Capítulo 14

Difícilmente puedo describir mi estado de ánimo durante las horas que siguieron. Hasta el trayecto de vuelta a Lidcote fue en cierto modo un tormento; era como si el movimiento del coche batiera mis pensamientos como si fueran peonzas que giran furiosamente. Además, quiso la casualidad que en el camino al pueblo me cruzara con Helen Desmond: me hizo señas excitadas con la mano y me fue imposible no parar, bajar la ventanilla e intercambiar unas palabras con ella. Tenía algo que preguntarme sobre la boda; no me atreví a contarle lo que acababa de pasar entre Caroline y yo y tuve que escucharla, asintiendo y sonriendo, fingiendo que pensaba sobre el tema, y le dije que consultaría con Caroline y se lo comunicaría. Dios sabe lo que dedujo de mi actitud. Sentía la cara tirante como una máscara y la voz me sonaba medio estrangulada. Al fin conseguí librarme de ella diciendo que tenía que hacer una llamada urgente; al llegar a casa, descubrí que, en efecto, había un mensaje para mí, una petición de que visitara a un enfermo grave en una casa a varios kilómetros de allí. Pero la idea de volver a subir a mi coche me producía un auténtico horror. Tenía miedo de acabar saliéndome de la carretera. Tras un minuto de indecisión bastante angustiosa, escribí una nota a David Graham diciéndole que había sufrido un violento trastorno estomacal y pidiéndole que se ocupara del caso y que también se ocupara de mis pacientes de la tarde, si es que podía atenderles. Conté la misma historia a mi ama de llaves, y cuando ella hubo llevado el mensaje y me trajo la respuesta comprensiva de Graham, le dije que se tomara libre el resto de la tarde. En cuanto se fue, clavé una nota en la puerta de mi consulta, pasé el cerrojo y corrí las cortinas. Saqué una botella de jerez que guardaba en mi escritorio y allí, en la penumbra de mi consulta, mientras la gente iba y venía atareada al otro lado de la ventana, bebí un vaso asfixiante tras otro.

Fue lo único que se me ocurrió hacer. Sentía que mi mente, sobria, iba a estallar. La simple pérdida de Caroline ya era bastante dura, pero su pérdida entrañaba muchas más. Todo lo que había planeado y en lo que había depositado mis esperanzas, lo veía…, ¡lo veía disiparse! Era como un hombre sediento que persigue un espejismo de agua…, que extiende las manos hacia la visión y ve cómo se transforma en polvo. Y además estaba la puñalada y la humillación de haber creído que aquello era mío. Pensé en las personas a las que habría de decírselo: Seeley, Graham, los Desmond, los Rossiter; a todo el mundo. Vi sus caras de comprensión o de lástima, e imaginé que a mis espaldas se convertían en satisfacción y escándalo… No soportaba la idea. Me levanté y empecé a deambular del mismo modo que había visto a pacientes muy enfermos caminar de un lado a otro para aliviar el dolor. Bebía mientras andaba, entregado al alcohol, tomando directamente de la botella el jerez que se me derramaba por la barbilla. Y cuando apuré la botella subí al piso de arriba y empecé a buscar otra revolviendo en los armarios de la sala. Encontré una petaca de brandy, y un licor de endrina polvoriento y un pequeño barril precintado de licor polaco de antes de la guerra que un día había ganado en una rifa de beneficencia y nunca había tenido el valor de probar. Lo mezclé todo en un mejunje nauseabundo y me lo tragué, tosiendo y barboteando. Habría sido mejor tomar un tranquilizante; supongo que buscaba la miseria de la borrachera. Recuerdo que me tumbé en la cama en mangas de camisa, sin dejar de beber, hasta que me dormí o perdí el conocimiento. Recuerdo que desperté en la oscuridad, horas después, y que vomité violentamente. Después volví a dormirme y cuando desperté estaba tiritando; de noche había refrescado. Me metí a gatas debajo de las mantas, enfermo y avergonzado. Y no volví a conciliar el sueño. Vi iluminarse la ventana, y mis pensamientos, como agua helada, se tornaron brutalmente ciatos. Me dije: «La has perdido, por supuesto. ¿Cómo pudiste pensar que la tenías? ¡Mírate! ¡Mira en qué estado te ves! No la mereces».


