbandada general hacia la pista, a la que a mí y a Graham nos instaron a sumarnos. Automáticamente busqué de nuevo a Caroline y vi que la absorbía el corro de mujeres situado en la otra punta de la sala; a partir de entonces no la perdí de vista, esperando coincidir con ella en las pausas entre bailes. Pero cada vez que se cambiaban las parejas trotábamos el uno hacia el otro, sólo para que nos empujaran sin remedio en direcciones opuestas. El círculo de mujeres, engrosado con enfermeras, era más numeroso que el de hombres: vi sonreír a Caroline y casi tambalearse cuando los pies se le enredaron en los de otras chicas, y en una ocasión en que pasó disparada por mi lado me miró e hizo una mueca. «¡Esto es terrible!», creo que gritó. La siguiente vez que se acercó se estaba riendo. El pelo suelto se le había caído hacia delante y se adhería en mechones oscuros al brillo del sudor en la cara y los labios. Al final terminó a uno o dos puestos a mi izquierda, y en el educado pero resuelto torneo de empellones que siguió me abrí paso para rescatarla; me la arrebató un hombre corpulento, de aspecto húmedo y ardiente al que reconocí, al cabo de un segundo, como Jim Seeley. Creo que él era el compañero que a Caroline le correspondía en el corro, pero ella me lanzó una mirada alarmada, cómica, cuando él la estrechó firmemente y la condujo en un foxtrot lento, con la barbilla pegada a su oreja.

Bailé la pieza con una de las enfermeras más jóvenes y abandoné la pista cuando acabó la música y se formaron círculos más tumultuosos. Fui al bar en busca de otro vaso de ponche aguado y luego me aparté de la zona más concurrida de público y observé el baile. Vi que Caroline se había desembarazado de Seeley y encontrado un compañero menos dominante, un joven con gafas de carey. El propio Seeley, al igual que yo, había desistido totalmente del baile y se había ido al bar. Apurado su ponche, estaba sacando tabaco y un mechero, y como al hacerlo alzó los ojos y topó con mi mirada, se acercó a ofrecerme un cigarrillo.

– En noches como ésta me pesa la edad, Faraday -dijo, una vez encendidos los pitillos-. ¿No le parecen jóvenes esas condenadas enfermeras? Le juro que una criatura con la que he bailado antes parecía sólo un poquito mayor que mi hija de doce años. Está muy bien para un pervertido viejo verde como… -Y aquí dijo el nombre de uno de los cirujanos jefes, que había sido el protagonista de un escándalo menor uno o dos años antes-. Pero cuando estoy bailando con una chica y le pregunto qué le parece el distrito y me contesta que le recuerda el lugar del que la evacuaron en 1940…, bueno, no resulta muy propicio para un idilio. En cuanto a todo este jaleo de los círculos, preferiría un vals anticuado. Supongo que se marcarán unas rumbas dentro de un minuto. Que Dios nos asista entonces.

Sacó un pañuelo, se limpió la cara y luego se lo pasó por debajo del cuello y se enjugó toda la piel de alrededor. Tenía la garganta colorada y la pajarita suelta. Advertí que había perdido la orquídea, en el ojal sólo quedaba de ella el carnoso tallo verde, con la punta ligeramente lechosa. Caldeado por la bebida y el ejercicio, despedía calor como un brasero, hasta el punto de que era imposible estar a su lado sin querer rehuirle en aquella sala sobrecalentada. Pero, tras haberle aceptado un cigarrillo, me pareció inexcusable no hacerle compañía mientras lo fumaba. Él se enjugó y resopló y refunfuñó unos minutos más; después nuestras miradas se volvieron espontáneamente hacia la pista de baile y contemplamos en silencio cómo brincaban las parejas.

Al principio no vi a Caroline y creí que quizá hubiese abandonado la pista. Pero seguía bailando con el joven de gafas, y en cuanto mis ojos la hubieron localizado procuraron seguirla. La pieza de Paul Jones había concluido y el baile siguiente era más relajado, pero reinaba una atmósfera general de hilaridad decreciente y Caroline, como todos los demás, tenía la cata húmeda, el pelo revuelto, los zapatos y las medias manchadas de tiza, el cuello y la piel de los brazos todavía colorados y relucientes. Pensé que el color más intenso la favorecía. A pesar de su vestido tan anodino y su porte tan sencillo, parecía muy joven, como si el movimiento y la lisa hubieran hecho aflorar su juventud al mismo tiempo que su sangre.

La observé hasta el final de la pieza y el comienzo de la siguiente; y sólo cuando habló Seeley me percaté de que él también la había estado mirando.

– Caroline Ayres tiene buen aspecto -dijo.

Me separé de él para aplastar la colilla en la mesa más cercana. Al volver a su lado, dije:

– Sí, es cierto.

– Baila bien, esa chica. Sabe que tiene caderas, y sabe usarlas. La mayoría de las inglesas bailan con los pies. -Su tono y su expresión se tornaron más reflexivos-. Supongo que la habrá visto montar a caballo. Esa chica tiene algo, no hay duda. Es una lástima que no sea guapa además. Aun así -dio una última calada al cigarrillo-, eso a usted no debería frenarle.

