Capítulo 10

Recuerdo ahora las tres o cuatro semanas que siguieron como las de nuestro noviazgo; aunque lo cierto es que lo que hubo entre nosotros no fue nunca tan estable ni tan sencillo para merecer realmente ese nombre. Por una parte yo seguía muy atareado y rara vez la veía, salvo en algunos ratos presurosos. Por otro lado, ella se mostró sorprendentemente escrupulosa a la hora de comunicar a su madre el cambio definitivo en nuestra relación. Yo estaba impaciente por adelantar las cosas, por hacer algún tipo de anuncio. Ella pensaba que su madre «todavía no estaba recuperada del todo»; que la noticia simplemente la «preocuparía». Me aseguró que se lo diría «cuando llegase el momento oportuno». El momento, sin embargo, parecía tardar siglos en llegar, y casi todas las veces que fui al Hall en aquellas semanas, acabé sentado con las dos mujeres en la salita, tomando el té y charlando tediosamente, como si en realidad nada hubiese cambiado.

Pero, por supuesto, había cambiado todo y, desde mi punto de vista, aquellas visitas eran a veces bastante insufribles. Ahora pensaba continuamente en Caroline. Al mirar su rostro recio y anguloso, me parecía increíble que en alguna ocasión la hubiese encontrado fea. Al cruzar con ella la mirada por encima de las tazas de té, me sentía como un hombre de yesca que podría arder con la simple fricción de su mirada contra la mía. Algunos días, después de despedirme me acompañaba hasta el coche; recorríamos en silencio la casa, rebasando una hilera de habitaciones sombrías, y yo pensaba en llevarla a uno de aquellos cuartos desaprovechados para estrecharla en mis brazos. De vez en cuando me aventuraba a hacerlo, pero ella nunca se sentía cómoda. De pie a mi lado apartaba la cabeza y dejaba colgar nacidamente los brazos. Yo notaba cómo sus miembros se ablandaban y calentaban contra los míos, pero despacio, lentamente, como si incluso les fastidiara ceder un poquito. Y si alguna vez yo, frustrado, presionaba más fuerte, sobrevenía un desastre. Caroline se ponía rígida, se tapaba la cara con las manos. «Lo siento», decía, como había dicho aquella noche helada en mi automóvil. «Lo siento. Sé que soy injusta. Sólo necesito un poco de tiempo.»

De modo que aprendí a no pedirle demasiado. Lo que más temía ahora era ahuyentarla. Presentía que, sobrecargada como estaba con los asuntos de Hundreds, nuestro compromiso sólo representaba una complicación más: supuse que aguardaba a que las cosas del Hall mejorasen antes de permitirse hacer planes para un futuro más lejano.

Y en aquel momento una verdadera mejoría parecía al alcance de la mano. La construcción de las viviendas municipales avanzaba; había comenzado la extensión hasta el parque de los conductos de agua y electricidad; la granja, al parecer, levantaba cabeza y Makins estaba contento con todos los cambios. También la señora Ayres, a pesar de las dudas de Caroline acerca de ella, parecía más saludable y feliz que en muchos meses. Cada vez que yo iba a la casa la encontraba vestida con esmero, con toques de carmín y colorete en la cata; como de costumbre, de hecho, iba más arreglada que su hija, que, a pesar del cambio en nuestra relación, seguía poniéndose los viejos e informes suéteres y faldas, los toscos sombreros de lana y calzados sólidos. Pero yo me sentía inclinado a perdonarla porque el tiempo seguía siendo invernal. Al llegar la primavera pensaba llevármela a Leamington y abastecerla de alguna ropa decente. A menudo pensaba con ansiedad en los días del próximo verano: en el Hall con sus puertas y ventanas abiertas de par en par, en Caroline con blusas de manga corta y cuello flexible, en sus miembros largos y morenos, sus polvorientos pies descalzos… Mi propia casa triste se me antojaba ahora tan insulsa como un decorado. Por la noche, acostado en la cama, cansado pero despierto, pensaba en Caroline acostada en la suya. Mi mente atravesaba dulcemente la oscura distancia que nos separaba, traspasaba la verja de Hundreds como un cazador furtivo y recorría el sendero orillado de malezas, empujaba la hinchada puerta principal y cruzaba despacio los cuadrados de mármol; y luego subía sigiloso hacia ella, subía la tranquila y silenciosa escalera.

Un día, a comienzos de marzo, llegué a la casa como de costumbre y descubrí que había sucedido algo. Aquellas jugarretas misteriosas o «juegos de salón» -como Caroline los había llamado una vez- habían recomenzado de una forma nueva.

Al principio no quiso contármelo. Dijo que eran «demasiado aburridos para mencionarlos». Pero tanto ella como su madre tenían un aire cansado y yo se lo comenté y ella me confesó entonces que durante varias noches las había despertado a primeras horas de la mañana el timbre del teléfono. Dijo que había ocurrido en tres o cuatro ocasiones, siempre entre las dos y las tres de la mañana; y cada vez que habían ido a descolgar el auricular, no había nadie en el otro extremo.

Habían llegado a preguntarse si sería yo quien llamaba.

– Eres la única persona que se nos ocurría que pudiera estar levantada a esa hora -dijo Caroline. Miró a su madre y se sonrojó ligeramente-. No eras tú, me imagino.

– ¡No, no era yo! -contesté-. ¡No se me ocurriría llamar tan tarde! Y a las dos de esta mañana estaba bien arropado en la cama. Así que a menos que llamase dormido…

– Sí, claro -dijo ella, sonriendo-. Debió de haber algún lío en la central. Sólo quería asegurarme.

Lo dijo como poniendo punto final al asunto, y yo me olvidé de él. Pero la noche siguiente en que visité la casa supe que habían llamado otra vez una o dos noches antes, alrededor de las dos y media. En esta ocasión, Caroline, acostada, había dejado sonar el teléfono, reacia a levantarse en el frío y la oscuridad. Pero al final los timbrazos eran tan fuertes y frenéticos que no pudo desoírlos y, al oír que su madre se removía en su habitación, había bajado a contestan., y sólo había comprobado que, como de costumbre, no había nadie en el otro extremo.

– Pero no -se corrigió-: la línea no estaba muerta. Eso es lo raro. No se oía una voz, pero pensé…, oh, parece una idiotez, pero habría jurado que había alguien allí. Alguien que había llamado especialmente a Hundreds, especialmente a nosotras. Y ya ves, otra vez pensé en ti.

– Y otra vez -dije- yo estaba durmiendo y soñando. -Y como en esta ocasión estábamos solos, añadí-: Soñando contigo, muy probablemente.

Le puse una mano en el pelo; ella cogió mis dedos y los apaciguó.

– Sí. Pero llamó alguien. Y he estado pensando…, no puedo quitarme la idea de la cabeza. ¿No crees que podría haber sido Roddie?

– ¡Rod! -dije, sobresaltado-. Oh, no, en absoluto.

– Es posible, ¿no? Supongamos que tuviera algún problema…, en la clínica, quiero decir. Hace mucho que no le vemos. El doctor Warren dice siempre lo mismo cada vez que nos escribe. Podrían estar haciéndole cualquier cosa, probando cualquier tipo de medicina o tratamiento. En realidad, no sabemos lo que hacen. Sólo pagamos las facturas.

Le tomé las dos manos con la mía. Vio mi expresión y dijo:

– Es sólo un presentimiento que tuve, el de que alguien llamaba…, bueno, porque tenía algo que decirnos.

– ¡Eran las dos y media de la mañana, Caroline! Todo el mundo pensaría en la hora. Debe de ser justamente lo que pensaste la última vez; que debió de haber un cruce en las líneas. De hecho, ¿por qué no llamas a la centralita ahora, hablas con la telefonista y le explicas lo ocurrido?

– ¿Crees que debería?

– Si eso te tranquiliza, ¿por qué no?

Así que, frunciendo el ceño, fue al anticuado supletorio que había en la salita y marcó el número de la operadora. Habló de espaldas a mí, pero la oí contar la historia de las llamadas. «Sí, si no le importa», le oí decir, con una animación artificial en la voz, y un momento después, ya sin tanta vivacidad: «Ya. Sí, supongo que tiene razón. Sí, gracias… Perdone por haberla molestado».