Pero gracias a uno de esos instintos de autoprotección, después de haberme levantado y lavado y preparado una cafetera, en medio de mi mareo empecé a despejarme un poco. Hacía buen tiempo, templado y primaveral, igual que la víspera, y de pronto me pareció imposible que entre el amanecer de un día y el amanecer de otro las cosas hubieran podido experimentar un cambio tan desastroso. Repasé mentalmente la escena con Caroline, y ahora que había remitido el primer escozor de sus palabras y de su actitud empecé a asombrarme de que la hubiera tomado tan en serio. Me recordé a mí mismo que ella estaba exhausta, deprimida, todavía conmocionada por la muerte de su madre y por todos los sucesos oscuros que habían conducido a ella. Llevaba semanas comportándose de un modo imprevisible, sucumbiendo a una idea estrafalaria tras otra, y cada vez yo había conseguido convencerla de que se comportara con sensatez. ¿Aquello no habría sido tan sólo un último arrebato de locura, la culminación de tanta inquietud y estrés? ¿No podría hacerla entrar en razón de nuevo? Empecé a persuadirme de que sí. Empecé a pensar que, de hecho, ella quizá lo anhelaba. Quizá ella había estado poniendo a prueba casi mis reacciones, pidiéndome algo que hasta entonces yo no le había dado.

Esta idea me animó y disipó gran parte de mi resaca. Al llegar mi ama de llaves, la tranquilizó verme tan repuesto; dijo que había estado preocupada por mí toda la noche. Al comenzar mis consultas matutinas, atendí con un empeño adicional las dolencias de mis pacientes, deseoso de compensar mi vergonzoso desliz de la víspera. Telefoneé a David Graham para comunicarle que mi acceso de malestar había pasado. Aliviado, me transmitió una lista de pacientes y dediqué el resto de la mañana a hacer llamadas diligentemente.

Y después volví a Hundreds. Entré otra vez por la puerta del jardín y fui derecho a la salita. La casa estaba exactamente igual que en mi última visita y en todas las que la habían precedido, y esto infundió confianza a cada paso que daba. Cuando encontré a Caroline sentada ante el escritorio, repasando un montón de documentos, esperaba a medias que se levantara para recibirme con una sonrisa algo tímida. Di unos pasos hacia ella y empecé a levantar los brazos. Entonces vi en su cara una inconfundible expresión desolada. Enroscó el capuchón de la estilográfica y se puso en pie lentamente.

Bajé los brazos y dije:

– Caroline, qué tontería es todo esto. He pasado una noche triste, tristísima. Estaba muy preocupado por ti.

Ella frunció el ceño, como inquieta y apenada.

– Ya no debes preocuparte por mí. Ya no tienes que venir aquí.

– ¿No venir aquí? ¿Estás loca? ¿Cómo puedo no venir sabiendo el estado en que te encuentras…?

– Yo no me encuentro en ningún «estado».

– ¡Hace sólo un mes que murió tu madre! Estás afligida. Estás conmocionada. Esas cosas que dices que estás haciendo, esas decisiones que estás tomando sobre Hundreds, sobre Rod…, vas a lamentarlas. He visto estas cosas antes. Cariño mío…

– Por favor, no me llames así ahora -dijo.

Lo dijo a medias con un tono suplicante y a medias con cierta desaprobación, como si yo hubiese dicho una palabra fea. Había dado unos pasos más hacia ella, pero volví a detenerme.

Y tras una pausa de silencio cambié de tono, lo volví más apremiante.

– Caroline, escucha. Comprendo que tengas dudas. Tú y yo no somos unos jóvenes atolondrados. El matrimonio significa un gran paso. Yo sucumbí al pánico la semana pasada, igual que tú ahora. ¡David Graham tuvo que sosegarme con un whisky! Creo que si tú también pudieras calmarte…

Ella movió la cabeza.

– Me siento más tranquila que desde hace meses. Desde el momento en que accedí a casarme contigo supe que no estaba bien y anoche, por primera vez, me sentí calmada. Lamento mucho no haber sido sincera contigo, y conmigo misma, desde un buen principio.

