Capítulo 9

No volví a verla durante más de una semana; estaba muy atareado. Y, para ser sincero, agradecía esa dilación. Pensé que eso me daba la oportunidad de clarificar mis sentimientos; de recuperarme de los errores cometidos esa noche; de decirme que, al fin y al cabo, no había ocurrido gran cosa entre nosotros; de culpar de todo ello a la bebida, la oscuridad y el atolondramiento causado por el baile. Vi a Graham el lunes y me cuidé de mencionar el nombre de Caroline, diciéndole que se había quedado dormida en el viaje de regreso desde Leamington y que había dormido «como una niña» en el coche hasta que llegamos a la verja de Hundreds; y después cambié de tema. Como creo que ya he dicho, no soy un hombre de natural mentiroso. En la vida de mis pacientes he visto muchísimas de las complicaciones a las que conducen las mentiras. Pero en este caso consideré que más valía tratar de poner fin tajantemente a cualquier conjetura relacionada con Caroline y conmigo; lo pensé tanto por el bien de ella como por el mío. Confiaba en encontrarme con Seeley. Planeaba pedirle osadamente que hiciera todo lo que estuviese en su mano para acallar los rumores de los que me había hablado y que daban a entender que yo estaba sentimentalmente interesado en alguna de las dos mujeres Ayres. Después hasta empecé a preguntarme si realmente habría habido rumores. ¿No podría haber sido simplemente una maldad por parte de un Seeley achispado? Decidí que quizá sí, y cuando por fin nos cruzamos no mencioné el baile ni él tampoco lo hizo.

No obstante, a medida que discurría la semana de trabajo pensaba en Caroline a menudo. Las heladas depararon nuevas lluvias, pero sabía que la lluvia rara vez la disuadía de salir a pasear: una vez que tomé el atajo por el parque caí en la cuenta de que la estaba buscando. También lo hice por las carreteras que circundaban Lidcote y era consciente de que no verla me producía cierta decepción. Y, sin embargo, cuando surgió, no aproveché la ocasión de dejarme caer por el Hall… Comprendí, casi con sorpresa, que estaba nervioso. Varias veces descolgué el teléfono con idea de llamarla; siempre colgué el auricular sin hacerlo. Pronto mi tardanza empezó a parecer anormal. Se me ocurrió pensar que su madre quizá considerase extraño que yo me mantuviera alejado. Y fue la perspectiva de despertar inadvertidamente las sospechas de la señora Ayres, así como todo lo demás, lo que al final me movió a visitarlas, porque descubrí que casi las temía.

Fui al Hall una tarde de miércoles, en una hora libre entre un caso y otro. No había nadie en la casa, exceptuando a Betty, que alegremente, con la radio encendida, limpiaba objetos de latón en la mesa de la cocina. Me dijo que Caroline y su madre estaban en alguna parte de los jardines, y tras una breve búsqueda las encontré haciendo un agradable recorrido por los céspedes. Estaban inspeccionando los efectos de los recientes aguaceros torrenciales sobre los arriates ya maltrechos. La señora Ayres estaba bien abrigada de la humedad y el frío, pero parecía mucho mejor que la última vez que la había visto. Me vio antes de que me viera su hija y cruzó la hierba para recibirme, sonriendo. Caroline, como cohibida, se agachó para recoger del suelo una ramita de lustrosas hojas pardas. Cuando se incorporó siguió a su madre y me miró sin ruborizarse, y una de las primeras cosas que me dijo fue:

– ¿Así que ya se ha recuperado de los bailes? Los pies me estuvieron matando la semana pasada. ¡Deberías haber visto cómo castigamos el parqué, madre! Estuvimos fantásticos, ¿verdad, doctor?

Volvía a ser la hija del hacendado, con su tono ligero, intencionado, perfecto.

– Sí -dije, y tuve que dar media vuelta, incapaz de mirarla, porque sólo fue en aquel momento, al sentir la súbita y virulenta caída o erupción de algo en mi interior, cuando supe lo que ella significaba para mí.

Comprendí que todos mis razonamientos minuciosos de los diez días anteriores eran una especie de farsa, de ceguera generada por mi propio corazón trastornado. Ella misma había producido el trastorno, había provocado una nebulosa conmoción entre nosotros, y la idea de que ahora pudiera contener aquellas emociones -sellarlas como, por ejemplo, había reprimido su aflicción por la pérdida de Gyp- era muy difícil de sobrellevar.

La señora Ayres se había separado de mí para examinar otro parterre. Fui hacia ella y le ofrecí mi brazo y Caroline se le unió por el otro lado, y los tres pasamos lentamente de un césped a otro, Caroline agachándose cada cierto tiempo para arrancar la parte mala de las plantas maltratadas, o para hundir de nuevo en el suelo a las menos lastimadas. No sé si me miró en algún momento. Cuando yo la miré ella miraba hacia delante o hacia abajo, por lo que vi sobre todo su perfil más bien aplanado, y como la señora Ayres caminaba entre los dos, su cara me tapaba parcialmente o me ocultaba por completo la de Caroline. Recuerdo que hablaron largo y tendido de los jardines. Las lluvias habían derribado una cerca y estaban discutiendo si había que reponerla o no. También se había roto una jardinera ornamental, y hubo que trasplantar a otro sitio el gran arbusto de romero que albergaba. La jardinera era antigua y la habían traído de Italia, para completar una pareja, los bisabuelos del coronel. ¿Opinaba yo que podría repararse? Nos paramos a contemplar el aire triste del recipiente, con su fondo mellado y perforado, que dejaba al descubierto una masa de raíces enredadas. Caroline se acuclilló a su lado y empujó con la mano las raíces. «Casi parece que va a saltar», dijo, con los ojos fijos en el romero de arriba. La señora Ayres también se acercó, pasó las manos enguantadas por las ramas verdes y plateadas, como si peinara mechones de pelo, y se llevó los dedos a la cara para aspirar su fragancia.

– Qué delicia -dijo, extendiendo la mano para que yo también la oliera, y automáticamente incliné la cabeza hacia sus dedos y sonreí; aunque lo único que alcancé a oler, recuerdo, fue el aroma acre de sus guantes húmedos de gamuza.

Mi pensamiento estaba concentrado en Caroline. La vi azuzar otra vez las plantas y luego incorporarse y lavarse las manos. La vi ajustarse el cinturón del abrigo, la vi frotarse suavemente un pie contra el otro para despegar del tacón un terrón de tierra. La vi hacer todo esto sin mirarme siquiera una vez, como si tuviera un ojo nuevo y secreto que ella misma había creado y que ahora, con su indiferencia, se propusiera hacer daño, igual que una pestaña que se ha desprendido.

La señora Ayres nos llevó al césped del oeste. Quería inspeccionar la fachada de ese lado, porque Barrett le había dicho que uno de los bajantes podría estar obstruido y causar goteras. Efectivamente, cuando nos volvimos para mirar atrás vimos la gran mancha irregular por donde el agua salía de una juntura en la cañería. La mancha estaba justo encima del techo del salón y se perdía en la grieta entre el ladrillo y el plomo, en donde la mitad exterior de la habitación sobresalía de la fachada trasera, plana, de la casa.

– Apuesto a que ese salón ha sido un maldito incordio desde que lo añadieron -dijo Caroline, poniendo una mano en el hombro de su madre y alzándose de puntillas para intentar ver-. Me gustaría saber hasta dónde se ha filtrado el agua de lluvia. Espero que no haya que rejuntar los ladrillos. Podríamos pagar una reparación de la tubería, pero no tenemos presupuesto para algo más serio.

El asunto parecía preocuparla. Lo habló con su madre, mientras las dos daban vueltas por el césped para tener una visión más completa de los daños. Luego todos subimos a la terraza para una inspección más detenida. Yo subí en silencio, incapaz de entusiasmarme mucho por esa tarea; y me sorprendí mirando al otro lado del saliente anguloso del salón, a la puerta del jardín donde estuve con Caroline a oscuras y donde ella había levantado la cabeza y torpemente dirigido la boca hacia la mía. Y por un momento me invadió un recuerdo tan vivo de toda la escena que estuve a punto de marearme. La señora Ayres me llamó para que entrara en la casa; hice unas observaciones sobre los ladrillos que debieron de ser bastante estúpidas. Pero luego me alejé y rodee la terraza hasta que la puerta turbadora quedó totalmente fuera de mi vista.

Tenía delante los terrenos del parque y los miraba sin verlos cuando me percaté de que también ella se había distanciado de su madre. Quizá, al fin y al cabo, también a ella le había perturbado ver la puerta. Se me acercó despacio, metiéndose en los bolsillos las manos sin guantes. Dijo, sin mirarme:

– ¿Oye a los hombres de Babb?

– ¿Los hombres de Babb? -repetí, como un idiota.

– Sí, hoy está despejado.

Señaló en la distancia el punto donde estaban levantando redes de andamios gigantescos, con casas que se alzaban dentro de ellos, cuadradas y chillonas. Agucé el oído para captar el sonido y percibí en el aire quieto y húmedo el débil estrépito de la obra, los gritos de los hombres, un súbito derrumbe de planchas o de postes.

– Como los ruidos de una batalla -dijo Caroline-. ¿No cree? Quizá como esa batalla fantasma que dicen que la gente oye en mitad de la noche cuando acampa en Edge Hill.

La miré a la cara pero no respondí, dudando un poco de mi propia voz; y supongo que no decir nada fue tan expresivo como murmurar su nombre o extender una mano hacia ella.

Ella vio mi expresión, miró a su madre y… no sé cómo ocurrió, pero por fin circuló una carga o corriente entre nosotros que lo transmitió todo, el empuje de sus caderas contra las mías en la pista de baile, la fría y oscura intimidad del coche, la expectación, la frustración, la pelea, el beso… De nuevo me sentí cerca del mareo. Ella bajó la cabeza y por un segundo nos quedamos en silencio, sin saber qué hacer. Después dije, en voz muy baja:

– He pensado en usted, Caroline, yo…

– ¡Doctor! -me llamó otra vez su madre.

Quería que echase un vistazo a una sección del enladrillado. Una vieja abrazadera de plomo se había soltado y le preocupaba que el muro que sostenía pudiera debilitarse… La corriente del momento se desvaneció. Caroline ya se había dado media vuelta y se alejaba. Me reuní con su madre; miramos sombríamente los ladrillos que sobresalían y las grietas en el mortero, y pronuncié algunas sandeces más sobre posibles reparaciones.

La señora Ayres comenzó a sentir frío y no tardó en enlazarme del brazo y dejarme que la condujera al interior de la casa, a la salita.