Dejó el teléfono y, tras colgar el auricular, se volvió hacia mí más ceñuda que antes. Se llevó los dedos a la boca para morderse las yemas y dijo:

– Por supuesto, no estaba, la mujer que trabaja en el turno de noche. Pero la chica con la que he hablado ha mirado la lista…, el diario, o lo que tengan, donde llevan un registro de las llamadas. Ha dicho que nadie ha telefoneado a Hundreds esta semana, absolutamente nadie. Y que tampoco llamó nadie la semana pasada.

– Entonces no hay lugar a dudas -dije, al cabo de un momento-. Es evidente que existe un fallo en la línea… o, más probablemente, en los cables de esta casa. No fue Rod, seguro. ¿Ves? No era nadie.

– Sí -dijo ella despacio, todavía mordisqueándose los dedos-. Eso ha dicho la chica. Sí, debe de ser eso, ¿no?

Lo dijo como si quisiera que yo la convenciese. Pero el teléfono sonó otra vez esa noche. Y como la vez siguiente que vi a Caroline ella seguía irracionalmente trastornada por la idea de que su hermano podría estar intentando ponerse en contacto con ella, para tranquilizarla totalmente llamé a la clínica de Birmingham y pregunté si había alguna posibilidad de que Rod hubiera hecho las llamadas. Me aseguraron que no. Hablé con el ayudante del doctor Warren, y noté que su tono era menos simpático que cuando nos vimos, poco antes de Navidad. Me dijo que Rod, después de haber hecho aparentemente a principios de año algunos progresos ligeros pero evidentes, recientemente les había desengañado a todos pasando «un par de semanas malas». No entró en detalles pero, como un tonto, hice esta llamada con Caroline a mi lado. Captó lo suficiente de la conversación para entender que las noticias no eran buenas; y posteriormente estuvo más apagada y preocupada que nunca.


Y, como en respuesta a aquel cambio en sus preocupaciones, las llamadas de teléfono cesaron y las suplantó una nueva serie de fastidios. Esta vez yo estaba allí el día en que comenzaron, tras haber abandonado varios casos: Caroline y yo estábamos de nuevo solos en la salita -de hecho acababa de despedirla con un beso y ella acababa de separarse de mis brazos- cuando la puerta se abrió y los dos nos sorprendimos. Entró Betty, hizo una reverencia y preguntó «qué queríamos».

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Caroline, aturullada, con un tono áspero y alisándose hacia atrás el pelo.

– Ha sonado el timbre, señorita.

– Pues yo no he llamado. Debe de ser mi madre la que te necesita.

Betty pareció confundida.

– La señora está arriba, señorita.

– Sí, ya sé que está arriba.

– Pero ha sonado el timbre de la salita, señorita.

– ¡Pues no puede ser, si yo no he llamado, y tampoco el doctor Faraday! ¿Crees que ha sonado solo? Sube a ver si mi madre te necesita.

Betty se retiró, parpadeando. Cuando cerró la puerta miré a Caroline, mientras me enjugaba la boca casi sonriéndome. Pero no correspondió a mi sonrisa. Miró hacia otro lado, como impaciente. Y dijo, con una fuerza sorprendente:

– Oh, qué odioso es esto. ¡No lo soporto! Todo este andar merodeando, como gatos.

– ¡Como gatos! -dije, divertido por la imagen. Extendí la mano hacia la suya para atraerla-. Ven aquí, gatita. Gatita guapa.

– Estate quieto, por Dios. Podría entrar Betty.

– Bueno, Betty es una campesina. Sabe de pájaros, de abejas y de gatos… Además, conoces la solución, ¿no? Cásate conmigo. La semana que viene, mañana, cuando quieras. Así podré besarte y al diablo los que nos vean. Y la pequeña Betty estará más ocupada que nunca, sirviéndonos cada mañana los huevos y el beicon en la cama, y cosas así de agradables.

Yo seguía sonriendo, pero ella se había vuelto hacia mí con una expresión extraña. Dijo:

– ¿Qué quieres decir? No estaríamos…, no estaríamos aquí, ¿verdad?

Nunca habíamos hablado del aspecto práctico de la vida que llevaríamos juntos, una vez casados. Yo había dado por sentado que viviríamos allí, en el Hall. Dije, más inseguro que antes:

– Bueno, ¿por qué no? ¿Cómo íbamos a dejar a tu madre?

Ella estaba ceñuda.

– Pero ¿cómo te las arreglarías con tus pacientes? Yo había pensado…

Sonreí.

– ¿Preferirías vivir conmigo en Lidcote, en aquella espantosa casa vieja de Gill?

– No, claro que no.

– Bueno, podemos organizar algo. Yo mantendré la consulta en el pueblo, y podría poner en marcha un sistema nocturno con Graham… No sé. De todos modos, todo cambiará en julio, cuando implanten la Seguridad Social.

– Pero cuando volviste de Londres dijiste que podrías tener un puesto allí -dijo ella.

Me tomó por sorpresa; lo había olvidado por completo. Mi viaje a Londres parecía a siglos de distancia; mi relación con ella había eclipsado todo aquel proyecto. Dije, despreocupado:

– Oh, no tiene sentido pensar en eso ahora. En julio cambiará todo. A partir de entonces podría haber infinidad de plazas; o ninguna.

– ¿Ninguna? Pero entonces, ¿cómo podríamos irnos?

Pestañeé.

– ¿Tendríamos que irnos?

– Pensaba… -empezó, y parecía tan inquieta que volví a cogerle la mano y dije:

– Escucha, no te preocupes. Tendremos mucho tiempo para estas cosas cuando estemos casados. Eso es lo principal, ¿no? Lo que más queremos, ¿eh?

Ella dijo que sí, que por supuesto… Le llevé la mano hasta mi boca y la besé, y luego me puse el sombrero y me encaminé a la puerta de la casa.

Y allí vi de nuevo a Betty. Bajaba la escalera, con un aire más confuso que antes y también un poco enfurruñado. Al parecer, la señora Ayres estaba profundamente dormida en su dormitorio y en consecuencia no pudo haber sido ella la que llamó al timbre. Pero después Betty me dijo que en ningún momento había supuesto que era ella: el que había sonado era el timbre de la salita -lo juraría por la vida de su madre- y si la señorita Caroline y yo no la creíamos, pues bueno, no era justo que dudásemos así de su palabra. Alzó la voz mientras hablaba, y enseguida apareció Caroline preguntándose qué era aquel alboroto. Contento de huir, las dejé discutiendo y no volví a pensar en el asunto.

Sin embargo, cuando volví, a finales de aquella semana, el Hall era, en palabras de Caroline, «un manicomio». Los timbres habían adquirido una misteriosa vida propia y sonaban a todas horas, con lo que Betty y la pobre señora Bazeley andaban continuamente de acá para allá, entrando y saliendo de las habitaciones para preguntar por qué las llamaban, y tenían desquiciadas a Caroline y a su madre. Caroline había inspeccionado en el sótano la caja de empalmes y cables eléctricos y no encontró ninguna avería.

– ¡Es como si un diablillo se metiese ahí dentro -me dijo, llevándome al pasillo abovedado- y jugara con los cables para atormentarnos! No son ratas ni ratones. Hemos colocado una trampa tras otra y no hemos cazado ninguno.

Miré la caja en cuestión: aquel artefacto imperioso, como había llegado a considerarlo, en el cual convergían los cables, como si fueran los nervios de la casa, a través de tubos y canales procedentes de las habitaciones de arriba. Sabía por experiencia que los cables no eran cosas especialmente sensibles, y que a veces tenías que tirar de una palanca con mucha energía para que sonara un timbre, y por eso me desconcertaba lo que me contaba Caroline. Me trajo una lámpara y un destornillador y estuve examinando el mecanismo, que era muy sencillo; no había ningún cable excesivamente tenso y, al igual que Caroline, no encontré nada defectuoso. Sólo pude recordar, con cierto desasosiego, los chasquidos o golpes que las mujeres habían oído unas semanas antes; pensé también en la combadura del techo del salón, la humedad que se expandía, los ladrillos salientes… A Caroline no le dije nada, pero me pareció bastante claro que el Hall había alcanzado un grado de deterioro en que un desperfecto era casi la causa de otro; y la decadencia de la casa me produjo más frustración y desazón que nunca.

