Capítulo 2

La noche se llevó el acceso de descontento; por la mañana casi lo había olvidado. El día fue el comienzo de una breve racha de trabajo para Graham y para mí, porque el clima caluroso había traído a la región una variedad de pequeñas epidemias, y ahora una mala fiebre de verano empezó a invadir a los pueblos. Afectó gravemente a un niño que ya era delicado, y le dediqué un montón de tiempo, en ocasiones yendo a su casa dos o tres veces al día hasta que mejoró. No había dinero en juego: era un paciente del «club», lo que quería decir que sólo cobraba un puñado de chelines por atenderle a él y a sus hermanos y hermanas durante un año entero. Pero conocía bien a su familia, les tenía cariño y me alegró que se repusiera; y me conmovió el agradecimiento de sus padres.

En mitad de todo esto me acordé de enviar al Hall la receta de Betty, pero no tuve más contacto con ella ni con los Ayres. Seguía pasando por los muros de Hundreds en mi ronda habitual, y alguna que otra vez me sorprendía pensando, con algo parecido a la nostalgia, en el paisaje descuidado que había al otro lado, con aquella pobre casa desatendida en su centro, que se deslizaba en silencio hacia la ruina. Pero cuando rebasamos el punto culminante del verano y la estación comenzó a desvanecerse, eso fue lo único que empecé a pensar al respecto. Mi visita a los Ayres pronto pareció vagamente irreal, como un sueño nítido pero inverosímil.

Después, una noche a finales de agosto -es decir, más de un mes después de haber visitado a Betty-, estaba conduciendo por una de las carreteras a las afueras de Lidcote y vi a un perro grande y negro olisqueando en el polvo. Serían como las siete y media. El sol estaba todavía muy alto, pero el cielo empezaba a adquirir un tono rosado; había terminado mis consultas de la tarde y me dirigía a visitar a un paciente en uno de los pueblos vecinos. El perro empezó a ladrar cuando vio mi coche, y cuando levantó la cabeza y avanzó vi el color gris de su piel y reconocí a Gyp, el viejo labrador de Hundreds Hall. Un segundo después vi a Caroline. Estaba justo al borde de la carretera, en el lado de sombra. Sin sombrero y con las piernas desnudas, estaba internándose en uno de los setos; se las había arreglado para meterse tan profundamente entre las zarzas que si Gyp no me hubiera alertado habría pasado de largo sin verla. Al acercarme más, vi que le decía al perro que se callara; volvió la cabeza hacia el coche y entornó los ojos para protegerse de lo que debió de ser la luz deslumbradora del parabrisas. Advertí que le cruzaba el pecho la correa de una cartera, y que llevaba lo que me pareció que era un pañuelo manchado, convertido en un hatillo como el de Dick Whittington. En cuanto estuve a su altura, frené y la llamé por la ventanilla abierta.

– ¿Se escapa de casa, señorita Ayres?

Ella me reconoció entonces y sonrió, y empezó a salir de los arbustos. Lo hizo con cautela, alzando la mano para liberarse de las zarzas, y finalmente dio un salto hasta la superficie polvorienta de la carretera. Sacudiéndose la falda -llevaba el mismo vestido de algodón que la última vez que la vi y que tan mal le sentaba-, dijo:

– He ido al pueblo a hacer unos recados para mi madre. Pero después me ha tentado el sendero. Mire.

Abrió con cuidado el pañuelo y comprendí que lo que me habían parecido manchas eran en realidad restos de jugo de color púrpura: había forrado la tela con acederas y la estaba llenando de moras. Seleccionó para mí una de las más grandes y le quitó el polvo soplando levemente antes de dármela. Me la metí en la boca y sentí cómo se deshacía contra la lengua, caliente como sangre e increíblemente dulce.

– ¿A que está buena? -dijo ella, cuando yo la tragaba. Me dio otra y ella, a su vez, se comió una-. Mi hermano y yo veníamos a recoger moras aquí cuando éramos niños. Es el mejor sitio de todo el condado. No sé por qué. Aunque cualquier otro sitio esté seco como el Sahara, la fruta aquí es siempre buena. Debe de regarlas un manantial o algo así.

Se llevó un pulgar a la comisura de la boca para limpiarse un reguero de jugo oscuro, y fingió que fruncía el ceño.

– Pero era un secreto de la familia Ayres, y no debería haberme ido de la lengua. Ahora me temo que tendré que matarle. ¿O me jura que no se lo dirá a nadie?

– Lo juro -dije.

– ¿Palabra de honor?

Me reí.

– Palabra de honor.

Cautelosamente me dio otra mora.

– Bueno, supongo que tendré que fiarme de usted. De todos modos, debe de ser de pésima educación matar a un médico: un poco menos que matar a un albatros. Y muy difícil, además, porque ustedes deben de saberse todas las mañas.

Se echó hacia atrás el pelo y parecía contenta de charlar, de pie como a un metro de la ventanilla, alta y desenvuelta con aquellas piernas algo gruesas; y como yo era consciente de que el motor en marcha gastaba combustible, lo apagué. El coche pareció hundirse, como feliz de que lo liberasen, y noté el peso empalagoso y la extenuación del aire veraniego. Desde el otro lado de los campos, amortiguados por el calor y la distancia, llegaban los chirridos y chasquidos de la maquinaria agrícola, y voces que gritaban. Aquellas tardes suaves de finales de agosto, los braceros trabajaban hasta pasadas las once de la noche.

Caroline escogió más moras. Ladeando la cabeza, dijo:

– No ha preguntado por Betty.

– Estaba a punto de hacerlo -dije-. ¿Cómo está? ¿Ha tenido más problemas?

– ¡Ninguno! Pasó un día en la cama y se recuperó como por ensalmo. Desde entonces hacemos lo posible para que se sienta a gusto. Le dijimos que no tiene que utilizar la escalera de atrás, si no le gusta. Y Roddie le ha conseguido una radio que le ha levantado muchísimo los ánimos. Por lo visto su familia tenía una en su casa, pero se rompió durante una discusión. Ahora uno de nosotros tiene que ir a Lidcote una vez a la semana para recargar la pila, pero pensamos que vale la pena, si a ella la hace feliz… Pero diga la verdad. La medicina que nos envió era simple tiza, ¿no? ¿Contenía realmente algo?

– No podría decírselo -respondí, altivamente-. La relación médico-paciente, ya sabe. Además, podría usted denunciarme por mala praxis.

– ¡Ja! -Puso una expresión compungida-. Ahí no corre ningún riesgo. No podríamos pagar los honorarios de un abogado…

Volvió la cabeza cuando Gyp lanzó unos ladridos agudos. Mientras hablábamos había estado olfateando entre la hierba a la orilla del camino, pero ahora hubo un revuelo agitado al otro lado del seto y desapareció por un hueco entre las zarzas.

– Está persiguiendo a un pájaro, el muy estúpido -dijo Caroline-. Antes teníamos pájaros aquí; ahora son del señor Milton. No le hará ninguna gracia si Gyp atrapa a una perdiz. ¡Gyp! ¡Gyppo! ¡Vuelve aquí! ¡Ven aquí, idiota!

Fue a buscarlo, lanzándome deprisa el pañuelo con las moras. La vi inclinarse hacia el seto, sin dar muestras de miedo a las arañas o a las espinas, y se le enganchó otra vez el pelo castaño. Tardó unos minutos en recuperar al perro, y cuando él volvió trotando hasta el coche, con un aire enormemente satisfecho de sí mismo, la boca abierta y la lengua rosa colgando, me acordé de mi paciente y dije que tenía que marcharme.

– Bueno, llévese unas moras -dijo Caroline, risueña, cuando arranqué el coche.

Pero al ver que ella empezaba a escogerlas se me ocurrió que yo iba más o menos en dirección hacia Hundreds, y como era un trayecto de unos cuatro o cinco kilómetros me ofrecí a llevarla. Titubeé al respecto, pues no sabía si ella aceptaría; aparte de todo lo demás, parecía tan a sus anchas en aquel polvoriento camino rural como un vagabundo o un gitano. Ella también pareció dudar cuando se lo dije, pero resultó que simplemente se lo estaba pensando. Echó un vistazo a su reloj de pulsera y dijo:

– Me gustaría mucho. Y le agradecería aún más si me dejase en el camino que lleva a nuestra granja, en vez de en las puertas del parque. Mi hermano está allí. Iba a dejarle trabajando. Supongo que les vendrá bien una ayuda; suelen necesitarla.