Su tono era ahora menos reprobador que frío, distante, contenido. Vestía ropa de la que usaba en casa, un cárdigan raído, una falda zurcida, el pelo recogido con una cinta negra, pero tenía un aspecto extrañamente atractivo y compuesto, con un aire de determinación que yo no le había visto desde hacía semanas. Todo mi aplomo de la mañana empezó a desmoronarse. Más allá de él, sentía el miedo y la humillación de la noche. Por primera vez miré con atención alrededor y la salita se me antojó sutilmente distinta, más arreglada y anónima, con un montículo de ceniza en la rejilla de la chimenea, como si Caroline hubiera estado quemando papeles. Vi el cristal rajado y recordé avergonzado algunas de las cosas que le había dicho el día antes. Entonces reparé en que había colocado sobre una de las mesas bajas una pila ordenada de las cajas que yo le había llevado: la del vestido, la de las flores y el estuche de tafilete.

Al ver que yo las miraba, atravesó la salita para cogerlas.

– Tienes que llevarte esto -dijo, suavemente.

– No seas absurda -dije-. ¿Qué quieres que haga con ellas?

– Devolverlas a la tienda.

– ¡Vaya ridículo haría devolviéndolas! No, quiero que te las quedes, Caroline. Tienes que ponértelas para nuestra boda.

En lugar de responderme, me tendió las cajas hasta que quedó claro que yo no me las llevaría. Entonces depositó las dos cajas de cartón, pero conservó el estuche en la mano. Dijo firmemente:

– De verdad, tienes que llevarte todo esto. Si no te lo llevas te lo enviaré por correo. Encontré el anillo en la terraza. Es precioso. Espero… espero que algún día puedas dárselo a otra.

Emití un sonido de indignación.

– Lo encargué para ti. ¿No lo entiendes? No habrá otra.

Me lo tendió.

– Cógelo. Por favor.

A regañadientes, cogí el estuche de su mano. Pero al guardarlo en el bolsillo dije, intentando una bravata:

– Sólo me lo llevo ahora. Temporalmente. Lo guardaré hasta que pueda ponértelo en el dedo. No lo olvides.

Ella pareció incómoda, pero habló serenamente.

– No, por favor. Sé que es difícil pero, por favor, no lo agraves más. No pienses que estoy enferma o que tengo miedo o que soy una insensata. No creas que estoy haciendo…, no sé, una de esas cosas que se supone que hacen a veces las mujeres…, montar un drama, incitar a su hombre a una pelea… -Hizo una mueca-. Espero que me conozcas mejor y que no pienses que alguna vez haría algo semejante.

No respondí. De nuevo empezaba a ceder al pánico: estaba despavorido y despechado por la simple idea de que había querido tenerla y no había podido. Ella se había acercado para darme el anillo. Sólo nos separaba como un metro de aire frío y nítido. La piel parecía empujarme hacia ella. Me empujaba tan clara y tan urgentemente que no acertaba a creer que ella no sintiera una presión recíproca. Pero retrocedió cuando extendí la mano. Repitió, disculpándose:

– No, por favor.

Yo volví a extender la mano y ella retrocedió más rápidamente. Me acordé de cómo se había escabullido de mí, casi asustada, en mi última visita. Pero esta vez no parecía asustada, y cuando habló había desaparecido de su voz incluso el tono de disculpa. Habló más bien como recordaba haberla oído en los tiempos en que acababa de conocerla y en ocasiones la juzgaba dura.

– Si me tienes aprecio, por pequeño que sea, nunca más intentarás hacer esto. Siento por ti un gran afecto, y lamentaría perderlo.


Regresé a Lidcote en un estado casi tan deplorable como el día anterior. Esta vez me esforcé en combatirlo a lo largo de la tarde, y el ánimo sólo comenzó a flaquearme cuando terminé mis consultas vespertinas y se avecinaba la noche. Empecé a deambular otra vez, incapaz de sentarme, incapaz de trabajar, perplejo y atormentado por el pensamiento de que, en un solo momento -en el acto de proferir unas cuantas palabras-, había perdido mi derecho a Caroline, al Hall y a nuestro radiante futuro. No lograba entenderlo. Sencillamente, no podía permitir que sucediese. Me puse el sombrero, subí a mi coche y me dirigí hacia Hundreds. Quería agarrar a Caroline y zarandearla hasta que entrase en razón.