Entretanto, los timbrazos proseguían su actividad incesante y enloquecedora, hasta que por último, cansada y harta de aquello, Caroline cogió un par de tijeras de electricista e inutilizó la caja de empalmes. A partir de entonces, cada vez que ella o su madre querían llamar a Betty tenían que asomarse desde lo alto de la escalera de servicio y gritarle desde allí. A menudo se limitaban a bajar a la cocina y ocuparse ellas mismas de la tarea que fuese, como si no tuvieran sirvientas.

Sin embargo, la casa no parecía tan fácil de someter, y antes de que transcurriera otra semana surgió un nuevo problema. Esta vez consistía en una reliquia de los años Victorianos del Hall: una vieja bocina que había sido instalada durante el decenio de 1880 para que la niñera pudiera comunicarse con la cocinera desde el cuarto de los niños, yque recorría toda la casa desde la guardería de día del segundo piso hasta la cocina, yterminaba en una pequeña boquilla de marfil. La boquilla estaba taponada por un silbato atado a ella con una fina cadena de latón y sonaba cuando alguien hablaba desde el otro extremo. Naturalmente, como Caroline y Roderick ya eran mayores, hacía muchísimo tiempo que la bocina no había sido utilizada para un fin serio.

Los cuartos de los niños habían sido despojados de sus accesorios al comienzo de la guerra para que pudieran ocuparlos los oficiales de la unidad del ejército alojados por la señora Ayres. De hecho, la bocina debía de llevar allí quince años muda, polvorienta y sin que nadie la utilizara.

Ahora, sin embargo, la señora Bazeley y Betty habían ido a ver a Caroline para quejarse de que la boquilla en desuso había empezado a emitir pequeños silbidos misteriosos.

La propia señora Bazeley me contó toda la historia un día o dos después, cuando bajé a la cocina para ver qué problema había. Dijo que al principio habían oído el silbido y no se imaginaron la causa. Entonces era débil: «Débil -dijo ella-, y a rachas; un puro soplo. Bueno, como el ruido que hace una tetera cuando rompe a hervir», y llegaron a la conclusión incierta de que debía de ser el silbido del aire que se escapaba de las tuberías de la calefacción central. Pero una mañana el sonido del silbato había sido tan nítido que su origen fue inconfundible. La señora Bazeley estaba sola en la cocina en aquel momento, metiendo hogazas en el horno, y el pitido repentino y penetrante la había asustado tanto que se quemó la muñeca. Cuando me enseñó la ampolla me dijo que ni siquiera sabía lo que era aquella bocina. No llevaba en Hundreds el tiempo suficiente para haber visto utilizar el artilugio. Siempre había pensado que la boquilla deslustrada y el silbato formaban «parte de los chismes eléctricos».

Betty tuvo que poner el aparato en marcha y explicarle su funcionamiento; y cuando al día siguiente volvió a sonar el silbido estridente, la señora Bazeley supuso lógicamente que Caroline o la señora Ayres querían hablar con ella desde alguna de las habitaciones superiores. Se dirigió recelosamente a la boquilla, extrajo el silbato y aplicó el oído al bocal de marfil.

– ¿Y qué oyó? -le pregunté, siguiendo su mirada aprensiva a través de la cocina hasta el tubo ahora silencioso.

Hizo una mueca.

– Un sonido raro.

– ¿Raro en qué sentido?

– No sé explicarlo. Como una respiración.

– ¿Una respiración? -dije-. ¿Quiere decir una persona respirando? ¿Oyó una voz?

No, no oyó una voz. Era una especie de susurro. Pero no exactamente un susurro…

– Bueno, como oír a la operadora del teléfono -dijo-. No la oyes hablar, pero sabes que escucha. Sabes que está ahí. ¡Oh, era algo raro!

Me la quedé mirando, asombrado por un momento por el parecido que había entre sus palabras y la descripción que Caroline había hecho de las misteriosas llamadas por teléfono. Ella vio mi mirada y se estremeció; dijo que había encajado a toda prisa el silbato en su soporte y había salido corriendo de la habitación en busca de Betty, y que ésta, después de armarse de valor, había acercado el oído a la boquilla y también había tenido la sensación de que había «algo raro» en el tubo. Fue entonces cuando subieron a quejarse a las Ayres.

Encontraron a Caroline sola y le contaron todo lo que había sucedido. A ella también debió de sorprenderla el relato de la señora Bazeley: lo escuchó atentamente y luego acompañó a la cocina a las dos sirvientas y cautelosamente escuchó por el tubo. Pero no oyó nada de nada. Dijo que debían de haberse imaginado cosas; o que la causa de los silbidos eran «los soplos de viento». Colgó un paño del té sobre la boquilla y les dijo que no hicieran caso del sonido si recomenzaba. Y añadió, como si se hubiera olvidado de decirlo, que esperaba que no dijesen nada de aquella nueva molestia a la señora Ayres.

La visita de Caroline no las tranquilizó demasiado. De hecho, el paño sólo sirvió para empeorar las cosas, pues ahora la bocina parecía «un loro en una jaula»: cada vez que empezaban a olvidarse de ella y reanudaban su antigua rutina, emitía uno de sus silbidos horribles y les daba un susto de muerte.

En cualquier otro lugar, una historia semejante se me habría antojado absurda. Pero el Hall, a esas alturas, emanaba un aire desconcertante y palpable de estrés y tensión: las mujeres que lo habitaban estaban cansadas y nerviosas, y comprendí que el miedo de la señora Bazeley, al menos, era auténtico. Cuando terminó de hablar, la dejé y crucé la cocina para examinar la bocina. Al levantar el paño de té descubrí un bocal anodino de marfil y un silbato colocado en la pared, a la altura de la cabeza, sobre un soporte poco profundo de madera. Habría sido difícil imaginar un objeto de apariencia más inofensiva; y sin embargo, cuando pensé en la desazón que había conseguido suscitar, su propia rareza empezó a parecerme ligeramente grotesca. Intranquilo, me acordé de Roderick. Recordé aquellas «cosas corrientes» -el cuello, los gemelos, el espejo de afeitar- que en su alucinación habían cobrado una vida astuta y maligna.

Después, cuando dejé el silbato, me asaltó otro pensamiento. Aquella bocina era para la niñera; mi madre lo había sido en la casa. Debía de haber hablado muchas veces por aquel artefacto, hacía cuarenta años… El pensamiento me pilló desprevenido. Tuve de pronto la idea irracional de que, al pegar mi oído a la boca del tubo, oiría la voz de mi madre. Tuve la idea de que la oiría decir mi nombre, exactamente como la oía llamarme para que entrara en casa al final del día, cuando yo era un niño que jugaba en los campos de detrás de la vivienda.

Caí en la cuenta de que la señora Bazeley y Betty me observaban y quizá empezaran a extrañarse del tiempo que tardaba. Bajé la cabeza hacia la boquilla… Y, al igual que Caroline, no oí nada, sólo el embate y el eco tenues de la sangre en mi oreja, sonidos que, supongo, una imaginación exaltada fácilmente podría haber traducido en algo más siniestro. Me enderecé, riéndome de mí mismo.

– Creo que Caroline tiene razón -dije-. ¡Este tubo debe de tener sesenta años como mínimo! La goma debe de estar gastada; el viento entra y produce esos silbidos. Yo diría que también es el viento el que hacía sonar los timbres.

La señora Bazeley no parecía convencida. Lanzó una mirada a Betty:

– No lo sé, doctor. Esta niña lleva meses diciendo que en la casa hay algo raro. Suponga…

– Esta casa se cae a pedazos -dije firmemente-. Es la triste verdad, y es lo único que pasa.

Y para zanjar la cuestión hice lo que la señora Bazeley o Caroline, si hubieran estado menos distraídas, podrían haber hecho fácilmente ellas mismas: arranqué el silbato de marfil de su cadena, me lo guardé en el bolsillo del chaleco y lo reemplacé por un corcho.