Dije que la llevaría encantado. Abrí la puerta del pasajero para que Gyp subiera al asiento trasero, y en cuanto terminó de dar vueltas y de removerse nervioso, Caroline volvió a bajar el asiento de delante y se sentó a mi lado.

Noté su peso al sentarse, por la inclinación y el crujido del coche, y de repente pensé que ojalá el auto no fuera tan pequeño y antiguo. A ella, sin embargo, no pareció importarle. Puso la cartera plana sobre las rodillas, depositó encima el pañuelo con las moras y lanzó un suspiro de placer, sin duda contenta por estar sentada. Calzaba sus sandalias de chico, de suela plana, y aún llevaba las piernas sin depilar; me fijé en que cada hebra de pelusa estaba llena de polvo, como la pestaña de un ojo morado.

En cuanto arrancamos me ofreció otra mora, pero esta vez decliné el ofrecimiento porque no quería comerme toda su cosecha. Ella cogió otra y le pregunté por su madre y su hermano.

– Madre está bien -respondió, después de tragar-. Gracias por preguntar. Le agradó mucho conocerle aquel día. Le gusta saber quién es quién en el condado. Ya sabe que salimos mucho menos que antes, y como es bastante orgullosa con las visitas, estando la casa tan destartalada, se siente un poco aislada. Roddie…, bueno, está como siempre, trabajando mucho ycomiendo muy poco… Le fastidia la pierna.

– Sí, me lo figuraba.

– No sé hasta qué punto le duele realmente. Mucho, sospecho. Dice que no tiene tiempo de empezar un tratamiento. Creo que lo que quiere decir es que no hay dinero para eso.

Era la segunda vez que había mencionado el dinero, pero ahora no hubo rastro de aflicción en su voz, sino que lo dijo como si simplemente dejara constancia de algo. Cambié de marcha en una curva de la carretera y dije:

– ¿Tan mal van las cosas? -Y como ella no contestó enseguida-: ¿Le molesta que pregunte?

– No, en absoluto. Sólo estaba pensando qué responder… Van bastante mal, para serle sincera. No sé cómo de mal, porque Rod lleva toda la contabilidad y es muy reservado. Lo único que dice es que él se encarga de sacarnos adelante. Los dos procuramos ocultar la gravedad de la situación a mi madre, pero incluso para ella debe de ser evidente que las cosas en Hundreds nunca volverán a ser como eran. Para empezar, hemos perdido muchas tierras. Ahora los ingresos de la granja son más o menos los únicos que tenemos. Y el mundo ha cambiado, ¿no? Por eso estamos empeñados en conservar a Betty. No sabe la diferencia que supone para el humor de mi madre poder llamar a una sirvienta, como en los viejos tiempos, en lugar de tener que recorrer nosotros mismos todo el camino hasta la cocina para traer una jarra de agua caliente o lo que sea. Estas cosas significan mucho. Fíjese, tuvimos servicio en Hundreds hasta que empezó la guerra.

De nuevo hablaba con toda naturalidad, como con una persona de su clase. Pero se quedó callada un segundo y después se movió como cohibida y dijo, con un tono distinto:

– Dios, qué superficiales debemos de parecerle. Lo siento mucho.

– No, en absoluto -dije.

Pero estaba claro lo que quería decir, y su turbación visible sólo sirvió para turbarme a mí. Además, la carretera por donde íbamos era la que yo recordaba que recorría de chico aproximadamente por aquella estación del año, para llevar pan con queso, el «tentempié» del mediodía, a los hermanos de mi madre que colaboraban en la cosecha de Hundreds. Sin duda a aquellos hombres les habría ilusionado pensar que, treinta años más tarde, yo, un médico titulado, estaría conduciendo mi propio coche con la hija del amo sentada a mi lado. Pero de pronto me invadió un absurdo sentimiento de torpeza y falsedad, como si mis tíos, simples jornaleros, se me aparecieran delante, viesen que yo era un impostor y se rieran de mí.

Durante un rato, por tanto, no dije nada, ni tampoco Caroline, y pareció que habíamos perdido nuestra desenvoltura anterior. Era una lástima, porque era un trayecto agradable, con los setos coloridos y fragantes, cargados de escaramujo, valeriana roja y cremoso «vomitivo» blanco. Más allá de donde unas cancelas interrumpían los arbustos se vislumbraban campos, algunos ya reducidos a rastrojos y tierra picoteados por grajos, y algunos todavía con trigo, y el rojo vivo de las amapolas veteaba la pálida cosecha.

Llegamos al final del camino que llevaba a la granja de Hundreds y reduje la velocidad para entrar en la finca. Pero Caroline se enderezó como dispuesta a apearse.

– No se moleste en llevarme hasta allí. No está lejos.

– ¿Está segura?

– Completamente.

– Vale, entonces.

Supuse que estaba harta de mí, y no se lo reprochaba. Pero cuando frené y dejé el motor en marcha, ella extendió el brazo hacia la manija de la puerta y se detuvo al asirla. Volviéndose a medias hacia mí, dijo, azorada:

– Muchas gracias por traerme, doctor Faraday. Perdone por lo que he dicho antes. Supongo que pensará lo que piensa tanta gente cuando ve Hundreds en su estado actual: que estamos locos de remate por seguir viviendo allí y esforzarnos en mantenerlo como era; que deberíamos… darnos por vencidos. La verdad es que sabemos que es una suerte haber vivido allí. Es como si tuviéramos que mantener la propiedad en orden, cumplir nuestra parte del trato. A veces la presión resulta agobiante.

Su tono era sencillo ymuy sincero, y allí, en la penumbra cercana y cálida del coche, percibí muy sorprendido que su voz era agradable, baja y melodiosa, porque era la voz de una mujer mucho más guapa.

Mis complicados sentimientos empezaron a aclararse. Dije:

– No creo en absoluto que estén locos, señorita Ayres. Ojalá pudiera hacer algo para aligerar la carga de su familia. Es el médico que llevo dentro, supongo. La pierna de su hermano, por ejemplo. He pensado que si pudiera examinarla más a fondo…

Ella movió la cabeza.

– Es muy amable por su parte. Pero hablaba en serio, hace un momento, cuando le he dicho que no tenemos dinero para tratamientos.

– ¿Y si renunciara a mis honorarios?

– ¡Bueno, eso sería todavía más amable! Pero no creo que mi hermano lo vea de esa manera. Tiene un orgullo algo tonto para esta clase de cosas.

– Ah -dije-, pero quizá hubiera un modo de sortear ese escollo…

Tenía metida esta idea en la cabeza desde mi visita a Hundreds; ahora, mientras hablaba, terminé de elaborarla. Le hablé de mis éxitos precedentes utilizando la estimulación eléctrica para tratar heridas musculares muy parecidas a las de su hermano. Dije que las bobinas de inducción se veían muy raramente fuera de las consultas de los especialistas, donde solían usarse para heridas muy recientes, pero que yo tenía el presentimiento de que podían aplicarse a muchos otros casos.

– Hay que convencer a los médicos -dije-. Exigen pruebas. Tengo el instrumental, pero no siempre surge el caso adecuado. Si yo tuviera el paciente idóneo y tomara nota del procedimiento a medida que lo fuera aplicando, y redactase un informe al respecto…, bueno, el paciente casi me estaría haciendo un favor. Ni por asomo se me ocurriría cobrarle.

Ella entornó los ojos.

– Empiezo a ver el contorno nebuloso de un acuerdo estupendo.

– Exactamente. Su hermano ni siquiera tendría que venir a mi consulta: la máquina es transportable, podría traerla al Hall. No puedo jurar que dará resultado, por supuesto. Pero si pudiera conectarle, pongamos, una vez por semana durante dos o tres meses, es posible que notara una mejoría enorme… ¿Qué le parece?

– ¡Me parece maravilloso! -dijo ella, como si de verdad le entusiasmara la idea-. Pero ¿no tiene miedo de perder el tiempo? Seguro que hay casos que lo merecen más.

– El de su hermano ya me parece muy apropiado -dije-. Y en cuanto a perder el tiempo… Bueno, para serle totalmente franco, no creo que a mi reputación en el hospital del distrito le perjudique en absoluto que tome la iniciativa en un intento de este tipo.

Era absolutamente cierto; aunque había sido muy sincero con ella, habría añadido que también albergaba la esperanza de impresionar a los ricos de la zona, que si se enteraban de mi éxito al tratar las dolencias de Roderick Ayres, quizá por primera vez en veinte años se parasen a pensar en llamarme para que echara un vistazo a las suyas… Hablamos del asunto unos minutos, con el motor del coche al ralentí, y como ella se emocionaba cada vez más al oír mis palabras, al final dijo:

– Oiga, ¿por qué no viene conmigo a la granja ahora y se lo dice usted mismo a Roddie?

