Capítulo 1

Yo tenía diez años la primera vez que vi Hundreds Hall. Fue en el verano después de la guerra, y los Ayres conservaban casi todo su dinero, eran todavía personas importantes en la comarca. Se celebraba la fiesta del Día del Imperio: yo estaba en la cola con otros chicos del pueblo que hicieron el saludo de los boy scouts cuando la señora Ayres y el coronel pasaron por delante de nosotros, entregando medallas conmemorativas; después nos sentamos a tomar el té con nuestros padres en unas mesas largas, en lo que supongo era el jardín del sur. La señora Ayres tendría veinticuatro o veinticinco años, y su marido unos pocos más; su hija, Susan, tendría unos seis. Debían de ser una familia muy hermosa, pero mi recuerdo de ellos es vago. Recuerdo con mucha claridad la casa, que me pareció una auténtica mansión. Recuerdo sus preciosos detalles vetustos: el ladrillo rojo desconchado, el cristal estriado, los bordes de arenisca erosionados. Le daban un aspecto borroso y ligeramente inestable, como hielo, pensé, que empieza a derretirse al sol.

No se podía visitar la casa, por supuesto. Las puertas y las puertaventanas estaban abiertas, pero en todas había una cuerda o una cinta de una parte a otra; los urinarios que nos habían asignado eran los que usaban los mozos de cuadra y los jardineros, en el edificio del establo. Sin embargo, mi madre aún tenía amigos entre los sirvientes, y cuando el té terminó y a la gente se le permitió recorrer los terrenos, me llevó a hurtadillas a la casa por una puerta lateral y pasamos un rato con la cocinera y las chicas de la cocina. La visita me produjo una impresión tremenda. La cocina era un sótano al que se llegaba por un pasillo frío y abovedado que recordaba un poco las mazmorras de un castillo. Una cantidad increíble de gente iba y venía con cestas y bandejas. Las chicas tenían una montaña tan alta de vajilla que lavar, que mi madre se remangó para ayudarlas; y, para mi gran alegría, como recompensa por su gesto me dejaron comer un surtido de las jaleas y galletas que habían vuelto intactos de la fiesta. Me sentaron a una mesa con un tablero de pino y me dieron una cuchara del cajón personal de la familia: un cucharón de plata mate, con una concavidad casi más grande que mi boca.

Pero después vino un regalo aún mejor. Muy alto, en la pared del corredor abovedado había una caja de cables y timbres, y cuando sonó uno de ellos, llamando a la camarera para que subiera, me llevó con ella para que pudiera fisgar lo que había al otro lado de la cortina de paño verde que separaba la parte delantera de la casa de la trasera. Podía quedarme a esperarla allí, me dijo, si me portaba muy bien y estaba callado. No tenía que moverme de detrás de la cortina, porque habría jaleo si el coronel o el ama me veían.

Yo era, en general, un niño obediente. Pero la cortina daba al chaflán de dos pasillos con suelo de mármol, cada uno lleno de cosas maravillosas, y en cuanto ella desapareció sin hacer ruido en una dirección, yo di unos pasos audaces en la otra. Fue una emoción increíble. No me refiero a la simple de entrar en un lugar prohibido, sino a la de la propia casa, que me mostraba todas sus superficies: desde la cera del suelo y el lustre de las sillas y armarios de madera, hasta el bisel del espejo y la voluta de un marco. Me atrajo una de las paredes blancas y sin polvo, que tenía un borde decorativo de yeso, una reproducción de bellotas y hojas. Yo nunca había visto nada semejante, aparte de en una iglesia, y después de contemplarla un segundo hice lo que ahora me parece una cosa horrible: envolví entre mis dedos una de las bellotas y traté de arrancarla de su sitio; y como no conseguí despegarla, saqué mi navaja y la recorté. No lo hice con un espíritu de vandalismo. Yo no era un chico malicioso ni destructivo. Era sólo que admiraba tanto la casa que quería poseer un pedazo de ella; o más bien como si la propia admiración, que sospechaba que no habría sentido un chico más normal, me autorizase a hacerlo. Supongo que me sentía como un hombre que quiere un mechón de pelo de la cabeza de una chica de la que se ha enamorado súbita y ciegamente.

Me temo que la bellota acabó cediendo, aunque menos limpiamente de lo que yo esperaba, con un tirón de fibras y un desprendimiento de polvo blanco y arenilla; lo recuerdo como una decepción. Seguramente me había imaginado que era de mármol.

Pero no vino nadie, nadie me pilló. Fue, como suele decirse, cosa de un momento. Me guardé la bellota en el bolsillo y volví a ponerme detrás de la cortina. La camarera volvió un minuto después y me llevó abajo; mi madre y yo nos despedimos del personal de la cocina y nos reunimos con mi padre en el jardín. Ahora sentía el duro bulto de yeso en el bolsillo, con una sensación como de mareo. Había empezado a preocuparme la idea de que el coronel Ayres, un hombre que daba miedo, descubriera el estropicio e interrumpiese la fiesta. Pero la tarde pasó sin incidentes hasta que llegó el atardecer azulado. Mis padres y yo nos unimos a otra gente de Lidcote para la larga caminata a casa, y los murciélagos revoloteaban y giraban con nosotros por los caminos, como movidos por hilos invisibles.

Al final, por supuesto, mi madre descubrió la bellota. Yo la había estado sacando una y otra vez del bolsillo y había dejado un reguero de caliza en la franela gris de mi pantalón corto. Poco le faltó para llorar cuando comprendió lo que era la extraña cosa que tenía en la mano. No me pegó ni se lo dijo a mi padre; nunca tenía ánimos para discusiones. Se limitó a mirarme con los ojos llorosos, como avergonzada y perpleja.

«Deberías tener más cabeza, un chico inteligente como tú», supongo que dijo.

La gente siempre me decía cosas así cuando era joven. Mis padres, mis tíos, mis profesores; todos los adultos que se interesaban por mi futuro. Estas palabras me enfurecían en secreto, porque por una parte quería con toda mi alma estar a la altura de la reputación de mi inteligencia, y por otra porque me parecía muy injusto que aquella inteligencia que yo nunca había pedido la transformasen en algo con lo que rebajarme.

La bellota acabó en el fuego. Al día siguiente vi su cogollo ennegrecido entre la escoria. De todos modos, debió de ser el último año de grandeza de Hundreds Hall. El siguiente Día del Imperio lo organizó otra familia, en una de las mansiones de los alrededores; Hundreds había iniciado su declive continuo. Poco después murió la hija de los Ayres, y el coronel y su mujer empezaron a vivir una vida menos pública. Recuerdo oscuramente el nacimiento de sus dos hijos siguientes, Caroline y Roderick, pero para entonces yo estaba en Leamington College, y ocupado con mis pequeñas y acerbas batallas. Mi madre murió cuando yo tenía quince años. Tuvo un aborto tras otro, al parecer, a lo largo de toda mi infancia, y el último la mató. Mi padre vivió lo justo para verme volver a Lidcote como un hombre de provecho, licenciado en medicina. El coronel Ayres murió unos años más tarde: de un aneurisma, creo.

Tras su muerte, Hundreds Hall se distanció aún más del mundo. Las puertas del parque estaban cerradas casi permanentemente. La sólida tapia de piedra parda no era especialmente alta, pero sí lo suficiente para resultar disuasoria. Y a pesar de lo grandiosa que era, no había un solo punto, en todos los caminos de aquella parte de Warwickshire, desde donde pudiera vislumbrarse la casa. A veces pensaba en ella, escondida allí dentro, cuando pasaba por la tapia en mi ronda de visitas, y siempre me la representaba como la había visto aquel día de 1919, con sus bonitas fachadas de ladrillo y sus fríos corredores de mármol, llenos de cosas maravillosas.


Así que cuando volví a ver la casa -casi treinta años después de aquella primera visita, y poco después del final de otra guerra-, los cambios me horrorizaron. Fui allí por la más pura casualidad, porque los Ayres eran pacientes de mi socio, David Graham, pero él atendía una urgencia aquel día, y cuando la familia mandó a buscar un médico me avisaron a mí. El corazón se me empezó a encoger casi en el momento en que entré en el parque. Recuerdo que había un largo recorrido hasta la casa entre pulcros rododendros y laureles, pero el parque estaba ahora tan cubierto de maleza y descuidado que mi pequeño coche tuvo que abrirse paso por el sendero. Cuando por fin me liberé de los arbustos y me encontré en una explanada desigual de gravilla, justo delante del Hall, puse el freno y me quedé boquiabierto de consternación. La casa era más pequeña que en mi recuerdo, desde luego -no era la mansión que yo evocaba-, pero eso ya me lo esperaba. Lo que me horrorizó fueron los signos de decadencia. Partes de los preciosos rebordes desgastados parecían haberse desprendido, y los vagos contornos georgianos de la casa eran incluso más inciertos que antes. La hiedra había crecido y después se había marchitado en zonas disparejas, y colgaba como greñas enredadas. Los escalones que llevaban a la amplia puerta de entrada estaban agrietados, y entre las grietas crecían exuberantes hierbajos.

Aparqué el coche, me apeé y casi tuve miedo de cerrar de un portazo. Para ser una estructura tan grande y sólida, el edificio parecía precario. Como nadie dio señales de haberme oído llegar, tras un pequeño titubeo avancé por la gravilla crujiente y subí con cautela los escalones agrietados de piedra. Era un día caluroso y tranquilo de verano, con tan poco viento que cuando tiré de la campanilla de marfil y viejo latón deslustrado, oí su tañido puro y limpio, pero lejano, como en el vientre de la casa. Al sonido le siguió inmediatamente el débil y bronco ladrido de un perro.

Los ladridos cesaron muy pronto y reinó el silencio durante otro minuto largo. Luego, desde algún lugar a mi derecha, oí un crujido de pasos irregulares y un momento después el hijo de la familia, Roderick, asomó por la esquina de la casa. Me miró con los ojos entornados de recelo hasta que vio el maletín en mi mano. Retiró de la boca un cigarrillo de aspecto consumido y gritó:

– Usted es el médico, ¿no? Estamos esperando al doctor Graham.