Supuse que esto pondría fin al problema, y durante varios días, creo, hubo calma en la casa. Pero la mañana del sábado siguiente la señora Bazeley entró en la cocina, como de costumbre, y se fijó en que el paño que ella había vuelto a colgar sobre la bocina después de mi visita, de alguna manera se había caído al suelo. Supuso que Betty debía de haberlo tirado sin querer o que lo había desalojado una brisa del pasillo y, con dedos temerosos, lo recogió y lo puso en su sitio. Una hora más tarde advirtió que el paño había vuelto a caerse. Betty ya había bajado de sus quehaceres arriba y estaba con ella: recogió el paño y lo puso sobre la boquilla, teniendo cuidado, me dijo muy seria, de encajarlo muy fuerte en el resquicio entre la pared y el soporte de madera. El paño volvió a soltarse y esta vez la señora Bazeley sí vislumbró su caída. Lo vio con el rabillo del ojo mientras estaba junto a la mesa de la cocina: dijo que no voló, como si lo transportara una brisa, sino que cayó derecho al suelo, como si alguien lo hubiese arrancado de su sitio.

A esas alturas estaba cansada de su propio miedo, y ver aquello la exasperó. Recogió el paño y lo tiró a un lado, y luego se colocó justo delante del tubo taponado y agitó el puño hacia él.

– ¡Adelante, cacharro asqueroso! -gritó-. ¡Nadie te hace caso! ¿Me oyes? -Posó una mano en el hombro de Betty-. No lo mires, Betty. Vete. Si quiere seguir gastando bromas, déjalo. Estoy más que harta de él.

Y, dando media vuelta, emprendió el regreso hacia la mesa.

Sólo había dado dos o tres pasos cuando oyó el sonido de algo que aterrizaba suavemente en el suelo de la cocina. Al volverse vio que el corcho, que una semana antes me había visto enroscar perfectamente en la boquilla de marfil, había sido arrancado o desalojado de su soporte y rodaba alrededor de sus pies.

Después de lo cual abandonó las bravatas. Lanzó un grito y corrió hacia Betty -que también había oído caer el corcho, aunque no lo vio rodar-, y las dos salieron disparadas de la habitación, dando un portazo tras ellas. Se quedaron un momento en el pasillo abovedado del sótano, medio muertas de miedo; después, al oír movimiento en el piso de arriba, subieron a trompicones la escalera. Tenían la esperanza de encontrar a Caroline, y ahora pienso que ojalá la hubieran encontrado; creo que ella las habría sosegado y habría controlado la situación. Caroline, por desgracia, estaba en la obra con Babb. En su lugar dieron con la señora Ayres, que en aquel preciso momento salía de la salita. Había estado leyendo apaciblemente en su butaca y, tomada por sorpresa, dedujo de la actitud atolondrada de las sirvientas que había sucedido alguna otra catástrofe; quizá se hubiera declarado otro incendio. No sabía nada de la bocina silbante, y cuando finalmente asimiló el confuso relato que le hicieron del paño del té que se caía y el corcho que rodaba, se quedó perpleja.

– Pero ¿qué las ha asustado tanto? -preguntó.

No sabían decirlo exactamente. Lo único que logró entender, al final, fue lo conmocionadas que estaban. No le pareció un problema muy serio, pero accedió a echar un vistazo. Era un pequeño fastidio, dijo, pero últimamente la casa no paraba de causarlos.

Siguieron a la señora Ayres hasta el umbral de la cocina, pero no quisieron traspasarlo. Cuando ella entró se quedaron en la puerta, agarradas al marco y observando consternadas cómo la señora examinaba asombrada el paño inerte, el corcho y la bocina; y cuando se echó hacia atrás con delicadeza los rizos de pelo grisáceo, ellas estiraron los brazos y exclamaron:

– ¡Oh, señora, tenga cuidado! ¡Oh, señora, por favor, tenga cuidado!

La señora Ayres titubeó un segundo, sorprendida, quizá, como unos días antes, por el miedo real que delataban sus voces. Después acercó con cuidado la oreja al bocal y escuchó. Cuando se enderezó, su expresión era casi de disculpa.

– Me temo que no sé muy bien lo que debería haber oído. Parece que no se oye nada.

– ¡No se oye nada ahora! -dijo la señora Bazeley-. Pero volverá, señora. ¡Está ahí dentro, esperando!

– ¿Esperando? ¿Qué quiere decir? ¡Habla como si hubiera una especie de genio! ¿Cómo podría haber algo ahí dentro? El tubo va directo hasta los cuartos de los niños…

Y entonces, me dijo después la señora Bazeley, la señora Ayres dio un traspié y le cambió el semblante. Dijo, más despacio:

– Esas habitaciones están cerradas. Han estado cerradas desde que los soldados se fueron.

Ahora habló Betty con un tono horrorizado.

– Oh, señora, no supondrá…, ¿no supondrá que algo ha subido y está allí ahora?

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó la señora Bazeley-. La chica tiene razón. Con todas esas habitaciones cerradas y oscuras, ¿cómo sabemos lo que pasa dentro? ¡Podría haber sucedido cualquier cosa! Oh, ¿por qué no llama al doctor Faraday y le pide que suba a echar un vistazo? O que Betty vaya corriendo a buscar a Makins o al señor Babb.

– ¿Makins o Babb? -dijo la señora Ayres, reponiéndose-. No, desde luego que no. Caroline volverá enseguida y no sé cómo se explicará esto. Si entretanto reanudan sus ocupaciones…

– ¡No podemos concentrarnos en las tareas de casa, señora, con esa asquerosidad que nos vigila!

– ¿Que las vigila? ¡Hace un minuto sólo tenía oídos!

– Bueno, tenga lo que tenga, no es normal. No es agradable. Oh, por lo menos deje que la señorita Caroline suba a ver cuando vuelva. La señorita no consiente tonterías.

Pero del mismo modo que Caroline, una semana antes, había intentado evitar que su madre se viera involucrada en el asunto, ahora a la señora Ayres se le ocurrió que muy bien podría resolver la papeleta antes de que su hija volviera. No sé si la impulsaría otro motivo. Creo probable que así fuese, que tras haber vislumbrado el primer y débil atisbo de una idea concreta, se sintió casi obligada a seguirlo. De todas formas, para gran horror de Betty y de la señora Bazeley, declaró que pondría fin a todo aquel embrollo subiendo a inspeccionar ella misma las habitaciones.

Por tanto, las dos sirvientas la siguieron de nuevo, esta vez a lo largo de pasillo del lado norte que llevaba al vestíbulo; y así como no habían cruzado el umbral de la cocina, ahora también se detuvieron asustadas al pie de la escalera, y vieron cómo subía la señora agarrada a la barandilla en forma de serpiente. Ella subió con brío y sin apenas hacer ruido con sus zapatillas de casa, y en cuanto dobló el primer rellano lo único que las criadas pudieron hacer fue inclinar hacia atrás la cabeza y ver desde el hueco de la escalera cómo seguía subiendo la señora Ayres. Vieron el destello de sus medias entre los gráciles balaustres erguidos, y cómo sus dedos ensortijados asían y se deslizaban por el pasamanos de caoba. La vieron arriba, en el segundo piso, hacer una pausa y lanzarles una simple mirada; y después siguió adelante, sobre unos tablones que crujían. Los crujidos siguieron resonando después de que se apagaran las pisadas, pero finalmente también ellos se extinguieron. La señora Bazeley venció su miedo hasta aventurarse un poco más arriba; no obstante, nada la incitó a ir más allá del primer rellano. Aguzó el oído, agarrada con fuerza a la barandilla: intentaba percibir sonidos en el silencio de Hundreds, «como si tratara de divisar figuras en una niebla».

También la señora Ayres, al dejar atrás el hueco de la escalera, percibió el creciente silencio. No se asustó, me dijo más tarde, pero Betty y la señora Bazeley debieron de contagiarle algo de su suspense, aunque sólo fuera muy ligeramente, porque había acometido la escalera con bastante audacia, pero cayó en la cuenta de que ahora se movía con más precaución. Aquel piso tenía una distribución diferente de los dos de debajo, con pasillos más estrechos y techos visiblemente más bajos. La bóveda de cristal del techo iluminaba la escalera con una luz fría y lechosa pero, al igual que en el vestíbulo de abajo, llenaba de sombras los espacios laterales. Casi todas las habitaciones por las que la señora Ayres tuvo que pasar en su trayecto a los cuartos de los niños eran trasteros o dormitorios del servicio y llevaban largo tiempo vacíos. Las puertas estaban cerradas para evitar corrientes, y en los quicios de algunas habían amarrado rollos de papel o astillas de madera. Esto ensombrecía aún más el pasillo, y como el generador estaba apagado, los interruptores eléctricos no funcionaban.