Consulté mi reloj.

– Bueno, tengo un paciente al que he prometido ver.

– Oh, pero ¿no puede esperar un poco? Los pacientes tienen que saber esperar. Seguramente por eso los llaman pacientes… ¿Sólo cinco minutos, para explicárselo? ¿Para decirle lo que me ha dicho a mí?

Hablaba ahora como una colegiala alegre, y era difícil resistirse a su entusiasmo. «De acuerdo», dije, y volví a la carretera y, traqueteando a lo largo del corto trayecto, llegamos al patio adoquinado de la granja. Ante nosotros se alzaba la alquería de Hundreds, un adusto edificio Victoriano. A nuestra izquierda estaba el corral de las vacas y el establo de ordeño. Habíamos llegado claramente poco antes de que terminaran de ordeñar, pues un grupo pequeño de vacas aguardaba todavía, nerviosas y quejándose, a que las sacaran del corral. A las demás -unas cincuenta, calculé- se las divisaba en un cercado al otro lado del patio.

Nos apeamos y, acompañados por Gyp, echamos a andar sobre los adoquines. Era trabajoso: todos los patios de una granja están sucios, pero aquél lo estaba especialmente, y el verano largo y seco había cocido y solidificado, formando surcos y aristas, el barro y el estiércol removidos por las pezuñas del ganado. Resultó que el establo, cuando llegamos a él, era una vieja estructura de madera en un estado visiblemente ruinoso, que apestaba a estiércol y a amoníaco y desprendía calor como un invernadero de cristal. No había ordeñadoras, sólo banquetas y cubos, y en los dos primeros pesebres encontramos al granjero, Makins, y a su hijo mayor, los dos ordeñando sendas vacas. Makins había venido de fuera del condado pocos años antes, pero yo le conocía de vista, un hombre de cara enjuta y expresión abrumada que acababa de rebasar los cincuenta, la viva imagen del lechero industrioso. Caroline le llamó y él nos saludó con un gesto, mirándome con una ligera curiosidad; pasamos de largo y, para mi sorpresa, encontramos a Roderick. Yo había supuesto que estaría dentro de la casa o en algún otro lugar de la granja, pero allí estaba, ordeñando con los demás, con la cara colorada por el calor y el esfuerzo, las largas piernas flacas flexionadas y la frente apretada contra el anca polvorienta y parda de una vaca.

Alzó los ojos yparpadeó al verme, no del todo contento, pensé, de que le pillaran en aquel trabajo, pero muy resuelto a ocultar su desagrado, porque dijo con ligereza, aunque sin sonreír:

– ¡Espero que me disculpe si no me levanto a darle la mano! -Miró a su hermana-. ¿Va todo bien?

– Sí -respondió ella-. Sólo que el doctor Faraday quiere hablar contigo de algo.

– Bueno, no tardaré mucho. Cálmate, tontuela.

La vaca había empezado a moverse nerviosa al oír nuestras voces. Caroline me alejó del animal.

– Son asustadizas con los desconocidos. Pero a mí me conocen. ¿Le importa que les ayude?

– Claro que no -dije.

Se metió en el corral, tras haberse puesto unas botas de goma y un delantal de lona sucio, y se movió con soltura entre los animales que aguardaban; después llevó a una vaca a la cuadra y la hizo entrar en el pesebre contiguo al de su hermano. Tenía ya los brazos desnudos y no hacía falta que se remangase, pero se lavó las manos en el grifo y se las roció con desinfectante; cogió una banqueta y un cubo de cinc y los colocó al lado de la vaca, y al hacerlo la empujó con los codos para que adoptara la posición correcta, y empezó a ordeñarla. Oí el ruido del chorro de leche que caía en el cubo vacío y vi los enérgicos movimientos rítmicos de los brazos de Caroline. Dando un paso hacia un lado, alcancé a ver debajo de los cuartos traseros de la vaca el destello de sus manos tirando de las ubres blancas, que parecían sumamente elásticas.

Había terminado de ordeñar a aquella vaca y empezó con otra antes de que Roderick terminara con la suya. Al terminar la llevó al corral, vació el cubo de leche espumante en una cuba de acero restregada y después se me acercó, enjugándose los dedos en el delantal y alzando la barbilla.

– ¿En qué puedo ayudarle?

Yo no quería distraerle de su trabajo y le dije brevemente lo que había pensado, exponiéndolo como si le estuviera pidiendo un favor, y le expliqué que me prestaría una gran ayuda para realizar una investigación importante… El proyecto, de algún modo, sonó menos convincente que cuando se lo había descrito a su hermana en el coche, y Roderick me escuchó con una expresión de duda, sobre todo cuando le comuniqué que la máquina era eléctrica.

– Lamento decir que no tenemos combustible para que funcione el generador durante el día -dijo, moviendo la cabeza, como si esto zanjara el asunto.

Pero yo le aseguré que la bobina se alimentaba con sus propias pilas secas… Vi que Caroline nos observaba, y cuando terminó con otra vaca vino a reunirse con nosotros y agregó sus argumentos a los míos. Mientras ella hablaba, él miraba inquieto al ganado, que aguardaba intranquilo, y creo que al final accedió a la propuesta simplemente para que nos calláramos. En cuanto pudo, se fue cojeando hasta el corral para sacar a otra vaca, y fue Caroline la que fijó la fecha de mi visita a la casa.

– Yo me encargo de que Roderick esté -murmuró-. No se preocupe. -Y añadió, como si se le acabara de ocurrir-: Venga con tiempo suficiente para tomar el té con nosotros, ¿de acuerdo? Sé que a mi madre le gustaría.

– Sí -dije, complacido-. Con mucho gusto. Gracias, señorita Ayres.

Ella puso una expresión cómicamente dolida.

– Oh, llámeme Caroline, ¿quiere? Dios sabe los años y años que tengo por delante para ser señorita Ayres a secas… Pero yo le seguiré llamando doctor, si me lo permite. No sé por qué, pero nos resistimos a romper esas distancias profesionales.

Me tendió sonriente la mano caliente y olorosa a leche, y se la estreché, allí en el establo, como un par de granjeros que cierran un trato.


La fecha que había convenido con ella era el domingo siguiente; fue otro día caluroso, de una atmósfera reseca y lánguida, y un cielo brumoso y cargado de polvo y grano. La fachada roja y cuadrada de Hundreds presentaba un aire pálido y curiosamente inconsistente cuando me estaba aproximando, y sólo cuando aparqué en la grava pareció adquirir sus contornos propios: vi de nuevo todos los desperfectos e, incluso más que en mi primera visita, tuve la sensación de que la casa mantenía una especie de equilibrio. Pensé que eran dolorosamente visibles la mansión espléndida que había sido hasta hacía poco y la ruina en que se estaba convirtiendo.

Esta vez Roderick debió de estar esperándome. La puerta principal se abrió con un chirrido y, mientras yo me apeaba del coche, él apareció en lo alto de los escalones agrietados. Frunció el ceño cuando me acerqué con mi maletín de médico en una mano y en la otra la bobina de inducción guardada en su pulcro estuche de madera.

– ¿Es el artefacto del que me habló? Me imaginaba algo más voluminoso. Parece una caja para llevar bocadillos.

– Es más potente de lo que cree -dije.

– Bueno, si usted lo dice… Vayamos a mi habitación.

Hablaba como si se hubiera arrepentido de haber dado su conformidad. Pero se volvió y me condujo adentro, y esta vez me llevó a la derecha de la escalera y a lo largo de otro fresco pasillo en penumbra. Abrió la última puerta del corredor y dijo vagamente:

– Me temo que esto es una leonera.

Le seguí y deposité mis bártulos; después miré alrededor con cierta sorpresa. Cuando él había dicho «mi habitación», yo me había imaginado espontáneamente un dormitorio normal, pero aquel cuarto era enorme -o así me pareció entonces, cuando todavía no me había habituado del todo a las dimensiones de las cosas en Hundreds- y tenía las paredes revestidas de paneles, un techo de yeso en forma de celosía y una amplia chimenea de piedra con faldón gótico.

– Esto era un salón de billar -dijo Roderick, al ver mi cara-. La habilitó mi bisabuelo. Creo que debía de creerse una especie de barón, ¿no? Pero perdimos el mobiliario del billar hace años, y cuando volví a casa después de servir en las fuerzas aéreas, o sea, del hospital, me costó un tiempo subir escaleras, y mi madre y mi hermana tuvieron la idea de instalar una cama aquí. Ahora estoy tan acostumbrado que no le veo sentido a volver arriba. También trabajo aquí.