Su tono era bastante amistoso, pero con un deje lánguido, como si ya le aburriera mi presencia. Bajé los peldaños, me dirigí hacia él y me presenté como el socio de Graham, explicándole lo de la emergencia. Respondió insulsamente:

– Bueno, está bien que haya venido. Y en domingo; y con este calor asqueroso. Sígame, por favor. Por aquí es más rápido que atravesando la casa. Por cierto, soy Roderick Ayres.

De hecho ya nos habíamos visto en más de una ocasión. Pero estaba claro que él no se acordaba, y al ponernos en marcha me estrechó la mano con desgana. Sentí el extraño tacto de su mano, áspero como el de un cocodrilo en algunos puntos, y extrañamente suave en otros: yo sabía que se había quemado las manos en un accidente durante la guerra, así como una buena parte de la cara. Cicatrices aparte, era guapo: más alto que yo pero, a los veinticuatro años, todavía juvenil y esbelto. También vestía ropa juvenil, una camisa de cuello abierto, pantalones de verano y zapatillas de lona manchadas. Caminaba sin prisa y con una cojera visible.

– Sabe por qué le hemos llamado, supongo -dijo, según caminábamos.

– Me han dicho que es por una de sus sirvientas.

– ¡Una de nuestras sirvientas! Me gusta eso. Sólo hay una: nuestra chica, Betty. Parece que es un problema de estómago. -Pareció dubitativo-. No lo sé. Mi madre, mi hermana y yo procuramos apañarnos sin médicos, por lo general. Nos las arreglamos con los resfriados y los dolores de cabeza. Pero supongo que, en estos tiempos, no atender a los criados es un delito capital; parece que merecen mejor trato que nosotros. Así que hemos pensado en llamar a alguien. Tenga cuidado aquí, mire dónde pisa.

Me había llevado a través de una terraza con gravilla que flanqueaba toda la longitud de la fachada norte; me indicó un punto donde el suelo se había hundido y formaba hoyos y grietas traicioneros. Los sorteé, agradecido por la oportunidad de ver aquel lado de la casa, pero espantado de nuevo por el terrible declive que había sufrido. El jardín era un caos de ortigas y correhuelas. Había un tenue pero perceptible tufo de desagües atascados. Pasamos por delante de ventanas rayadas y polvorientas; todas estaban cerradas, la mayoría con unos postigos, excepto un par de puertas de cristal abiertas en la cima de una serie de peldaños de piedra tapizados de convolvuláceas. A través de ellas pude ver una habitación grande y desordenada, un escritorio con un revoltijo de papeles encima, el borde de una cortina de brocado… No me dio tiempo a ver más. Habíamos llegado a una entrada de servicio estrecha, y Roderick se hizo a un lado para dejarme pasar.

– Entre, por favor -dijo, con un gesto de sus manos quemadas-. Mi hermana está abajo. Ella le llevará donde Betty y le informará.

Sólo más tarde, al recordar su pierna tullida, conjeturé que no debió de querer que yo le viese renqueando en la escalera. En aquel momento juzgué su actitud muy informal, y pasé de largo sin decir nada. De inmediato, mientras se alejaba, oí el sigiloso crujido de sus zapatillas con suela de goma.

Pero yo también bajé con sigilo. Me había dado cuenta de que aquella entrada estrecha era la misma por la que mi madre me había introducido, más o menos de matute, hacía tantos años. Recordé la escalera de piedra desnuda a la que llevaba y, bajando los escalones, me encontré en el oscuro corredor abovedado que tanto me había impresionado entonces. Pero allí me llevé otra decepción. Recordaba aquel pasillo como algo parecido a una cripta o una mazmorra: de hecho, sus paredes eran del lustroso verde y crema de las comisarías y de los parques de bomberos; había una tira de esteras de coco sobre el suelo de piedra y un trapo mugriento dentro de un cubo. Nadie salió a recibirme, pero a mi derecha, por una puerta entreabierta, se veía un rincón de la cocina; me acerqué sin hacer ruido y eché una ojeada. Otro fiasco: encontré una habitación espaciosa y sin vida, con mostradores Victorianos y superficies mortuorias, todo ello brutalmente refregado y restregado. Sólo la vieja mesa de pino -la misma mesa, a juzgar por su aspecto, en la que había comido mis jaleas y galletas- evocaba la emoción de aquella primera visita. Era también el único objeto de la habitación que mostraba indicios de actividad, porque había encima un montoncito de verduras embarradas, junto con un cuenco de agua y un cuchillo; el agua estaba descolorida y el cuchillo mojado, como si alguien hubiera empezado a trabajar y de repente le hubiesen llamado.

Retrocedí, y mi zapato debió de crujir o raspar contra la estera de coco. Volvió a oírse el ladrido bronco y excitado de un perro -alarmantemente cerca, esta vez-, y un segundo después un viejo labrador negro saltó al corredor desde alguna parte y vino hacia mí. Me quedé quieto, con el maletín en alto mientras él ladraba y correteaba a mi alrededor, y enseguida apareció detrás una joven que dijo suavemente:

– ¡Muy bien, ya vale, animal idiota! ¡Gyp! ¡Basta! Lo siento mucho. -Se acercó y reconocí a Caroline, la hermana de Roderick-. No soporto a un perro que salta, y él lo sabe. ¡Gyp!

Extendió el brazo para asestarle un golpe en el lomo con el revés de la mano y el animal se calmó.

– Pequeño imbécil -dijo ella, tirándole de las orejas con una expresión de indulgencia-. En realidad es conmovedor. Cree que cualquier desconocido viene a degollarnos y a llevarse la plata de la familia. No tenemos corazón para decirle que nos han birlado toda la plata. Creí que vendría el doctor Graham. Usted es el doctor Faraday. No nos han presentado formalmente, ¿verdad?

Sonreía al hablar, y me tendió la mano. Su apretón fue más firme que el de su hermano y más sincero.

Yo sólo la había visto a distancia, en actos del condado o en las calles de Warwick y Leamington. Era mayor que Roderick, veintiséis o veintisiete años, y habitualmente había oído hablar de ella como «bastante campechana», una «solterona por naturaleza», una «chica lista»: en otras palabras, era visiblemente fea, demasiado alta para ser una mujer, con las piernas y los tobillos gruesos. Tenía el pelo de un castaño claro que, con un tratamiento adecuado, podría haber sido bonito, pero yo nunca lo había visto arreglado, y ahora le colgaba secamente hasta los hombros, como si se lo hubiese lavado con jabón de cocina y después se le hubiera olvidado peinárselo. Además de esto, tenía el peor gusto para la ropa que yo había visto en una mujer. Llevaba sandalias planas de chico y un vestido de verano tan poco adecuado que no favorecía en absoluto sus caderas anchas y su amplio busto. Sus ojos, situados muy arriba, eran de color avellana; la cara era alargada, con la mandíbula angulosa, y el perfil aplanado. El único rasgo bueno era su boca: sorprendentemente grande, bien hecha y móvil.

Expliqué lo de la emergencia de Graham y que me habían pasado el recado a mí. Dijo, lo mismo que su hermano:

– Bueno, está bien que haya hecho todo este trayecto. Betty no lleva mucho tiempo con nosotros; menos de un mes. Su familia vive en el otro extremo de Southam, demasiado lejos para que hayamos pensado en molestarla. De todos modos, la madre, por lo que dicen, no es muy buena persona… Empezó a quejarse del estómago anoche, y como no parecía mejor esta mañana, pues pensé que teníamos que asegurarnos. ¿Quiere verla ahora? Está aquí mismo.

Se volvió mientras hablaba, poniendo en movimiento sus piernas musculosas, y el perro y yo la seguimos. La habitación a la que me llevó estaba justo al fondo del corredor, y pensé que en otro tiempo podría haber sido la sala de un ama de llaves. Era más pequeña que la cocina, pero al igual que el resto del sótano tenía el suelo de piedra y ventanas altas y diminutas, y la misma pintura gris de las instituciones públicas. Había una chimenea estrecha, recién limpiada, una butaca descolorida y una mesa, y una cama con bastidor de metal, de las que, cuando no se usan, se pueden plegar, levantar y guardar en una cavidad del armario que había detrás. Acostada bajo la ropa de esa cama, con una combinación o un camisón sin mangas, había una figura tan pequeña y menuda que al principio me pareció la de un niño; mirando más de cerca, vi que era una adolescente diminuta. Hizo un intento de incorporarse cuando me vio en la puerta, pero cuando me acerqué volvió a dejarse caer patéticamente sobre la almohada. Me senté a su lado en la cama y dije:

– Bueno, eres Betty, ¿no? Soy el doctor Faraday. La señorita Ayres me dice que te duele la tripa. ¿Cómo te encuentras ahora?

– Por favor, doctor, ¡estoy muy mala! -dijo ella, con un mal acento campesino.

– ¿Has vomitado?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Has tenido diarrea? ¿Sabes lo que es?

Asintió; después volvió a negar con la cabeza.

Abrí mi maletín.

– Muy bien, vamos a echarte un vistazo.

Separó sus labios infantiles justo lo suficiente para que yo le introdujera la punta del termómetro debajo de la lengua, y cuando le bajé el cuello del camisón y le puse el frío estetoscopio en el pecho, se estremeció y gimió. Como procedía de una familia de la región, probablemente yo la habría visto antes, aunque sólo fuera para ponerle las vacunas en la escuela; pero no me acordaba de ella. Era una chica completamente anodina. Llevaba el pelo mal cortado y prendido con una horquilla en un lado de la frente. Tenía la cara ancha, los ojos muy separados; eran grises y, como muchos ojos claros, bastante superficiales. Las mejillas claras sólo se le oscurecieron ligeramente con un rubor de timidez cuando le levanté el camisón para examinarle el abdomen, poniendo al descubierto sus sucias bragas de franela.

En cuanto la toqué ligeramente justo encima del ombligo, ella jadeó, gritó, casi aulló. Dije, para tranquilizarla:

– Muy bien. Ahora, ¿dónde duele más? ¿Aquí?