Avanzó, por tanto, entre las sombras hasta llegar al pasillo de la guardería, y allí encontró cerrada, como todas las demás, con la llave pasada, la puerta del cuarto de día. Tuvo la primera punzada de aprensión cuando tocó la llave con la mano, nuevamente consciente del denso silencio que envolvía a Hundreds y súbitamente invadida por un miedo irracional a lo que pudiese encontrar cuando abriera la puerta. Con una intensidad casi excesiva, sintió renacer antiguas emociones; se acordó de cuando subía allí, con el mismo sigilo, a visitar a sus hijos cuando eran pequeños. Recordó escenas sueltas: Roderick que corría hacia sus brazos y se aferraba a ella como un mono, pegando a su vestido la boca mojada; Caroline bien educada, distante, enfrascada en sus pinturas, con el pelo caído hacia delante sobre los lápices de colores… Y entonces, como si perteneciera a una época distinta y lejana, vio a Susan, con un vestido sin arrugas. Recordó a su niñera, la señora Palmer. Bastante adusta y severa, siempre daba a entender que las visitas de la madre la incordiaban, como si quisiera ver a su hija más de lo que era necesario o decoroso. Al girar la llave de la puerta, la señora Ayres casi esperaba oír la voz de Susan, esperaba casi encontrar todo como antaño. «Mira, aquí viene otra vez tu mamá a verte, Susan. ¡Vaya, mamá viene a todas horas!»

Pero la habitación en la que entró no podría haber sido, al fin y al cabo, más anónima, más lúgubre. Como ya he dicho, la habían despojado años antes de los muebles y accesorios para niños, y ahora poseía el sello quejumbroso de todos los aposentos desnudos y abandonados. Las tablas del suelo estaban polvorientas y había manchas de humedad en el papel descolorido de las paredes. Una serie de cortinas de oscurecimiento, a las que el sol daba una tonalidad añil, colgaban todavía de un alambre en las ventanas de guillotina con barrotes. Habían barrido la anticuada chimenea de hornillos, pero en el guardafuegos de latón se veían tiznajos formados por el agua de lluvia que se había colado por el tiro; una esquina de la repisa estaba rota y mostraba un color pálido, como el esmalte que queda al descubierto en un diente recién limado. Pero tal como recordaba la señora Ayres, la bocina estaba en la campana de la chimenea: terminaba en el suelo, tras un corto tramo de tubería trenzada, y tenía otra boquilla deslustrada en la punta. Se acercó, la levantó y sacó el silbato, que al instante despidió un olor desagradable a moho, algo parecido al mal aliento, dijo, y por eso, al acercar el bocal al oído, tuvo una ingrata conciencia de todos los labios que a lo largo de los años se habrían apretado y frotado contra él… Lo mismo que antes, sólo oyó el fragor amortiguado de su propia sangre. Escuchó durante cerca de un minuto, probando la boquilla en ángulos distintos contra el oído. Después insertó el silbato en su soporte, dejó caer la bocina y se limpió las manos.

Comprendió que estaba decepcionada, terriblemente decepcionada. Nada en la habitación parecía desear ni aceptar su presencia: miró alrededor, buscando alguna huella de la vida infantil que había discurrido allí, pero no había signo de los cuadros sentimentales o cosas semejantes que en otro tiempo colgaban de las paredes. Sólo quedaban vestigios mugrientos de la ocupación de los soldados, aros, rasponazos y quemaduras de cigarrillo, marcas en los zócalos; y al acercarse a un alféizar descubrió que en todos había grises y feos redondeles de chicle. Hacía un frío glacial delante de las ventanas de guillotina desajustadas, pero se quedó un momento mirando la vista del parque, levemente intrigada por la perspectiva alta y oblicua que ofrecía de la obra en la distancia, y que le permitió, poco después, divisar la figura de Caroline, que justo entonces emprendía el trayecto de regreso a casa. La imagen de su hija, una silueta alta y excéntrica, atravesando los campos, hizo que la señora Ayres se sintiese más desolada que nunca, y al cabo de un momento de observarla se apartó del cristal. A su izquierda había otra puerta que comunicaba con la habitación contigua, el cuarto de noche. Era la habitación donde su primera hija estuvo postrada en cama con difteria; de hecho, era el cuarto donde había muerto. La puerta estaba entornada. La señora Ayres comprendió que no podía vencer la oscura tentación de abrirla del todo y entrar en el dormitorio.

Tampoco allí había algo evocador, sino sólo incuria, deterioro y desechos. El marco de las ventanas se desmenuzaba alrededor de un par de cristales rajados. Un lavamanos colocado en un rincón despedía un olor acre, como de orina, y las tablas de debajo estaban casi podridas por el agua que goteaba de un grifo. Se acercó a examinar el daño; al inclinarse apoyó una mano en la pared. El papel de pared tenía un diseño en relieve de espirales y arabescos que en otro tiempo -recordó de pronto- había sido muy vistoso. Habían pintado encima con una insípida pintura al temple que la humedad estaba transformando en una especie de leche coagulada. Se miró con asco los dedos manchados, y luego se levantó y se frotó las manos para tratar de borrar de la piel la pintura. Ahora lamentaba haber entrado allí, haber subido a aquellas habitaciones. Fue al lavamanos y se enjuagó las manos con un borboteo de agua helada. Se enjugó los dedos contra la falda y se volvió para irse.

Al hacerlo sintió que se levantaba una brisa o, en cualquier caso, algo parecido a una brisa, un frío soplo de aire que la asaltó de golpe, le fustigó la mejilla, le revolvió el pelo y la hizo tiritar; y un segundo después, un portazo violento en la habitación contigua la estremeció y le puso los pelos de punta. Adivinó casi enseguida lo que había ocurrido: que una corriente filtrada por las ventanas desencajadas había movido la puerta que ella había abierto con la llave y permanecido abierta. Aun así, fue un ruido tan inesperado y tan estrepitoso en la habitación desnuda y silenciosa que le costó un momento recuperarse y aquietar su corazón palpitante. Temblando ligeramente, volvió al cuarto de día y, como esperaba, encontró la puerta cerrada. Llegó hasta ella y asió el pomo; y no pudo abrirla.

Se quedó quieta un segundo, perpleja. Giró el pomo a la derecha y la izquierda, en la suposición desazonada de que debía de haberse roto el eje, y pensó que la violencia con que se había cerrado la puerta debía de haber estropeado el mecanismo. Pero la cerradura era antigua, de las de reborde, encajada en la puerta y pintada encima: había una pequeña fisura, como suele haber, entre el cerrojo y el tope, y cuando se agachó y miró por el orificio vio muy claramente que el eje funcionaba como debía, y que el pestillo de la cerradura había girado hasta el punto de encaje, como si alguien al otro lado de la puerta hubiera dado deliberadamente una vuelta de llave. ¿Habría sido una brisa? ¿Podía un portazo dejar una puerta atrancada? Indudablemente no. Se inquietó un poco. Volvió sobre sus pasos hasta el cuarto de noche, para probar la puerta. También estaba cerrada con llave, pero en este caso no había razón para que estuviera abierta. Estaba firmemente cerrada, como todas las demás de aquel piso, para que no entrara el frío.

Volvió a la primera puerta y probó de nuevo; se esforzó en no perder la paciencia y los nervios; razonó consigo misma que la maldita puerta no podía estar cerrada, que simplemente se había alabeado, igual que un montón de puertas de Hundreds, y que se había pegado al marco. Pero la puerta había oscilado sin esfuerzo cuando ella la había abierto, y cuando volvió a mirar en la ranura entre el cerrojo y el tope vio el perno, inconfundible incluso en la penumbra. Mirando por el ojo de la cerradura, incluso distinguía el extremo redondeado del eje de la llave girada. Intentó descubrir si había algún modo de llegar a él -¿quizá con una horquilla?- y girarlo en el otro sentido. Seguía suponiendo que la puerta, de alguna manera extraordinaria, se había cerrado sola.