– Sí -dije-. Ya veo.

Comprendí que era la habitación que yo había vislumbrado desde la terraza en julio. Había un batiburrillo más grande aún de lo que me pareció entonces. Ocupaba un rincón una cama de aspecto penitencial, con un bastidor de hierro, y a su lado había un tocador y, junto a él, un lavabo y un espejo antiguos. Delante de la chimenea, dos butacas viejas, bastante bonitas, tenían la piel muy desgastada y descosida. Había dos ventanas con cortinas; una daba acceso a la terraza, a través de aquellos escalones de piedra asfixiados por convólvulos; enfrente de la otra, y más bien estropeando su hermosa y larga línea, Roderick había colocado un escritorio y una silla giratoria. Era evidente que había puesto allí la mesa para aprovechar al máximo la luz del lado norte, pero también daba la impresión de que su superficie iluminada -que estaba casi oscurecida por un montón de papeles, libros de contabilidad, carpetas, libros técnicos, tazas de té sucias y ceniceros rebosantes- actuaba como un imán para el ojo, atrayendo de un modo irresistible la mirada desde todos los puntos de la habitación. También se veía claramente que era magnética para Roderick en otros sentidos, porque incluso mientras me hablaba se había desplazado hasta el escritorio y empezó a buscar algo en aquel caos. Por fin encontró un cabo de lápiz y después sacó del bolsillo un pedazo de papel y empezó a copiar en uno de los libros de contabilidad lo que parecía ser una serie de sumas.

– Siéntese, por favor -me dijo por encima del hombro-. Sólo tardaré un segundo. Pero acabo de volver de la granja y si no apunto ahora mismo estas malditas cifras, seguro que me olvido.

Permanecí sentado unos minutos. Pero como él no daba señales de atenderme, pensé que lo mejor sería preparar la máquina; la cogí y la deposité entre las dos butacas de piel desgastada, abrí el cierre y la saqué del estuche. Ya había utilizado el aparato muchas veces y era bastante simple, una combinación de una bobina, una batería seca y una placa metálica de electrodos, pero tenía un aspecto sobrecogedor, con todos sus cables y terminales, y cuando volví a levantar la cabeza vi que Roderick había dejado la mesa y lo miraba un tanto consternado.

– Vaya monstruito, ¿no? -dijo, tirándose del labio-. ¿Va a ponerlo en marcha ahora mismo?

– Bueno -dije, haciendo una pausa con los cables enredados en la mano-. Creía que era lo convenido. Pero si prefiere no…

– No, no, está bien. Ya que ha venido, más vale que empecemos. ¿Me desvisto, o cómo funciona?

Le dije que bastaría con que simplemente se subiera la pernera del pantalón hasta más arriba de la rodilla. Pareció alegrarse de no tener que desvestirse en mi presencia, pero cuando se hubo quitado la playera y el calcetín muy zurcido, y remangado el pantalón, se cruzó de brazos, sin saber qué hacer.

– ¡Es como si me afiliara a los francmasones! ¿No tengo que hacer un juramento?

Me reí.

– En principio sólo tiene que sentarse aquí y dejar que le examine, si no le importa. No tardaré mucho.

Se sentó en la butaca, me acuclillé delante de él, agarré suavemente la pierna lesionada y la enderecé. Cuando el músculo se tensó, Roderick soltó un gruñido de dolor.

– ¿Le duele mucho? -pregunté-. Me temo que tengo que moverla un poco, para estudiar la fractura.

La pierna era delgada y estaba recubierta de una capa mullida de vello moreno, pero la piel tenía un aspecto amarillento y exánime, y en diversos puntos de la pantorrilla y la espinilla lustrosos hoyos y protuberancias rosas sustituían al vello. La rodilla era tan pálida y bulbosa como una raíz extraña y estaba terriblemente tiesa. El músculo de la pantorrilla, superficial y rígido, formaba nudos de tejido endurecido. La articulación del tobillo -del que Roderick hacía un uso excesivo, para compensar la falta de movimiento más arriba- parecía hinchada e inflamada.

– Destrozada, ¿eh? -dijo, con un tono más bajo, mientras yo probaba diversas posiciones con la pierna y el pie.

– Bueno, la circulación es lenta, y hay muchas adherencias. No es buena señal. Pero las he visto peores, desde luego… Dígame si le duele aquí.

– Ay. Horrible.

– ¿Y aquí?

Dio un brinco.

– ¡Dios! ¡Si sigue retorciéndola me la va a arrancar!

Con suavidad, volví a aferrar la pierna, la coloqué en su postura natural y dediqué unos momentos a calentar y amasar entre mis dedos el músculo rígido de la pantorrilla. Después procedí a conectarle la máquina: fijé unas gasas cuadradas, empapadas de una solución salina, a las placas de electrodos, y se las sujeté a la pierna por medio de unas ligaduras elásticas. Él se encorvó para verme trabajar, ahora más interesado. Mientras yo hacía los últimos ajustes en la máquina, dijo, con una voz juvenil y sencilla:

– Esto es el condensador, ¿verdad? Ya, ya veo. Y así es como interrumpe la corriente, supongo… Oiga, ¿tiene una licencia para esto? ¿No voy a echar chispas por las orejas o algo así?

– Espero que no -dije-. Pero sólo le diré que el último paciente al que le conecté este chisme ahora se ahorra una fortuna en peluqueros.

Pestañeó, confundido por mi tono, y por un segundo me tomó en serio. Después captó mi mirada -por primera vez directamente aquel día, quizá por primera vez desde el principio; me «vio», finalmente- y sonrió. La sonrisa relajó sus facciones totalmente, y atrajo la atención hacia sus cicatrices. Se veía el parecido que tenía con su madre. Dije:

– ¿Preparado?

Hizo una mueca, más juvenil que nunca.

– Sí, adelante.

Accioné el interruptor. Él lanzó un grito y la pierna se proyectó hacia delante, accionada por un tirón involuntario. Después se echó a reír.

– ¿No duele? -pregunté.

– No. Sólo siento un hormigueo. ¡Ahora se está calentando! ¿Es normal?

– Perfecto. En cuanto el calor disminuya dígamelo y lo aumentaré un poco.

Estuvimos así cinco o diez minutos, hasta que la sensación de calor en su pierna se volvió constante, lo que significaba que la corriente había alcanzado su punto culminante. Dejé que la máquina funcionara sola y me senté en la otra butaca. Roderick empezó a buscar el tabaco y el librillo de papeles en el bolsillo del pantalón. Pero como me resultaba insoportable verle liar de nuevo uno de sus míseros «clavos de ataúd», saqué mi pitillera y mi encendedor y cogimos un cigarrillo cada uno. Dio una larga calada al suyo, cerrando los ojos y relajando la cabeza sobre su cuello delgado.

Dije, compasivamente:

– Parece cansado.

De inmediato hizo un esfuerzo para erguirse en el asiento.

– Estoy bien. Sólo que me he levantado esta mañana a las seis para ordeñar. No es tan duro con este tiempo; en cambio, en invierno se nota… Tampoco es que Makins sirva para mucho.

– ¿No? ¿Por qué?

Cambió otra vez de postura y respondió como de mala gana.

– Oh, no debería quejarme. Lo ha pasado mal, con esta maldita ola de calor: hemos perdido leche, hemos perdido hierba, y ya hemos empezado a llevar al ganado a los pastos del próximo invierno. Pero él quiere mil cosas imposibles y no tiene la menor idea de cómo conseguirlas. Eso me lo deja a mí, por desgracia.

Pregunté qué tipo de cosas. Él dijo, con el mismo tono renuente:

– Bueno, su gran idea es prolongar hasta aquí el suministro de agua. Quiere que de paso produzca electricidad. Dice que aunque vuelva a llenarse el pozo, la bomba está a punto de estallar. Quiere que la cambie; y ahora empieza a decir que en su opinión el establo no es seguro. Le gustaría que yo lo derribara y construyese uno de ladrillo. Con un establo de ladrillo y un ordeñador eléctrico podríamos producir leche homologada y obtener más beneficios. No habla de otra cosa.

Estiró la mano hasta la mesa a su lado para coger un cenicero gris plomo, ya atiborrado de colillas que parecían gusanos. Yo me incliné hacia el cenicero para depositar también mi ceniza, y dije:

– Me temo que tiene razón en lo de la leche.