Pero luego tuve una idea mejor. En el cruce de Hundreds doblé hacia el norte, hacia la carretera de Leamington, y conduje hasta la casa de Harold Hepton, el abogado de los Ayres.

Había perdido la noción del tiempo. Cuando me hizo pasar la sirvienta, oí voces y el tintineo de cubiertos: vi en el reloj de la entrada que eran las ocho y media pasadas y comprendí consternado que la familia estaba reunida en el comedor para la cena. El propio Hepton salió a recibirme con una servilleta en la mano, todavía limpiándose la boca de salsa.

– Perdone -dije-. Le estoy molestando. Volveré en otro momento.

Pero él dejó la servilleta jovialmente.

– ¡Tonterías! Casi hemos acabado, y me apetece una pausa antes del postre. Y además me agrada ver una cara de hombre. Estoy rodeado de mujeres en esta casa… Venga por aquí, donde estaremos más tranquilos.

Me llevó a su despacho, que daba al jardín en penumbra de la trasera de la casa. Era una hermosa vivienda. Él y su mujer eran gente de dinero y se las habían ingeniado para conservarlo. Eran personajes importantes en la cuadrilla local de cazadores de zorros y de las paredes de la habitación colgaban diversos objetos, fustas, trofeos y fotografías de partidas de caza.

Cerró la puerta, me ofreció un cigarrillo y él también cogió uno. Se sentó en el borde del escritorio mientras yo me sentaba, tenso, en una de las sillas.

– No me andaré con rodeos -dije-. Me atrevería a decir que sabe por qué he venido.

Él estaba ocupado encendiendo el pitillo e hizo un gesto evasivo.

– Es por lo de Caroline y Hundreds.

Cerró su encendedor.

– Usted sabe, por supuesto, que me es imposible hablar de los asuntos económicos de la familia.

– ¿Comprende usted que yo voy a ser pronto un miembro de la familia?

– Sí, me he enterado.

– Caroline ha cancelado la boda.

– Lo lamento.

– Pero usted ya lo sabía. Da la casualidad de que lo supo antes que yo. Y creo que sabe lo que ella planea hacer con la casa y la propiedad. Dice que Roderick firmó algún poder notarial. ¿Es cierto?

Él movió la cabeza.

– No puedo hablar de eso, Faraday.

– ¡No puede permitirle que lo haga! Roderick está enfermo, ¡pero no tanto como para dejar que le roben la finca delante de sus narices! No es ético.

– Naturalmente -dijo él-, yo en tal caso no actuaría sin ver un informe médico adecuado.

– ¡Por el amor de Dios, soy el médico de Roderick! -dije-. ¡Y el de Caroline, por cierto!

– No hable tan alto, amigo mío, ¿quiere? -dijo él, enérgicamente-. Usted mismo, si se acuerda, firmó un papel confiando a Roderick al cuidado del doctor Warren. Me tomé la molestia de verlo. Warren está convencido de que el pobre chico no está en condiciones de gestionar sus propios asuntos, y no parece probable que lo esté durante algún tiempo. Sólo le estoy diciendo lo que Warren le diría si estuviera aquí.

– Bueno, entonces quizá debería hablar con Warren.

– Hable con él, desde luego. Pero yo no recibo instrucciones de Warren. Me las da Caroline.

Su obstinación me exasperó. Dije:

– Tiene que tener una opinión al respecto. Una opinión personal, me refiero. Tiene que ver que es una auténtica locura.

Él estudió la punta de su cigarro.

– No estoy tan seguro de que lo sea. Es una gran lástima para el distrito, por supuesto, perder a otra de sus antiguas familias. Pero esa casa se cae a pedazos alrededor de Caroline. Toda la finca requiere una gestión apropiada. ¿Cómo puede mantenerla? ¿Y qué le reporta Hundreds ahora, aparte de tantos recuerdos aciagos? Sin sus padres, sin su hermano, sin un marido…

– Yo iba a ser su marido.

– De eso no puedo hacer comentarios… Lo siento. No veo muy bien en qué puedo ayudarle.

– ¡Puede impedir que esto vaya más lejos, hasta que Caroline recupere el juicio! -dije-. Ha hablado usted de la enfermedad de su hermano, pero ¿no es evidente? Ella tampoco está bien.

– ¿Le parece? Yo la vi muy bien la última vez que hablé con ella.