Entonces oyó algo. Se alzaba muy nítido en medio del silencio: el tamborileo rápido y suave de unos pasos. Y en la pulgada de luz turbia y lechosa que se veía por el ojo de la cerradura vio un movimiento. Dijo que fue como un destello de oscuridad, como de alguien o de algo que pasaba muy velozmente por el pasillo, de izquierda a derecha: en otras palabras, como si atravesara el pasillo de la guardería viniendo de la escalera trasera que había en la esquina noroeste de la casa. Como supuso, razonablemente, que la persona sólo podía ser la señora Bazeley o Betty, su primera reacción fue de alivio. Se puso de pie y golpeó la puerta con los nudillos.

– ¿Quién está ahí? -llamó-. ¿Señora Bazeley? ¿Betty? ¿Eres tú, Betty? ¡Sea quien sea, me ha dejado encerrada con llave, y si no eres tú ha sido alguien! -Sacudió el picaporte-. ¡Hola! ¿Me oyes?

Para su desconcierto, nadie respondió, nadie se acercó; y cesó el sonido de los pasos. La señora Ayres se agachó para mirar por el ojo de la cerradura hasta que al fin -y, nuevamente, con un notable alivio-, el sonido reapareció y se aproximó. «¡Betty!», llamó, porque comprendió que los pasos, tan rápidos y livianos, no podían ser de la señora Bazeley.

– ¡Betty! ¡Sácame de aquí, niña! ¿Me oyes? ¿Ves la llave? Ven a girarla, ¿quieres?

Pero, para su gran perplejidad, sólo hubo otro destello de oscuridad -que esta vez se desplazaba de derecha a izquierda- y, en vez de detenerse en la puerta, los pasos pasaron de largo. «¡Betty!», volvió a gritar, más fuerte. Siguió un momento de silencio y después volvieron los pasos. Y a continuación la veloz figura oscura pasó una y otra vez por delante de la puerta; la veía borrosa según pasaba; se movía como una sombra, sin cara ni rasgos. Lo único que acertó a pensar, con horror creciente, fue que la figura debía de ser en definitiva la de Betty, pero que la chica, por alguna razón, estaba fuera de sí y recorría de un extremo a otro el pasillo de los cuartos de los niños como una lunática.

Sin embargo, cuando pasó otra vez, pareció que la figura rumorosa se acercaba a la puerta y frotaba contra ella un codo o una mano; y a partir de ese momento, al tamborileo de pasos acompañó un chirrido tenue… La señora Ayres comprendió de pronto que, según pasaba, la figura raspaba con las uñas los paneles de madera. Tuvo una clara impresión de una mano pequeña y de uñas afiladas; comprendió que era la mano de un niño; y la idea le causó tal sobresalto que se apartó de la puerta en un acceso de súbito pánico, rasgándose las medias en las rodillas. Se quedó plantada en el centro de la habitación, helada y temblando.

Entonces, cuando más ruidosos eran, los pasos cesaron bruscamente. Sabía ahora que la figura debía de estar inmóvil justo al otro lado de la puerta; incluso vio que el marco se movía un poco, como si lo empujaran, lo apretaran o lo tantearan. Miró la cerradura, esperando oír el giro de la llave y ver cómo giraba el pomo, y se armó de valor para afrontar lo que viese cuando la puerta se abriera. Pero al cabo de un largo rato de suspense la puerta se inmovilizó en sus goznes. Contuvo la respiración hasta que lo único que oyó, como sobre la superficie del silencio, fue la rápida secuencia de los latidos de su corazón.

Por encima del hombro le llegó entonces un súbito y estridente pitido del silbato de la bocina.

Tan distinto fue el susto que se aprestaba a afrontar que se alejó de un salto de la boquilla de marfil, dio un grito y estuvo a punto de trastabillar. La bocina enmudeció y después silbó de nuevo; acto seguido, el silbido empezó a repetirse en una secuencia de pitidos prolongados y estridentes. Dijo que era imposible suponer que el sonido fuera producido por una brisa o un fenómeno acústico: era intencionado, exigente, algo parecido al gemido de una sirena o al llanto de un bebé hambriento. Era una señal tan deliberada, de hecho, que al final se le ocurrió en medio del pánico la idea de que, a fin de cuentas, podría haber una explicación muy sencilla, pues ¿no sería que la señora Bazeley, inquieta por su seguridad pero todavía reacia a subir a buscarla, había vuelto a la cocina y estaba intentando comunicarse con ella? De todos modos, la bocina formaba parte al menos del mundo humano ordinario de Hundreds, no era nada semejante a la inexplicable figura de fuera, en el pasillo. Por tanto, juntando valor de nuevo, la señora Ayres fue a la campana de la chimenea y recogió el estruendoso artefacto. Con dedos torpes y temblorosos extrajo el silbato de marfil y, por supuesto, se restauró el silencio.

Aun así, el aparato que tenía en la mano no estaba completamente mudo. Al acercar al oído el bocal de la bocina oyó en su interior un susurro débil y húmedo, como si lenta y vacilantemente estuviesen extrayendo del conducto una seda mojada o algo similar. Comprendió sobresaltada que el sonido era el de una respiración trabajosa, que se atascaba y borboteaba en una garganta estrecha y obstruida. Al instante se vio transportada al lecho de enferma de su primera hija, veintiocho años atrás. Susurró su nombre -«¿Susan?»- y la respiración se aceleró y se tornó más líquida. Una voz empezó a emerger del confuso borboteo: la tomó por una voz infantil, aguda y lastimera, que con un inmenso esfuerzo intentaba formar palabras.

Y la señora Ayres dejó caer la bocina, absolutamente horrorizada. Corrió a la puerta. No le importaba ahora lo que pudiese haber al otro lado: aporreó la madera, llamando frenéticamente a la señora Bazeley, y al no obtener respuesta se precipitó con paso inseguro a una de las ventanas con barrotes y tiró del pestillo. Para entonces las lágrimas de terror casi empezaban a cegarla. Estas, y su pánico, debieron de privarla de fuerza y de sensatez, porque el pestillo era simple y estaba muy flojo, pero le estaba haciendo cortes en los dedos y no cedía.

Allí abajo, sin embargo, estaba Caroline, que subía por el césped con paso ligero hacia la esquina suroeste de la terraza; y al ver a su hija la señora Ayres abandonó el pestillo y se puso a dar golpes contra la ventana. Vio que Caroline se detenía y levantaba la cabeza, mirando alrededor, y que oía el sonido pero no conseguía situarlo; un segundo después, para indecible alivio de la señora Ayres, vio que su hija alzaba una mano en un gesto de reconocimiento. Pero entonces captó más claramente hacia dónde miraba Caroline. Comprendió que no miraba a la ventana de la guardería, sino justo enfrente, hacia la terraza. Apretándose más contra el cristal, divisó a una robusta figura femenina que corría por la grava y reconoció a la señora Bazeley. Vio que se reunía con Caroline en lo alto de los escalones de la terraza y que empezaba a hacer rápidos gestos asustados señalando al Hall. Al cabo de un momento se les unió Betty, quien también atravesó corriendo la terraza, haciéndoles señas agitadas… Durante todo este tiempo, la boquilla destapada había estado emitiendo su susurro lastimero. Al ver abajo a las tres mujeres, la señora Ayres comprendió que estaba sola en la vasta casa con la presencia tenue y ruidosa en el otro extremo de la bocina.

Fue en ese momento cuando el pánico desembocó en histeria. Levantó los puños y los estampó contra la ventana, y dos de los finos cristales viejos cedieron bajo sus manos. Al oír el ruido de cristales rotos, Caroline, la señora Bazeley y Betty miraron hacia arriba, asombradas. Vieron a la señora Ayres chillando entre los barrotes de un cuarto de la guardería -chillando como un niño, dijo la señora Bazeley- y golpeando con las manos los bordes de la ventana rota.

Nadie supo decir posteriormente lo que le sucedió en el lapso que tardaron las mujeres en subir a trompicones y despavoridas a los cuartos de los niños. Encontraron entornada la puerta de la habitación y la bocina callada, con el silbato de marfil perfectamente encajado en su soporte. La señora Ayres se había quedado rígida en un rincón y, de hecho, se había desmayado. Sangraba profusamente de los cortes en las manos y los brazos, y las tres mujeres hicieron lo que pudieron para vendarle las heridas, desgarrando uno de los pañuelos que llevaba para utilizarlos como vendas. La levantaron y, mitad caminando, mitad en volandas, la bajaron a su dormitorio, donde le dieron brandy e intentaron hacerla entrar en calor, encendiendo un fuego en la chimenea y envolviéndola en una serie de mantas, porque con la conmoción había empezado a estremecerse.