Me dijo que la semana anterior apenas se había aventurado a salir de su habitación, tratando de eliminar lo que persistía de su bronquitis. Ahora, sentados los dos, extendió las manos hacia el fuego y se las frotó con un alivio evidente para devolverles el calor. Había adelgazado; los anillos se le movían en los dedos y ella enderezaba las piedras engastadas. Pero dijo, con voz clara:

– ¡Es maravilloso volver a caminar de un lado para otro! Había empezado a verme como el poeta. ¿A qué poeta me refiero, Caroline?

Caroline se estaba sentando en el sofá.

– No lo sé, madre.

– Sí lo sabes. Los conoces a todos. La poetisa que era tremendamente tímida.

– ¿Elizabeth Barrett?

– No, no es ella.

– ¿Charlotte Mew?

– ¡Cielo santo, cuántas había! Pero yo me refiero a la americana que pasó años encerrada en su habitación, mandando notitas y cosas así.

– Oh, Emily Dickinson, supongo.

– Sí, Emily Dickinson. Una poeta algo agotadora, ahora que lo pienso. Con todas esas frases entrecortadas y esos saltos de un tema a otro. ¿Qué tienen de malo los bonitos versos largos y un ritmo garboso? Cuando yo era niña, doctor Faraday, tenía una institutriz alemana, una tal señorita Elsner. Era una apasionada de Tennyson…

Prosiguió contándonos historias de su infancia. Lamento decir que apenas la escuché. Estaba sentado en la butaca de enfrente, lo que significaba que tenía a Caroline a mi izquierda, en el sofá, lo bastante fuera de mi campo de visión para verla si no hacía un movimiento voluntario con la cabeza. El movimiento se volvió cada vez más forzado y menos natural; también resultaba extraño que en ningún momento me volviese a mirarla. Y aunque en ocasiones nuestras miradas se encontraban y fundían, la mayoría de las veces sus ojos se mostraban cautelosos y su expresión era casi vacua.

– ¿Ha bajado esta semana a ver las casas nuevas? -le pregunté, cuando Betty hubo traído el té-. ¿Tiene pensado visitar la granja hoy? -añadí, pensando en que podía ofrecerme a llevarla y pasar con ella un rato a solas.

Pero ella contestó con una voz serena que no, que tenía cosas que hacer y que pensaba quedarse en casa durante el resto de la tarde… ¿Qué más podía hacer yo, con su madre delante? Una vez que la señora Ayres se volvió hacia un lado, miré a Caroline más abiertamente, con una especie de encogimiento de hombros y el ceño fruncido, y ella apartó al instante la mirada, como nerviosa. Al momento siguiente vi que bajaba, con aire indiferente, un tapete escocés del respaldo del sofá y tuve un recuerdo brutal y repentino de cuando se había envuelto con la manta en mi coche y se había apartado de mí. Oí su voz: «Lo siento. Lo siento, no puedo». Y todo me pareció imposible.

La señora Ayres advirtió finalmente mi distracción.

– Está callado hoy, doctor. Espero que no le preocupe algo.

Dije, para disculparme:

– Es sólo que he empezado mi jornada temprano. Y todavía tengo que visitar a unos pacientes. Me alegro mucho de verla muy mejorada. Pero ahora… -fingí que consultaba mi reloj- me temo que tengo que irme.

– ¡Oh, qué lástima!

Me levanté. La señora Ayres llamó de nuevo a Betty y le mandó que trajera mis cosas. Mientras me ponía el abrigo, Caroline se levantó y pensé, con una punzada de aprensión y excitación, que pensaba acompañarme hasta la puerta principal. Pero sólo llegó hasta la mesa para depositar las tazas del té en la bandeja. Sin embargo, se me aproximó otra vez cuando yo intercambiaba unas palabras de despedida con su madre. Tenía la cabeza gacha, pero vi que miraba con atención la pechera de mi abrigo. Dijo, discretamente: «Se le está descosiendo, doctor», y extendió la mano hacia el botón superior, que colgaba de un par de hebras de un deshilachado algodón marrón. Como su gesto me pilló desprevenido, di un paso atrás, sobresaltado, y las hebras se rompieron; el botón se le quedó en la mano y nos reímos. Pasó el pulgar sobre la superficie de piel plisada y acto seguido, con cierta timidez, lo depositó en mi palma extendida.

Me guardé el botón en el bolsillo.

– Es uno de los peligros de ser soltero, me temo -dije, al guardarlo.

Y lo cierto es que no quería decir absolutamente nada con este comentario; había hecho en Hundreds mil comentarios parecidos. Pero cuando caí en la cuenta de lo que insinuaban mis palabras, sentí que la sangre me afluía a la cara. Caroline y yo nos quedamos como petrificados; no me atreví a mirarla. Fue la mirada de la señora Ayres la que atrajo la mía. Miraba a su hija y me miraba a mí con una expresión levemente interrogante, como si Caroline y yo estuviéramos confabulados en alguna broma que la excluía a ella, pero que naturalmente suponía que íbamos a aclararle de inmediato. Como no aclaramos nada -nos quedamos parados, sonrojados e incómodos-, su expresión cambió. Fue como una luz que se desplaza velozmente por un paisaje: la interrogación dio paso a un súbito centelleo de comprensión atónita, que rápidamente se transformó en una tensa sonrisa de autocrítica.

Se volvió hacia la mesa a su lado y extendió la mano como si buscara algo, absorta, y luego se puso de pie.

– Creo que hoy he estado un poco pesada -dijo, envolviéndose en sus chales.

Yo dije, nervioso:

– ¡Por Dios, usted nunca lo es!

Ella no me miró. Miró a Caroline.

– ¿Por qué no acompañas al doctor Faraday al coche?

Caroline se rió.

– Creo que, a estas alturas, el doctor es capaz de encontrarlo solo.

– ¡Pues claro que sí! -dije-. No se moleste.

– No -dijo la señora Ayres-, soy yo la que ha causado molestias. Ahora lo veo. Parloteando… Doctor, quítese el abrigo y quédese un rato más. No se vaya corriendo por mi culpa. Tengo cosas que hacer arriba.

– Oh, madre -dijo Caroline-. Por favor. ¿Qué mosca te ha picado? El doctor Faraday tiene que visitar a unos pacientes.

La señora Ayres seguía recogiendo sus cosas. Dijo, como si Caroline no hubiera hablado:

– Tengo la impresión de que vosotros dos tenéis mucho de que hablar.

– No -dijo Caroline-. ¡Te lo aseguro! De nada en absoluto.

– Tengo que irme, de verdad -dije.

– Bueno, Caroline le acompañará.

Caroline volvió a reírse, endureciendo la voz.

– ¡No, Caroline no le acompañará! Perdone, doctor. ¡Esto es un disparate! Y todo por un botón. Ojalá fuera usted más diestro con la aguja. Ahora madre no me dejará en paz… Madre, vuelve a sentarte. Pienses lo que pienses, te equivocas. No hace falta que salgas de la habitación. Yo también me voy arriba.

– Por favor, no se vaya -dije rápidamente, alargando la mano hacia ella; y el tono sentimental que brotó de mi voz y de mi impulso debieron de ser más que suficientes para delatarnos.

Ella ya había empezado a cruzar resueltamente la salita; ahora hizo un gesto casi de impaciencia…, moviendo hacia mí la cabeza. Y un momento después se había ido.

Vi cómo la puerta se cerraba tras ella y me volví hacia la señora Ayres.

– ¿Es un disparate? -me preguntó.

Dije, desamparado:

– No lo sé.

Ella respiró y hundió los hombros al expulsar el aire. Volvió a su butaca, se sentó pesadamente y me indicó que me sentara en la mía. Me senté en el borde, con el abrigo puesto y el sombrero y la bufanda en la mano. No dijimos nada durante un momento. Vi que ella recapitulaba. Cuando por fin habló, su voz tenía una falsa vivacidad, como un metal mate, excesivamente abrillantado.

– ¡Naturalmente, muchas veces he pensado en que usted y Caroline formen una pareja! -dijo-. Creo que lo pensé el primer día que vino usted aquí. Existe la diferencia de edad, pero eso no significa nada para un hombre, y Caroline es una chica demasiado sensata para preocuparse por ese tipo de consideraciones… Pero usted y ella parecían ser sólo buenos amigos.

– Lo seguimos siendo, espero -dije.

– Y algo más que amigos, evidentemente. -Miró a la puerta y frunció el ceño, perpleja-. ¡Qué reservada es! No me habría dicho nada, ¿sabe? ¡Y soy su madre!

– Es que apenas hay nada que decir.

– Oh, pero estas cosas no son de las que se hacen paulatinamente. Uno cruza la puerta, por así decirlo. En este caso, no preguntaré cuándo la cruzaron.

Me removí, incómodo.

– En realidad, hace muy poco.

– Caroline es mayor de edad, por supuesto. Y siempre ha sabido lo que quiere. Pero, muerto su padre y con su hermano tan enfermo, supongo que yo debería preguntarle algo a usted. Cuáles son sus intenciones y esas cosas. ¡Qué eduardiano suena esto! No se hará ilusiones sobre nuestra economía; lo cual es una bendición.

Otra vez cambié de postura.

– Oiga, verá, esto es un poco penoso. Sería mejor que usted hablase con Caroline. No puedo hablar por ella.

Ella se rió, sin sonreír.

– No, no le recomendaría que lo intente.

– Si le digo la verdad, preferiría que dejásemos este asunto. Créame, tengo que irme.

Ella bajó la cabeza.

– Por supuesto, como quiera.

Pero luché contra mis sentimientos durante un rato más, azorado por el sesgo que había tomado mi visita, entristecido de que aquello -que aún se me antojaba que había surgido más o menos de la nada- hubiera establecido una distancia obvia entre nosotros. Por fin me levanté, bruscamente. Me acerqué a su butaca y ella echó hacia atrás la cabeza para mirarme, y me asombró y alarmó ver que a sus ojos asomaban las lágrimas. La piel en torno a ellos parecía haberse oscurecido y ablandado, y advertí que tenía el pelo -por una vez, sin su pañuelo de seda o mantilla- veteado de gris.

La vivacidad artificial también se había esfumado. Dijo, con un filo de autocompasión burlona:

– Oh, ¿qué va a ser de mí, doctor? Mi mundo se vuelve tan pequeño como un alfiler. ¿No me abandonarán del todo, usted y Caroline?

– ¿Abandonarla? -Retrocedí, meneando la cabeza, intentando quitarle la idea de la cabeza. Pero mi tono sonó en mis oídos tan falso como el suyo unos minutos antes-. Todo esto es absurdamente precipitado. Nada ha cambiado. Nada ha cambiado y nadie va a abandonarla. Se lo prometo.