Roderick se rió.

– ¡Sé que tiene razón! Tiene razón en todo. La granja está totalmente destruida. Pero ¿qué diablos voy a hacer yo? Siempre me está preguntando por qué no libero algún capital. Es como si hubiera encontrado la expresión en una revista. Le he dicho francamente que Hundreds no tiene capital que liberar. No me cree. Nos ve vivir aquí, en esta mansión; piensa que estamos nadando en oro. No nos ve trajinando de noche con velas y quinqués porque nos hemos quedado sin aceite para el generador. No ve a mi hermana fregando suelos y lavando platos con agua fría… -Agitó una mano hacia el escritorio-. He escrito cartas al banco y he solicitado una licencia de construcción. Ayer hablé del agua y la electricidad con un funcionario del ayuntamiento. No me alentó mucho; dijo que aquí estábamos demasiado aislados para que valga la pena. Pero, por supuesto, todo hay que gestionarlo por escrito. Necesitan planos e informes de peritos, y Dios sabe qué más. Supongo que son para que circulen por diez departamentos distintos antes de rechazarlos formalmente…

Había empezado a hablar casi sin querer, pero como si tuviese dentro una especie de muelle y sus palabras lo desenrollasen: mientras él hablaba yo observaba el amargo cambio que se operaba en las bellas facciones de su cara marcada de cicatrices, la agitación con que alzaba y dejaba caer las manos, y de repente recordé que David Graham me había dicho que Roderick había sufrido un «trastorno nervioso» después de su accidente. Hasta entonces yo había pensado que su actitud era despreocupada; ahora comprendí que era algo completamente distinto: quizá agotamiento, quizá una manera estudiada de combatir la inquietud; quizá incluso una tensión tan absoluta y habitual que parecía languidez.

Advirtió mi mirada pensativa. Guardó silencio, dando otra calada intensa, y se tomó su tiempo para expeler el humo. Dijo, con una voz diferente:

– No me deje seguir. Puedo resultar muy pesado.

– Al contrario -contesté-. Me interesa lo que dice.

Pero estaba claramente empeñado en cambiar de tema, y durante cinco o diez minutos hablamos de otras cosas. Cada cierto tiempo, en medio de la charla, yo me acercaba a examinarle la pierna y le preguntaba cómo iba el músculo. «Muy bien», decía él cada vez, pero yo veía su cara colorada y adivinaba que le dolía un poco. Pronto fue evidente que la piel había empezado a picarle. Roderick se llevaba la mano al borde de los electrodos y se frotaba. Cuando finalmente desconecté la máquina y le quité las ligaduras, se rascó vigorosamente con los dedos la pantorrilla de arriba abajo, aliviado al verse libre.

Como yo había esperado, la piel tratada parecía caliente y húmeda, de un color casi escarlata. La enjugué, la rocié con unos polvos y friccioné el músculo con los dedos durante otro par de minutos. Pero obviamente una cosa era estar conectado a un aparato impersonal y otra muy distinta que yo me acuclillara delante de Roderick para masajearle la pierna rápidamente con las manos calientes y empolvadas: se movía, impaciente, y al final le dejé levantarse. Se puso el calcetín y la zapatilla y se bajó la pernera, todo ello en silencio. Pero después de haber dado unos pasos por la habitación se volvió a mirarme y dijo, como sorprendido y contento:

– Oiga, no está tan mal. No está nada mal.

Entonces caí en la cuenta de cuánto había deseado yo que la prueba fuera un éxito.

– Camine más y déjeme que le vea… -dije-. Sí, no hay duda de que se mueve con más soltura. Pero no se exceda. Es un buen comienzo, pero tenemos que avanzar despacio. Por el momento, debe mantener el músculo caliente. Tiene linimento, me figuro.

Miró dubitativo alrededor de la habitación.

– Creo que me dieron alguna loción cuando me mandaron a casa.

– Da igual. Le haré otra receta.

– Oh, vamos, escuche. No se tome más molestias.

– Ya se lo dije, ¿no? Me está haciendo un favor.

– Bueno…

Yo había previsto esta situación exactamente y había llevado una botella en el maletín. Se la di y se quedó mirando la etiqueta mientras yo volvía junto a la máquina. Cuando estaba recogiendo las gasas llamaron a la puerta y me sobresalté levemente, porque no había oído pasos: a pesar de los dos ventanales, la madera de las paredes aislaba la habitación, como si fuera un camarote bajo la cubierta de un transatlántico. Roderick gritó que entraran, y se abrió la puerta. Gyp irrumpió en el cuarto y vino trotando hacia mí, y detrás de él, con más tiento, entró Caroline. Llevaba una camiseta de manga corta, remetida al desgaire en la pretina de una falda de algodón informe.

– ¿Te han asado bien, Roddie? -dijo.

– Estoy frito -contestó él.

– ¿Y ésa es la máquina? ¡Vaya! Parece del doctor Frankenstein, ¿no?

Observó cómo yo guardaba el aparato en su estuche y después miró a su hermano, que flexionaba y doblaba la pierna, absorto. Debió de notar en su postura y su expresión el alivio que le había producido el tratamiento, porque me dirigió una mirada seria y agradecida que en cierto modo me agradó casi más que el éxito de la terapia. Pero después, como avergonzada de su emoción, se alejó para recoger del suelo un pedazo de papel, y empezó a quejarse desenfadadamente de lo desordenado que era Roderick.

– ¡Ojalá hubiera máquinas para mantener las habitaciones ordenadas! -dijo.

Roderick había destapado la botella de linimento y se la estaba acercando a la nariz.

– Creía que ya teníamos una. Se llama Betty. Si no, ¿para qué le pagamos?

– No le haga caso, doctor. Nunca deja entrar aquí a la pobre Betty.

– ¡No consigo que no entre! -dijo él-. ¡Y cambia las cosas de sitio y las pone donde no las encuentro, y luego dice que no las ha tocado!

Hablaba ahora distraídamente, de nuevo junto a su escritorio magnético, después de haber dejado el linimento y olvidado la pierna; luego abrió una carpeta de papel manila, con una esquina doblada, y después de mirarla con el ceño fruncido, con un gesto igualmente automático empezó a sacar el librillo y el tabaco para liar un cigarrillo.

Vi que Caroline le observaba otra vez con cara seria.

– Ojalá dejaras esa porquería -dijo. Fue hasta uno de los paneles de roble de la pared y pasó la mano por la madera-. Mira estos pobres paneles. El humo los está destruyendo. Habría que encerarlos o aceitarlos.

– Oh, toda la casa necesita algo -dijo Roderick, bostezando-. Si conoces un modo de hacer algo con nada, de dinero, me refiero, entonces adelante, por mí encantado. Además -había levantado la cabeza y al verme se esforzó de nuevo en hablar más alegremente-, fumar en esta habitación es lo que debe hacer un hombre, ¿no cree, doctor Faraday?

Señaló con un gesto el techo de yeso, que yo había pensado que el tiempo había teñido de color marfil, pero que ahora comprendí que estaba manchado de un amarillo irregular de nicotina por medio siglo de jugadores de billar fumando puros.

Roderick no tardó en concentrarse en sus papeles y Caroline y yo captamos la indirecta y le dejamos solo. Con una vaga señal, prometió que enseguida vendría a tomar el té con nosotros.

Su hermana sacudió la cabeza.

– Estará aquí horas -murmuró, cuando nos alejamos de la puerta-. Ojalá me dejara compartir el trabajo, pero no quiere… De todos modos, la pierna está mejor, ¿verdad? No sé cómo agradecerle su ayuda.

– Podría ayudarse él mismo haciendo los ejercicios apropiados -dije-. Un poco de masaje todos los días sería muy beneficioso para el músculo. Le he dado linimento: ¿se ocupará usted de que lo use?

– Haré lo posible. Pero supongo que se habrá dado cuenta de lo dejado que es. -Aminoró el paso-. ¿Qué opinión tiene de él, sinceramente?

– Creo que es un hombre fundamentalmente muy sano. Creo también que es encantador, por cierto. Es una lástima que le hayan permitido tener así el cuarto y que los asuntos de trabajo se impongan a todo lo demás.

– Sí, lo sé. Nuestro padre dirigía la finca desde la biblioteca. Roderick usa su antiguo escritorio, pero no recuerdo haberlo visto tan caótico en aquellos tiempos, y eso que había que controlar cuatro granjas, no una. Este lado del Hall era «el de los hombres», para entendernos, y siempre estaba lleno. Ahora, aparte de la habitación de Roderick, es como si toda esta parte de la casa no existiera en absoluto.