Los temblores persistían cuando yo la vi poco más de una hora después.

Yo estaba visitando a un paciente; por suerte, era un paciente privado que tenía teléfono, y cuando Caroline llamó a mi consulta, la chica de la centralita pudo transmitirme su mensaje urgente de que pasara por Hundreds camino de casa. Fui al Hall en cuanto pude, sin la menor idea de lo que me aguardaba. Me quedé estupefacto al ver la casa en un estado semejante. Blanca como el papel, Betty me condujo a la habitación de la señora Ayres: sentada con Caroline a su lado, encorvada y temblando, se asustaba como una liebre con cada movimiento o sonido inesperados, por leves que fueran; y al verla desfallecí. Tenía una expresión tan delirante como la de su hijo, igual a la de Roderick en la fase peor y última de su desvarío. El cabello desgreñado le caía alrededor de los hombros, y tenía los brazos y las manos en un estado lamentable. La sangre le había mojado los abultados anillos y transformado en rubíes todas las piedras.

Por un milagro, no obstante, sus heridas eran bastante superficiales. Las limpié, las vendé y até las vendas, y luego ocupé el lugar de Caroline y me limité a sentarme y a sostenerle suavemente las manos. Poco a poco fue remitiendo en su mirada el frenesí más agudo y me contó lo que le había ocurrido, estremecida y llorando, y tapándose la cara al evocar cada escena de los sucesos recientes.

Por último me miró apremiante, directamente a los ojos.

– ¿Comprende lo que ha pasado? -dijo-. ¿Ve lo que significa? ¡Le he fallado, doctor! ¡Ha venido y le he fallado!

Me agarró los dedos, me los agarró tan fuerte que vi cómo la sangre, al reabrirse las heridas, afluía a los vendajes.

– Señora Ayres -dije, tratando de calmarla.

Pero ella no me escuchaba.

– Mi querida niña. Yo deseaba que viniera, ¿sabe? Lo deseaba con todas mis fuerzas. La he sentido aquí, en esta casa. Me he tumbado en la cama y la he sentido cerca. ¡Estaba tan cerca! Pero he sido codiciosa. La quería más cerca. La he atraído deseando que viniera. Y ha venido… y he tenido miedo. ¡Miedo de ella, y le he fallado! Y ahora no sé lo que me asusta más, la idea de que no vuelva nunca o la de que me odia porque le he fallado. ¿Me odiará, doctor? ¡Dígame que no!

– Nadie la odia. Tiene que calmarse -dije.

– ¡Pero le he fallado! ¡Le he fallado!

– No le ha fallado a nadie. Su hija la quiere.

Ella me miró a la cara.

– ¿Usted cree?

– Por supuesto que sí.

– ¿Me lo promete?

– Se lo prometo -dije.


Para calmarla habría dicho cualquier cosa en aquel momento; no tardé en prohibirle que siguiera hablando, le di un sedante e hice que se acostara. Estuvo nerviosa un rato, sin dejar de aferrar mis manos con las suyas vendadas, pero el sedante era fuerte y en cuanto se quedó dormida despegué mis dedos de los suyos y bajé a comentar el incidente con Caroline, la señora Bazeley y Betty. Se habían reunido en la salita, casi tan pálidas y temblorosas como la señora Ayres. Caroline había servido unos vasos de brandy y el alcohol, sumado a la conmoción sufrida, había puesto lastimosa a la señora Bazeley. La interrogué a ella y a Betty lo más minuciosamente posible, pero lo único que pudieron confirmar del relato de la señora Ayres fue que había subido sola al segundo piso; que había permanecido allí tanto tiempo -calculaban que unos quince o veinte minutos- que se habían inquietado yhabían salido en busca de Caroline; y que después las tres la habían visto gritar de aquella manera angustiada desde la ventana rota.

En cuanto hube reconstruido su versión de los hechos, subí al cuarto de día de los niños para inspeccionar el escenario por mí mismo. Nunca había estado en el segundo piso y subí con cautela, bastante alterado por el talante de la casa. La habitación desnuda me pareció espantosa, con sus ventanas rotas y sus regueros y salpicaduras de sangre cada vez más oscura. Pero la puerta se desplazó con facilidad sobre sus goznes y la llave también giró sin problemas en la cerradura. Probé a girar la llave tanto con la puerta cerrada como abierta; hasta di un portazo, para comprobar si dañaba el mecanismo: no lo alteró en absoluto. Apliqué de nuevo el oído a la maldita bocina y, al igual que antes, no oí nada. A continuación pasé a la guardería de noche, como había hecho la señora Ayres, y me quedé muy quieto y expectante -pensaba en Susan, la niña muerta; pensaba en mi madre; pensaba en un sinfín de cosas tristes-, y contuve la respiración, casi desafiando a que ocurriera algo, a que llegara algo o alguien. Pero no sucedió nada. La casa parecía mortalmente silenciosa y fría, la habitación desolada y tristona…, aunque totalmente desprovista de vida.

Barajé una explicación: que alguien había organizado todo aquel montaje para atormentar a la señora Ayres, como una especie de broma horripilante, o por simple maldad. Difícilmente podía sospechar de Caroline; y como no podía creer culpable a la señora Bazeley, que había servido en la casa desde antes de la guerra, mis sospechas recayeron forzosamente en Betty. Era posible que, al fin y al cabo, estuviese detrás de aquel tinglado, empezando por la bocina; y la propia señora Ayres había dicho que los pasos que oyó, y que iban de un lado para otro detrás de la puerta, eran livianos como los de un niño. Según la señora Bazeley, Betty había estado con ella en el vestíbulo durante todo el episodio, aunque también admitió que, en su preocupación por la señora Ayres, había subido un tramo de la escalera, mientras que Betty no se había atrevido. ¿Habría podido correr hasta la escalera de servicio, subirla velozmente y cerrar con llave la puerta de la guardería, y después deambular sonoramente de un lado a otro del pasillo, sin que su compañera hubiera notado su ausencia? Parecía muy improbable. Yo mismo había subido por la escalera trasera y la había examinado a conciencia a la luz de la llama de mi encendedor. Estaba cubierta de una fina capa de polvo, que mis zapatos esparcieron al instante, pero me aseguré de que no había otras huellas, pesadas o ligeras. Además, la desazón de Betty por el incidente parecía muy sincera; yo sabía que tenía afecto a su ama; y finalmente, desde luego, estaba la palabra de la señora Ayres desmintiendo la culpabilidad de Betty, porque la había visto con la señora Bazeley fuera de la casa mientras seguía sonando la bocina…

Consideré todo esto mentalmente, mientras miraba la habitación inhóspita, aunque pronto me resultó excesiva la opresión del lugar. Mojé mi pañuelo en el lavamanos y limpié la sangre que pude. Encontré unas planchas sueltas de linóleo y taponé con ellas los cristales rotos de la ventana. Después bajé pesadamente la escalera. Bajé por la principal y en el primer rellano me encontré con Caroline, que salía en aquel momento de la habitación de su madre. Se puso un dedo en los labios y fuimos juntos en silencio a la salita.

Una vez dentro, con la puerta cerrada, dije:

– ¿Cómo está?

Ella se estremeció.

– Está durmiendo. Sólo que me ha parecido oír que me llamaba. No quiero que se despierte y se asuste.

– Bueno -dije-, debería dormir horas con el Veronal que ha tomado. Ven a sentarte al lado del fuego. Tienes frío. Y Dios sabe que yo también.

La llevé a la chimenea, junté las butacas delante de la lumbre y nos sentamos. Apoyé los codos en las rodillas y la cara en las manos. Rendido y harto, me froté los ojos.

– Has estado arriba -dijo ella.

Asentí, mirándola adormilado.

– ¡Oh, Caroline, es una habitación horrible! Parece la celda de un demente. He cerrado la puerta con llave. Creo que deberías dejarla así. No subas.

Ella apartó la mirada y miró al fuego.

– Otra habitación cerrada -dijo.

Yo seguía frotándome los ojos irritados.

– Bueno, eso es ahora la preocupación más secundaria. Tenemos que pensar en tu madre. Me cuesta creer que haya ocurrido esto, ¿a ti no? ¿Y ella estaba normal, esta mañana?