Y la dejé y, bastante confundido, recorrí el pasillo, más trastornado que nunca por el giro de los acontecimientos y por la rapidez con que, en tan poco tiempo, las cosas parecían haber dado un salto hacia delante. Creo que ni siquiera pensé en buscar a Caroline. Me limité a caminar hacia la puerta, poniéndome sobre la marcha el sombrero y la bufanda.

Pero al cruzar el vestíbulo me alertó algún sonido o movimiento: miré hacia lo alto de la escalera y la vi allí, en el primer rellano, justo detrás de la curva de la barandilla. La bóveda de cristal iluminaba su figura y su pelo castaño casi parecía rubio a la luz suave y dulce, pero tenía la cara en la sombra.

Me descubrí de nuevo y me acerqué al pie de la escalera. Como ella no bajó, la llamé en voz baja.

– ¡Caroline! Lo siento mucho, no puedo quedarme. Hable con su madre, ¿quiere? Se… se le ha metido en la cabeza que estamos a punto de fugarnos o algo así.

Ella no contestó. Aguardé y luego añadí en voz más baja:

– No vamos a fugarnos, ¿verdad?

Ella se agarró con la mano a una de las balaustradas y sacudió ligeramente la cabeza.

– Dos personas sensatas como nosotros -murmuró-. Parece improbable, ¿no?

Como tenía la cara en la penumbra, su expresión era borrosa. Habló en voz baja, pero tranquila; no creo que lo dijera jocosamente. Pero, en todo caso, había esperado a que yo apareciera, y de pronto me sorprendió que siguiera esperando, esperando a que yo subiera la escalera, llegara a su lado y adelantara las cosas, que las despojase de cualquier interrogante o duda. Pero cuando avancé un paso, fue como si ella no pudiera impedirlo: en su cara surgió un signo de alarma -lo capté, a pesar de la sombra- y retrocedió a toda prisa.

Así que, derrotado, volví a bajar al pavimento de mármol, de color hígado y rosa. Y dije, sin cordialidad:

– Sí, en este momento parece sumamente improbable.

Me puse el sombrero, me di media vuelta y salí por la combada puerta principal.


Empecé a añorarla casi al instante, pero era un sentimiento casi irritante, y una especie de obstinación o cansancio me disuadió de buscarla. Pasé unos días evitando por completo el Hall; tomaba el itinerario más largo, rodeando el parque, y gastaba más gasolina. Después, de una forma totalmente inesperada, tropecé con ella y con su madre en las calles de Leamington. Habían ido en coche a hacer unas compras. Tropecé con ellas demasiado tarde para fingir que no las había visto, y tuvimos una charla embarazosa durante cinco o diez minutos. Caroline llevaba aquel sombrero de lana que le sentaba tan mal, además de una bufanda amarilla que yo no le había visto nunca. Estaba fea, cetrina y lejana, y en cuanto pasó el susto de toparme con ella, comprendí entristecido que no brotaba una corriente entre nosotros, ni tampoco una simpatía especial. Estaba claro que había hablado con su madre, la cual no hizo alusión alguna a mi última visita; en realidad, los tres nos comportamos como si la visita no se hubiera producido. Cuando se marcharon las saludé con el sombrero, como haría con cualquier conocido en la calle. Después me fui malhumorado al hospital… y recuerdo que tuve una disputa terrible con la monja más feroz del pabellón.

Los siguientes días me consagré de nuevo a mis rondas y no me concedí ningún momento de ociosidad y meditación. Y entonces tuve un golpe de suerte. El comité del que era miembro tenía que presentar sus hallazgos en una conferencia en Londres; el hombre que debía leer el documento cayó enfermo y me invitaron a sustituirle. Estando tan turbia la situación con Caroline, me apresuré a aceptar; y como la conferencia fue larga e incluía unos días de estancia como observador en los pabellones de un hospital londinense, por primera vez en varios años interrumpí por completo mi práctica profesional. Pasaron mis casos a Graham y a nuestro suplente, Wise. Salí de Warwickshire hacia Londres el 5 de febrero y en total estuve ausente casi dos semanas.

En un sentido práctico, mi ausencia no podría haber tenido mucha repercusión en la vida de Hundreds, porque a menudo no podía visitar el Hall durante períodos bastante largos. Pero más tarde supe que me echaban de menos. Supongo que habían llegado a contar conmigo y les gustaba pensar que me tenían a mano, dispuesto a pasar por allí si hacía falta, en respuesta a una llamada de teléfono. Mis visitas habían aliviado su sensación de aislamiento; ahora la sensación reaparecía, más deprimente que antes. Para distraerse pasaban una tarde en Lidcote con Bill y Helen Desmond, y después una velada con la anciana señorita Dabney. Otro día iban a Worcestershire para visitar a viejos amigos de la familia. Pero en el viaje consumían la mayor parte de su ración de gasolina, y después el tiempo volvió a ser húmedo y era más difícil circular por las malas carreteras rurales. Temiendo por su salud, la señora Ayres se quedaba tranquilamente en casa. A Caroline, sin embargo, la impacientaba la lluvia continua: se ponía el chubasquero y las botas de agua y trabajaba de firme en la finca. Pasó varios días con Makins en la granja, ayudándole con la primera siembra de la primavera. Después se ocupó del jardín, arregló la valla rota con Barrett e hizo lo que pudo con la cañería atascada. Su última tarea la sumió en el desaliento: al abordar más de cerca el problema, vio hasta qué punto se había filtrado el agua. Cuando desatascó la cañería, entró en la casa para ver los daños que había causado en todas las habitaciones de la fachada oeste. La acompañó su madre; encontraron goteras de poca importancia en dos habitaciones, el comedor y el «cuarto de las botas». Después abrieron el salón.

Lo hicieron sin muchas ganas. La mañana siguiente a la fiesta desastrosa de octubre, la señora Bazeley y Betty habían entrado para intentar eliminar las huellas de sangre de la alfombra y el sofá; al parecer, trabajaron durante dos o tres horas, sacando un cubo tras otro de turbia agua rosada. Posteriormente, estando la casa tan desolada, y con la inquietud por el estado de Rod, nadie había tenido ánimos para entrar de nuevo, y el salón había sido más o menos precintado. Incluso cuando Caroline recorrió el Hall buscando objetos que poner en venta, no tocó nada del salón, casi como si -recuerdo que pensé entonces- hubiera desarrollado una especie de superstición que le impedía alterarlo.

Pero ahora, al abrir los postigos agrietados, ella y su madre se maldijeron por no haberlo examinado antes. La habitación había sufrido un deterioro mayor del que habían supuesto, pues su techo decorativo estaba tan empapado de agua que de hecho se combaba. En otros lugares, la lluvia simplemente se había colado entre las junturas de yeso y caído libremente sobre la alfombra y los muebles de debajo. Por suerte, el clavicémbalo se había librado de los peores estragos, pero el asiento tapizado de uno de los sillones estilo Regencia dorados estaba completamente destrozado. Lo más alarmante era que las esquinas del empapelado amarillo chino se habían desprendido de las tachuelas con las que Caroline las había sujetado, y caían en tiras andrajosas del yeso húmedo que había detrás.

– Bueno -dijo Caroline, suspirando al ver el estropicio-, ya sufrimos la prueba del incendio. Me imagino que también deberíamos haber previsto la del agua…

Llamaron a Betty y a la señora Bazeley y les dijeron que encendieran la lumbre en la parrilla; pusieron en marcha el generador, llevaron calentadores eléctricos y estufas de aceite y dedicaron el resto del día, y el día entero siguiente, a ventilar la habitación. Las copas de cristal de la araña contenían pozos de agua turbia, y chisporrotearon y crepitaron alarmantemente cuando probaron el interruptor, con lo que después no se atrevieron a tocarlo. El empapelado era irreparable. Creyeron que podrían salvar la alfombra y decidieron limpiar y después enfundar o cubrir los muebles demasiado grandes para trasladarlos a otro sitio. Caroline también participó en la tarea con un viejo pantalón de faena y el pelo recogido con una cinta. Sin embargo, la salud de la señora Ayres experimentó otro ligero bajón y tan sólo fue capaz de mirar entristecida cómo desmantelaban y reducían el salón.

– A tu abuela se le habría partido el corazón -dijo el segundo día, acariciando un par de cortinas de seda manchadas por el agua filtrada.

– Bueno, ha sido inevitable -dijo Caroline, cansada. Su larga sesión de trabajo empezaba a pasarle factura. Forcejeaba con un rollo de fieltro que había bajado del piso de arriba para remendar el sofá-. El salón ha llegado al final de sus días, eso es todo.

Su madre la miró casi afligida.

– ¡Hablas como si lo estuviéramos convirtiendo en una tumba!

– ¡Ojalá lo hiciéramos! Así podríamos conseguir una subvención del ayuntamiento. Sin duda Babb podría remodelarlo. ¡Qué cosa más odiosa! -Tiró el rollo al suelo-. Perdona, madre. No pretendo ser frívola. ¿Por qué no te vas a la salita, si te afecta ver esto?

– ¡Cuando pienso en las fiestas que tu padre y yo dimos aquí, cuando eras pequeña!

– Sí, ya lo sé. Pero a papá nunca le gustó mucho este salón, ¿recuerdas? Decía que el papel de la pared le mareaba.

Miró alrededor, buscando alguna tarea fácil con que ocupar a su madre; y finalmente la cogió de la mano y la llevó a una silla junto al armario del gramófono.

– Mira -dijo, abriendo el armario y sacando un montón de discos viejos-. Al menos podríamos hacer las cosas como es debido. Llevo siglos pensando en revisarlos. Ahora lo hacemos tú y yo y vemos los que se pueden tirar. Estoy segura de que la mayoría son basura.

En realidad, sólo quería distraer a su madre del deprimente trasiego que había a su alrededor. Pero los discos estaban mezclados con otras cosas, partituras y programas de teatro y de conciertos, menús de cenas e invitaciones, muchas de las cuales databan de los primeros años de casada de la señora Ayres, o de su infancia, y el examen se convirtió para ambas en una tarea absorbente y muy sentimental. Les llevó casi una hora, y las cosas que iban apareciendo les arrancaban exclamaciones de sorpresa. Encontraron música comprada por el coronel, viejas canciones de baile de Rod. Descubrieron grabaciones de una ópera de Mozart que la señora Ayres había visto por primera vez en su luna de miel, en 1912.