Por un segundo pensé que había oído mal. Después vi en su cara que no. Él también vio mi expresión. Había fruncido los labios, para expulsar un penacho de humo, pero se rió y el humo se hizo jirones.

– ¡Oh, vamos! No es ningún secreto, ¿no?, la cantidad de tiempo que dedica a esa familia. No me importa decirle que hay un pequeño debate local sobre en cuál de las mujeres ha puesto los ojos: en la hija o la madre.

Lo dijo como si fuera un asunto divertidísimo; como si jocosamente me empujara a cometer una travesura ambiciosa, como un monitor que aplaude a un colegial por tener las agallas de espiar por la ventana a la enfermera del colegio.

Dije fríamente:

– Menuda diversión para todos ustedes.

Pero él volvió a reírse.

– ¡No se lo tome así! Ya sabe cómo es la vida de un pueblo. Casi tan mala como la de un hospital. Todos somos unos puñeteros presos; uno tiene que entretenerse como pueda. Personalmente no sé por qué no se lanza. Puedo asegurarle que la señora Ayres fue una mujer guapa en su época. Pero si yo fuera usted, me decidiría por Caroline…, simplemente, le diré, porque a ella le quedan muchos años buenos por delante.

Tal como las recuerdo ahora, sus palabras me parecen tan ofensivas que me asombra pensar que le permitiera pronunciarlas sin sentir el impulso de soltarle un puñetazo en la cara roja, ebria y lasciva. Sin embargo, lo que más me sorprendió en aquel momento fue aquel deje de condescendencia. Sentí que me tomaba por un zopenco, y pensé que pegarle sólo habría servido para darle la satisfacción de comprobar que, en el fondo, yo era lo que él suponía que era: una especie de majadero pueblerino. Así que me quedé en tensión y no dije nada, con ganas de taparle la boca pero sin saber muy bien cómo. Vio mi confusión y me asestó un codazo.

– Le he dado que pensar, ¿eh? Bueno, ¡láncese esta noche, amigo mío! -Señaló con un gesto la pista de baile-. Antes de que se le adelante ese imbécil de gafas con montura de carey. Al fin y al cabo, hay un largo y oscuro camino de regreso a Hundreds.

Por fin desperté.

– Creo que veo a su mujer -dije, señalando hacia la gente por encima de su hombro.

Él parpadeó y se volvió, y yo me alejé por una ruta tortuosa y obstruida por mesas y sillas. Me dirigí hacia la puerta, con intención de respirar durante unos minutos el frío aire de la noche. Pero en el camino pasé cerca de la mesa que había compartido con los Graham, y la pareja de Stratford, que me vio pasar con una expresión tan absorta, naturalmente pensó que no encontraba el camino de regreso a mi silla, y me llamaron. Parecían tan contentos de que hubiera vuelto -la mujer caminaba con ayuda de un bastón y no podía bailar- que no tuve ánimos para pasar de largo y me senté a su mesa y me quedé charlando con ellos durante el resto de la velada. No tengo ni idea de lo que hablamos. Tan trastornado estaba por lo que me había dicho Seeley, y de formas tan diversas, que apenas era capaz de poner orden en mis pensamientos.

De pronto me pareció increíble haber invitado a Caroline al baile sin considerar lo que pensaría la gente. Supongo que me había acostumbrado a la idea de hacerle compañía en el aislamiento de Hundreds; y si alguna que otra vez había sentido algo por ella…, bueno, era una de esas cosas que depara la simple proximidad entre un hombre y una mujer: como cerillas que chispean cuando están apretujadas en su caja. ¡Pensar que todo aquel tiempo la gente nos había estado observando, haciendo cabalas…, frotándose las manos! En cierto modo hacía que me sintiera ridiculizado; que me sintiera expuesto. Lamento decir que una parte de mi disgusto era la mera vergüenza, una básica renuencia masculina a que vincularan mi nombre románticamente con el de una chica notoriamente fea. Una parte era vergüenza, al descubrir este hecho. Otra, contradictoria, también era orgullo, porque, si me apetecía, ¿por qué demonios no iba yo, me preguntaba, a llevar a Caroline Ayres a una fiesta? ¿Por qué demonios no iba yo a bailar con la hija del hacendado, si ella quería bailar conmigo?

Y mezclado con todo esto había, con respecto a Caroline, una especie de nervioso sentido de propiedad que parecía haber surgido de la nada. Recordé la sonrisita de Seeley cuando la observaba moverse por la pista. «Sabe que tiene caderas, y sabe usarlas… Supongo que la habrá visto montar a caballo.» Debería haberle atizado cuando tuve la ocasión, pensé enfurecido. Sin duda le habría golpeado ahora, si hubiera venido a decirme lo mismo. Incluso le busqué con la mirada por la sala, con la idea descabellada de ir a su encuentro… No le vi. No estaba bailando ni estaba mirando. Tampoco vi a Caroline ni al chico con gafas de carey. Aquello empezó a molestarme. Seguí hablando educadamente con la pareja de Stratford y compartiendo con ellos tabaco y vino. No obstante, mientras hablábamos mis ojos debían de mirar a todas partes. El baile me parecía absurdo ahora, y los bailarines lunáticos gesticulantes. Lo único que quería era que Caroline surgiera de la multitud acalorada y convulsa para ponerle el abrigo y llevarla a su casa.