– No estoy hablando de una enfermedad física. Pienso en sus nervios, en su estado mental. Pienso en todo por lo que ha pasado estos últimos meses. La tensión que ha sufrido le está afectando al juicio.

Hepton se sentía incómodo, pero a la vez un tanto divertido.

– Mi querido Faraday -dijo-, si cada vez que plantan a alguien éste intentase probar que su novia no está en sus cabales…

Extendió las manos y no acabó la frase. Vi en su expresión que yo me estaba poniendo en ridículo, y por un segundo capté la realidad de mi situación y el carácter irremediable de la misma. La rehuí porque era una idea intolerable. Me dije amargamente que estaba perdiendo el tiempo con Hepton; que yo nunca le había gustado; que no formaba parte de su «clase». Me levanté y me alejé de él. Encontré un cenicero -era de peltre, con un motivo de caza- y apagué allí el cigarrillo.

– Debo dejar que vuelva con su familia. Lamento haberle molestado.

El también se levantó.

– En absoluto. Ojalá estuviera en mi poder tranquilizarle.

Pero los dos hablábamos ahora por hablar. Le seguí al recibidor, le estreché la mano y le di las gracias por haberme atendido. Desde la puerta abierta miró al luminoso cielo vespertino, e intercambiamos algún comentario sobre los días que se alargaban. Cuando volví a mi coche eché una ojeada a través de la ventana sin cortinas del comedor y le vi volver a la mesa: estaba explicando mi visita a su mujer y sus hijas; movía la cabeza, borrándome de su pensamiento, y reanudó su cena.


Pasé una segunda mala noche, seguida por otro día inquieto; la semana transcurrió penosamente hasta que casi me sofocó la pena. Hasta entonces no se la había confiado a nadie; al contrario, había mantenido una apariencia de alegría, porque la mayoría de mis pacientes estaba ya al corriente de mi próxima boda y quería felicitarme y hablar de los detalles. Al llegar la noche del sábado ya no aguanté más. Fui a ver a David y a Anne Graham y les confesé toda la historia, sentado en el sofá de su feliz vivienda con la cabeza entre las manos.

Fueron muy amables conmigo. Graham dijo de inmediato:

– ¡Pero si es una locura! Caroline no puede estar en su sano juicio. Oh, seguro que son los nervios de antes de la boda. Anne estaba exactamente igual. Perdí la cuenta de las muchas veces que me devolvió el anillo de compromiso. Lo llamábamos «el bumerang». ¿Te acuerdas, querida?

Anne sonrió, pero parecía preocupada. Al contarles lo que había sucedido les cité palabras textuales que había dicho Caroline, y era evidente que habían causado una mayor impresión en ella que en su marido. Dijo, despacio:

– Seguramente tienes razón. Caroline nunca me ha parecido una mujer nerviosa, desde luego. Claro que ha sufrido muchas desgracias últimamente, y ahora que está allí sola, sin una madre… Ojalá me hubiera esforzado más en hacerme amiga suya. Aunque en cierto modo no parece que quiera hacer amigos. Pero ojalá me hubiera esforzado más.

– Bueno, ¿es demasiado tarde? -preguntó Graham-. ¿Por qué no vas mañana a charlar con ella, en nombre de Faraday?

Ella me miró.

– ¿Te gustaría que lo hiciera?

Creo que lo dijo sin entusiasmo. Pero en aquel momento yo estaba desesperado.

– Oh, Anne, te lo agradecería tanto -dije-. ¿De verdad lo harías? Ya no sé qué hacer.

Ella puso la mano sobre la mía y dijo que me ayudaría con mucho gusto. Graham dijo:

– Ya está, Faraday. Mi mujer sería capaz de ablandar a Stalin. Resolverá las cosas, ya verás.

Lo dijo con tanto desenfado que casi me sentí un idiota por haber armado tanto jaleo, y dormí bien por primera vez desde que aquello había empezado, y desperté la mañana del domingo un poco menos oprimido. Más tarde, ese mismo día, llevé a Anne a Hundreds. Yo no entré en la casa, pero la observé intranquila desde el coche cuando ella subió los peldaños y llamó al timbre de la puerta. La abrió Betty, que la hizo pasar sin decir una palabra; en cuanto la cerró me quedé esperando que Anne volviera casi de inmediato; de hecho estuvo veinte minutos dentro, un tiempo suficiente para que yo experimentase todas las fases de la inquietud y comenzase a sentirme casi optimista.