– ¡Oh! -dijo ella-. ¡En todas partes!

– ¿Sientes un dolor fuerte, como el de un corte? ¿O es más como un dolor normal o una quemadura?

– ¡Es como un dolor con cortes todo por dentro! -exclamó ella-. ¡Pero también quema!

Volvió a gritar y por fin abrió la boca de par en par, mostrando una lengua y una garganta sanas y una fila de dientes pequeños y torcidos.

– Muy bien -repetí, bajándole el camisón. Y tras pensar un momento me volví hacia Caroline, que se había quedado en la puerta abierta, con el labrador a su lado, mirando preocupada, y dije-: ¿Puede dejarme un minuto a solas con Betty, por favor, señorita Ayres?

Ella frunció el ceño por la seriedad de mi tono.

– Sí, por supuesto.

Le hizo un gesto al perro y lo sacó al pasillo. Cuando la puerta estuvo cerrada detrás de ella, guardé el estetoscopio y el termómetro y cerré el maletín con un chasquido. Miré a la chica de cara pálida y dije en voz baja:

– Veamos, Betty. Esto me pone en una situación delicada. Porque la señorita Ayres, ahí fuera, se ha tomado un montón de molestias para intentar que mejores; y aquí estoy yo, sabiendo sin lugar a dudas que no puedo hacer nada por ti.

Ella me miró fijamente. Dije, sin rodeos:

– ¿Crees que en mi día libre no tengo nada mejor que hacer que recorrer ocho kilómetros desde Lidcote para cuidar de niñas traviesas? Tengo ganas de mandarte a Leamington para que te extraigan el apéndice. No te pasa nada.

Se puso como un tomate. Dijo:

– ¡Oh, doctor, sí me pasa!

– Eres una buena actriz, te lo concedo. Todos esos gritos y aspavientos. Pero si quiero ver actuar, voy al teatro. ¿Quién piensas que me va a pagar ahora, eh? No soy barato, ¿sabes?

La mención del dinero la asustó. Dijo, con una inquietud auténtica:

¡Estoy mala! ¡De verdad!Anoche me mareé. Tuve un mareo horrible. Y pensé…

– ¿Qué? ¿Que te gustaría pasar un buen día en la cama?

– ¡No! ¡No es usted justo! Me sentía mal. Y entonces pensé… -Y aquí su voz empezó a espesarse y los ojos grises se le llenaron de lágrimas-. Pensé -repitió, vacilante- que si estaba tan mala, pues… quizá tendría que irme a mi casa, hasta que mejorase.

Apartó la cara de mí, parpadeando. Las lágrimas afluyeron a sus ojos y desde allí rodaron en dos líneas rectas por sus mejillas de niña.

– ¿Eso es todo lo que pasa? -dije-. ¿Que quieres irte a tu casa? ¿Es eso?

Y ella se tapó la cara con las manos y lloró de verdad.

Un médico ve muchas lágrimas; algunas le conmueven más que otras. Yo tenía un montón de cosas que hacer en casa, y no me divertía lo más mínimo que me hubieran sacado de ella para nada. Pero tenía un aspecto tan joven y lastimoso que la dejé que llorara. Luego le toqué el hombro y dije firmemente:

– Vamos, ya basta. Dime qué problema tienes. ¿Estás a gusto aquí?

Sacó de debajo de la almohada un flácido pañuelo azul y se sonó la nariz.

– No -dijo-. No lo estoy.

– ¿Por qué no? ¿El trabajo es muy duro?

Ella se encogió de hombros, abatida.

– El trabajo está bien.

– No lo haces todo tú sola, ¿verdad?

Ella movió la cabeza.

– La señora Bazeley viene todos los días hasta las tres; todos los días menos el domingo. Hace la colada y cocina y yo hago todo lo demás. A veces viene un hombre para el jardín. La señorita Caroline ayuda algo…

– No parece tan malo.

Ella no respondió. Así que la apremié. ¿Echaba en falta a sus padres…? La idea le arrancó una mueca. ¿Echaba en falta a algún novio? Puso una mueca aún peor.

Cogí mi maletín.

– Bueno, no puedo ayudarte si no me lo dices.

Y al ver que me levantaba para irme, dijo por fin:

– ¡Es sólo… esta casa!

– ¿Esta casa? Bueno, ¿qué le pasa?

– ¡Oh, doctor, no es una casa nada normal! ¡Es grandísima! Tienes que caminar más de un kilómetro para llegar a cualquier sitio, y hay tanto silencio que te pone los pelos de punta. Está bien de día, cuando estoy trabajando y está aquí la señora Bazeley. Pero de noche estoy sola. ¡No se oye nada! Tengo sueños horribles… Y no sería tan malo si no me hicieran subir esa escalera vieja de detrás. Con todas esas esquinas, no sabes lo que hay a la vuelta. ¡A veces creo que voy a morirme de miedo!

– ¿Morirte de miedo? -dije-. ¿En esta casa preciosa? Tienes suerte de vivir aquí. Míralo así.

– ¡Suerte! -dijo ella, incrédula-. Todas mis amigas dicen que estoy loca por venir aquí a servir. ¡En casa se ríen de mí! Nunca veo a nadie. Nunca salgo. Todos mis primos trabajan en fábricas. Y yo también habría podido… ¡pero mi padre no me deja! No le gusta. Dice que en las fábricas las chicas se vuelven salvajes. Dice que tengo que quedarme un año aquí y aprender tareas de casa y buenos modales. ¡Un año! Me moriré de pánico, seguro. O eso, o me muero de vergüenza. ¡Tendría que ver usted el vestido y la cofia viejos y espantosos que me ponen! ¡Oh, doctor, no es justo!

Había hecho una bola con el pañuelo y, mientras hablaba, lo tiró al suelo.

Me agaché para recogerlo.

– Madre mía, qué rabieta… Un año pasa enseguida, ¿sabes? Cuando seas más mayor, te parecerá que no era nada.

– ¡Pero ahora no soy mayor!

– ¿Cuántos años tienes?

– Catorce. ¡Pero aquí metida podría tener noventa!

Me reí.

– Vamos, no seas tonta. A ver, ¿qué hacemos ahora? Supongo que debería cobrar de algún modo. ¿Quieres que les diga algo a los Ayres? Seguro que no quieren que estés descontenta.

– Oh, ellos sólo quieren hacerme trabajar.

– Bueno, ¿qué tal si les dijera unas palabras a tus padres?

– ¡No me haga reír! Mi madre se pasa la mitad del tiempo con sus comadres; le da igual dónde estoy. Mi padre es un inútil. Lo único que hace es gritar como un loco. Se pasa todo el día gritando y peleando. Luego se da media vuelta y se lleva a mi madre, ¡siempre! Me ha puesto a servir sólo para que no me vuelva como ella.

– Bueno, ¿por qué demonios quieres volver a casa? Parece que estás mucho mejor aquí.

– No quiero volver a casa -dijo- Yo sólo…, ¡oh, sólo estoy harta!

La cara se le había ensombrecido de pura frustración. Ahora parecía menos una niña y más un animal joven, ligeramente peligroso. Pero me vio observarla y el asomo de mal genio empezó a borrarse. Volvió a compadecerse, suspirando como una desdichada y cerrando los ojos hinchados. Guardamos un momento de silencio y yo paseé la mirada por aquel cuarto triste, casi subterráneo. El silencio era tan puro que parecía presurizado: al menos en esto, ella tenía razón. El aire era fresco, pero curiosamente lastrado; de algún modo eras consciente de la mansión de arriba; consciente incluso del reptante caos de ortigas y maleza que se extendía fuera.

Pensé en mi madre. Era probablemente más joven que Betty la primera vez que vino a Hundreds Hall. Me levanté.

– Bueno, querida, me temo que tenemos que apechugar de vez en cuando con cosas que no nos gustan. Eso se llama la vida, y no tiene cura. Pero ¿qué me dices a esto? Te quedas en la cama todo el día y lo consideramos un día festivo. No le diré a la señorita Ayres que has estado fingiendo, y te mandaré un preparado para el estómago; puedes mirar el frasco y recordar lo cerca que has estado de perder el apéndice. Pero le preguntaré a la señorita Ayres si hay alguna manera de que las cosas te resulten aquí un poco más alegres. Y entretanto dale otra oportunidad a la casa. ¿Qué me dices?

Me miró un segundo con sus superficiales ojos grises. Dijo, con un susurro lastimero:

– Gracias, doctor.

Cuando la dejé, se dio media vuelta en la cama, mostrando la nuca blanca y las pequeñas paletas afiladas de sus hombros estrechos.

El corredor estaba vacío cuando salí pero, igual que antes, al sonido de la puerta cerrándose el perro empezó a ladrar; hubo un revuelo de patas y pezuñas y salió disparado de la cocina. Pero esta vez no salió tan alocado y su agitación se calmó enseguida, hasta que se dejó, feliz, dar unas palmadas y tirar de las orejas. Caroline apareció en la puerta de la cocina, secándose las manos con un trapo que manipulaba con energía entre los dedos, como lo haría un ama de casa. Advertí que en la pared detrás de ella todavía estaba aquella caja de timbres y cables: la imperiosa maquinita concebida para llamar a la servidumbre al reino más grandioso de arriba.

– ¿Cómo está? -preguntó, cuando el perro y yo nos dirigimos hacia ella.

– Un ligero trastorno gástrico, eso es todo -dije, sin vacilación-. Nada serio, pero ha hecho muy bien en llamarme. Ningún cuidado es poco en estos casos de estómago, sobre todo en este clima. Le mandaré una receta, y déjela descansar uno o dos días… Pero hay otra cosa. -Ya había llegado a su lado y bajé la voz-. Tengo la impresión de que echa en falta su casa. ¿No lo ha notado?

Ella frunció el ceño.

– Hasta ahora parecía estar muy bien. Necesitará tiempo para habituarse, me figuro.

– Y duerme aquí abajo sola, ¿no? Debe de parecerle un lugar solitario. Ha dicho algo de una escalera que le da escalofríos…

Se le iluminó la cara, puso una expresión casi divertida.