Por último, justo después de la una, cuando la música se había terminado y las luces se habían encendido, reapareció en la mesa. Vino con Brenda, las dos recién salidas de la pista, con los ojos y la boca borrosos. Se quedó a medio metro de mí, bostezando, y se tiró del corpiño del vestido para despegarlo de la piel húmeda de debajo, descubriendo en la axila un ribete del tirante del sujetador; se le vio la propia axila, un hueco musculoso sombreado por un vello fino y ligeramente veteado de talco. Y aunque yo había deseado que volviera, cuando nuestras miradas se cruzaron y ella me sonrió, sentí, inexplicablemente, una punzada de algo que casi era cólera, y tuve que mirar a otro lado. Con bastante sequedad, le dije que iría a recoger nuestras cosas del guardarropa, y ella y Brenda se fueron otra vez a los lavabos de señoras. Cuando volvieron, todavía bostezando, me alivió comprobar que se había arreglado el pelo y acicalado la cara con una máscara limpia y convencional de polvos y pintura de labios.

– ¡Dios, estaba hecha una facha! -dijo, cuando la ayudaba a ponerse el abrigo. Miró alrededor de la sala y hacia arriba, a las vigas con las banderitas, que habían mostrado sus deslucidos colores de la victoria en la guerra-. Un poco como este sitio. ¿No es horrible que desaparezca el encanto en cuanto encienden las luces? Aun así, ojalá no tuviéramos que irnos… Había una chica llorando en los servicios. Supongo que le habrá roto el corazón alguno de los suyos, un médico asqueroso.

Sin mirarla a los ojos, le señalé el abrigo, que ella no había abotonado.

– Debería abrigarse. Fuera hará mucho frío. ¿No ha traído bufanda?

– Se me ha olvidado.

– Pues ciérrese las solapas, ¿quiere?

Se ciñó el abrigo con una mano y deslizó la otra a través de mi brazo. Lo hizo con ligereza, pero habría preferido que no lo hubiera hecho. Nos despedimos de los Graham, de la pareja de Stratford y de la rubia y ramplona Brenda, y me sentí terriblemente cohibido, imaginando que veía regocijo en todas las miradas, y suponiendo lo que estarían pensando al vernos salir juntos para el -como había dicho Seeley- «largo y oscuro camino de regreso a Hundreds». Entonces recordé lo que había dicho Anne Graham riéndose cuando le pregunté por Caroline: que ésta tendría que «acostumbrarse a que la abandonaran», como si pronto fuera a convertirse en la esposa de un médico… Lo cual me cohibió aún más. Después de darles las buenas noches, al cruzar la sala vacía me las arreglé para que Caroline caminara delante y nuestros brazos no estuvieran enlazados.

En el aparcamiento, el suelo estaba tan helado y el frío, instantáneamente, era tan cortante que ella volvió a agarrarme.

– Le he advertido que se helaría -dije.

– O eso o me rompo una pierna -respondió ella-. No olvide que llevo tacones. ¡Oh, socorro!

Trastabilló, riéndose, y me agarró del brazo con las dos manos, para aproximarse aún más.

El gesto me irritó. Ella había bebido brandy al principio de la fiesta y después un par de vasos de vino, y yo me había alegrado -según mi modo de verlo entonces- de que se desfogase. Si bien, en los primeros bailes, había estado realmente descocada y achispada en mis brazos, ahora me parecía que en su aturdimiento había algo ligeramente forzado. Repitió: «¡Oh, qué pena que tengamos que marcharnos!», pero lo dijo con excesiva vehemencia. Era como si quisiera de la noche algo más de lo que le había dado y estuviese arreciando y endureciendo sus ataques contra ella como para obligarla a indemnizarla. Se tambaleó otra vez antes de llegar al coche, o simuló que lo hacía; y cuando la senté en el asiento y le cubrí los hombros con una manta, tiritaba de forma incontrolable y los dientes le castañeteaban como dados en un cubilete. Como mi coche no tenía calefacción, había llevado una bolsa de agua caliente para Caroline; se la di y ella se la metió dentro del abrigo, agradecida. Pero cuando arranqué bajó la ventanilla y, todavía tiritando, asomó la cabeza.

– Pero ¿qué hace? -dije.

– Estoy mirando las estrellas. Brillan bastante.

– Por el amor de Dios, mírelas con la ventanilla cerrada. Va a pillar un resfriado.

Ella se rió.

– Casi parece un médico.

– Y usted -dije, cogiéndole de la manga y empujándola hacia dentro- parece casi la joven estúpida que sé muy bien que no es. Siéntese derecha y cierre la ventanilla.

Ella obedeció, repentinamente dócil, quizá aleccionada por el tono irritado de mi voz, quizá perpleja al notarlo. A mí también me asombró, porque lo cierto era que ella no había hecho nada para merecerlo. Toda la culpa era del viejo verde Seeley; y yo le había permitido que saliera bien librado.