– ¡Vaya, recuerdo el vestido que llevaba! -dijo, dejando el disco en su regazo para sumergirse dulcemente en el recuerdo-. Uno de chiffon azul, de mangas con volantes. Cissie y yo discutimos sobre cuál de las dos se lo pondría. Te sentías como si flotaras llevando un vestido así. Bueno, con dieciocho años flotas, o nosotras lo hacíamos en aquel entonces, éramos unas niñas… Y tu padre, con su traje de etiqueta…, ¡y caminaba con un bastón! Se había torcido el tobillo. Simplemente torcido al desmontar de un caballo, pero usó el bastón durante quince días. Creo que lo consideraba elegante. Era un niño, también: sólo tenía veintidós años, era más joven que Roderick ahora…

Obviamente le apenaba pensar en Roderick, una evocación surgida entre los demás recuerdos, y su expresión era tan nostálgica que, tras observarla un momento, Caroline le quitó con suavidad el disco de las manos, abrió el gramófono y levantó la aguja. El disco era viejo y la aguja pedía a gritos que la cambiaran: al principio lo único que oyeron fue el silbido y la crepitación del acetato. A continuación, ligeramente caótico, se oyó el estruendo de la orquesta. La voz de la cantante parecía luchar contra ella, hasta que al final la soprano se elevó, pura «como una criatura frágil, encantadora», me dijo Caroline más tarde, «que se libera de espinas».

Debió de ser un momento extrañamente conmovedor. La lluvia volvió a ensombrecer el día y el salón estaba sumido en penumbras. El fuego y el ronroneo de los calentadores arrojaban una luz casi romántica, y durante un par de minutos el salón -a pesar del techo abultado y del papel que colgaba de sus paredes- pareció llenarse de encanto. La señora Ayres sonrió, de nuevo con la mirada ausente, moviendo la mano y levantando y bajando los dedos al compás de las ondas musicales. Hasta Betty y la señora Bazeley estaban sobrecogidas. Siguieron trabajando por la habitación, pero tan sigilosamente como los artistas de una pantomima, y sin hacer ruido desenrollaban esteras sobre las últimas franjas de alfombra que aún no estaban cubiertas y descolgaban con suavidad espejos de las paredes.

El aria se acercaba a su fin. La aguja del gramófono se encalló en un surco y emitió un áspero chasquido repetitivo. Caroline se levantó a retirarla, y en el silencio que siguió resurgió el goteo regular del agua que caía del techo estropeado en los cubos y barreños. Vio que su madre miraba hacia arriba pestañeando, como si despertara de un sueño; y para disipar la melancolía puso otro disco, una antigua y dinámica canción de music-hall que ella y Roderick ponían para desfilar cuando eran niños.

– «¡Qué buena estrella la de la chica con un novio soldado!» -canturreó-. «¿Os ha ocurrido, chicas?»

La señora Bazeley y Betty, aliviadas, empezaron a moverse con más libertad, acelerando el ritmo del trabajo para adaptarse al fragmento musical.

– Esa canción sí que es bonita -dijo la señora Bazeley, con un gesto de aprobación.

– ¿Le gusta? -gritó Caroline-. ¡A mí también! ¡No me dirá que oyó cantarla a Vesta Tilley en su luna de miel!

– ¿Luna de miel, señorita? -La señora Bazeley adelantó la barbilla-. ¡No tuve ninguna! Sólo una noche en Evesham, en casa de mi hermana. Ella y su marido durmieron con los niños, para dejarnos la habitación a nosotros. Después nos fuimos directamente a casa de mi suegra, donde nunca tuvimos ni siquiera una cama propia… durante nueve años, hasta que murió la pobre anciana.

– ¡Válgame Dios! -dijo Caroline-. Pobre señora Bazeley.

– Oh, a él nunca le importó. Tenía una botella de ron al lado de la cama y un tarro de melaza negra; le daba a su madre una cucharada todas las noches y ella dormía como una muerta. Sé buena chica, Betty, pásanos esa vieja caja de hojalata.

Caroline se rió y, todavía sonriente, miró cómo Betty le pasaba la caja a la señora Bazeley. Contenía una serie de estrechos sacos de arena, que se utilizaban en la casa para evitar las corrientes y que la familia denominaba «culebras»: Caroline los conocía muy bien desde la infancia, y observó con un toque de nostalgia cómo la señora Bazeley se acercaba a las ventanas y empezaba a colocarlos en los alféizares y en las rendijas entre los marcos. Finalmente incluso fue a la caja en busca de un saco sobrante y se lo llevó a la pila de discos, para manosearlo mientras examinaba los papeles y las placas que quedaban.

Caroline tuvo una vaga conciencia, en aquel momento, de que la señora Bazeley lanzaba una suave exclamación de fastidio y llamaba a Betty para que le llevara agua y un trapo. Pero transcurrieron unos minutos hasta que se le ocurrió mirar de nuevo por la ventana. Cuando lo hizo, vio a las dos sirvientas arrodilladas una junto a otra, frunciendo el ceño por turnos y restregando con precaución algún punto de los paneles de madera. Gritó, con cierta indiferencia:

– ¿Qué es eso, señora Bazeley?

– No lo sé muy bien, señorita -respondió la sirvienta-. Sólo se me ocurre que es alguna marca que dejó la pobre niña cuando la mordieron.

A Caroline se le encogió el corazón. Comprendió que el hueco de la ventana que estaban mirando era donde Gillian Baker-Hyde se había sentado cuando Gyp le lanzó una dentellada. El panel y las tablas del suelo habían quedado salpicados de sangre, aunque habían limpiado a conciencia toda aquella zona, así como el sofá y la alfombra. Ahora supuso que alguna mancha habría pasado inadvertida.

Sin embargo, le intrigó algo en la voz o la actitud de la señora Bazeley. Dejó caer el saco de entre los dedos y fue a reunirse con ella en la ventana.

Su madre levantó la vista cuando Caroline se alejó.

– ¿Qué es, Caroline?

– No lo sé. Nada, supongo.

La señora Bazeley y Betty retrocedieron para que ella lo viera. La marca que habían estado frotando no era una mancha, sino una serie de garabatos infantiles en la madera: un revoltijo de eses, en apariencia trazados con un lápiz y escritos al azar, y tosca o apresuradamente dibujados. Era algo así:


S S SSSS

SS S

SSSSS


– ¡Dios! -dijo Caroline, entre dientes-. ¡Como si la niña no se hubiera conformado con atormentar a Gyp! -añadió, al captar la mirada de la señora Bazeley-: Lo siento. Fue espantoso lo que le sucedió, y daría cualquier cosa por que no hubiera ocurrido. Debía de tener un lápiz aquella noche. A no ser que cogiera uno nuestro. Me figuro que fue la hija de los Baker-Hyde, ¿no? ¿Le parece que las marcas son recientes?

Se movió ligeramente mientras hablaba: sus palabras habían atraído la atención de su madre, que cruzó la habitación y se colocó a su lado. Caroline pensó que miraba los garabatos con una expresión extraña, a medias con una gran consternación y a medias como si quisiera acercarse más, pasar quizá los dedos por la madera.

La señora Bazeley retorció el trapo mojado y empezó a restregar de nuevo las letras.

– No sé lo que parecen, señorita -dijo, resoplando mientras frotaba-. ¡Sé que es más difícil de lo normal borrarlas! Pero no estaban aquí cuando limpiamos el salón días antes de la fiesta, ¿verdad, Betty?

Betty miró con nerviosismo a Caroline.

– Creo que no, señorita.

– Sé que no estaban -dijo la señora Bazeley-. Porque yo misma me ocupé de la pintura, centímetro a centímetro, mientras Betty limpiaba las alfombras.

– Bueno, entonces debió de ser la niña -dijo Caroline-. Fue una travesura; una gran travesura, por cierto. Hagan lo que puedan para borrarlo, por favor.

– ¡Lo estoy intentando! -dijo la señora Bazeley, indignada-. Pero voy a decirle algo. Si esto es de lápiz, yo soy el rey Jorge. Está pegado, eso es lo que está.

– ¿Pegado? ¿No es tinta ni lápiz de color?

– No sé lo que es. Casi estoy segura de que ha salido de debajo de la pintura.

– De debajo de la pintura -repitió Caroline, asustada.

La señora Bazeley alzó un segundo la mirada hacia ella, sorprendida por su tono; luego vio el reloj, y chasqueó la lengua, disgustada.

– De aquí a diez minutos se acabó mi jornada. Betty, tendrás que probar con sosa cuando yo me vaya. No demasiada, ojo, o saldrán ampollas…

La señora Ayres se alejó. No había dicho nada de las marcas, pero Caroline vio que caminaba abrumada, como si aquel recuerdo inesperado de la fiesta y de su desenlace hubiera puesto en el día el definitivo sello siniestro. La madre recogió sus cosas con ademanes lentos e inseguros, dijo que estaba cansada y que quería descansar un rato arriba. Y puesto que el salón, real y verdaderamente, ya había perdido su encanto, Caroline también decidió dejarlo. Recogió la caja de discos desechados y siguió a su madre hasta la puerta…, volviéndose una sola vez para mirar la franja de panel restregado, con su enjambre indeleble de eses, como otras tantas anguilas serpeantes.


Esto fue el sábado, probablemente hacia la misma hora en que yo estaba leyendo mi informe en la conferencia de Londres, aún reconcomido en el fondo de mi mente por toda la historia con Caroline. Al final de la tarde terminó el trabajo en el salón, que otra vez fue precintado concienzudamente, cerrados con cerrojo sus postigos y cerrada la puerta; y los garabatos en la madera -que, al fin y al cabo, eran sinsabores minúsculos en el censo más amplio de los infortunios de la familia- quedaron más o menos olvidados. El domingo y el lunes transcurrieron sin percances. Los dos días fueron fríos, pero secos. De modo que a Caroline, cuando la tarde del martes pasaba por delante de la puerta del salón, le asombró oír en la habitación contigua unos golpecitos débiles y continuos, que ella atribuyó a la caída de agua de lluvia. Desazonada por la idea de que debía de haber aparecido una nueva gotera en el techo, abrió la puerta y miró dentro. Entonces cesó el sonido. Se quedó inmóvil, conteniendo la respiración, y atisbo en la habitación a oscuras, pero sólo vislumbró las tiras de papel desgarrado de las paredes y los extraños bultos que formaban los muebles enfundados, y no oyó nada más. Así que cerró la puerta y siguió su camino.

Al día siguiente volvió a pasar por el salón y oyó de nuevo el ruido. Esta vez era un rápido tamborileo o palmeteo, tan inconfundible que entró decidida en la habitación y abrió una contraventana. Al igual que el día anterior, el ruido cesó en cuanto abrió la puerta de par en par: inspeccionó los cubos y palanganas que habían dejado para recoger las gotas que caían del techo, y examinó deprisa la alfombra cubierta con una estera, pero todo estaba seco. Desconcertada ya estaba a punto de desistir cuando se repitió el ruido. Esta vez le pareció que no procedía del interior del salón, sino de una de las habitaciones contiguas. Dijo que ahora era un suave pero agudo rat-ta-tá, como un colegial que tamborilease ociosamente con un palo. Más perpleja e intrigada que nunca, salió al pasillo y se puso a escuchar. Persiguió el sonido hasta el comedor, pero allí cesó bruscamente, para volver a empezar unos segundos después, esta vez claramente al otro lado de la pared, en la salita.