Hablaba con indiferencia, pero para mí era algo nuevo y curioso pensar que habían crecido en una casa con tantas habitaciones desocupadas donde encerrarse sin que nadie te encontrara. Cuando se lo dije a Caroline, ella lanzó aquella risa compungida.

– ¡Le aseguro que la novedad pasa enseguida! Muy pronto empiezas a verlas como si fueran parientes pobres y pesados, porque no puedes abandonarlos totalmente, pero sufren accidentes o enferman y acaban costando más dinero que el que hubiera hecho falta para jubilarlos. Es una pena, porque hay algunas habitaciones muy bonitas… Aunque podría enseñarle toda la casa, ¿le gustaría? Siempre y cuando me prometa apartar la mirada de los peores rincones. La visita de seis peniques. ¿Qué me dice?

Parecía realmente interesada en la idea y dije que me encantaría, con tal de que no hiciéramos esperar a su madre. Ella dijo:

– Oh, mi madre en el fondo es una auténtica eduardiana: le parece una barbarie tomar el té antes de las cuatro. ¿Qué hora es? -Eran sólo las tres y media pasadas-. Tenemos tiempo de sobra. Empecemos por la fachada.

Chasqueó los dedos para llamar a Gyp, que se nos había adelantado trotando, y volvimos a pasar por delante de la habitación de Roderick.

– El vestíbulo ya lo ha visto, por supuesto -dijo, cuando llegamos allí y yo deposité el maletín y la máquina de la terapia-. El suelo es de mármol de Carrara y tiene siete centímetros y medio de espesor; por eso son abovedados los techos de las habitaciones de debajo. Cuesta horrores abrillantarlo. La escalera: fue considerada una hazaña de ingeniería cuando la instalaron, debido al segundo rellano abierto; no hay muchas como ésta. Mi padre decía que se parecía a la de unos grandes almacenes. Mi abuela se negaba a utilizarla; le daba vértigo… Allí está nuestra antigua sala matutina; no se la voy a enseñar porque está totalmente vacía y demasiado destartalada. Pero entremos aquí.

Abrió la puerta de una habitación a oscuras, y cuando la atravesó y abrió las ventanas para que entrara la luz, resultó que era una biblioteca agradable y bastante espaciosa. Sin embargo, la mayoría de los anaqueles estaban cubiertos de fundas para el polvo, y parte del mobiliario obviamente había desaparecido: Caroline se dirigió a una vitrina protegida por una malla metálica y sacó un par de libros que, según dijo, eran los mejores de la casa, pero vi que la habitación ya no era lo que había sido y que no quedaba gran cosa que admirar. Ella se acercó a la chimenea y miró hacia arriba por el tiro, preocupada por la caída de hollín sobre la rejilla; después cerró los postigos y me llevó a la habitación contigua, el antiguo despacho de la finca que ya había mencionado, revestido de paneles como la habitación de Roderick y con similares detalles góticos. La siguiente puerta era la de su hermano, y justo después estaba el arco encortinado que conducía al sótano. Los atravesamos ambos y llegamos al «cuarto de las botas», una estancia que olía a moho y estaba llena de impermeables, botas de agua estropeadas, raquetas de tenis y mazos de croquet, pero que en realidad, me dijo ella, era una especie de vestidor de los tiempos en que la familia aún tenía cuadras. Una puerta interior daba a un singular cuarto de baño con azulejos de Delft, que durante más de un siglo había sido conocido, dijo, como «el desbarajuste masculino».

Volvió a llamar a Gyp con un chasquido y seguimos andando.

– ¿No se aburre? -preguntó.

– En absoluto.

– ¿Soy una buena guía?

– Una guía excelente.

– Pero, madre mía, aquí hay una de las cosas que le he dicho que no mire. ¡Oh, y ahora se ríe de nosotros! No es justo.

Tuve que explicarle por qué sonreía; el panel al que se refería era el lugar donde yo había arrancado, tantos años antes, la bellota de yeso. Le conté el episodio con cierta cautela, sin saber muy bien cómo reaccionaría. Pero ella abrió los ojos, como cautivada.

– ¡Oh, qué divertido! ¿Y de verdad mi madre le entregó una medalla? ¿Como la reina Alejandra? Me pregunto si ella se acordará.

– Por favor, no se lo diga -dije-. Estoy seguro de que no se acuerda. Aquel día yo era uno más entre unos cincuenta diablillos con las rodillas mugrientas.

– ¿Y ya entonces le gustaba la casa?

– Lo suficiente para querer destrozarla.

– Bueno -dijo amablemente-. No le reprocho que quisiera romper estas molduras ridículas. Estaban pidiendo que las arrancasen. Me temo que Roddie y yo, entre los dos, probablemente completamos lo que usted había empezado… Aunque ¿no es extraño? Usted vio Hundreds antes que él o yo.

– Es cierto -dije, sorprendido por la idea.

Nos alejamos de las molduras rotas y continuamos el recorrido. Ella dirigió mi atención hacia una corta hilera de retratos, lienzos sucios sobre pesados marcos dorados. Y, al igual que en un decorado de mansión majestuosa de una película norteamericana, dijo que aquello era «el álbum de familia».

– Creo que no hay ninguno muy bueno ni valioso ni nada -dijo-. Se vendieron todos los que valían algo, junto con los mejores muebles. Pero son divertidos, si no le molesta la mala iluminación.

Señaló el primer retrato.

– Este es William Barber Ayres, el hombre que construyó el Hall. Todo un señorito, como todos los Ayres, pero evidentemente bastante cercano: tenemos cartas que le escribió el arquitecto, quejándose de los honorarios pendientes y más o menos amenazándole con mandarle unos matones… El siguiente es Matthew Ayres, que llevó tropas a Boston. Volvió desprestigiado, con una esposa americana, y murió tres meses después; nos gusta decir que le envenenó ella… Y éste es Ralph Billington Ayres, el sobrino de Matthew, el tahúr de la familia, que durante un tiempo dirigió una segunda finca en Norfolk y que, como un vividor de una novela de Georgette Heyer, lo perdió todo en una sola partida de cartas… Y ésta es Catherine Ayres, su nuera y mi bisabuela. Era una heredera irlandesa de caballos de carreras, y restableció la fortuna familiar. Se decía que nunca se acercaba a un caballo por miedo a asustarlo. Está claro de quién he heredado mis rasgos, ¿no?

Lo dijo riendo, porque la mujer del cuadro era espantosamente fea, pero lo cierto es que Caroline se le parecía, aunque sólo un poco; y me chocó ligeramente advertirlo, porque descubrí que me había acostumbrado tanto a sus desajustadas facciones masculinas como a las cicatrices de Roderick. Hice un educado ademán de objeción, pero ella ya se alejaba de los cuadros. Dijo que le quedaban dos habitaciones por enseñarme, pero que «reservaría la mejor para el final». La que me mostró a continuación ya era bastante deslumbrante: un comedor adornado con pálidos motivos chinoiserie, con el papel de pared pintado a mano y, sobre la mesa barnizada, dos candelabros de similor con brazos y cálices retorcidos. Después me llevó otra vez a la mitad del pasillo y, al abrir otra puerta, me hizo esperar en el umbral mientras ella cruzaba la habitación oscura para abrir los postigos de una de las ventanas.

Este corredor iba de norte a sur y las habitaciones, en consecuencia, daban al oeste. La tarde era luminosa, la luz entraba como una cuchilla a través de las rendijas de las contraventanas, e incluso mientras ella levantaba el pestillo vi que el espacio donde estábamos era amplio e imponente, con diversos muebles dispersos y envueltos en fundas. Pero cuando empujó los postigos chirriantes y a mi alrededor cobraron vida los detalles, me quedé tan atónito que me eché a reír.

La habitación era un salón octogonal, de unos doce metros de ancho. Un papel de un amarillo vivo cubría las paredes, y había una alfombra con dibujos verdosos; la chimenea era de una blancura inmaculada, y del centro del techo recargado de molduras colgaba una gran araña de cristal y oro.

– Vaya locura, ¿eh? -dijo Caroline, riéndose también.

– ¡Es increíble! -dije-. Nunca se adivinaría esto viendo el resto de la casa, tan relativamente sobria.