Abandonamos sin hablar el recinto del hospital, primero en medio de una ráfaga de tráfico bullicioso, aunque enseguida cesaron los bocinazos, los vítores y gritos y timbres de bicicletas y entramos en carreteras más tranquilas. Caroline viajaba envuelta en la manta y, poco a poco, a medida que entraba en calor, noté que sus largos miembros empezaban a relajarse. Mi malhumor, por consiguiente, se suavizó un poco.

– ¿Mejor? -pregunté.

– Sí, gracias -respondió.

Ya habíamos salido de Leamington y enfilado caminos no iluminados. El pavimento estaba menos helado, la calzada y los setos eran blancos y centelleaban; parecían separarse a ambos lados de los faros, espumear y volver a hundirse en la oscuridad, como agua agitada por la proa de un barco. Caroline miró durante un rato por el parabrisas y luego se frotó los ojos.

– ¡La carretera me está hipnotizando! ¿A usted no le molesta?

– Estoy acostumbrado -dije.

Ella pareció asombrarse.

– Sí -dijo, mirándome-, claro que lo está. A conducir de noche. A que la gente aguce el oído para oír su coche y divisar los faros. Y qué contentos se pondrán cuando llega. Si ahora corriéramos hacia la cabecera de una cama, qué impaciente estaría la gente esperándonos. Nunca lo había pensado. ¿No le asusta un poco?

Estiré el brazo para cambiar de marcha.

– ¿Por qué iba a asustarme?

– Por la responsabilidad, supongo.

– Ya le he dicho que soy un don nadie -dije-. La mitad del tiempo la gente ni siquiera me ve. Ven al «doctor». Ven mi maletín. El maletín es lo importante. El viejo doctor Gill ya me lo dijo. Mi padre me compró uno de piel, bonito y nuevo, cuando me licencié. Gill le echó un vistazo y me dijo que con aquello no iría a ninguna parte, que nadie confiaría en mí. Me dio un maletín viejo y destrozado que tenía. Lo usé durante años.

– Así y todo -dijo al cabo de un momento, como si no me hubiera escuchado-. Cómo debe esperarle y necesitarle esa gente, a usted quizá le guste, ¿no?

La miré a través de la oscuridad.

– ¿El qué?

– ¿Le gusta eso, que por la noche siempre haya alguien esperándole?

No contesté. La pregunta no parecía exigir una respuesta. Tuve más que nunca la sensación de que había algo falso en ella, como si aprovechara la intimidad oscura y dislocada del coche para ensayar una personalidad distinta: la de Brenda, quizá. Guardó silencio un momento y empezó a tararear. Era una de las canciones que había bailado con el joven de gafas y, al darme cuenta, noté que el humor se me agriaba de nuevo. Ella cogió su bolso de noche y rebuscó dentro.

– ¿Hay en el coche algún encendedor? -preguntó, sacando un paquete de tabaco. Deslizó la mano pálida por el salpicadero y luego la retiró-. Da igual, tengo cerillas en algún sitio… ¿Quiere que le encienda un cigarrillo?

– Puedo encendérmelo yo, si me da uno.

– Oh, déjeme a mí. Será como en las películas.

Se oyó la raspadura, brotó la llama de una cerilla y con el rabillo del ojo vi que su cara y sus manos cobraban una vida luminosa. Tenía dos cigarros en la boca: encendió los dos, se retiró uno de los labios y con la mano lo puso entre los míos. Débilmente turbado por el súbito roce de sus dedos fríos -y el seco contacto del cigarrillo, que poseía la sugerencia de una barra de labios-, me lo quité al instante de los labios y lo sostuve junto el volante.

Fumamos en silencio un rato. Ella acercó la cara a la ventanilla y empezó a trazar líneas y círculos en el cristal empañado por su aliento. Después, bruscamente, dijo:

– Esa chica, Brenda, con la que he estado esta noche, no me gusta mucho, ¿sabe?

– ¿De verdad? -dije-. Nunca lo hubiera dicho. Se han saludado como hermanas que no se han visto durante mucho tiempo.

– Oh, las mujeres siempre hacen eso.

– Sí, muchas veces he pensado que ser mujer debe de ser agotador.

– Sí, si te comportas como ellas. Por eso casi nunca lo hago. ¿Sabe cómo la conocí?

– ¿A Brenda? En la marina, me imagino.

– No, la conozco de antes. Fuimos vigilantes de incendios durante unas seis semanas. No nos parecíamos en nada, pero por aburrimiento, supongo, nos pusimos a charlar. Salía con un chico, se acostaba con él, quiero decir, y acababa de descubrir que estaba embarazada. Quería deshacerse del bebé y buscaba a una chica para que la acompañase a una farmacia y la ayudase a comprar algún producto; le dije que yo la acompañaba. Fuimos a Birmingham, donde no nos conocía nadie. El hombre era un espanto: cursi y despectivo, y estaba nervioso, justo como era de esperar. Nunca sé si es tranquilizador o deprimente que la gente resulte ser como esperabas… Pero dio resultado.