– Ah, ése es el problema, claro. Pensé que no le afectaban estas tonterías. Cuando vino parecía una chica sensata. Pero nunca se sabe con las chicas de pueblo: o son duras como clavos y les retuercen el pescuezo a las gallinas y demás, o les dan ataques, como a Guster. Me imagino que ha visto demasiadas películas desagradables. Hundreds es silencioso, pero no hay nada de raro.

– Usted ha vivido aquí toda la vida, por supuesto -dije, al cabo de un segundo-. ¿No encontraría un modo de calmarla?

Ella se cruzó de brazos.

– ¿Quizá empezar a leerle cuentos a la hora de acostarse?

– Es casi una niña, señorita Ayres.

– ¡Pues no la tratamos mal, si es lo que está pensando! Le pagamos más de lo que podemos. Come lo mismo que nosotros. La verdad es que en muchos aspectos está mejor que nosotros.

– Sí -respondí-, su hermano ha dicho algo parecido.

Lo dije con frialdad y ella se sonrojó, sin que el rubor le favoreciera mucho, al subirle hasta la garganta yesparcirse a retazos por sus mejillas de apariencia seca. Miró a otra parte, como si se esforzara en no perder la paciencia. Sin embargo, cuando volvió a hablar se le había suavizado el tono.

– Si quiere que le diga la verdad, haríamos lo que fuera para que Betty estuviera contenta -dijo-. Lo cierto es que no podemos perderla. Nuestra asistenta diaria hace lo que puede, pero esta casa necesita más de una criada y en los últimos años ha sido casi imposible encontrar chicas, estando tan lejos de las líneas de autobuses y esas cosas. La última sirvienta se quedó tres días. Eso fue en enero. Hasta que llegó Betty, casi todo el trabajo lo hacía yo misma… Pero me alegro de que esté bien. De verdad.

El rubor se estaba retirando de sus mejillas, pero las facciones se le habían hundido un poco y parecía cansada. Miré por encima de su hombro la mesa de la cocina y vi la pila de verduras ya lavadas y peladas. Después le miré las manos y me fijé por primera vez en lo estropeadas que estaban, con las uñas cortas partidas y los nudillos enrojecidos. Me pareció una lástima, porque pensé que eran manos bastante bonitas.

Debió de ver la dirección de mi mirada. Se movió como cohibida, apartándose de mí, hizo una bola con el trapo y lo lanzó diestramente a la cocina de forma que aterrizara en la mesa junto a la bandeja embarrada.

– Le acompañaré arriba -dijo, con aire de poner fin a mi visita. Y subimos en silencio los escalones de piedra, seguidos por el perro, que se nos metía entre las piernas y suspiraba y gruñía mientras subía.

Pero en la vuelta de la escalera, donde la puerta de servicio daba a la terraza, encontramos a Roderick, que entraba en ese momento.

– Madre te está buscando, Caroline -dijo-. Quiere saber qué pasa con el té. -Me saludó con un gesto-. Hola, Faraday. ¿Ha hecho un diagnóstico?

Aquel «Faraday» me crispó un poco, ya que él tenía veinticuatro años y yo casi cuarenta, pero antes de que pudiera contestar, Caroline se había acercado a él y le había cogido del brazo.

– ¡El doctor Faraday cree que somos un poco brutos! -dijo, con un pequeño parpadeo-. Cree que hemos obligado a Betty a subir por la chimenea y cosas así.

Él sonrió débilmente.

– Es una idea, ¿no?

– Betty está bien -dije-. Una ligera gastritis.

– ¿Nada contagioso?

– Desde luego que no.

– Pero tenemos que llevarle el desayuno a la cama -prosiguió Caroline- y mimarla en general, durante días y días. ¿No es una suerte que sepa arreglármelas en la cocina? Y a propósito… -Ahora me miró como es debido-. No huya de nosotros, doctor. A menos que tenga que irse. Quédese a tomar el té, ¿quiere?

– Sí, quédese -dijo Roderick.

Su tono era tan lánguido como siempre, pero el de ella parecía bastante sincero. Creo que quería resarcirme de nuestra discrepancia sobre Betty. Y en parte porque yo también quería congraciarme con ella -pero sobre todo, debo confesar, porque me di cuenta de que si me quedaba para el té vería más de la casa-, dije que aceptaba. Se hicieron a un lado para dejarme pasar. Subí los últimos peldaños y salí a un vestíbulo desangelado, y vi el mismo arco con una cortina de paño a la que me había llevado la amable sirvienta en 1919. Roderick subió despacio la escalera, mientras su hermana le tenía aún agarrado del brazo, pero al llegar arriba se separó de él y corrió la cortina como sin darle importancia.

Los pasillos desde allí estaban en penumbra y parecían anormalmente desnudos, pero aparte de esto eran como yo los recordaba, y la casa se extendía en forma de abanico: el techo se elevaba, el suelo de baldosa se convertía en mármol, seda y estuco reemplazaban a las desnudas paredes del servicio. Busqué inmediatamente con los ojos el borde decorativo del que había arrancado aquella bellota; después me acostumbré a la oscuridad y vi consternado que una horda de vándalos escolares debían de haber manipulado el yeso desde el ataque que yo le infligí, porque se habían desprendido pedazos enteros, y lo que quedaba estaba agrietado y descolorido. El resto de la pared no estaba en mejor estado. Había varios cuadros y espejos hermosos, pero también cuadrados más oscuros y rectángulos donde evidentemente en otro tiempo había habido pinturas. Un lienzo de muaré estaba desgarrado, y alguien lo había remendado y zurcido como un calcetín.

Me volví hacia Caroline y Roderick, esperando verles avergonzados o que me expresaran incluso alguna disculpa, pero pasaron de largo por el destrozo como si no les molestara en absoluto. Habíamos tomado el pasillo de la derecha, un trecho totalmente interior, iluminado sólo por la luz de las habitaciones situadas en uno de los lados; y como la mayoría de las puertas estaban cerradas, incluso en aquel día soleado había charcos de sombra muy profundos. Cuando el labrador negro los iba cruzando, daba la impresión de que aparecía y desaparecía. El pasillo giraba noventa grados -a la izquierda, esta vez- y allí por fin se veía una puerta completamente abierta por donde se colaba una cuña borrosa de luz. Daba acceso a la habitación, me dijo Caroline, donde la familia pasaba la mayor parte del tiempo, y que durante muchos años se había llamado «la salita».

El diminutivo, por supuesto, como yo ya me había percatado, era algo relativo en Hundreds Hall. La habitación medía unos nueve metros de largo por unos seis de ancho, y la decoración era un tanto febril, con más molduras de adorno en el techo y las paredes, y una imponente chimenea de mármol. Al igual que en el pasillo, sin embargo, gran parte de los adornos estaban desconchados o agrietados, o habían desaparecido por completo. Las tablas del suelo, abombadas y crujientes, estaban cubiertas por alfombras raídas que se encabalgaban. Mantas de tartán ocultaban a medias un sofá combado. Cerca del hogar había dos desvencijados sillones de orejas de terciopelo, y en el suelo, junto a ellos, había un historiado orinal Victoriano, lleno de agua para el perro.

Y, no obstante, de algún modo sobresalía el encanto intrínseco de la habitación, como los huesos hermosos por detrás de una cara devastada. Todo era aroma de flores de verano: guisantes de olor, alhelíes y resedas. La luz tenue y de tonalidad suave parecía encerrada, literalmente abrazada y contenida por las paredes y el techo claros.

Una puertaventana abierta daba a otro tramo de escalera de piedra que bajaba a la terraza y el césped de aquel lado de la casa, la fachada sur. De pie en la cima de estos escalones, sacudiéndose unas sandalias de calle y enfundándose unos zapatos en los pies con calcetines, estaba la señora Ayres. Un sombrero de ala ancha le cubría la cabeza, con un ligero pañuelo de seda encima, bien atado debajo de la barbilla, y cuando sus hijos la vieron, se rieron.

– Madre, pareces salida de los primeros tiempos del automovilismo -dijo Roderick.

– Sí -dijo Caroline-, ¡o una apicultura! Ojalá lo fueras; ¿no estaría riquísima la miel? Este es el señor Faraday… El socio del doctor Graham, de Lidcote. Ya ha terminado con Betty y le he dicho que se quede a tomar el té.

La señora Ayres se adelantó, quitándose el sombrero, dejó que el pañuelo le cayera suelto encima de los hombros, y extendió la mano.

– Encantada, doctor Faraday. Muchísimo gusto en que por fin nos presenten como es debido. He estado trabajando en el jardín… o, al menos, haciendo como que trabajaba en esta selva… Así que espero que disculpe mi aspecto dominguero. ¿Y no es extraño? -Alzó el revés de la mano para apartarse un mechón de la frente-. Cuando era niña, los domingos significaban que una se ponía de punta en blanco. Tenías que estar sentada en un sofá con guantes de encaje blancos y apenas te atrevías a respirar. Ahora los domingos significan trabajar como un basurero, y vestirse igual, también.

Sonrió, y los altos pómulos se le alzaron aún más en su cara con forma de corazón, dando un sesgo malicioso a sus bonitos ojos oscuros. Habría sido difícil imaginar una figura menos parecida a un basurero, pensé, porque parecía perfectamente arreglada, con un vestido de lino gastado y el pelo largo recogido con horquillas que mostraba la elegante línea de su cuello. Había sobrepasado holgadamente los cincuenta, pero conservaba una buena silueta y tenía el pelo casi tan moreno como debía de tenerlo el día en que me entregó la medalla del Día del Imperio, cuando era más joven que su hija ahora. Algo en ella -quizá el pañuelo, o lo bien que le sentaba el vestido, o el movimiento de las caderas dentro de él-, algo, en cualquier caso, parecía prestarle un aire afrancesado, ligeramente disonante con el trigueño aire inglés de sus hijos. Me señaló con un gesto uno de los sillones junto a la chimenea y se sentó en el de enfrente; al sentarse me fijé en los zapatos que acababa de ponerse. Eran de charol oscuro, con una tira color crema, de tan buena factura que sólo podían ser de antes de la guerra y, como otros calzados de mujer bien hechos, de una confección absurdamente exagerada para la visión de un hombre -como pequeños chismes ingeniosos sin sentido- y que distraían levemente.