Encontró a su madre allí, leyendo un periódico de la semana anterior. La señora Ayres no había oído nada.

– ¿Nada? -preguntó Caroline-. ¿Estás segura? -Y acto seguido-: ¡Ahora! ¿No lo oyes?

Levantó la mano. Su madre se paró a escuchar y un momento después convino en que sí, sin duda se oía algún tipo de sonido. «Un golpeteo», lo llamó, en contraposición a los «golpecitos» de Caroline; sugirió que quizá fueran el aire o el agua atrapados en las tuberías de la calefacción central. Nada convencida, Caroline fue a mirar el antiguo radiador de la salita. Estaba templado al tacto y totalmente inerte, e incluso cuando retiró la mano de él los golpes sonaron cada vez más fuertes y claros: ahora parecían venir de encima de su cabeza. Era un sonido tan nítido que ella y su madre pudieron «observar» su avance por el techo y las paredes: se desplazaba desde un extremo de la habitación al otro, «como una pelotita dura que rebota».

Esto fue en algún momento de la tarde, después de que la señora Bazeley se hubiese ido a su casa; pero ahora, naturalmente, pensaron en Betty y se preguntaron si no estaría trabajando en una de las habitaciones de arriba. Sin embargo, cuando la llamaron, subió directamente del sótano: dijo que estaba allí, preparándoles el té, desde hacía media hora. La retuvieron en la salita durante casi diez minutos, tiempo en el cual la casa estuvo perfectamente silenciosa y quieta; pero en cuanto Betty las dejó volvieron a sonar los golpes. Esta vez sonaban en el pasillo. Caroline fue rápidamente a la puerta y al asomarse descubrió a Betty desconcertada e inmóvil sobre el suelo de mármol mientras se oía un tamborileo suave y seco, procedente de uno de los lienzos de pared, encima de su cabeza.

Caroline dijo que no se asustó ninguna de las tres, ni siquiera Betty. El sonido era extraño, pero no amenazador; de hecho, parecía guiarlas de un lugar a otro, casi como si fuera un juego, hasta que la persecución por el pasillo empezó a convertirse en «una pequeña juerga». Lo siguieron hasta el mismo vestíbulo. Siempre era el lugar más frío de la casa, y aquel día parecía un congelador. Caroline se frotó los brazos y miró hacia arriba de la escalera expuesta a las corrientes de aire.

– Si quiere subir -dijo-, que suba solo. No me importa tanto ese ruido idiota.

Rat-ta-tá, resonó fuerte el tamborileo, como una indignada respuesta a sus palabras, y a partir de entonces fue como si el sonido se «instalara» a regañadientes en un solo punto, dando la singular impresión de que provenía de un armario somero de borne arrimado a la pared de madera, junto a la escalera. El efecto era tan vivo que Caroline optó por abrir con cautela el armario. Asió las manijas, pero se mantuvo a distancia al tirar de ellas, esperando a medias que la cosa saltara, dijo, como el resorte de una caja de sorpresas. Sin embargo, las puertas se abrieron hacia ella sin causarle el menor daño y sólo revelaron un batiburrillo de objetos ornamentales sueltos, y cuando los golpecitos volvieron a sonar, quedó claro que no venían del interior del armario, sino de algún punto de detrás. Caroline cerró las puertas y fue a inspeccionar el angosto espacio oscuro que separaba la pared del armario. Luego, con comprensible desgana, levantó la mano y deslizó despacio los dedos en la ranura.

Los golpes volvieron a sonar, más fuertes que antes. Ella dio un salto hacia atrás, alarmada pero riéndose.

– ¡Es ahí! -dijo, sacudiendo los brazos como para desprenderse de alfileres y agujas-. ¡Lo he sentido en la pared! Es como una manita que da golpecitos. Deben de ser escarabajos, o ratones, o algo parecido. Betty, ven aquí y ayúdame con esto.

Agarró un costado del armario. Ahora Betty parecía asustada.

– No quiero, señorita.

– ¡Vamos, que no te van a morder!

Entonces la chica avanzó hacia ella. El armario era liviano pero no se movía, y les costó un minuto levantarlo. Los golpes cesaron en cuanto lo posaron, por lo que Caroline oyó muy claramente a su madre cuando la señora Ayres contuvo la respiración, asombrada por algo que había visto en la pared recién descubierta; y la vio hacer un movimiento: extender la mano y después replegarla hacia su pecho, en un gesto de temor.

– ¿Qué ocurre, madre? -dijo, todavía forcejeando para asentar sobre sus patas al armario.

La señora Ayres no contestó. Caroline afianzó el mueble y después fue hacia su madre y vio lo que la había asustado.

En la pared había más garabatos de aquella letra infantil: SSS SSSS S SU S. Caroline los miró, admirada.

– No me lo creo. ¡Esto es sencillamente demasiado! Ella no habría podido… No es posible que la niña…, ¿verdad?

Miró a su madre; ésta no respondió. Se volvió hacia Betty.

– ¿Cuándo fue la última vez que movisteis este armario?

Ahora Betty parecía realmente aterrada.

– No lo sé, señorita.

– ¡Pues piensa! ¿Fue después del incendio?

– Yo… creo que debió de ser entonces.

– Yo también lo creo. ¿Limpiaste esta pared, como todas las demás? ¿Y no viste nada escrito?

– No recuerdo, señorita. Creo que no.

– Lo habrías visto, ¿verdad?

Caroline, mientras hablaba, se dirigió derecha hacia la pared para examinar las marcas más de cerca. Las frotó con el puño de su cárdigan. Se chupó el pulgar y las frotó con él. Las marcas no se borraron. Meneó la cabeza, con un estupor total.

– ¿Pudo haber sido la niña? ¿Las haría ella? Creo que aquella noche en algún momento fue al cuarto de baño. Quizá vino hasta aquí. Puede que le pareciera divertido hacer una marca donde no la encontráramos durante muchos meses…

– Tapa eso -dijo bruscamente la señora Ayres.

Caroline se volvió a mirarla.

– ¿No deberíamos limpiarlas?

– No servirá de nada. ¿No lo ves? Las marcas son iguales que las otras. Mejor sería no haberlas encontrado. No quiero verlas. Tápalas.

– Sí, por supuesto -dijo Caroline, y lanzó una mirada a Betty. Maniobraron juntas para devolver el armario a su sitio.

Y ella me dijo que sólo cuando lo hicieron empezó a percatarse de lo extraño que era aquello. Hasta entonces no había tenido miedo, pero ahora los golpes, el hallazgo de las marcas, la reacción de su madre, el silencio reinante: al pensar en todo esto sintió que le flaqueaba el ánimo. Intentando una bravata, dijo:

– Creo que esta casa está jugando a un juego de salón con nosotras. Si vuelve a empezar, no debemos prestarle la menor atención. -Alzó la voz y la orientó hacia la caja de la escalera-. ¿Me has oído, casa? ¡De nada te vale provocarnos! ¡No queremos jugar!

Esta vez no hubo un tamborileo de respuesta. El silencio se tragó sus palabras. Vio la mirada aprensiva de Betty, se apartó y habló con mayor calma.

– Muy bien, Betty, ahora vuelve a la cocina.

Pero la chica vaciló.

– ¿La señora está bien?

– La señora está muy bien. -Caroline puso una mano en el brazo de su madre-. Madre, ven a calentarte, anda.

Pero al igual que aquel otro día, la señora Ayres dijo que prefería estar sola en su cuarto. Se ciñó el chal y Caroline y Betty la vieron subir lentamente la escalera. Se quedó en su dormitorio casi hasta la hora de la cena, y para entonces, manifiestamente, había vuelto a ser la misma. Caroline también había recuperado el sosiego. Ninguna de las dos mencionó los garabatos. La noche y el día o los dos días que siguieron, no sucedió nada relevante.


Pero días más tarde, aquella misma semana, la señora Ayres tuvo su primera noche accidentada. Como a muchas mujeres que habían vivido la guerra, cualquier sonido inhabitual era capaz de despertarla, y una noche le interrumpió el sueño la clara impresión de que alguien la había llamado. Permaneció inmóvil en la profunda oscuridad del invierno, escuchando atentamente; como no oyó nada durante varios minutos, se relajó y empezó a adormecerse. Después, al posar la cabeza en la almohada, creyó percibir otro sonido, aparte del frufrú de la ropa de cama contra su oído, y se incorporó. Al cabo de un momento oyó otra vez el ruido. Pero no era una voz. Tampoco eran golpecitos ni un tamborileo. Era un revoloteo, tenue pero nítido; y procedía, inequívocamente, del otro lado de una estrecha puerta de carpintero al lado de su cama: es decir, de su antiguo vestidor, que ahora utilizaba como un trastero para guardar baúles y cestas. El sonido era tan raro que evocaba una imagen particular, característica, y por un momento tuvo auténtico miedo. Supuso que algo se había introducido en el vestidor y estaba sacando cosas de una de las cestas y las tiraba al suelo.

Después, como el sonido continuaba, comprendió que lo que en realidad oía era un aleteo. Un pájaro debía de haberse colado por la chimenea y había quedado atrapado.

Fue un alivio, después de sus imaginaciones descabelladas; era también un fastidio, pues ahora estaba completamente desvelada, escuchando los intentos que hacía para escapar el pobre animal aterrorizado. No le agradó la idea de entrar en el vestidor para tratar de atraparlo. A decir verdad, nunca le habían gustado mucho los pájaros ni otros animales con alas; tenía un miedo infantil a que chocaran contra su cara y se le enredaran en el pelo. Pero al final no pudo aguantar más. Encendió una vela y se levantó de la cama. Se puso la bata y se cuidó de abotonársela hasta el cuello; se ató muy prieto un pañuelo en la cabeza y se puso los zapatos y los guantes de gamuza. Hizo todo esto -«convertida en un auténtico adefesio», como más tarde le dijo a su hija- y abrió con cautela la puerta del vestidor. Al igual que en el caso de Caroline en el salón, el aleteo cesó en el momento en que la puerta empezaba a oscilar, y el cuarto de detrás parecía tranquilo. No vio excrementos ni plumas de pájaro; y cuando fue a examinar el faldón de la chimenea, descubrió que estaba recubierto de herrumbre.