Cambiando otra vez de marcha, dije:

– Lo dudo, en realidad. Esos productos casi nunca hacen efecto.

– ¿No? -dijo Caroline, sorprendida-. ¿Fue pura coincidencia, entonces?

– Pura coincidencia.

– Un simple golpe de suerte, para la buena de Brenda. Y después de todo aquello. Pero Brenda es de esas personas que todo lo relacionan con la suerte: ya sea buena o mala. Hay gente así, ¿no cree? -Aspiró del cigarrillo-. Me ha preguntado quién era usted.

– ¿Qué? ¿Quién?

– Brenda. ¡Pensó que quizá fuera mi padrastro! Y cuando le he dicho que no lo era, le ha vuelto a mirar entrecerrando los ojos horriblemente y ha dicho: «Tu papaíto, entonces». Así le funciona la mente.

«¡Dios mío!», pensé. Parecía ser el modo en que funcionaba la mente de todo el mundo; y supuse que a todos les haría muchísima gracia. Dije:

– Bueno, espero que lo haya desmentido enseguida. -Ella no respondió. Seguía dibujando líneas en la ventanilla-. ¿Lo ha hecho?

– Oh, he dejado que se lo creyera un minuto. Sólo un minuto. Y lo he hecho únicamente porque era divertido que se lo creyera. También debe de haberse acordado de aquella vez en Birmingham. Ha dicho que lo mejor de ser médico era que nunca tenías miedo de «tener un desliz». «¡Y que lo digas, querida!», le he dicho. ¡Me he torcido el tobillo cuatro veces! ¡Y el médico ha sido un angelito!» -Dio otra calada y dijo, categórica-: No he dicho eso, en realidad. Le he dicho la verdad: que era un amigo de la familia que ha tenido la gentileza de invitarme al baile. Creo que la opinión que ella tiene de mí ha empeorado por eso.

– Parece una chica de lo más desagradable.

Ella se rió.

– ¡Qué remilgado es usted! La mayoría de las chicas son así…, con las otras chicas, me refiero. Ya se lo he dicho, ella no me gusta mucho. ¡Dios, tengo los pies congelados!

Se removió durante unos segundos, intentando calentarse. Comprendí que se estaba quitando los zapatos; enseguida levantó las piernas y remetió la falda del vestido y el faldón del abrigo debajo de las rodillas, y se volvió de costado hacia mí, posando los pies enfundados en las medias sobre el estrecho espacio que separaba su asiento del mío. Extendiendo las manos, una de ellas todavía con el cigarro a medio fumar, se cogió los dedos de los pies y empezó a calentárselos.

Dedicó unos minutos a hacerlo y finalmente dejó el cigarrillo en el cenicero del salpicadero, se echó el aliento en las palmas y se las apretó, abiertas e inmóviles, contra los talones. Después se quedó callada; se arropó la cabeza y pareció que se dormía. O quizá sólo lo fingió. En una curva noté que el coche topaba con una placa de hielo y resbalaba unos centímetros: tuve que bombear el freno y reducir la velocidad hasta casi detenernos, lo que sin duda habría despertado a Caroline si de verdad estaba dormitando, pero no se movió. Un poco más tarde paré en un cruce y me volví a mirarla. Tenía los ojos todavía cerrados, y en la oscuridad, con su vestido y su abrigo oscuros, parecía un cúmulo de fragmentos angulosos: la cara más bien cuadrada, con las cejas espesas, el diamante totalmente rojo de la boca, el cuello descubierto, las pantorrillas musculosas y aquellas manos pálidas y largas.

Los fragmentos se movieron cuando ella abrió los ojos. Sostuvo mi mirada y la suya brilló muy débilmente en el centelleo de la carretera helada. Cuando habló, el desparpajo de su tono había desaparecido de su voz; era alicaído, casi triste. Dijo:

– La primera vez que me llevó en este coche comimos moras. ¿Se acuerda?

Puse una velocidad y reanudamos la marcha.

– Claro que me acuerdo.

Sentí sus ojos fijos en mi cara. Se volvió hacia la ventanilla y miró fuera.

– ¿Dónde estamos?

– En la carretera de Hundreds.

– ¿Tan cerca?

– Tiene que estar cansada.

– No. En realidad no.

– ¿Después de todos esos bailes, de todos esos chicos?

– El baile me ha espabilado -dijo, con la misma voz apagada que antes-, aunque es cierto que uno o dos de los chicos casi han conseguido que me durmiera.

Abrí la boca para decir algo y después la cerré; lo dije, de todos modos:

– ¿Qué tal el tipo de gafas?

Se volvió hacia mí, curiosa.

– Le ha visto, ¿no? Era el peor. Alan… o Alee, supongo que sería. Me ha dicho que trabaja en un laboratorio del hospital, y ha intentado hacer ver como que era algo de lo más técnico e importante, pero no creo que lo sea. Vive «en la ciudad», con «su mamá y su papá». Es todo lo que sé. En realidad, no podía hablar mientras bailaba. Tampoco sabía bailar.