Cuando salió -acompañada por una Caroline seria, que dirigió al coche una mirada inexpresiva antes de volver a la penumbra rosada del vestíbulo y cerrar la puerta- se me encogió el corazón.

Anne subió al coche y al principio no dijo nada. Luego meneó la cabeza.

– Lo siento muchísimo. Caroline parece totalmente decidida. Es obvio que la desazona todo este asunto. Está avergonzada por haberte dado falsas esperanzas. Pero está muy resuelta.

– ¿Estás segura? -dije. Miré a la puerta principal cerrada-. ¿No crees que le habrá molestado tu visita y que por eso ha hablado con más aspereza?

– No lo creo. Ha estado encantadora; complacida de verme, de hecho. Estaba preocupada por ti.

– ¿Sí?

– Sí. Se ha alegrado mucho de que nos lo contaras a David y a mí.

Lo dijo como si representara algún consuelo para mí. Pero la idea de que Caroline se alegrara de que yo hubiera empezado a divulgar la noticia del fin de nuestra relación -de que se alegrara, por decirlo así, de haber transmitido a otros amigos la responsabilidad a mi respecto- me dejó aterrado.

El miedo debió de reflejarse en mi cara. Anne dijo:

– Ojalá las cosas fueran distintas. Lo digo sinceramente. Le he dicho en tu favor todo lo que he podido. ¡En realidad, Caroline ha hablado de ti con mucho afecto! Está claro que te tiene un gran aprecio. Pero también ha dicho lo que, en fin, faltaba en lo que siente por ti. No creo que una mujer se equivoque en estas cosas… Y en cuanto a lo otro, a dejar la casa, poner Hundreds en venta, también está decidida. Ha empezado a embalar cosas, ¿lo sabías?

– ¿Qué? -dije.

– Da la impresión de que lleva días atareada con eso. Ha dicho que ya ha venido un comerciante para hacerle una oferta por el contenido de la casa. ¡Todas esas preciosidades! Es una verdadera lástima.

Escuché tenso y en silencio durante un momento. Después dije: «No puedo aguantar esto». Agarré la manija de la puerta y me apeé del coche.

Creo que Anne me gritó. Yo no miré atrás. Absolutamente enfurecido, recorrí a zancadas la grava y subí corriendo los escalones, y cuando abrí de un empujón la puerta de la fachada encontré a Caroline prácticamente detrás de ella y a Betty a su lado: estaban depositando un arcón de té sobre el suelo de mármol. Otras cómodas y cajas desperdigadas ocupaban el hueco de la escalera. El vestíbulo mismo parecía vacío, las paredes desnudas y marcadas, los objetos de adorno habían desaparecido, las mesas y armarios estaban colocados en extrañas posturas, como invitados incómodos en una fiesta fallida.

Caroline vestía sus viejos pantalones de dril. Llevaba el pelo recogido en forma de turbante. Se había remangado la camisa y tenía las manos sucias. Pero una vez más, a pesar de mi rabia, sentí la incontenible, diabólica atracción que ejercía sobre mi sangre, mis nervios, todo mi ser.

Sin embargo, su expresión era fría. Dijo:

– No tengo nada que decirte. Se lo he dicho todo a Anne.

– No puedo renunciar a ti, Caroline -dije.

Poco faltó para que ella pusiera los ojos en blanco.

– ¡Tienes que hacerlo! No hay otro remedio.

– Caroline, por favor.

No contestó. Miré a Betty, cohibida a su lado.

– Betty -dije-, ¿te importa dejarnos a solas un momento?

Pero cuando Betty ya se iba, Caroline le dijo:

– No, no te vayas. El doctor Faraday y yo no tenemos que decimos nada que tú no puedas oír. Sigue embalando esa caja.

La chica dudó unos segundos y luego bajó la cabeza y se apartó un poco de nosotros. Guardé silencio, contrariado; después bajé la voz.