Se mantuvo despierta el resto de la noche, intranquila y recelosa, pero la casa permaneció en silencio. La noche siguiente se acostó temprano y no le costó mucho conciliar el sueño. Sin embargo, la noche siguiente se desveló de nuevo y exactamente igual que la primera noche. Esta vez salió al rellano, despertó a Betty e hizo que la acompañase a escuchar delante de la puerta del vestidor. Eran aproximadamente las tres menos cuarto. Betty dijo que oyó «algo, no sabía muy bien qué»; pero de nuevo, cuando se armaron de valor para inspeccionar el cuartito, vieron que todo estaba quieto… Y entonces pensó la señora Ayres que su primer instinto debió de haber sido certero. Tan nítidos eran los sonidos que no podía haberlos imaginado; el pájaro debía de estar dentro de la chimenea, justo detrás de la campana, incapaz de remontar el vuelo por el tito. Esta idea horrible se apoderó de ella. Supongo que la hora tardía, la oscuridad y el silencio exacerbaron la idea. Mandó acostarse a Betty pero siguió despierta, alterada y frustrada, y ya estaba levantada, y de nuevo en el vestidor, cuando Caroline entró al día siguiente; estaba de rodillas delante de la chimenea, removiendo con un atizador en el herrumbroso faldón de la chimenea.

Por un momento, Caroline pensó que su madre quizá hubiese perdido el juicio. En cuanto comprendió de qué se trataba, la ayudó a levantarse y asumió ella misma el raspado del faldón, y en cuanto abrió un agujero cogió el palo de una escoba y lo empujó contra el tiro hasta que le dolió el brazo. Para entonces estaba negra como un carbonero, tras haber recibido una ducha de hollín. En el hollín no había una sola pluma, pero la señora Ayres estaba tan segura de lo del pájaro atrapado -y, a ojos vistas, tan «extrañamente afectada por ello»- que Caroline se limpió y salió al jardín con un par de prismáticos para examinar el cañón de la chimenea. Encontró todos los sombreretes de aquel lado del Hall protegidos con alambres, en algunas partes rotos, pero tan envueltos en humedad y hojas muertas que consideró improbable que un pájaro hubiera podido entrar en una de aquellas jaulas e introducirse por el tiro de la chimenea. Aun así se lo pensó mientras volvía a la casa y le dijo a su madre que le había parecido que el sombrerete en cuestión podría haber albergado recientemente un nido. Le contó que había visto «entrar allí a un pájaro y salir después volando, totalmente libre». Esto pareció tranquilizar un poco a la señora Ayres, que se vistió y desayunó.

Pero sólo alrededor de una hora más tarde, mientras Caroline también terminaba de desayunar en su cuarto, la sobresaltó el grito de su madre. Fue un grito desgarrador y cruzó disparada el rellano. Encontró a la señora Ayres en la puerta abierta de su vestidor, al parecer retrocediendo débilmente, con los brazos extendidos, ante algo que había dentro. Sólo mucho después Caroline dio en pensar que, en realidad, la postura de su madre en aquel momento no podía haber sido un gesto de retirada; entonces se limitó a correr hacia ella, imaginando que había caído gravemente enferma. Pero la señora Ayres no estaba enferma, al menos no de un modo normal. Dejó que Caroline la llevara a su butaca, que le diera un vaso de agua y se arrodillase a su lado, cogiéndole de las manos.

– Estoy bien -dijo la madre, enjugándose los ojos brillantes; y sus lágrimas acrecentaron el susto de Caroline-. No te preocupes. Qué estupidez por mi parte, al cabo de tanto tiempo.

Habló sin apartar del vestidor la mirada. Tenía una expresión tan rara -tan aprensiva y, sin embargo, en cierto modo tan ávida- que Caroline se asustó.

– ¿Qué es, madre? ¿Qué estás mirando? ¿Qué ves?

La señora Ayres meneó la cabeza y no contestó. Entonces Caroline se levantó y cruzó con cautela el dormitorio hasta el vestidor. Más tarde me dijo que no sabía si lo que más temía era la perspectiva de descubrir algo horrible en el cuartito o la posibilidad -que en aquel momento, debido al comportamiento de su madre, parecía muy grande- de que no hubiese nada anómalo dentro. De hecho, lo único que vio al principio fue un revoltijo de cajas que obviamente su madre había sacado de su lugar habitual con intención de quitarles el hollín que se había acumulado sobre ellas. Después le llamó la atención lo que en la penumbra creyó que era una mancha más espesa de hollín en la parte inferior de una pared que al retirar las cajas había quedado al descubierto. Se acercó y, a medida que sus ojos se acostumbraban a la luz, la mancha resultó ser un conjunto de oscuras letras tiznadas y escritas por una mano infantil, exactamente iguales que las que poco antes había visto en el piso de abajo:


SSU SS SU

SSU

SSUCKY

SUCKeY


Al principio le sorprendió la edad de las marcas. Evidentemente, eran más antiguas de lo que nadie había pensado hasta entonces, y no debía de haberlas hecho la pobre Gillian Baker-Hyde, sino algún otro niño, años antes. ¿Las habría hecho ella misma? ¿O Roderick? Pensó en unos primos, en amigos de la familia… Y luego, con un pequeño y extraño vuelco del corazón, miró otra vez lo que estaba escrito y comprendió de pronto las lágrimas de su madre. Para su propio asombro, se ruborizó. Tuvo que quedarse unos minutos en el cuartito en penumbra para que el sonrojo disminuyera.

– Bueno -dijo, cuando finalmente se reunió con su madre-, al menos ahora sabemos seguro que no fue la hija de los Baker-Hyde.

La señora Ayres respondió simplemente:

– Nunca he pensado que fuera ella.

Caroline se puso a su lado.

– Perdona, madre.

– ¿Qué tengo que perdonarte, cariño?

– No lo sé.

– Entonces no lo digas. -La señora Ayres suspiró-. Cómo le gusta a esta casa sorprendernos, ¿verdad? Como si conociese nuestras debilidades y las tantease una por una… ¡Dios, qué cansada estoy!

Hizo una bola con el pañuelo y se lo apretó contra la frente, cerrando fuerte los ojos.

– ¿Quieres que haga algo, que te traiga algo? -preguntó Caroline-. ¿Por qué no te acuestas un rato?

– Me siento cansada incluso en la cama.

– Pues quédate en la butaca y duerme. Voy a encender el fuego.

– Otra vez como una anciana -rezongó la señora Ayres.

Pero cansinamente se acomodó en la butaca mientras Caroline se ocupaba del fuego; y cuando prendieron las llamas, su madre ya había reclinado la cabeza y parecía que dormitaba. Caroline la miró un momento, admirada por las arrugas de la edad y la tristeza en su rostro, y de repente la vio -como cuando somos jóvenes y hay ocasiones en que nos asombra ver a nuestros padres- como a un individuo, una persona con impulsos y experiencias de los que ella nada sabía, y con un pasado y una tristeza impenetrables…, y pensó que lo único que podía hacer por su madre en aquel momento era procurar que se sintiera más cómoda, y deambuló sigilosamente por la habitación para correr parcialmente las cortinas, cerrar la puerta del vestidor y añadir una manta al chal extendido sobre las rodillas de la señora Ayres. Después fue abajo. No mencionó el incidente a Betty ni a la señora Bazeley, pero descubrió que deseaba compañía y se inventó un quehacer para estar con ellas en la cocina. Cuando más tarde volvió al dormitorio vio a su madre profundamente dormida, sin que aparentemente hubiera cambiado de postura.

Pero la señora Ayres debió de despertarse en algún momento, porque ahora la manta yacía hecha un rebujo en el suelo, como si la hubieran cepillado o arrastrado; y Caroline advirtió que la puerta del vestidor, que ella había cerrado con suavidad pero firmemente, estaba de nuevo abierta.


Yo seguía en Londres mientras sucedía todo esto. Volví a mi casa la tercera semana de febrero, con un estado de ánimo algo agitado. Mi viaje había sido un gran éxito en muchos aspectos. La conferencia me había ido bien. Había pasado la mayor parte del tiempo en el hospital y me había hecho amigo del personal; la última mañana, uno de los médicos me había llevado aparte para proponerme que en algún momento del futuro quizá me interesase considerar la idea de trabajar con ellos en los pabellones. Al igual que yo, era un hombre de orígenes humildes que había estudiado medicina. Dijo que estaba decidido a «mover los hilos» y que prefería trabajar con médicos que «procedían de fuera del sistema». En otras palabras, era de esos hombres que yo había imaginado ingenuamente que yo mismo podría llegar a ser; pero lo cierto era que él tenía treinta y tres años y ya era jefe de su unidad, mientras que yo, varios años mayor que él, no había prosperado nada. En el trayecto de tren hasta Warwickshire medité sobre sus palabras, y me pregunté si estaría a la altura de su aprecio por mí y si podría pensar seriamente en abandonar a David Graham; también me pregunté, con cierto cinismo, qué me ataba a la vida de Lidcote y si alguien me echaría de menos si me marchaba.

El pueblo tenía un aire sumamente limitado y pintoresco cuando fui caminando a mi casa desde la estación, y como la lista de llamadas que me esperaban era la ronda habitual de dolencias rurales -artritis, bronquitis, reumatismos, resfriados-, tuve de repente la sensación de que había estado luchando en vano contra enfermedades de este tipo durante toda mi carrera. Había uno o dos casos distintos, desalentadores de una forma diferente. Una chica de trece años se había quedado embarazada y su padre, jornalero, le había propinado una paliza tremenda. El hijo de un campesino había contraído neumonía: fui a visitarle a la casita familiar y lo encontré terriblemente enfermo y consumido. Tenía siete hermanos, todos ellos enfermos de algo; el padre se había lesionado en el trabajo y estaba de baja. La madre y la abuela habían tratado al chico con remedios anticuados, como atarle al pecho pieles de conejo recién muerto para «sacarle la tos». Receté penicilina y prácticamente pagué yo el preparado. Pero dudé de que llegaran a usarlo. Miraron el frasco con desconfianza, porque «no les gustaba aquel color amarillo». Me dijeron que su médico de cabecera era el doctor Morrison, y que su medicamento era de color rojo.

Salí de la casa con el ánimo por los suelos y en el camino a la mía tomé el atajo a través de Hundreds Hall. Al cruzar la verja tenía intención de visitar el Hall; hacía ya tres días que había regresado de Londres y no había contactado todavía con las Ayres. Pero al acercarme a la casa y ver sus fachadas deterioradas y devastadas sentí un ramalazo de frustración furiosa, y pisé el acelerador y pasé de largo. Me dije que estaba demasiado atareado, que no tenía sentido aparecer sólo para disculparme y marcharme precipitadamente…

Me dije algo parecido la siguiente vez que atravesé el parque, y de nuevo la vez siguiente. Así que no tenía noticias del último cambio de humor de la casa hasta que unos días más tarde recibí una llamada de Caroline para preguntarme si no me importaría pasar a verlas y, según dijo ella misma, «ver si a mi juicio todo estaba en orden».