En la mesa junto a su sillón había un montoncito de anillos voluminosos y anticuados, con los que empezó a juguetear uno por uno. Debido al movimiento de sus brazos, el pañuelo de seda le resbaló de los hombros y cayó al suelo, y Roderick, que seguía de pie, se agachó con una torpe inclinación a recogerlo y se lo volvió a poner alrededor del cuello.

– Mi madre parece que juegue a la caza del papel -me dijo mientras lo hacía-. Vaya a donde vaya, deja detrás una estela de cosas.

La señora Ayres se ajustó mejor el pañuelo, ladeando los ojos de nuevo.

– ¿Ve cómo me maltratan mis hijos, doctor Faraday? Me temo que acabaré mis días como una de esas ancianas olvidadas a las que dejan morir de hambre en la cama.

– Oh, yo diría que te echaremos un hueso de vez en cuando, pobrecilla -bostezó Roderick, acercándose al sofá.

Se sentó y esta vez fue inequívoca la torpeza de sus movimientos. Presté más atención, vi cómo se le arrugaban y empalidecían las mejillas y advertí cuánto le molestaba todavía la herida en la pierna, y el cuidado que ponía en ocultarlo.

Caroline había ido a buscar el té y se había llevado al perro con ella. La señora Ayres preguntó por Betty y pareció muy aliviada al saber que no era nada grave.

– Qué lata para usted -dijo- tener que venir desde tan lejos. Debe de tener casos más serios que atender.

– Soy médico de familia -dije-. La mayoría, me temo, son sarpullidos y cortes en los dedos.

– Seguro que está siendo modesto… Aunque no veo porqué hay que juzgar la valía de un médico por la gravedad de los casos que trata. En todo caso, debería ser al revés.

Sonreí.

– Bueno, a todos los médicos les gusta un desafío de cuando en cuando. En la guerra pasé mucho tiempo en los pabellones de un hospital militar, en Rugby. Lo añoro bastante. -Miré al hijo, que había sacado una lata de tabaco y un librillo de papel de fumar y se estaba liando un cigarrillo-. Hice un poco de terapia muscular, casualmente. Tratamientos eléctricos y esas cosas.

El lanzó un gruñido.

– Quisieron que me sometiera a uno de ésos, después de estrellarme. No podía ausentarme de la finca.

– Una lástima.

– Roderick estuvo en la aviación -dijo la señora Ayres-, doctor, como supongo que sabe.

– Sí. ¿En qué tipo de acciones participó? Bastante fuertes, me figuro.

Ladeó la cabeza y sacó la mandíbula, para llamar la atención sobre sus cicatrices.

– Viendo esto, cabría pensarlo, ¿no? Pero la mayoría de mis vuelos fueron de reconocimiento, así que no puedo reclamar mucha gloria. Al final me derribó un poco de mala suerte en la costa del sur. Pero el otro tío se llevó la peor parte; él y mi copiloto, pobre diablo. Yo acabé con estas bonitas marcas y la rodilla destrozada.

– Lo lamento.

– Oh, supongo que usted vio cosas mucho peores en aquel hospital. Pero perdone mis modales. ¿Le puedo ofrecer un pitillo? Fumo tantos de esta porquería que me olvido de que estoy fumando.

Miré el cigarrillo que había liado -que era bastante asqueroso, la clase de cigarros que los estudiantes de medicina llamábamos «clavo de ataúd»- y decidí abstenerme. Y aunque tenía un tabaco decente en el bolsillo, no quise sacarlo para no avergonzarle. Así que dije que no con la cabeza. De todas formas, me daba la impresión de que sólo me lo había ofrecido para cambiar de conversación.

Quizá su madre también pensó lo mismo. Miró a su hijo con una expresión preocupada, pero se volvió hacia mí sonriendo y dijo:

– La guerra parece lejos ahora, ¿no? ¿Cómo ocurrió, en sólo dos años? Tuvimos a una unidad del ejército alojada aquí durante una temporada, ¿sabe? Dejaron cosas raras alrededor del parque, alambradas, planchas de hierro: se están oxidando, como algo de otra época. Dios sabe cuánto durará esta paz, por supuesto. He dejado de oír los noticiarios; demasiado alarmantes. El mundo parece gobernado por científicos y generales, todos jugando con bombas como tantos colegiales.

Roderick encendió una cerilla.

– Oh, estaremos a salvo, aquí en Hundreds -dijo, con la boca apretada alrededor del cigarrillo y el papel llameando, peligrosamente cerca de las cicatrices de sus labios-. Es la auténtica vida tranquila, aquí en Hundreds.

Mientras hablaba se oyó el sonido de las patas de Gyp sobre el suelo de mármol del pasillo, como el chasquido de las cuentas de un ábaco, y el golpeteo de las sandalias planas de Caroline. El perro empujó la puerta con el hocico, algo que debía hacer a menudo, porque el quicio estaba oscurecido por el roce de su pelo, y los paneles inferiores de la hermosa puerta vieja estaban también desportillados, en las partes donde Gyp u otros perros antes que él habían rascado repetidamente la madera.

Caroline entró con una bandeja de aspecto pesado. Roderick se agarró del brazo del sofá y empezó a incorporarse para ayudarla, pero yo me adelanté.

– Permítame.

Me miró agradecida -no tanto por mi causa, pensé, como por la de su hermano-, pero dijo:

– No hay problema. Recuerde que estoy acostumbrada.

– Por lo menos déjeme que le haga un hueco.

– ¡No, lo haré yo misma! Así sabré hacerlo, cuando me vea obligada a ganarme la vida en un hotel Corner House. Gyp, quítate de en medio, ¿quieres?

Yo retrocedí y ella depositó la bandeja entre los libros y periódicos de la mesa atestada, y luego sirvió el té y pasó las tazas. Eran de una bella y antigua porcelana fina, y una o dos de ellas tenían asas remachadas; vi que las reservaba para la familia. Y después del té sirvió platos de bizcocho: un bizcocho de frutas, cortado en rebanadas tan finas que supuse que había aprovechado al máximo una provisión bastante escasa.

– ¡Qué bien estaría un bollo y mermelada y nata! -dijo la señora Ayres, cuando Caroline servía los platos-. O hasta una galleta de las buenas. Lo digo pensando en usted, doctor Faraday, no en nosotros. Nunca hemos sido golosos; y naturalmente… -volvió a adoptar una expresión picara-, como lecheros que somos, difícilmente se podría esperar que tuviéramos mantequilla. Pero lo peor del racionamiento es que casi ha destruido la hospitalidad. Me parece una lástima.

Suspiró, despedazando el bizcocho y hundiéndolo con delicadeza en su té sin leche. Vi que Caroline había partido por la mitad el suyo y se lo había comido en dos bocados. Roderick había dejado el plato a un lado para concentrarse en su tabaco y ahora, después de arrancar perezosamente la corteza y las pasas, le lanzó a Gyp el resto del pastel.

– ¡Roddie! -dijo Caroline, con tono de reproche.

Pensé que protestaba por el desperdicio de comida, pero era que no le gustaba el ejemplo que su hermano le estaba dando al perro. Miró al animal a los ojos.

– ¡Granuja! ¡Sabes que está prohibido mendigar! Mire cómo me mira de reojo, doctor Faraday. El muy pillo.

Se quitó la sandalia de un pie, extendió la pierna -vi entonces que tenía las piernas desnudas, bronceadas y sin depilar- y le clavó los dedos en el anca.

– Pobrecillo -dije educadamente, al ver la expresión triste del perro.

– No se deje engañar. Es un comediante redomado…, ¿verdad que sí? ¡Shylock!

Le dio otro empujón con el pie y después lo transformó en una caricia ruda. Al principio, ante la presión, el perro intentó conservar el equilibrio; luego, con el aire derrotado y ligeramente perplejo de un viejo desvalido, se tumbó a los pies de Caroline, levantando las extremidades y mostrando el pelaje gris del pecho y la barriga pelada. Caroline le empujó más fuerte.

Vi que la señora Ayres miraba la pierna vellosa de su hija.

– La verdad, querida, me gustaría que te pusieras calcetines. El doctor Faraday va a pensar que somos unos salvajes.

Caroline se rió.

– Hace demasiado calor para llevar calcetines. ¡Y me extrañaría mucho que el doctor Faraday no hubiera visto nunca una pierna desnuda!

Pero al cabo de un momento dobló la pierna y se esforzó en sentarse con mayor recato. Frustrado, Gyp seguía tumbado patas arriba, con las pezuñas dobladas. Después rodó para volver a sentarse y empezó a morderse tímidamente una pata.

El humo azulado del cigarrillo de Roderick flotaba en el aire caluroso y quieto. En el jardín, un pájaro emitió un trino vibrante y distintivo, y volvimos la cabeza para escucharlo. Recorrí de nuevo la habitación con la mirada y admiré todos los detalles hermosos y desvaídos; después, girando aún más en mi asiento, tuve, con un sobresalto de sorpresa y placer, mi primera visión propiamente dicha del paisaje a través de la puertaventana abierta. La hierba alta se extendía hasta unos treinta o cuarenta metros de la casa. La rodeaban parterres y terminaba en una verja de hierro forjado. Pero la verja daba a un prado, que a su vez daba a los campos del parque, que se perdían a lo lejos hasta más de un kilómetro de distancia. Al fondo de ellos se vislumbraba apenas el muro que delimitaba Hundreds, pero como más allá del muro había tierra de pasto que se adentraba en trigales y terrenos de labranza, la perspectiva continuaba sin interrupción y terminaba sólo donde sus colores más claros se fundían totalmente con la neblina del cielo.

– ¿Le gusta nuestra vista, doctor Faraday? -me preguntó la señora Ayres.

– Sí -dije, volviéndome hacia ella-. ¿Cuándo se construyó esta casa? ¿En 1720? ¿1730?

– Qué inteligente es usted. Se acabó de construir en 1733.