Bajó la cabeza de nuevo y su mejilla tocó el respaldo del asiento, y otra vez me debatí contra una extraña mezcla de emociones. Dije, con un toque de amargura:

– Pobrecito Alan o Alee.

Pero ella no captó el cambio en mi voz. Había hundido la barbilla, y cuando habló sus palabras sonaron mortecinas.

– Realmente creo que no he disfrutado ninguno de los bailes tanto como los que he bailado con usted al principio.

No respondí.

Ella continuó, tras una pausa:

– Ojalá hubiéramos bebido más brandy. ¿No tiene en el coche una petaca de algo?

Y alargó la mano, abrió una guantera y empezó a tantear entre los papeles, herramientas y paquetes de tabaco vacíos, hasta que le pedí:

– Por favor, no haga eso.

– ¿Por qué no? ¿Tiene algún secreto? Aquí no hay nada, de todas formas.

Cerró la guantera con un chasquido y se volvió para buscar en el asiento trasero. La bolsa de agua caliente se le cayó de la falda y se deslizó al suelo. Caroline se había reanimado.

– ¿No hay nada en su maletín?

– No sea tonta.

– Tiene que haber algo.

– Tome si quiere un poco de cloruro etílico.

– Eso me haría dormir, ¿no? No quiero dormir. Sería lo mismo que haber vuelto a Hundreds. ¡Dios, no quiero volver a Hundreds! Lléveme a otro sitio, por favor.

Se movía como una niña y gracias a ello, o simplemente debido al traqueteo del coche, sus pies ganaban terreno sobre la grieta entre nuestros asientos, hasta que sólo percibí el pequeño avance directo de los dedos de sus pies contra mi muslo.

Dije, intranquilo:

– Su madre la estará esperando, Caroline.

– Oh, a madre le da igual. Se habrá acostado y le habrá dicho a Betty que me espere. Además, sabe que estoy con usted. La noble carabina y todo eso. No importa lo tarde que lleguemos.

Le lancé una mirada.

– ¿No hablará en serio? Son más de las dos. Tengo consulta a las nueve.

– Podríamos parar, dar un paseo.

– ¡Lleva zapatos de baile!

– No quiero volver a casa todavía, sencillamente. ¿No podríamos ir a algún sitio y fumar aquí dentro un rato?

– ¿Ir adonde?

– A cualquier parte. Conocerá algún sitio.

– No sea tonta -repetí.

Pero lo dije con voz bastante débil, porque, a mi pesar -como si la imagen hubiera estado aguardando justo debajo de la superficie de la mente, y ahora, al oír las palabras de Caroline, hubiera emergido de golpe-, a mi pesar pensé en aquel lugar que visitaba a veces: el estanque oscuro, con su orilla de juncos. Imaginé el agua lisa y estrellada, la hierba plateada y el suelo crujiente; la quietud y el silencio del paraje. Estaba sólo a unos dos kilómetros de allí.

Quizá intuyó algún cambio en mí. Dejó de moverse de un lado para otro y nos sumimos en un tenso silencio. La carretera ascendía, se curvaba y bajaba; un minuto después nos acercábamos a la entrada de la alameda. Creo que hasta el último momento no supe realmente si daría o no media vuelta. Ralenticé bruscamente, pisé el embrague y cambié rápidamente las marchas. A mi lado, Caroline extendió una mano hacia el salpicadero para sujetarse durante el giro. Ella se lo esperaba aún menos que yo. El movimiento del coche le proyectó los pies hacia delante, de tal modo que por un segundo los sentí debajo del muslo, sólidos y resueltos como animales que excavan. Cuando el coche recuperó la fluidez, ella encogió los pies y su asiento crujió y se ladeó mientras ella hacía fuerza con los talones para impedir que resbalaran más.

¿Hablaba en serio, cuando dijo lo de fumar sentados en el coche? Al recordar aquel lugar, ¿había yo olvidado que eran las dos de la mañana? Tras apagarse los faros, cuando paré el motor, no se veía nada del estanque, la hierba, los juncos circundantes. Podíamos estar en cualquier parte o en ninguna. Sólo la quietud era como me la había imaginado: tan profunda que parecía magnificar cada sonido que la interrumpía, y yo tenía así una conciencia aguda de los movimientos respiratorios de Caroline, de la tirantez y relajación de su garganta cuando tragaba saliva, de la forma en que su lengua y su paladar se despegaron cuando entreabrió la boca. Durante un minuto, o quizá más tiempo, fue todo el movimiento que hubo entre nosotros, yo con las manos en el volante, ella con el brazo extendido hacia el salpicadero, como si todavía se sujetara contra las sacudidas.