Rara vez me llamaba por teléfono y no esperaba que me llamase ahora. El sonido de su voz baja, clara, bonita, me transmitió un escalofrío de sorpresa y de placer que casi al instante se transformó en un soplo de inquietud. ¿Algo andaba mal?, le pregunté, y ella respondió vagamente que no, que no ocurría nada malo. Habían tenido «problemas con las goteras», pero «ya estaba arreglado». ¿Y ella estaba bien? ¿Y su madre? Sí, las dos estaban muy bien. Sólo había «un par de cosas» que quería consultar conmigo, si «podía dedicarle un momento».

Fue todo lo que dijo. Me asaltó un sentimiento de culpa y fui más o menos derecho a la casa, postergando a un paciente para ello; me preocupaba lo que encontraría; me imaginé que Caroline tenía cosas más graves que decirme que no se podían comunicar por teléfono. Pero cuando llegué a la casa la encontré en la salita sin iluminar, en una postura que no podría haber sido más prosaica. Estaba arrodillada delante de la chimenea, con un cubo de agua y algunas hojas arrugadas de papel de periódico, haciendo bolas de papier maché que introducía entre las carbonillas para que ardieran.

Estaba remangada hasta los codos y tenía los brazos sucios. El pelo le colgaba encima de la cara. Parecía una criada, una cenicienta fea; y por alguna razón, al verla me enfurecí como un loco.

Ella se puso de pie con esfuerzo e intentó limpiarse las manchas de mugre.

– No hacía falta que viniera tan aprisa -dijo-. No le esperaba.

– Pensé que pasaba algo -dije-. ¿Algo va mal? ¿Dónde está su madre?

– Arriba, en su habitación.

– ¿No estará enferma otra vez?

– No, no está enferma. Al menos…, no lo sé.

Miraba alrededor en busca de algo con que limpiarse los brazos, y finalmente cogió un pedazo de periódico y se frotó en vano con él.

– ¡Por el amor de Dios! -dije, avanzando para ofrecerle un pañuelo.

Ella vio el cuadrado blanco de lino recién planchado y empezó a protestar.

– Oh, no debo…

– Cójalo, le digo -dije, al tendérselo-. Usted no es una fregona, ¿no?

Y como ella titubeaba todavía, sumergí el pañuelo en el cubo de agua manchada de tinta y, seguramente no de un modo muy gentil, le froté yo mismo los brazos y las manos.

Al final los dos nos ensuciamos ligeramente, pero ella, al menos, estaba más limpia que antes. Se bajó las mangas y retrocedió.

– Siéntese, por favor -dijo-. ¿Le apetece un té?

Yo me quedé de pie.

– Dígame lo que ocurre, simplemente.

– En realidad, no hay nada que decir.

– ¿Me ha hecho venir hasta aquí para nada?

– Hasta aquí -repitió ella, en voz baja.

Me crucé de brazos y hablé con más suavidad.

– Perdone, Caroline. Siga.

– Es sólo… -empezó, dubitativa; después, poco a poco me contó lo que había sucedido desde mi última visita: la aparición de los garabatos, primero en el salón y después en el vestíbulo; la «pelotita rebotando» y el «pájaro atrapado»; el descubrimiento que hizo su madre de la última serie de letras escritas.

Para ser sincero, en aquel momento no me pareció gran cosa. Yo no había visto los garabatos, pero cuando finalmente fui al salón y examiné las eses fantasmas e irregulares, no las consideré especialmente inquietantes. En respuesta al relato de Caroline, dije:

– Pero ¿no está claro lo que ha sucedido? Esas marcas deben de llevar ahí… -calculé- pues casi treinta años. La pintura se está pelando y las deja al descubierto. Probablemente ha sido la humedad. No me extraña que no se borren frotando; debe de quedar aún barniz suficiente para que no se vean.

– Sí -dijo ella, sin convicción-, supongo que es así. Pero ¿esas grietas o raspaduras, o como quiera llamarlas?

– ¡Esta casa cruje como un galeón! Lo he oído muchas veces.

– Nunca ha crujido como ahora.

– Quizá nunca haya habido tanta humedad como ahora; y, desde luego, el salón nunca ha estado tan desatendido. Seguramente se están aflojando las maderas.

Ella aún no parecía convencida.

– Pero ¿no es extraño que los golpecitos nos llevaran hasta los garabatos?

– Aquí debían de vivir tres niños pequeños -dije-. Podría haber marcas en todas las paredes… También es posible -añadí, al pensarlo mejor- que su madre supiera…, quiero decir, como si fuera un recuerdo olvidado, dónde estaban la segunda y la tercera serie escrita. El hallazgo de la primera pudo haberle metido la idea en la cabeza. Y luego, cuando empezó el crujido, quizá dirigió inconscientemente la búsqueda.

– ¡Ella no pudo haber dado los golpes! ¡Yo los oí!

– Debo admitir que no puedo explicar eso, aparte de suponer que la primera idea de usted sea correcta: que eran ratones o escarabajos o cualquier otro animalillo, y que el hueco de las paredes hubiese amplificado el ruido de algún modo. En cuanto al pájaro atrapado… -Bajé la voz-. Bueno, supongo que ya se le habrá ocurrido que su madre se imaginó todo el incidente.

– Sí, así es -respondió ella, también en voz baja-. No dormía bien. Pero tenga en cuenta que según ella era el pájaro lo que la mantenía despierta. Y Betty también oyó el ruido, no lo olvide.

– Creo que Betty, en mitad de la noche, habría oído cualquier sonido que le sugirieran -dije-. Esas cosas son como un círculo vicioso. Algo despertó a su madre, no lo dudo, pero luego su propio insomnio la mantuvo desvelada, o soñó que estaba despierta, y a partir de ese momento su mente era vulnerable en cierto sentido…

– Creo que es vulnerable ahora -dijo ella.

– ¿Qué quiere decir?

Titubeó.

– No estoy segura. Parece… cambiada.

– ¿Cambiada en qué sentido? -dije.

Pero creo que en mi tono se estaba introduciendo una nota de cansancio, porque me pareció que ella y yo ya habíamos tenido varias veces esta conversación, u otras similares. Se apartó de mí, claramente decepcionada, y dijo:

– Oh, no lo sé. Supongo que imagino cosas.

No dijo nada más. La observé, decepcionado a mi vez. Dije que subiría a ver a su madre, y cogí el maletín y subí la escalera.

Lo hice con una leve sensación premonitoria, porque supuse, por la actitud de Caroline, que encontraría a la señora Ayres con aspecto de muy enferma, y quizá acostada. Pero cuando llamé a su puerta, la oí gritar enérgicamente que entrase; entré y encontré la habitación con las cortinas casi cerradas pero, en agudo contraste con la salita, con dos o tres lámparas encendidas y un buen fuego en el hogar. Olía a alcanfor, un olor algo propio de una tía solterona: la puerta del vestidor estaba abierta de par en par y encima de la cama había un montón de vestidos y pieles, y las bolsas de seda aplanadas, como vejigas desinfladas, donde habían estado guardados. Cuando entré, la señora Ayres apartó la vista de ellas y me miró, en apariencia contentísima de verme. Me dijo que ella y Betty habían estado inspeccionando topa vieja.

No me preguntó por mi viaje, ni tampoco dio a entender que sabía que yo acababa de estar abajo, a solas con su hija. Se adelantó para cogerme de la mano y me condujo hacia la cama, señalando con un gesto el ovillo de ropas.

– Me sentía tan culpable, en plena guerra y yo aferrada a todo esto -dijo-. Regalé lo que pude, pero algunas prendas, ah, no pude desprenderme de ellas, para que las hicieran trizas y las convirtieran en mantas para refugiados, y Dios sabe qué más. Ahora me alegro muchísimo de haberlas conservado. ¿Le parece muy malvado por mi parte?

Sonreí, complacido por verla tan en forma, tan ella misma. La grisura de su pelo volvió a chocarme, pero se había vestido con especial esmero, aunque con un estilo curiosamente de antes de la guerra, casi con rulos alrededor de las orejas. Un toque suave de pintura coloreaba sus labios y llevaba las uñas pintadas de un rosa brillante, y la tez de su cara en forma de corazón casi parecía no tener arrugas.

Me volví hacia el montón de sedas anticuadas.

– Desde luego es difícil imaginar que estas cosas se donaran a un campo de refugiados.

– ¿Verdad? Mucho mejor guardarlas aquí, donde son apreciadas.

Cogió un delicado vestido de raso con una cascada de volantes en los hombros y la falda. Lo sostuvo en el aire para enseñárselo a Betty, que en ese momento salía del vestidor con una caja de zapatos en la mano.

– ¿Qué te parece éste, Betty?

La chica me miró y asintió con un gesto.

– Hola, Betty. ¿Va todo bien?

– Hola, señor.

Tenía la cara sonrosada; parecía emocionada. Era evidente que trataba de contener la emoción, pero al ver el vestido su boquita rellena esbozó una sonrisa.

– ¡Es precioso, señora!

– En aquella época hacían las cosas para que durasen. ¡Y qué colores! Ya no se ven hoy día. ¿Y qué tienes ahí?

– ¡Zapatillas, señora! ¡Doradas!

– Déjame ver. -La señora Ayres cogió la caja, retiró la tapa y después el papel que había dentro-. Ah, éstas valen hoy un potosí. Y me apretaban como demonios, me acuerdo. Sólo me las puse una vez. -Las levantó y luego dijo, como en un impulso-: Pruébatelas, Betty.

– Oh, señora. -La chica se ruborizó y me miró, vergonzosa-. ¿Puedo?

– Sí, anda. Enséñanos al doctor y a mí cómo te quedan.

Entonces Betty se soltó los cordones de sus zapatones negros y se calzó tímidamente las zapatillas de piel doradas; después, alentada por la señora Ayres, caminó desde la puerta del vestidor hasta la chimenea y viceversa, como una maniquí. Rompió a reír mientras lo hacía, y levantó una mano para taparse los dientes torcidos. La señora Ayres se rió también, y cuando la muchacha dio un traspié porque las zapatillas le quedaban muy grandes, rellenó la puntera con unas medias para que encajasen. Tardó varios minutos en hacerlo, y después vistió a la chica con guantes y una estola, y la hizo quedarse quieta, caminar y volverse, y aplaudió suavemente el desfile.