– Ah, bueno. Estoy segura de que el arquitecto original habría llorado si hubiera sabido lo que se avecinaba. Fue Ralph Billington Ayres, ¿se acuerda, el dandy de la familia? Añadió esta habitación allá por la década de 1820, cuando todavía conservaba casi todo su dinero. Por lo visto les entusiasmaba el amarillo en aquella época, a saber por qué. El papel es el original, por eso le tenemos apego. Como ve -dijo, señalando diversos puntos donde el viejo empapelado se despegaba de las paredes-, él no parece tan apegado a nosotros. Por desgracia, con el generador apagado, no puedo enseñarle la araña en todo su esplendor; es algo digno de verse cuando está encendida. También es la original, pero mis padres la hicieron modificar para que funcionara con electricidad cuando se casaron. Daban muchas fiestas en aquella época, cuando la casa era todavía lo bastante grandiosa para permitirlo. La alfombra está hecha trizas, por supuesto. Se puede enrollar a un lado para los bailes.

Me mostró algunas piezas más de mobiliario, levantando fundas para descubrir la bella silla baja Regencia, la vitrina o el sofá que había debajo.

– ¿Qué es eso? -pregunté, señalando un objeto de forma irregular-. ¿Un piano?

Destapó una esquina de su cubierta acolchada.

– Un clavicémbalo flamenco más antiguo que la casa. ¿No sabrá tocarlo?

– Cielo santo, no.

– Yo tampoco. Una pena. La verdad es que alguien debería tocarlo, pobrecillo.

Pero lo dijo sin excesiva emoción, pasando la mano con expresión seria sobre la caja decorada del instrumento, y luego volvió a taparlo y se encaminó a la ventana con los postigos abiertos. La seguí hasta allí. La ventana era en realidad un par de puertas largas de cristal que, como las que había en la habitación de Roderick y en la salita, daban a una serie de escalones de piedra que bajaban hasta la terraza. Al acercarme vi que aquellos escalones en particular se habían derrumbado: los de arriba todavía sobresalían del alféizar, pero los demás yacían diseminados sobre la grava, un metro y pico más abajo, oscuros y erosionados como si llevaran allí algún tiempo. Sin inmutarse, Caroline agarró el picaporte de las puertas, las abrió y salimos al pequeño precipicio en el aire suave, caliente y aromático que dominaba el lado oeste del jardín. Pensé que en otra época el césped debió de estar segado e igualado: quizá fuese un campo de croquet. Ahora el terreno era desigual, desnivelado por toperas y cardos, y en algunos lugares la hierba llegaba hasta las rodillas. Más allá de los arbustos dispersos había matas de hayas púrpura, de un hermoso color vivo, pero sin orden ni concierto; y observé que, más lejos, los dos enormes olmos ingleses sin podar debían de proyectar sombras sobre todo el paisaje a la puesta de sol.

Al fondo, a la derecha, había un puñado de edificios anexos, el garaje y los establos en desuso. Sobre la puerta de entrada había un gran reloj blanco.

– Las nueve menos veinte -dije sonriendo, mirando las agujas decorativas, que estaban encoladas.

Caroline asintió.

– Roddie y yo las pegamos cuando se rompió. -Y, al ver mi expresión perpleja, añadió-: Las nueve menos veinte es la hora en que se paran los relojes de la señorita Havisham en Grandes esperanzas. Entonces nos pareció divertidísimo. Reconozco que ahora ya no es tan gracioso… Detrás de los establos estaban los jardines antiguos…, los huertos y demás.

Yo sólo veía el muro. Era del mismo ladrillo rojo, disparejo y tenue; una abertura en forma de arco permitía vislumbrar unos senderos de toba y arriates devorados por malezas, y lo que pensé que sería un membrillo o un níspero y, como me encantan los jardines tapiados, dije sin pensarlo que me gustaría echarles un vistazo.

Caroline consultó su reloj y dijo, animosamente:

– Todavía tenemos casi diez minutos. Por aquí se va más rápido.

– ¿Por aquí?

Se apoyó en el quicio de la puerta, se inclinó hacia delante y flexionó las piernas.

– O sea, saltando.

La contuve.

– Oh, no. Ya no tengo edad para estas cosas. Iremos otro día, ¿de acuerdo?

– ¿Seguro?

– Totalmente.

– Bueno, está bien.

Pareció apenada. Creo que el recorrido la había agitado; o bien simplemente mostraba su juventud. Se quedó a mi lado unos minutos, pero después deambuló de nuevo por la habitación para asegurarse de que los muebles estaban bien cubiertos, y levantó un par de esquinas de la alfombra para ver si había polillas y lepismas.

– Adiós, pobre salón abandonado -dijo, después de cerrar la ventana y pasar el cerrojo del postigo, y volvimos atrás, medio a ciegas, hasta salir al pasillo. Y como ella lo había dicho como suspirando, mientras giraba la llave de la habitación dije:

– Me alegro mucho de haber visto la casa. Es preciosa.

– ¿Le parece?

– ¿A usted no?

– Oh, supongo que no está tan mal, la vieja mole.

Por una vez, me crispó su actitud de colegiala jovial.

– Vamos, Caroline, más formalidad -dije.

Era la primera vez que yo usaba su nombre de pila, y quizá esto, combinado con mi tono de ligera reprensión, la cohibió. Se ruborizó de aquel modo tan poco favorecedor, y su jovialidad desapareció. Al topar con mi mirada dijo, como si capitulara:

– Tiene razón. Hundreds es precioso. ¡Pero es una especie de preciosidad monstrua! Hay que alimentarlo continuamente, con dinero y trabajo. Y cuando sientes encima del hombro que te miran -señaló la hilera de sombríos retratos-, puede empezar a parecerte una carga pesadísima… Es peor para Rod, porque además tiene la responsabilidad de ser el amo. Ya ve, no quiere defraudar a la gente.

Advertí que tenía una habilidad especial para desviar de ella la conversación.

– Estoy seguro de que su hermano hace todo lo que puede. Y usted también.

Pero amortiguaron mis palabras las rápidas, sonoras campanadas de las cuatro que dio uno de los relojes de la casa, y Caroline me tocó el brazo y se le despejó el semblante.

– Vamos. Mi madre nos espera. La visita de seis peniques incluye refrigerios, ¡no se olvide!

Así que recorrimos el pasillo hasta donde comenzaba el siguiente, y entramos en la salita.

Encontramos a la señora Ayres sentada ante su escritorio, encolando un papelito. Casi dio muestras de culpabilidad al vernos, aunque no se me ocurrió por qué; después vi que el papel era en realidad un sello sin franquear que evidentemente ya había pasado por la oficina de correos.

– La verdad, me temo que esto no es del todo legal -dijo, mientras pegaba el sello en un sobre-. Pero Dios sabe que vivimos en una época muy anárquica. No me denunciará, ¿verdad, doctor Faraday?

– No sólo no lo haré, sino que con mucho gusto seré cómplice del delito -dije-. Si quiere, echaré la carta al correo en Lidcote.

– ¿Sí? Muy amable. Los carteros son tan negligentes hoy día… Antes de la guerra, Wills, el cartero, venía hasta la misma puerta dos veces al día. El hombre que hace el reparto ahora se queja de la distancia. Ya podemos estar agradecidos de que no nos deje el correo al final del sendero.

Cruzó la habitación mientras hablaba, haciendo un gesto breve y elegante con una de sus manos esbeltas y enjoyadas, y la seguí hasta las butacas al lado de la chimenea. Vestía más o menos igual que en mi primera visita, un lino oscuro arrugado, una bufanda de seda anudada al cuello y un par de zapatos embetunados que atraían un poco la mirada. Me miró con afecto y dijo:

– Caroline me ha dicho lo que está haciendo por Roderick. Le agradezco muchísimo que se interese por él. ¿Cree realmente que ese tratamiento será beneficioso?

– Bueno, hasta ahora los síntomas son buenos.

– Más que buenos -dijo Caroline, sentándose en el sofá con un ruido sordo-. El doctor se hace el modesto. Es un verdadero cambio, madre.

– ¡Pues qué maravilla! Ya sabe, doctor, lo mucho que trabaja Roderick. Pobre chico. Me temo que no tiene la mano que tenía su padre para la finca. No tiene su sensibilidad para la tierra y sus cosas.

Intuí que era verdad. Pero dije cortésmente que no estaba seguro de que la sensibilidad para el campo siguiera siendo importante, a juzgar por las dificultades que afrontaban los granjeros; y con esa prontitud para agradar que caracteriza a la gente realmente encantadora, ella contestó al instante:

– Sí, por supuesto. Supongo que usted sabe de esto mucho más que yo… Pero dígame, creo que Caroline le ha enseñado la casa.

– Sí, en efecto.

– ¿Y le ha gustado?

– Muchísimo.