Sin apartar la mirada de las llamas, Caroline dijo:

– No estaba cambiada con respecto a ayer, si te refieres a eso.

– ¿Ha dormido bien?

– Que yo sepa… Supongo que yo no debería haber bajado a la obra. No debería haberla dejado.

Bajé las manos.

– No seas tonta. ¡Si alguien tiene la culpa soy yo! Llevas semanas diciéndome que tu madre no es la misma. Ojalá te hubiera hecho más caso. Lo siento mucho, Caroline. No sabía que estuviera tan perturbada. Si esos cortes hubieran sido más profundos habrían llegado a una arteria…

Ella parecía asustada. Le cogí la mano.

– Perdóname. Es terrible para ti. Ver a tu madre en ese estado… Con esas… esas fantasías. -Lo dije a regañadientes-. Esas ideas sobre tu hermana, que tu hermana ha estado… visitándola. ¿Lo sabías?

Ella volvió a mirar al fuego.

– No. Pero ahora tiene sentido. Ha pasado mucho tiempo sola. Creí que era cansancio. Pero ahí arriba, en su habitación, habrá estado pensando en eso, en esa Susan… ¡Oh, es grotesco! Es… indecente. -Sus pálidas mejillas se habían coloreado-. Y es culpa mía, digas lo digas. Sabía que ocurriría algo así. Que era sólo una cuestión de tiempo.

– Bueno -dije, entristecido-, entonces yo también tendría que haberlo sabido. Y podría haberla vigilado más de cerca.

– No importa cuánto la vigiles -dijo-. Vigilamos a Roderick, ¿recuerdas? Debería habérmela llevado… de inmediato de Hundreds.

Hubo algo extraño en el modo en que lo dijo; y mientras hablaba me miró y luego bajó la mirada, casi furtivamente.

– ¿Qué quieres decir, Caroline? -dije.

– Bueno, ¿no es evidente? -dijo ella-. ¡Hay algo en esta casa! Algo que ha estado aquí todo el tiempo y que ahora… ha despertado. O algo que ha venido a castigarnos y mortificarnos. Ya has visto cómo estaba mi madre cuando has llegado. Has oído lo que le ha ocurrido. Has oído a la señora Bazeley y a Betty.

Yo la miré incrédulo.

– No lo dirás en serio… No puedes creer… Caroline, escucha. -Extendí la mano para tomar la otra suya, y le apreté fuertemente los dedos-. Tú, tu madre, la señora Bazeley, Betty: ¡estáis todas al límite de vuestras fuerzas! Sí, esta casa os ha metido ideas en la cabeza. Pero ¿es tan sorprendente? Un desastre ha conducido clarísimamente a otro: primero Gyp, después Roderick y ahora esto. Lo ves, ¿no? Tú no eres tu madre, Caroline. Eres más fuerte que ella. ¡Caramba, me acuerdo de cómo lloraba hace meses ahí sentada, donde estás sentada ahora! Habrá estado dándole vueltas al recuerdo de tu hermana desde que aparecieron los malditos garabatos. No se encontraba bien, no dormía; la edad también le pesa. Y encima esa insensatez de la bocina…

– ¿Y la puerta cerrada con llave? ¿Los pasos?

– ¡Seguramente la puerta ni siquiera estaba cerrada! ¿Acaso no estaba abierta cuando tú y la señora Bazeley habéis subido al cuarto? ¿Y no estaba el silbato en su sitio? Y respecto a los pasos… yo diría que ha oído algún sonido. Una vez creyó que oía los pasos de Gyp, ¿te acuerdas? Sólo hizo falta eso para que su mente empezara a flaquear.

Ella movió la cabeza, contrariada.

– Tienes una respuesta para todo.

– ¡Una respuesta racional, sí! ¿No estarás insinuando seriamente que tu hermana…?

– No -dijo, con firmeza-. No estoy insinuando eso.

– ¿Qué, entonces? ¿Que algún otro fantasma está hostigando a tu madre? ¿El mismo, es de suponer, que hizo las marcas en la habitación de Roderick…?

– Pues algo las hizo, ¿no? -exclamó ella, zafándose de la presión de mis manos-. Hay algo aquí, lo sé. Creo que lo sabía desde que Rod cayó enfermo, pero tenía demasiado miedo para afrontarlo… Y también le doy vueltas a lo que dijo mi madre cuando vio la última serie de garabatos. Dijo que la casa conoce todas nuestras debilidades y las está tanteando una por una. Ya ves, la debilidad de Roddie era la propia casa. La mía…, bueno, quizá fuese Gyp. Pero la de madre es Susan. Es como si, con las letras, los pasos, la voz…, como si la estuvieran provocando. Como si algo estuviese jugando con ella.

– Caroline, no es posible que creas eso -dije.

– ¡Oh, para ti no hay problema! -respondió, enfadada-. Puedes hablar de alucinaciones, fantasías y esas cosas. Pero no conoces a esta familia; en realidad no la conoces. Sólo nos has visto como somos ahora. Hace un año éramos distintos. Estoy segura de que lo éramos. Las cosas han cambiado…, se han torcido…, han ido tan mal, tan rápido. Tiene que haber algo, ¿no lo entiendes?

Se había puesto pálida y estaba afectada. Le puse una mano en el brazo.

– Escucha, estás cansada. Todas vosotras estáis cansadas.

– ¡No paras de decir eso!

– ¡Porque por desgracia es verdad!

– Es algo más que mero cansancio, ¿no? ¿Por qué no quieres verlo?

– Veo lo que tengo delante -dije-. Y luego hago deducciones sensatas. Es lo que hacen los médicos.

Lanzó un grito que era en parte de contrariedad y en parte de aversión, pero fue como si hubiera consumido las fuerzas que le quedaban. Se tapó los ojos, se quedó callada y tensa un segundo y luego dejó caer los hombros.

– No lo sé -dijo-. A veces parece claro. Otras veces es… demasiado. Es superior a mis fuerzas.

La atraje para besarla y alisarle el pelo. Después le hablé en voz baja y sosegada.

– Cariño, lo siento muchísimo. Es duro, lo sé. Pero a nadie le servirá de nada, y a tu madre aún menos, que evitemos lo obvio… Es evidente que las cosas se le han puesto muy difíciles. No hay nada extraño ni sobrenatural en esto. Creo que ha intentado refugiarse en una época en que tenía una vida más fácil. ¿Cuántas veces ha hablado del pasado con nostalgia? Debe de haber convertido a tu hermana en una especie de símbolo de todo lo que ha perdido. Creo que la cabeza se le despejará si descansa. Lo creo de verdad. Creo que también la ayudaría que la finca volviese a ser lo que era. -Hice una pausa-. Si nos casáramos…

Ella se apartó.

– ¡No puedo pensar en casarme, con mi madre así!

– ¿No crees que la calmaría ver las cosas arregladas? ¿Verte a ti asentada?

– No. No, no estaría bien.

Combatí un segundo mi propia frustración; después moderé mis palabras.

– Muy bien. Pero tu madre va a necesitar ahora cuidados especiales. Va a necesitar toda nuestra ayuda. No hay que asustarla ni alarmarla con cualquier fantasía. ¿Me comprendes? ¿Caroline?

Tras un ligero titubeo, ella cerró los ojos y asintió con la cabeza. Después guardamos silencio. Ella se cruzó de brazos y se inclinó hacia delante en la butaca, mirando otra vez al fuego como si meditara sobre las llamas.

Me quedé con ella todo el tiempo que pude, pero al final tuve que marcharme al hospital. Le dije que descansara. Le prometí volver a primera hora de la mañana siguiente, y entretanto debía llamarme si su madre mostraba indicios de malestar o agitación. Después volví sin hacer ruido a la cocina para decirles lo mismo a Betty y a la señora Bazeley, añadiendo mi deseo de que estuvieran pendientes de Caroline, que a mi juicio «sufría un poco de tensión».

Y antes de marcharme fui a ver a la señora Ayres. Estaba profundamente dormida, tenía extendidas sus pobres manos vendadas y el pelo largo revuelto sobre la almohada. Empezó a removerse y murmurar mientras yo estaba al borde de la cama, pero le puse la mano en la frente y le acaricié la cara pálida e inquieta; y pronto se quedó tranquila.

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