– Sí -asentí-. Creo ver la idea que tenía el arquitecto: los pasillos sombreados a lo largo de habitaciones grandes y luminosas.

La señora Ayres sonrió, pero fue Caroline la que me miró como complacida.

– A mí también me ha gustado siempre eso -dijo-. Parece que a otras personas les disgustan un poco nuestros pasillos sombríos… ¡Pero debería ver esto en invierno! Tapiaríamos gustosos todas las ventanas. El año pasado vivimos dos meses prácticamente en esta única habitación. Roddie y yo trajimos nuestros colchones y dormimos aquí como ilegales. Las tuberías se congelaron, el generador se averió; fuera había carámbanos de un metro de largo. No nos atrevíamos a salir de casa, por miedo a quedarnos ensartados… Usted vive encima de la consulta, ¿no? ¿En la antigua casa del doctor Gill?

– Sí -dije-. Me mudé allí cuando empecé de ayudante y desde entonces no me he movido. Es un alojamiento muy sencillo. Pero mis pacientes lo conocen, y está bien para un soltero, supongo.

Roderick desprendió ceniza de su cigarro con un golpecito.

– El doctor Gill era todo un personaje, ¿no? -dijo-. Entré en su consulta una o dos veces cuando era niño. Tenía un frasco grande de cristal que él decía que usaba para guardar sanguijuelas. Me dio un susto de muerte.

– Oh, te asustabas por todo -dijo su hermana, antes de que yo pudiera responder-. Era muy fácil meterte miedo. ¿Te acuerdas de aquella chica gigantesca que trabajaba en la cocina cuando éramos pequeños? ¿Tú te acuerdas, madre? ¿Cómo se llamaba? ¿Maiy? Medía uno ochenta y seis, y tenía una hermana de casi uno ochenta y ocho. Una vez papá le hizo probarse una bota suya. Había apostado con el señor McLeod a que la bota le quedaría pequeña. Y tenía razón. Pero lo más increíble eran sus manos. Retorcía los trapos mejor que un rodillo. Y tenía siempre los dedos fríos…, siempre helados, como salchichas recién salidas de la nevera. Yo le decía a Roddie que ella entraba en su habitación cuando estaba dormido y metía las manos debajo de las mantas para calentárselas; y él lloraba de miedo.

– Víbora -dijo Roderick.

– ¿Cómo se llamaba?

– Creo que Miriam -dijo la señora Ayres, al cabo de un momento de reflexión-. Miriam Arnold, y su hermana se llamaba Margery. Pero también había otra chica menos grandullona: se casó con un Tapley, y los dos se fueron a trabajar a alguna casa del condado, él de chófer y ella de cocinera. Miriam se fue a servir a casa de la señora Randall, creo. Pero a ella no le cayó bien y sólo la tuvo un par de meses. No sé qué fue de Miriam después.

– Quizá la contrataron para dar garrote -dijo Roderick.

– Quizá se unió a un circo -dijo Caroline-. ¿Verdad que una vez tuvimos a una chica que se fugó para irse con un circo?

– Desde luego se casó con un artista de circo -dijo la señora Ayres-. Y eso le partió el corazón a su madre. También a su prima, porque la prima, Lavender Hewitt, también estaba enamorada del artista, y cuando la otra chica se casó con él, dejó de comer y se habría muerto de hambre. La salvaron los conejos, como contaba su madre. Porque el único plato al que no se podía resistir era el conejo estofado de su madre. Y durante una temporada dejamos que su padre soltara un hurón en el parque para cazar todos los conejos que quisiera; y fueron ellos los que la salvaron…

La historia continuaba, Caroline y Roderick aportaban más detalles; hablaban entre ellos más que conmigo y, excluido del juego, miré primero a la madre y después a la hija y al hijo y finalmente percibí el parecido entre ellos, no sólo la semejanza de rasgos -las extremidades largas, los ojos muy arriba-, sino los pequeños matices de gesto y de habla de quienes forman parte de un clan. Y sentí un destello de impaciencia hacia ellos -el más débil atisbo de una oscura aversión-, y el placer que me causaba la salita se vio ligeramente empañado. Quizá renació en mí la sangre campesina. Pero Hundreds Hall había sido construida y mantenida, pensé, por las mismas personas de quienes ahora se reían. Al cabo de doscientos años, aquella gente había empezado a dejar de trabajar para ellos, de tener fe en la casa; y ésta se derrumbaba como una pirámide de naipes. Entretanto allí estaba la familia, jugando todavía a la vida de terratenientes, con el estuco mellado en las paredes, las alfombras turcas raídas hasta la trama y la loza remachada…

La señora Ayres había evocado a otra criada.

– Oh, era una imbécil -dijo Roderick.

– No era una imbécil- dijo Caroline, imparcialmente-. Pero es cierto que tenía pocas luces. Recuerdo que una vez me preguntó qué era un lacre y le dije que era un tipo de cera muy especial que se ponía en los techos. La hice subirse a una escalera para que intentara poner lacre en el techo del despacho de papá. Y fue una chapuza horrible, y la pobre chica se metió en un buen lío.

Movió la cabeza, avergonzada, pero riéndose otra vez. Después nuestras miradas se cruzaron y debió de ver mi expresión glacial. Trató de reprimir sus sonrisas.

– Perdone, doctor Faraday. Ya veo que no lo aprueba. Y con mucha razón. Rod y yo éramos unos niños espantosos, pero ahora somos mucho más agradables. Supongo que estará pensando en la pobre Betty.

Di un sorbo de té.

– En absoluto. En realidad pensaba en mi madre.

– ¿Su madre? -repitió ella, con un rastro de risa todavía en la voz.

Y en el silencio que siguió, la señora Ayres dijo:

– Por supuesto. Su madre fue niñera aquí en tiempos, ¿no? Recuerdo haberlo oído. ¿Cuándo estuvo aquí? Creo que un poco antes de mi época.

Lo dijo con un tono tan suave y tan amable que casi me avergoncé, porque el mío había sido mordaz.

– Mi madre estuvo aquí hasta alrededor de 1907. Aquí conoció a mi padre, que era despensero. Un idilio encubierto, creo que puede decirse.

Caroline dijo, vacilante:

– Qué divertido.

– Sí, ¿verdad?

Roderick, sin decir nada, tiró más ceniza del cigarrillo. Sin embargo, la señora Ayres había empezado a ponerse pensativa.

– ¿Sabe? -dijo, levantándose-. Creo que… Quizá esté equivocada.

Fue hasta la mesa, sobre la cual había expuesta una serie de fotos de familia enmarcadas. Cogió una de ellas, la sostuvo en alto con el brazo extendido, la examinó y movió la cabeza.

– Sin las gafas no estoy segura -dijo, dándome la foto-. Pero creo, doctor Faraday, que su madre podría estar ahí.

Era una pequeña foto eduardiana con un marco de carey. Mostraba, con nítido detalle sepia, lo que al cabo de un momento comprendí que era la fachada sur de Hundreds, porque vi la puertaventana de la habitación en la que estábamos sentados, abierta al sol de la tarde del mismo modo que ahora. Reunida en el césped delante de la casa, estaba la familia de entonces, rodeada de un conjunto abarcable de sirvientes -ama de llaves, mayordomo, lacayo, ayudantes de cocina, jardineros-: formaban un grupo informal y casi renuente, como si la idea de la foto se le hubiera ocurrido tardíamente al fotógrafo y alguien hubiera ido a buscarlos a todos, apartándolos de otros quehaceres. La propia familia parecía muy a gusto, la señora de la casa -la anciana Beatrice Ayres, la abuela de Caroline y Roderick- sentada en una tumbona y su marido de pie a su lado, con una mano encima de su hombro y la otra metida relajadamente en el bolsillo de su planchado pantalón blanco. Repantigado con cierta desmaña a sus pies estaba el esbelto joven de quince años que al crecer se había convertido en el coronel; se parecía mucho a Roderick tal como era ahora. Sentados junto a él en una alfombra de tartán, estaban sus hermanas y hermanos pequeños.

Miré más atentamente a este grupo. La mayoría eran niños más mayores, pero el más pequeño, un bebé aún, estaba en los bazos de una niñera rubia. La cámara ya había disparado cuando el niño estaba tratando de liberarse, y la niñera entonces había ladeado la cabeza para evitar sus posibles codazos. Su mirada, en consecuencia, no enfocaba a la cámara y sus facciones se veían borrosas.

Caroline había abandonado su lugar en el sofá y había venido a examinar la foto conmigo. De pie a mi lado, encorvada, retirando hacia arriba un mechón de pelo castaño seco, dijo en voz baja:

– ¿Es su madre, doctor Faraday?

– Es posible -dije-. Pero también… -Justo detrás de la chica de aspecto torpe, ahora vi que había otra sirvienta, también de pelo rubio y con un vestido y una cofia idénticos. Me reí, azorado-. Podría ser esta otra. No estoy seguro.

– ¿Su madre vive todavía? Quizá pudiera enseñarle la foto.

Moví la cabeza.

– Mis padres han muerto. Mi madre murió cuando yo aún estaba en el colegio. Mi padre sufrió un ataque cardiaco pocos años después.

– Oh, lo siento.

– Bueno, hace ya tanto…

– Espero que su madre estuviera contenta aquí -dijo la señora Ayres, cuando Caroline volvió al sofá-. ¿Usted qué cree? ¿Alguna vez habló de la casa?

No respondí durante un segundo, recordando algunas de las historias de mi madre sobre su época en el Hall: que, por ejemplo, tenía que permanecer cada mañana con las manos extendidas mientras el ama de llaves le examinaba las uñas; que Beatrice Ayres entraba de vez en cuando sin anunciarse en los dormitorios de las criadas, sacaba sus cajas y repasaba sus pertenencias una por una… Finalmente dije:

– Creo que mi madre hizo buenas amigas aquí con las otras chicas.

La señora Ayres pareció complacida; quizá aliviada.

– Me alegra saberlo. Aquello era un mundo distinto para los sirvientes, por supuesto. Tenían sus propios pasatiempos, sus propios escándalos y diversiones. Su propia cena de Navidad.