Pensé de nuevo en el paciente al que había relegado para ir al Hall. Pero al cabo de unos minutos la señora Ayres pareció cansarse de repente.

– Vamos -le dijo a Betty, suspirando, mirando la cama atiborrada-. Más vale que recojas todo esto o no tendré un sitio donde dormir esta noche.

– ¿Duerme usted bien? -dije, cuando ella y yo nos acercamos al fuego. Y al ver que Betty desaparecía en el vestidor con un montón de pieles en los brazos, dije en voz baja-: Espero que no le importe, pero Caroline me ha hablado de su… descubrimiento de la semana pasada. Supongo que la afectó mucho.

Ella se estaba agachando para recoger un almohadón. Dijo:

– Sí, la verdad. Qué tontería por mi parte, ¿no?

– En absoluto.

– Al cabo de tanto tiempo -murmuró ella, sentándose, y al levantar la cara me sorprendió su expresión, que no mostraba huellas de inquietud ni de angustia, sino que, por el contrario, era casi serena-. Suponía que no habían quedado trazas de ella, ya ve. -Se puso una mano en el corazón-. Salvo aquí dentro. Aquí siempre ha sido real para mí. Más real, a veces, que cualquier otra cosa…

Mantuvo la mano sobre el pecho, alisando ligeramente la tela de su vestido. Su semblante se había vuelto grave, aunque cierto grado de vaguedad era habitual en ella y formaba parte de su encanto. Nada en su conducta me resultó extraño ni me alarmó; pensé que tenía un aspecto bastante saludable y contento. Pasé unos quince minutos con ella y bajé al piso de abajo.

Caroline estaba donde la había dejado, lánguidamente de pie ante la chimenea. El fuego en la parrilla era débil, la luz más tenue que nunca y de nuevo advertí el contraste que había entre la tristeza de aquella habitación y lo acogedora que era la de su madre. Y otra vez me disgustó inexplicablemente ver a Caroline con manos de criada.

– ¿Y bien? -me preguntó, alzando la vista.

– Creo que no hay motivo para preocuparse -dije.

– ¿Qué está haciendo mi madre?

– Estaba revisando prendas viejas con Betty.

– Sí. Esas cosas son las únicas que quiere hacer ahora. Ayer volvió a sacar aquellas fotografías que estaban estropeadas, ¿se acuerda?

Abrí las manos.

– Tiene derecho a ver fotografías, ¿no? ¿Puede reprocharle que quiera pensar en el pasado, cuando en su presente hay tan pocas alegrías?

– No es sólo eso.

– ¿Qué es, entonces?

– Es algo en su conducta. No sólo está pensando en el pasado. Es como si en realidad no me viera cuando me mira… Está viendo otra cosa… Y se cansa con tanta facilidad… No es tan mayor, ya sabe, pero ahora descansa como una anciana casi todas las tardes. Nunca menciona a Roderick. No le interesan los informes del doctor Warren. No quiere ver a nadie… Oh, no puedo explicarlo.

– Sufrió una conmoción al encontrar los garabatos que le han recordado a la hermana de usted -dije-. Tiene que haber sido un fuerte sobresalto.

Al decir esto caí en la cuenta de que ella y yo nunca habíamos hablado de Susan, la niña fallecida. Ella debió de pensar lo mismo: se quedó en silencio, se llevó los dedos sucios a la boca y empezó a tironearse el labio. Y cuando volvió a hablar, su voz había cambiado.

– Es extraño oírle decir «la hermana». Suena raro. ¿Sabe?, mi madre nunca la mencionó cuando Rod y yo éramos niños. No supe de su existencia durante muchos años. Y un buen día encontré un libro donde estaba escrito «Sukey Ayres» y le pregunté a mi madre quién era. Reaccionó de una forma tan extraña que me asusté. Fue entonces cuando mi padre me lo contó todo. Dijo que había sido una «mala suerte horrible». Pero no recuerdo haber sentido pena por él o por mi madre. Sólo recuerdo que me enfadé, porque todo el mundo me decía siempre que era la hija mayor, y pensé que no era justo, si en realidad no lo era. -Miró al fuego, frunciendo la frente-. Al parecer, de niña siempre estaba enfadada por algo. Era insoportable con Roddie; insoportable con las sirvientas. Se supone que un día dejamos de serlo, ¿no? Yo creo que nunca lo hice. A veces pienso que aquello sigue dentro de mí, como algo repugnante que engullí y se me atragantó…

En aquel momento tenía un poco el aire de una niña con rabieta, con las manos sucias y un par de mechones de pelo castaño despeinado que empezaban a colgarle encima de la cara. Sin embargo, como otras niñas de mal carácter, también parecía sumamente triste. Hice un ademán incompleto hacia ella. Al verlo levantó la cabeza y debió de captar mi vacilación.

Y en el acto se esfumó su aire aniñado. Dijo, con una voz dura y mundana:

– No le he preguntado por su viaje a Londres, ¿verdad? ¿Cómo le fue?

– Gracias. Fue bien.

– ¿Habló en la conferencia?

– Sí.

– ¿Y a la gente le gustó lo que dijo?

– Mucho. De hecho… -Vacilé otra vez-. Bueno, se habló de que volviera. De que vuelva para trabajar allí, quiero decir.

Su mirada cambió, pareció acelerarse.

– ¿Ah, sí? ¿Y tiene intención de hacerlo?

– No lo sé. Tendría que pensarlo. Pensar en lo que… perdería.

– ¿Y por eso ha tardado tanto en venir a vernos? ¿No quería que le distrajésemos? Vi su coche en el aparcamiento el domingo. Pensé que quizá pasaría por aquí. Como no vino supuse que habría ocurrido algo; que habría habido algún cambio. Por eso le he llamado hoy, porque no podía contar con que usted viniese de la manera normal. Como solía hacerlo, me refiero. -Se recogió hacia atrás el pelo caído-. ¿Pensaba volver a visitarnos?

– Por supuesto.

– Pero lo ha estado retrasando, ¿no?

Ladeó la barbilla al decir esto. No dijo nada más. Pero, como la leche testaruda que cede finalmente al movimiento de la mantequera, el enfado en mi interior pasó a convertirse en otra cosa completamente distinta. El corazón empezó a latirme más deprisa. Al cabo de un momento, dije:

– Tenía un poco de miedo, creo.

– ¿Miedo de qué? ¿De mí?

– En absoluto.

– ¿De mi madre?

Respiré.

– Escuche, Caroline. Aquel día en el coche…

– Oh, eso -Volvió la cabeza-. Me comporté como una idiota.

– Yo fui el idiota. Lo siento.

– Y ahora todo ha cambiado y va mal… No, por favor, no.

La vi tan triste que me había acercado e hice amago de abrazarla; y aunque se puso rígida y se resistió un momento, se relajó un poco cuando comprendió que sólo me proponía rodearla con los brazos. La última vez que la había estrechado así fue cuando bailé con ella; llevaba tacones y tenía los ojos y la cara a la altura de los míos. Ahora llevaba zapatos planos y era tres o cinco centímetros más baja: moví el mentón y mi barba de días entró en contacto con su pelo. Agachó la cabeza y su frente fría y seca se deslizó en el hueco debajo de mi oreja… Y entonces, de algún modo, se apretó de lleno contra mí, sentí el empuje y la morbidez de sus pechos, la presión de sus caderas y sus muslos poderosos. Le puse las manos detrás de la espalda y la atraje hacia mí con más fuerza aún.

– No -repitió ella, pero débilmente.

Y me asombró la erupción de mis sentimientos. Unos momentos antes había mirado a Caroline sin sentir otra cosa que exasperación y disgusto. Ahora, con la voz entrecortada, pronuncié su nombre encima de su cabello y apreté la mejilla ásperamente contra su cabeza.

– ¡La he echado de menos, Caroline! -dije-. ¡Dios, cuánto la he echado de menos! -Me limpié la boca, con un gesto inseguro-. ¡Míreme! ¡Mire en qué maldito imbécil me ha convertido usted!

Ella empezó a zafarse.

– Lo siento.

La agarré más fuerte.

– No lo sienta. ¡Por el amor de Dios!

– Yo también le he echado de menos -dijo, con un tono triste-. Siempre que se va sucede algo aquí. ¿Por qué? Esta casa, y mi madre… -Cerró los ojos y se tocó la frente con la mano, como si le doliera mucho la cabeza-. Esta casa te hace pensar cosas.

– Esta casa le pesa demasiado.

– He tenido casi miedo.

– No hay nada de que tener miedo. No debería haberla dejado aquí encerrada y sola.

– Ojalá… ojalá pudiera irme. No puedo, por mi madre.

– No piense en su madre. No piense en irse. No hace falta que se vaya.

Y yo tampoco, pensé. Porque de repente todo me pareció claro, con Caroline en mis brazos. Mis proyectos -el especialista, el hospital de Londres- se desvanecieron.

– He sido un idiota -dije-. Todo lo que necesito está aquí mismo. Piénselo, Caroline. Piense en mí. En nosotros.

– No. Podría venir alguien…

Yo había empezado a buscar su boca con la mía. Pero ahora oscilábamos, y al oscilar movimos los pies para mantener el equilibrio, y acabamos separándonos. Dio un paso para ponerse fuera de mi alcance y levantó una mano sucia. Tenía el pelo más revuelto que antes a causa de la frotación con mi mejilla, y los labios abiertos, ligeramente húmedos. Parecía una mujer a la que acababan de besar y que, para ser sincero, quería que volvieran a besarla. Pero cuando me dirigí hacia ella retrocedió otro paso y vi que en su deseo había otro elemento mezclado: inocencia, o algo más fuerte: renuencia, incluso un poco de miedo. Así que no intenté abrazarla. No me atreví a hacerlo por temor a espantarla. Le cogí una mano, se la levanté y me llevé a los labios los nudillos sucios. Dije, con un estremecimiento de deseo y de audacia, al mirar sus dedos y frotar con mi pulgar las uñas ennegrecidas:

– Mira lo que te has hecho. ¡Eres una verdadera niña! No sucederán más estas cosas cuando estés casada.

Ella no dijo nada. Tuve una breve conciencia de que la casa estaba tan quieta y silenciosa a nuestro alrededor como si estuviera conteniendo la respiración. Luego Caroline volvió a agachar un poco la cabeza y yo, en un arrebato de triunfo, la atraje hacia mí para besarla, pero no en la boca, sino en el cuello, las mejillas y el pelo. Ella lanzó una carcajada nerviosa.

– Espera -dijo, medio en broma, medio en serio, casi forcejeando-. Espera. ¡Oh, espera!

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