– Caroline, te lo suplico -dije-. Por favor, piénsalo bien. No me importa que no sientas… lo suficiente por mí. Sé que sientes algo. No finjas que no hay nada entre nosotros. Aquella noche, en el baile… o cuando estuvimos fuera, en la terraza…

– Cometí un error -dijo, fatigada.

– No fue ningún error.

– Lo fue. Todo lo fue, de principio a fin. Me equivoqué, y lo lamento.

– No te dejaré marchar.

– ¡Dios! ¿Quieres conseguir que te odie? Por favor, no vengas más. Se acabó. Toda la historia.

La agarré de la muñeca, enfurecido de nuevo.

– ¿Cómo puedes hablar así? ¿Cómo puedes hacer lo que estás haciendo? ¡Por los clavos de Cristo, mírate! Estás destrozando esta casa. ¡Abandonando Hundreds! ¿Cómo puedes? ¿Cómo… cómo te atreves? ¿No me dijiste una vez que vivir aquí era una especie de pacto? ¿Que tenías que cumplido? ¿Es lo que estás haciendo ahora?

Su muñeca se escabulló de mi mano.

– ¡Ese pacto estaba acabando conmigo! Y tú lo sabes. Ojalá me hubiera ido hace un año y me hubiera llevado a mi madre y a mi hermano.

Había empezado a alejarse de mí, quería proseguir su trabajo. Al ver que se alejaba, dije, con voz serena:

– ¿Estás segura?

Una vez más, me habían sorprendido su aire de competencia y su determinación. Al volverse hacia mí, ceñuda, dije:

– Hace un año, ¿qué tenías? Una casa que decías te robaba todo tu tiempo. Una madre anciana, un hermano enfermo. ¿Cuál era tu futuro? Y sin embargo mírate ahora. Eres libre, Caroline. Tendrás dinero, supongo, cuando Hundreds se haya vendido. ¿Sabes? Creo que en realidad te has apañado bastante bien.

Me clavó la mirada un segundo y luego la sangre le afluyó a la cara. Comprendí la terrible insinuación que yo había hecho y me aturullé.

– Perdóname, Caroline.

– Vete -dijo ella.

– Por favor…

– Vete. Fuera de mi casa.

No miré a Betty, pero en cierto modo le vi la cara, violenta, asustada y embargada de compasión. Di media vuelta y me dirigí a la puerta, bajé a ciegas los escalones y crucé la grava hasta el coche. Al verme la cara, Anne dijo, suavemente:

– ¿Nada que hacer? Cuánto lo siento.


La llevé a Lidcote en silencio, finalmente vencido; derrotado no tanto por saber que había perdido a Caroline como por la conciencia de que había tenido una oportunidad de recuperarla y la había desperdiciado. Cuando recordé lo que le había dicho, lo que le había insinuado, creí morir de vergüenza. Pero en el fondo sabía que la vergüenza sería pasajera y mi desdicha, por el contrario, creciente, y que entonces volvería a Hundreds y acabaría diciendo algo peor todavía. En consecuencia, para llevar el asunto a un punto sin posibilidad alguna de retorno, cuando dejé a Anne en su casa me fui derecho a la de los Desmond para decirles que Caroline y yo habíamos roto y que la boda había sido cancelada.

Era la primera vez que pronunciaba estas palabras y me salieron con mayor facilidad de lo que había pensado. Bill y Helen se mostraron preocupados y solidarios. Me dieron una copa de vino y un cigarrillo. Preguntaron quién más conocía la noticia; les dije que más o menos ellos eran los primeros en saberlo, pero por lo que a mí respectaba podían comunicarla a quienes quisieran. Dije que tanto mejor cuanto antes lo supiera todo el mundo.

– ¿No hay esperanza, verdaderamente? -me preguntó Helen, cuando me acompañaba a la puerta.

– Ninguna, me temo -respondí, con una sonrisa compungida, y creo que logré darle a entender que estaba resignado a la separación; es posible que hasta diera la impresión de que Caroline y yo habíamos tomado la decisión juntos.