Esto suscitó más recuerdos. No aparté los ojos de la foto, ligeramente desconcertado, lo confieso, por la fuerza de mis propios sentimientos, pues aunque había hablado a la ligera, la inesperada aparición de la cara de mi madre -si era su cara- me había conmovido más de lo que habría pensado. Al final dejé la foto en la mesa que había al lado de mi butaca. Hablamos de la casa y sus jardines, de los tiempos más espléndidos que habían visto.

Pero seguí mirando la fotografía mientras hablábamos, y mi distracción debió de ser evidente. Habíamos acabado el té. Dejé transcurrir unos minutos, después miré al reloj y dije que tenía que irme. Cuando ya me levantaba, la señora Ayres dijo amablemente:

– Llévese la foto, doctor Faraday. Me gustaría que la conservara.

– ¿Llevármela? -dije, sobresaltado-. Oh, no, no podría.

– Sí, llévesela. Llévesela como está, con marco y todo.

– Sí, quédesela -dijo Caroline, mientras yo seguía protestando-. No olvide que yo haré las tareas de casa mientras Betty se repone. Agradeceré muchísimo que haya una cosa menos que limpiar.

Así que les di las gracias, sonrojado y casi tartamudeando.

– Es muy amable por su parte. Es…, la verdad, excesivo.

Me dieron un pedazo de papel de estraza con el que envolver la foto y la guardé a buen recaudo en mi maletín. Me despedí de la señora Ayres y palmeé la cabeza caliente y oscura del perro. Caroline, que ya se había puesto de pie, se dispuso a acompañarme hasta el coche. Pero Roderick se adelantó, diciendo:

– No te preocupes, Caro. Yo le acompaño.

Se levantó con esfuerzo del sofá, haciendo muecas de dolor. Su hermana le observaba, inquieta, pero él estaba resuelto a acompañarme. Al fin cedió y me tendió su mano bien formada y mal cuidada para que se la estrechara.

– Adiós, doctor Faraday. Estoy muy contenta de que hayamos encontrado esa foto. Piense en nosotros cuando la mire, ¿lo hará?

– Sí -dije.

Salí de la habitación detrás de Roderick y parpadeé ligeramente al zambullirme de nuevo en la sombra. Me condujo hacia la derecha y pasamos por delante de más puertas cerradas, pero enseguida el pasillo se iluminó y ensanchó, y salimos a lo que supuse que era el vestíbulo de la casa.

Y allí tuve que detenerme y mirar alrededor, porque el vestíbulo era muy bello. El suelo era de mármol rosa y morado, dispuesto como un tablero de ajedrez. Las paredes eran lienzos de madera clara, rojizas porque reflejaban el color del pavimento. Lo dominaba todo, sin embargo, la escalera de caoba, que ascendía con una elegante espiral suave y cuadrada a través de otras dos plantas, y su barandilla barnizada, rematada por una cabeza de serpiente, formaba una sola línea ininterrumpida. El hueco de la escalera medía cuatro metros y medio de ancho y fácilmente dieciocho de alto; y una cúpula de cristal lechoso lo bañaba en una luz fresca y afable desde el techo.

– Un bonito efecto, ¿no? -dijo Roderick, al ver que yo miraba hacia arriba-. La cúpula era una maldición, desde luego, durante los apagones.

Tiró de la amplia puerta principal. Se había humedecido en algún momento del pasado y estaba levemente alabeada, y al desplazarse sobre el mármol produjo un chirrido horrible. Me reuní con él en lo alto de los escalones y el calor del día se dilataba a nuestro alrededor.

Roderick hizo una mueca.

– Todavía es abrasador, me temo. No le envidio el trayecto de vuelta a Lidcote… ¿Qué coche tiene? ¿Un Ruby? ¿Dónde lo ha comprado?

El coche era un modelo muy básico y no tenía gran cosa que admirar. Pero era claramente uno de esos chicos que se interesaban por los automóviles, y le llevé hasta el Ruby para indicarle algunas características, y al final abrí el capó para enseñarle el diseño del motor.

– Estas carreteras rurales lo maltratan bastante -dije, al cerrar el capó.

– Me figuro. ¿Cuánto recorrido hace más o menos cada día?

– ¿Un día tranquilo? Quince, veinte visitas. Un día ajetreado puedo usarlo más de treinta veces. Son visitas locales, la mayoría, aunque tengo un par de pacientes privados que viven en Banbury.

– Es un hombre atareado.

– Demasiado, a veces.

– Todos esos sarpullidos y cortes. Oh, eso me recuerda… -Se metió la mano en el bolsillo-. ¿Qué le debo por la visita a Betty?

Al principio no quise coger el dinero, pensando en la generosidad de su madre con la foto. Como él insistió, dije que le enviaría una factura. Pero él se rió y dijo:

– Oiga, si yo fuera usted, cogería el dinero cuando se lo ofrecen. ¿Cuánto cobra? ¿Cuatro chelines? ¿Más? Vamos. Todavía no hemos llegado a la etapa de necesitar limosnas.

Así que a regañadientes le dije que me diera cuatro chelines por la visita y la receta. Sacó un puñado caliente de calderilla y contó las monedas en la palma de la mano. Al hacerlo cambió de postura, y el movimiento debió de alterarle un poco, porque volvió a fruncir las mejillas, y esta vez estuve a punto de decírselo. Sin embargo, al igual que con el tabaco, no quise incomodarle y desistí. El se cruzó de brazos y aparentó que se encontraba perfectamente mientras yo arrancaba el coche, y al partir alzó lánguidamente una mano hacia mí, y después se volvió y se dirigió hacia la casa. Pero seguí observándole por el espejo retrovisor y vi lo penoso que le resultaba subir los peldaños hasta la puerta de entrada. Vi cómo la casa parecía tragarle cuando entró renqueando en el vestíbulo oscuro.

Después el sendero trazó un giro entre arbustos sin podar, el coche empezó a cobrar velocidad y dar bandazos, y la casa se perdió de vista.


Aquella noche, como hacía muchos domingos, cené con David Graham y su mujer, Anne. El caso de urgencia de Graham había salido bien, contra todo pronóstico, y pasamos la mayor parte de la comida comentándolo, y sólo cuando empezábamos el pudin de manzanas asadas mencioné que por la tarde había sustituido a Graham en la visita a Hundreds Hall. De inmediato pareció sentir envidia.

– ¿Sí? ¿Cómo es ahora? Hace años que la familia no me llama. He oído que la finca se está desmoronando; de hecho, que la están dejando hecha una pocilga.

Describí lo que había visto de la casa y los jardines.

– Es desgarrador verlo todo tan cambiado -dije-. No sé si Roderick sabe lo que hace. No da esa impresión.

– Pobre Roderick -dijo Anne-. Siempre he pensado que es un buen chico. No se puede evitar compadecerle.

– ¿Por las cicatrices y demás?

– Oh, en parte. Pero más porque parece tan desorientado. Tuvo que crecer demasiado rápido, como todos los chicos de su edad. Pero él tenía que pensar en Hundreds, además de en la guerra. Y en cierto modo no salió a su padre.

– Bueno, eso podría estar a su favor -dije-. Recuerdo que el coronel era bastante brutal, ¿no? Le vi una vez cuando yo era joven, hecho una furia con un conductor cuyo coche dijo que había asustado a su caballo. ¡Al final desmontó de un salto y le rompió un faro de una patada!

– Tenía malas pulgas, ya lo creo -dijo Graham, dando un bocado de manzana-. Al estilo de los antiguos hacendados.

– Un bravucón de los de antes, en otras palabras.

– Bueno, no me hubiera gustado estar en su lugar. La mitad del tiempo debía de estar desquiciado por el dinero. Creo que la propiedad ya era deficitaria cuando él la heredó. Sé que vendió tierras a lo largo de los años veinte; recuerdo que mi padre decía que era como achicar agua de un barco que se hunde. ¡He oído que los impuestos, cuando murió, fueron astronómicos! La verdad es que no entiendo cómo se las apaña la familia.

– ¿Y lo del accidente de Roderick? -dije-. He pensado que su pierna tiene mal aspecto. No sé si le ayudaría un tratamiento de estimulación eléctrica, en el supuesto de que me permitiese intentarlo. Parece que tienen a gala vivir allí como las Bronte, cauterizando sus heridas y yo qué sé… ¿Te importaría?

Graham se encogió de hombros.

– No faltaría más. Como he dicho, hace tanto tiempo que no me llaman que apenas puedo considerarme el médico de la familia. Recuerdo la lesión: una rotura seria, mal curada. Las quemaduras hablan por sí mismas. -Dio otro bocado y se puso pensativo-. Cuando Roderick volvió a casa, creo que también tuvo algún trastorno nervioso.

Esto era nuevo para mí.

– ¿De verdad? No pudo ser tan malo. Ahora, desde luego, está muy relajado.

– Bueno, fue lo bastante serio como para que la familia lo mantuviera en secreto. Pero ya se sabe, todas esas familias son así de susceptibles. Creo que la señora Ayres ni siquiera llamó a una enfermera. Cuidó a Roderick ella misma, y luego trajo a Caroline a casa para que la ayudara, al final de la guerra. A Caroline le iba muy bien, ¿no?, con algún rango en la sección femenina de la marina, ¿o era en la fuerza aérea? Claro que es una lumbrera de chica.

Dijo «lumbrera» del mismo modo que se lo había oído decir a otras personas hablando de Caroline Ayres, y yo sabía que, al igual que ellas, empleaba la palabra más o menos como un eufemismo para decir «fea». No contesté, y terminamos el pudín en silencio. Anne dejó su cuchara en el bol y se levantó de la silla para cerrar una ventana; estábamos cenando tarde y una vela iluminaba la mesa; el sol empezaba a ponerse y unas polillas revoloteaban alrededor de la llama. Y al sentarse de nuevo Anne dijo:

– ¿Os acordáis de la primera hija de Hundreds? ¿De Susan, la niña que murió? Era guapa, como su madre. Fui a la fiesta en que cumplió siete años. Sus padres le habían regalado un anillo de plata con un diamante de verdad engastado. ¡Oh, cómo envidié aquel anillo! Y unos meses más tarde murió… ¿No fue de sarampión? Creo que fue de algo así.