Me volví e intenté mirarla. Estaba demasiado oscuro para verla bien, pero distinguí con bastante nitidez su cara, con su poco atractiva combinación de fuertes rasgos familiares. Oí de nuevo las palabras de Seeley: «Tiene un algo, no hay duda…». Oh, ¿acaso yo no lo había captado? Creo que lo sentí la primera vez que la vi en mi vida, observando cómo acariciaba con los dedos del pie, morenos y desnudos, la barriga de Gyp; y desde entonces lo había sentido cientos de veces, al fijarme en la turgencia de sus caderas, la prominencia de su pecho, el fácil y compacto movimiento de sus miembros. Pero -y otra vez me avergonzaba de reconocerlo, me avergüenzo de recordarlo ahora- aquella sensación despertaba en mí otra cosa, una oscura corriente de intranquilidad, casi de aversión. No era nuestra diferencia de edad. No creo que llegase siquiera a considerarla. Era como si lo que me atraía de ella también me repeliese. Como si la deseara a mi pesar… Volví a pensar en Seeley. Sabía que nada de esto tendría sentido para él. Seeley la habría besado, y al diablo con todo. Yo me había imaginado muchas veces aquel beso. El frío de sus labios y la sorpresa del calor más allá de ellos. La abertura incitadora, en la oscuridad, de una veta de humedad, de sabor, de movimiento. Seeley lo habría hecho.

Pero yo no soy Seeley. Hacía mucho tiempo que no había besado a una mujer; años, de hecho, desde que había estrechado a una mujer en mis brazos con algo más que una pasión algo mecánica. Tuve un breve destello de pánico. ¿Y si hubiera perdido la pericia del beso? Y allí estaba Caroline a mi lado, posiblemente tan insegura como yo, pero joven, viva, tensa, expectante… Por fin retiré la mano del volante y la posé a tientas en uno de sus pies. Los dedos retrocedieron como con cosquillas, pero fue su única reacción. Dejé la mano allí durante quizá seis o siete latidos del corazón y luego, lentamente, la moví…, moví los dedos a lo largo de la fina y dúctil superficie de sus medias, pasé por encima del empeine y el saliente del hueso del tobillo y la baje por detrás, por la hondonada de los talones. Como ella permaneció inmóvil, deslicé la mano poco a poco hacia más arriba, hasta que ancló en la hendidura, ligeramente caliente, ligeramente húmeda, entre la pantorrilla y la cara trasera del muslo. Y entonces me volví y me incliné hacia ella, extendiendo la otra mano con intención de cogerle del hombro y atraer su cara hacia la mía. Pero en la oscuridad la mano encontró la solapa de su abrigo; mi pulgar resbaló un poco más allá de su borde interior y topó con el inicio de la curva de su pecho. Creo que se estremeció o tiritó cuando mi ágil pulgar se desplazó por el vestido. De nuevo oí el movimiento de su lengua dentro de la boca, la separación de sus labios, la bocanada de aire que aspiraron.

El vestido tenía tres botones de perla, y los desabroché torpemente. Debajo había una combinación, lavada demasiadas veces, con un blando ribete de encaje. Debajo estaba el sujetador, sólido, sencillo, con numerosos elásticos, la clase de prenda que desde la guerra yo había visto con frecuencia en pacientes, y de ahí que por un momento, al recordar las escenas nada eróticas de la sala de consulta, mi deseo vacilante casi menguó totalmente. Pero entonces ella se movió, o respiró; el pecho se le irguió en mi mano y percibí no el corte rígido de la copa del sujetador, sino la cálida carne henchida que había dentro, y su punta dura; dura, me pareció, como la yema de uno de sus dedos torneados. Aquello, de algún modo, dio el impulso que faltaba a mi deseo y me incliné más hacia ella, y el sombrero se me deslizó de la cabeza. Abrí la pierna que sujetaba mi mano izquierda y la empujé hacia detrás de mí. La otra pierna quedó encima de mis rodillas, pesada y cálida. Apreté la cara contra su pecho y debió de ser entonces cuando busqué su boca. Avancé con desmaña hacia ella y sobre ella, queriendo besarla, nada más que eso. Pero ella hizo una especie de corcova, y con la barbilla me contuvo la cabeza. Desplazó las piernas -las desplazó aún más-, y tardé un momento en comprender que intentaba apartarlas.

– Lo siento -dijo, y sus movimientos se volvieron más recios-. Lo siento, no… no puedo.

También esta vez creo que comprendí un poquito tarde; o quizá fue simplemente que, habiendo llegado tan lejos, de repente me invadió una ansiedad incontenible de completar lo empezado. Bajé las manos y le agarré las caderas. Ella se zafó con una violencia que me dejó pasmado. Durante un momento libramos una auténtica pelea. Luego desplegó las rodillas y me asestó un puntapié a ciegas. El talón me alcanzó la mandíbula y caí hacia atrás.

Creo que el golpe me conmocionó durante unos segundos. Tuve conciencia del traqueteo de los asientos. No veía a Caroline, pero comprendí que había bajado las piernas al suelo y que se estaba poniendo bien la falda; lo hacía todo con movimientos presurosos, a tirones, como despavorida. Pero después se envolvió fuertemente en la manta y se volvió y se apartó de mí, distanciándose todo lo que la estrechez del coche permitía, y apoyó la cabeza en la ventanilla, apretando la frente contra el cristal; y después se quedó terriblemente inmóvil. Yo no sabía qué hacer. Extendí la mano, titubeante, y le toqué el brazo. Ella se resistió, al principio, y luego me dejó acariciarla…, pero fue como si acariciase la manta, la piel del asiento; la sentía muerta al contacto de mi mano.