– Me alegro. Naturalmente, es una sombra de lo que fue. Pero tenemos la suerte de haberla conservado, como mis hijos me recuerdan continuamente… Para mí, las casas del siglo XVIII son las más bonitas. Fue un siglo tan civilizado… La casa victoriana donde yo crecí era un verdadero adefesio. Ahora es un internado católico, y debo decir que las monjas están muy contentas allí. Me preocupan, sin embargo, las pobres niñas, con tantos pasillos oscuros y tantas vueltas de escalera. Cuando yo era niña decíamos que estaba embrujada; no creo que lo estuviese. Ahora quizá sí. Mi padre murió allí y odiaba a los católicos con toda su alma… Habrá oído hablar de todos los cambios que ha habido en Standish, ¿no?

– Sí -asentí-. Bueno, sobre todo las cosas que me cuentan mis pacientes.

Standish era una «mansión» de las inmediaciones, una casa solariega isabelina cuyos propietarios, la familia Randall, habían abandonado el país para emprender una nueva vida en Sudáfrica. La casa había estado desocupada dos años, pero recientemente la habían vendido: el comprador era un londinense llamado Peter Baker-Hyde, un arquitecto que trabajaba en Coventry, y que adquirió Standish como retiro campestre porque poseía un «encanto apartado».

– Tengo entendido que tiene mujer y dos niñas, y dos automóviles caros, pero no caballos ni perros. Y he oído que tiene un buen historial de guerra; se comportó como un héroe en Italia. Es evidente que le han ido bien las cosas: parece ser que ha gastado un montón de dinero en restaurar la casa.

Lo dije con una pizca de despecho, porque ninguno de los nuevos ricos de Standish había solicitado mis servicios: aquella misma semana me había enterado de que Baker-Hyde se había incorporado a la lista de uno de mis rivales, el doctor Seeley.

Caroline se rió.

– Es un constructor, ¿no? Seguramente echará abajo Standish y construirá una pista de patinaje. O quizá venda la casa a los americanos. La embarcarán rumbo a Estados Unidos y la reconstruirán allí, como hicieron con el priorato de Warwick. Dicen que a un americano le puedes vender un pedacito de madera negra diciéndole que procede del bosque de Arden [1], o que Shakespeare estornudó encima, o cosas por el estilo.

– ¡Qué cínica eres! -dijo su madre-. Creo que los Baker-Hyde parecen encantadores. En los tiempos que corren quedan en el condado tan pocas personas realmente agradables que deberíamos agradecerles que se instalen en Standish. Me siento casi en una isla desierta cuando pienso en todas esas mansiones y lo que ha sido de ellas. Umberslade Hall, donde iba a cazar el padre del coronel, está ahora llena de secretarias. Woodcote está deshabitada, y creo que también Meriden Hall. Charlecote y Coughton han pasado a ser públicas…

Suspiraba al hablar, su tono se volvía serio y casi quejumbroso, y por un segundo aparentó la edad que tenía. Luego volvió la cabeza y cambió de expresión. Al igual que yo, había captado fuera, en el pasillo, el débil tintineo resonante de porcelana y cucharillas de té. Se llevó una mano al pecho, se inclinó hacia mí y dijo, con un murmullo de falsa inquietud:

– Ahí viene lo que mi hijo llama «la polca del esqueleto». Verá, Betty tiene un auténtico talento para tirar tazas. Y no tenemos suficiente cubertería… -El tintineo se hizo más fuerte y ella cerró los ojos-. ¡Oh, el suspense! -A través de la puerta abierta gritó-: ¡Mira dónde pisas, Betty!

– ¡Ya miro, señora! -fue la respuesta indignada, y al momento la chica apareció en la entrada, ceñuda y sonrojada mientras maniobraba con la amplia bandeja de caoba.

Me levanté para ayudarla, pero Caroline se levantó al mismo tiempo. Cogió diestramente la bandeja de las manos de Betty y la inspeccionó después de dejarla en la mesa.

– ¡Ni una sola gota derramada! Debe de ser en su honor, doctor. ¿Has visto que ha venido a vernos el doctor Faraday, Betty? ¿Te acuerdas de aquella vez que te sacó del apuro con una cura milagrosa?

Betty bajó la cabeza.

– Sí, señorita.

Yo dije, sonriendo:

– ¿Cómo estás, Betty?

– Muy bien, gracias, señor.

– Me alegro de saberlo y de verte con tan buen aspecto. ¡Y además tan elegante!

Lo dije sin malicia, pero a ella se le oscureció un poco el semblante, como si sospechara que me burlaba de ella, y entonces recordé que se había quejado del «vestido y la cofia espantosos» que los Ayres le obligaban a ponerse. Lo cierto es que su atuendo era bastante singular, un vestido negro y un delantal blanco, los puños almidonados y un cuello que empequeñecían sus muñecas y su garganta de niña; y en la cabeza llevaba una cofia recargada de flecos, una de aquellas cosas que yo no recordaba haber visto en un salón de Warwickshire desde antes de la guerra. Pero en aquel escenario anticuado y de una elegancia desastrada era algo difícil imaginarla vestida de otra manera.

Y parecía bastante saludable, y se esmeró en distribuir las tazas y las porciones de bizcocho como si se estuviera adaptando muy bien a la casa. Cuando terminó, incluso inclinó la cabeza, al modo de una reverencia incompleta. La señora Ayres dijo: «Gracias, Betty, así está bien», y la criada se dio media vuelta y se retiró. Oímos el retumbo y el crujido de sus zapatos de suela sólida cuando se dirigía de regreso al sótano.

Caroline puso en el suelo un cuenco de té para que Gyp lo lamiese y dijo:

– Pobre Betty. No es una camarera innata.

Pero su madre se mostró indulgente.

– Oh, hay que darle más tiempo. Siempre recuerdo que mi tía abuela decía que una casa bien gobernada era como una ostra. Las chicas te llegan como granos de arenilla; diez años después, se marchan como perlas.

Se dirigía tanto a mí como a Caroline, olvidando obviamente, de momento, que mi propia madre había sido uno de los granos de arenilla de los que hablaba su tía abuela. Creo que hasta Caroline lo había olvidado. Estaban sentadas cómodamente en sus asientos, degustando el té y el bizcocho que Betty les había preparado y luego les había traído torpemente y a continuación había cortado y servido en unos platos y tazas que, al sonar una campanilla, pronto recogería y lavaría… Esta vez no dije nada, sin embargo. Yo también degustaba el té y el pastel. Pues si la casa, al igual que una ostra, estaba moldeando a Betty, refinándola y ocultándola con una capa minúscula tras otra de su propio encanto particular, supongo que ya había iniciado un proceso similar conmigo.


Tal como Caroline había vaticinado, su hermano no vino a tomar el té con nosotros aquel día: fue ella la que un poco más tarde me acompañó hasta mi coche. Me preguntó si volvía directamente a Lidcote; le dije que proyectaba visitar a alguien en otro pueblo, y cuando le dije el nombre ella dijo:

– Ah, entonces debería cruzar el parque y salir por las otras verjas. Es mucho más rápido que volver por donde ha venido y rodear la casa. Tenga cuidado con los neumáticos, porque el camino es tan malo como éste. -Y entonces se le ocurrió una idea-. Pero ¿quizá le convendría utilizar el parque más veces? Como atajo entre pacientes, me refiero.

– Pues sí, supongo que sí, muchísimo -respondí, pensándolo.

– ¡Entonces úselo siempre que quiera! Lamento no haberlo pensado antes. Verá que las verjas están cerradas con un alambre, pero es simplemente porque desde la guerra hemos empezado a tener problemas con excursionistas que entran. Basta con que lo amarre después de pasar, el cerrojo nunca está puesto.

– ¿De verdad que no le importa? -dije-. ¿Tampoco a su madre ni a su hermano? Mire que le tomo la palabra y pasaré por aquí todos los días.

Ella sonrió.

– Nos gustaría. ¿Verdad que sí, Gyp?

Retrocedió y se puso las manos en las caderas para observar cómo arrancaba yo el coche. Después llamó al perro chasqueando los dedos y se marcharon por el camino de grava.

Rodeé la fachada norte de la casa, buscando la entrada del otro sendero: circulaba despacio, inseguro del itinerario, y por casualidad divisé las ventanas de la habitación de Roderick. No vio mi coche, pero yo le vi a él muy claramente según pasaba: sentado ante su escritorio, con la mejilla apoyada en una mano, miraba los papeles y los libros abiertos como si estuviera sumamente perplejo y cansado.

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