Graham se estaba limpiando la boca con una servilleta.

– ¿No fue difteria? -dijo.

Anne hizo una mueca al pensarlo.

– Eso es. Una muerte tan desagradable… Recuerdo el entierro. El pequeño ataúd y todas las flores. Montones de flores.

Y caí en la cuenta de que yo también recordaba el entierro. Recuerdo que estaba con mis padres en la calle mayor de Lidcote cuando pasó el féretro. Recuerdo a la señora Ayres, joven, con un espeso velo negro, como una novia espectral. Recuerdo a mi madre, llorando en silencio; a mi padre con la mano en mi hombro; los colores nuevos y el fuerte olor agrio de mi blazer y mi gorra del colegio.

Por alguna razón, el recuerdo me deprimió más de lo normal. Anne y la sirvienta retiraron los platos y Graham y yo nos quedamos sentados a la mesa, hablando de diversos asuntos profesionales, lo cual me deprimió aún más. Graham era más joven que yo, pero le iba bastante bien: había empezado a ejercer como hijo de un médico, con el respaldo de dinero y posición. Yo había empezado a trabajar como una especie de aprendiz con el socio de su padre, el doctor Gill: aquel «personaje», como le había llamado pintorescamente Roderick; en realidad, el viejo demonio era un holgazán que, so pretexto de que era mi patrono, gradualmente me había dejado comprarle su parte de la sociedad durante largos y duros años mal pagados. Gill se había jubilado antes de la guerra y vivía en una casa agradable, medio de madera, cerca de Stratford-Avon. Hasta hacía muy poco yo no había empezado a ganar dinero. Ahora que se avecinaba la Seguridad Social, parecía acabada la época de los médicos privados. Para colmo, mis pacientes más pobres tendrían pronto la posibilidad de abandonar mi lista e inscribirse en la de otro colega, reduciendo notablemente de este modo mis ingresos. La idea me había costado ya varias malas noches.

– Los perderé a todos -le dije a Graham, posando los codos en la mesa y frotándome cansinamente la cara.

– No seas idiota -respondió-. No tienen más motivos para dejarte a ti que para dejarme a mí… o a Seeley, o a Morrison.

– Morrison les da cantidades de jarabe para la tos y sales minerales -dije-. A ellos les gusta eso. Seeley tiene modales, sabe tratar a las mujeres. Tú eres un tipo como de la familia, simpático, limpio, guapo; también les gusta eso. Yo no les gusto. Nunca les he gustado. Nunca han sabido dónde ubicarme. No soy cazador ni juego al bridge, pero tampoco juego a los dardos ni al fútbol. No soy lo bastante distinguido para los terratenientes; ni tampoco para los obreros, ya que estamos. Quieren mirar a su médico desde abajo. No les gusta pensar que es uno de ellos.

– Oh, tonterías. ¡Lo único que quieren es alguien que les cure! Cosa que haces estupendamente. En todo caso, eres muy concienzudo. Tienes demasiado tiempo libre para darle vueltas. Deberías casarte; te arreglaría la vida.

Me reí.

– ¡Dios! Apenas puedo mantenerme yo solo, ¿cómo iba a mantener a una esposa y unos hijos?

El ya me había oído decir esto antes, pero tuvo la indulgencia de dejarme rezongar. Anne nos trajo café y hablamos hasta casi las once. De buena gana me habría quedado más tiempo, pero suponiendo el poco del que ellos disponían para estar juntos, decidí despedirme. Su casa está justo en el otro extremo del pueblo con respecto a la mía, a diez minutos andando; la noche era todavía tan calurosa y sin brisa que caminaba despacio, dando un rodeo, y me paré una vez a encender un cigarro y después me quité la chaqueta, me aflojé la corbata y me remangué la camisa.

La planta baja de mi casa está dedicada al despacho, la sala de reconocimiento y la sala de espera; la cocina y el salón ocupan el piso de arriba, y el dormitorio está en el desván. Es un alojamiento muy sencillo, como le había dicho a Caroline Ayres. Como nunca he tenido tiempo ni dinero para adecentarlo, conserva la misma decoración desalentadora de cuando me mudé: paredes de color mostaza y pintura «peinada», y la cocina es incómoda y estrecha. Una asistenta, la señora Rush, viene a diario a limpiar y hacerme la comida. Cuando no estoy atendiendo a mis pacientes paso casi todo el tiempo abajo, extendiendo recetas o leyendo y escribiendo en mi escritorio. Aquella noche entré directamente en mi consulta para mirar mis notas para el día siguiente y poner mi maletín en orden, y sólo cuando lo abrí y vi el paquete envuelto de cualquier manera en papel de estraza, recordé la fotografía que la señora Ayres me había dado en Hundreds Hall. Deshice el envoltorio y volví a examinar la imagen, y como todavía no estaba seguro respecto a la niñera rubia y quería comparar esta foto con otras, la subí al dormitorio. En uno de los armarios había una vieja lata de galletas, llena de papeles y recuerdos de familia reunidos por mis padres. Saqué la lata, la llevé a la cama y empecé a inspeccionar su contenido.

No la había abierto en años y había olvidado lo que había dentro. Vi, con sorpresa, que casi todo lo que contenía eran antiguos fragmentos de mi pasado. Allí estaba, por ejemplo, mi partida de nacimiento, junto con una especie de anuncio del bautizo; resultó que en un sobre marrón y arrugado había dos de mis dientes de leche y un mechón de mi pelo de bebé, inverosímilmente fino y rubio; y luego había un revoltijo de insignias de explorador y de natación llenas de pelusa, certificados y boletines de notas escolares y menciones de premios: la secuencia de ellos estaba toda mezclada, de tal modo que un recorte rasgado de periódico anunciando mi licenciatura de la facultad de medicina se había enganchado con una carta del primer director de mi colegio en la que me recomendaba «encarecidamente» para una beca en Leamington College. Vi asombrado que incluso estaba allí la misma medalla del Día del Imperio que una joven señora Ayres me había entregado en Hundreds Hall. Estaba cuidadosamente envuelta en papel de seda y me cayó pesadamente en la mano, con su cinta de color sin deshilachar y su superficie de bronce oscurecida pero intacta.

Descubrí, sin embargo, que de la vida de mis padres sólo quedaban testimonios tristemente nimios. Supongo que simplemente no había muchas cosas memorables. Un par de postales sentimentales de la guerra, con unos mensajes pulcros, sosos y con faltas de ortografía; una moneda de la suerte, con un agujero en medio para pasar un cordel; un ramillete de violetas de papel: eso era todo. Yo me acordaba de algunas fotos, pero sólo había una descolorida, del tamaño de una postal y con las esquinas curvadas. La habían sacado en la tienda de un fotógrafo, en una Mop Fair de la zona, y mostraba a mi madre y mi padre como una pareja de novios, fantásticamente colocados delante de un telón de fondo alpino, dentro de una cesta de la colada atada con una cuerda que se suponía que era la barquilla de un globo aerostático.

Puse esta foto al lado de la del grupo de Hundreds y las miré alternativamente. Sin embargo, el ángulo en que mi madre tenía colocada la cabeza en el globo, junto con la caída de una pluma de aire triste sobre su sombrero, me impedía estar seguro, y al final desistí. También la foto de la feria había empezado a ser conmovedora para mí; y cuando volví a mirar los papeles y recortes que documentaban mis logros, y pensé en el mimo y el orgullo con que mis padres los habían conservado, sentí vergüenza. Mi padre había contraído deudas sucesivas para pagar mis estudios. Probablemente las deudas habían arruinado su salud; sin duda habían contribuido a debilitar la de mi madre. ¿Y con qué resultado? Yo era un buen médico de cabecera. En otra situación podría haber sido más que bueno. Había empezado a ejercer endeudado yo también, y al cabo de quince años de profesión en la misma pequeña comarca todavía no tenía unos ingresos decentes.

Nunca me he considerado un hombre descontento. He estado demasiado ocupado para que el descontento haya tenido ocasión de infiltrarse. Pero he conocido horas sombrías, rachas de abatimiento en que la vida que se extendía ante mí me parecía amarga, hueca y tan insignificante como una cáscara de nuez; y en aquel momento me asaltó uno de esos accesos. Olvidé los muchos éxitos modestos de mi carrera y sólo vi todos los fracasos: los casos mal tratados, las oportunidades perdidas, los momentos de cobardía y desilusión. Pensé en mis años anodinos de la guerra, que pasé aquí, en Warwickshire, mientras mis colegas más jóvenes, Graham y Morrison, se alistaban en el cuerpo médico del ejército. Sentía las habitaciones vacías de debajo y recordaba a una chica de la que había estado muy enamorado cuando estudiaba medicina: una chica de una buena familia de Birmingham cuyos padres no me habían considerado un buen partido, y que había acabado dejándome por otro hombre. Después de este desengaño casi había dado la espalda a los amores, y los pocos que había tenido desde entonces no habían sido muy apasionados. Ahora me vienen a la memoria aquellos fríos abrazos, con todos sus secos detalles mecánicos. Sentí una oleada de asco por mí y de compasión por aquellas mujeres.

El calor en el dormitorio del desván era asfixiante. Apagué la lámpara, encendí un cigarrillo y me tumbé en la cama, entre las fotografías y los fragmentos. La ventana estaba abierta y la cortina descorrida. Era una noche sin luna, pero su oscuridad era la intranquila oscuridad del verano, densa de movimientos y sonidos ligeros. Miré a la negrura y lo que vi -una especie de curiosa imagen posterior de mi día- fue Hundreds Hall. Vi sus espacios frescos y fragantes, la luz que contenía, como vino en un vaso. Y me imaginé a sus habitantes como estarían en aquel momento: Betty en su cuarto, la señora Ayres y Caroline en los suyos, Roderick en el suyo…

Permanecí así durante un largo rato, sin moverme y con los ojos abiertos, mientras el cigarrillo se quemaba despacio y se convertía en ceniza entre mis dedos.

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