Dije, míseramente:

– ¡Por el amor de Dios! Pensé que usted quería.

Ella respondió, al cabo de un momento:

– Yo también creía que quería.

Fue lo único que dijo. Así que poco después, incómodo, violento, aparté la mano y recogí el sombrero. Las ventanillas del coche, con atroz comicidad, se habían empañado. Bajé la mía, con la esperanza de que aquello aliviase la atmósfera de intimidad y de desencuentro. El aire de la noche entró como una inundación de agua glacial y al cabo de un minuto noté que ella tiritaba.

– ¿La llevo a casa, Caroline? -pregunté.

Ella no respondió, pero puse el motor en marcha -fue un sonido brutal en el silencio- y lentamente giré con el coche.

Ella sólo empezó a moverse cuando ya habíamos tomado la carretera de Hundreds y circulábamos a lo largo del muro del parque. Se enderezó cuando me detuve ante las verjas, se arregló el pelo y volvió a calzarse, pero sin mirarme. Para cuando me apeé, abrí las verjas y volví a subir al coche, ella se había quitado la manta de los hombros y estaba sentada erguida y preparada. Conduje con cuidado a lo largo del sendero helado y alrededor de la explanada de grava. La luz de los faros se proyectó en un par de ventanas, que devolvieron en su reflejo el brillo tenue e irregular de aceite sobre agua. Pero las ventanas estaban oscuras, y cuando apagué el motor pareció que la mansión se aproximaba de algún modo, hasta que se tornó increíblemente adusta e imponente contra el cielo profusamente estrellado.

Me dispuse a accionar el picaporte para abrir la puerta, con intención de apearme y abrirle la suya. Pero se me adelantó, diciendo rápidamente:

– No, por favor. No se moleste. No quiero retenerle.

No había rastro de borrachera en su voz; ni un tono juvenil, ni tampoco de enfado. Sólo sonó ligeramente apagada. Dije:

– Bueno, me quedaré aquí hasta que entre, sana y salva.

Pero ella meneó la cabeza.

– No voy a entrar por aquí. Ahora que Roddie no está, madre le ha encargado a Betty que por la noche cierre con llave la puerta principal. Voy a entrar por el jardín. He traído una llave.

Dije que en tal caso la acompañaría, por supuesto, y los dos nos apeamos y pasamos a trompicones y en silencio por delante de las ventanas con los postigos cerrados de la biblioteca, y después giramos hacia la terraza para recorrer la fachada norte. Estaba tan oscuro que tuvimos que avanzar casi sin ver por dónde íbamos. De vez en cuando nuestros brazos se tocaban y procurábamos caminar separados, pero luego, al dar un paso a ciegas, volvíamos a juntarnos. Hubo un momento en que nuestras manos se encontraron y trabaron; ella apartó los dedos como si se los hubiera escaldado, y yo hice una mueca recordando la terrible y pequeña pelea que habíamos librado en el coche. La oscuridad empezó a resultar casi asfixiante. Era como una manta encima de la cabeza. Cuando doblamos la esquina siguiente y hasta los olmos de aquel lado de la casa tapaban la luz de las estrellas, saqué mi mechero y convertí mis palmas en una linterna. Ella me dejó guiarla hasta la puerta, con la llave preparada.

Apenas abrió la puerta, sin embargo, se quedó en el umbral, como si de repente dudara. La escalera del fondo estaba débilmente iluminada, pero durante un segundo, después de haber apagado yo la llama, nos quedamos más a oscuras de lo que habíamos estado en la tiniebla absoluta. Cuando mis ojos se habituaron, vi que ella tenía la cara vuelta hacia la mía, pero con la vista gacha. Dijo, en voz baja y despacio:

– He sido una estúpida, antes. Y además la noche había sido muy agradable. Me han gustado nuestros bailes.

Alzó los ojos y, quizá iba a añadir algo, no lo sé. En aquel momento la escalera se iluminó como debía y ella se apresuró a decir:

– Es Betty, que baja a buscarme. Tengo que irme.

Se inclinó y me besó en la mejilla, al principio púdicamente; después, como la comisura de su boca coincidió con la comisura de la mía, levantó una mano hasta mi sien y torpemente me atrajo la cara. Durante sólo un segundo, cuando nuestros labios se juntaron, sentí que una especie de temblor le recorría las facciones, que la boca le temblaba y que cerraba muy fuerte los ojos. Después se alejó de mí.

Entró en la casa como si se colara entre una desgarradura de la noche que inmediatamente volvió a cerrarse tras ella. Oí girar su llave en la cerradura y capté el sonido cada vez más tenue de sus tacones contra la desnuda escalera de piedra. Y por alguna razón la ausencia de Caroline me impulsó a desearla, clara y físicamente, más que su anterior cercanía: me acerqué a la puerta y me apoyé en ella, frustrado, ansioso de que volviera. Pero no volvió. La casa silenciosa me estaba vedada, el jardín intrincado estaba silencioso. Esperé un minuto y luego otro; después, lentamente, regresé al coche a través de la oscuridad casi impenetrable.

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