Lidcote tiene tres tabernas. Dejé a los Desmond justo a la hora en que abrían y entré a beber algo en cada una. En la última compré una botella de ginebra -el único licor que tenían- para llevármela a casa, y una vez en mi consulta apuré sórdidamente el contenido. Esta vez, sin embargo, no obstante todo lo que bebí, permanecí tercamente sobrio, y cuando evoqué la imagen de Caroline lo hice con la mente extrañamente despejada. Era como si mis desvaríos de los últimos días hubiesen agotado mi capacidad para sentimientos virulentos. Salí de la consulta y subí arriba, y mi casa, que desde hacía poco había empezado a parecerme endeble como un escenario, ahora parecía endurecerse a cada paso que daba, reafirmar todos sus contornos y colores tediosos. Ni siquiera esto consiguió deprimirme. Como si me esforzara en avivar una desgracia, subí a mi dormitorio en el altillo y saqué todo lo que pude encontrar que procediese de Hundreds o que me relacionase con la casa. Estaba, por supuesto, la medalla del Día del Imperio, y la fotografía de color sepia que la señora Ayres me había regalado en mi primera visita y que quizá contuviese un retrato de mi madre. Pero también estaba el silbato de marfil que había cogido aquel día de marzo de la boquilla del tubo que había en la cocina: aquel día me lo había guardado en el bolsillo del chaleco y sin ciarme cuenta me lo había llevado a casa. Desde entonces estaba en un cajón junto con mis gemelos de camisa y de cuello, pero ahora lo saqué y lo puse encima de mi mesilla, al lado de la fotografía y la medalla. Añadí las llaves del parque y de la casa, y a continuación coloqué al lado el estuche de tafilete que contenía el anillo de Caroline.

Una medalla, una foto, un silbato, un par de llaves, una alianza matrimonial sin estrenar. Constituían el botín del tiempo pasado en Hundreds: se me antojó que era una pequeña colección extraña. Una semana antes habrían contado una historia de la que yo era el protagonista. Ahora eran un conjunto de fragmentos infelices. Busqué un significado en ellos y no logré descubrirlo.

Volví a ensartar las llaves en mi llavero; todavía no había decidido desprenderme de ellas. Pero escondí los demás objetos, como si me avergonzaran. Me acosté temprano y a la mañana siguiente asumí la triste tarea de reanudar los hilos de mis antiguas rutinas, es decir, las que tenía antes de que me absorbiera tanto la vida en Hundreds. Aquella tarde supe que el Hall y sus tierras habían sido puestos en venta por un agente inmobiliario local. A Makins, el lechero, le habían dado a elegir entre abandonar la granja o comprarla, y había optado por abandonarla: no tenía dinero para independizarse. La súbita venta le había puesto en un apuro y se decía que estaba muy amargado por su causa. En el curso de la semana me llegaron más informaciones; del Hall iban y venían camionetas que poco a poco lo vaciaban de su contenido. Casi todo el mundo daba por sentado espontáneamente que aquello obedecía a un plan de Caroline y mío, y durante unos días pasé por la prueba de explicar repetidamente que la boda había sido suspendida y que Caroline se iba de la comarca sola. Después la noticia debió de difundirse, porque las preguntas cesaron bruscamente, y la incomodidad subsiguiente fue casi más dura de sobrellevar. Volví a enfrascarme en el trabajo del hospital. Había mucho que hacer en aquella época. Me abstuve de nuevas visitas a Hundreds; ya había renunciado a mis atajos a través del parque. No volví a ver a Caroline, aunque a menudo pensaba en ella y soñaba con ella desdichadamente. Al final me enteré por Helen Desmond de que iba a abandonar el condado, con la mayor discreción, el último día de mayo.


Posteriormente sólo subsistió un deseo en mi corazón, y era que el resto del mes transcurriera rápidamente y sin dolor, en la medida de lo posible. Tenía un calendario en la pared de mi consulta, y cuando se decidió la fecha de la boda lo había descolgado y garabateado alegremente con tinta el cuadrado que representaba el 27. Ahora el orgullo o la terquedad me impidieron deshacerme de él. Quería ver pasar aquel día: cuatro días después, Caroline desaparecería definitivamente de mi vida, y yo albergaba una suerte de premonición de que en cuanto pasara a la página de junio sería un hombre nuevo. Entretanto veía acercarse el cuadrado entintado con una inquieta mezcla de ansia y de temor. La última semana del mes estuve cada vez más distraído; no lograba concentrarme en mi trabajo y otra vez dormía mal.

Al final, el día pasó sin pena ni gloria. A la una de la tarde -la hora fijada para el casamiento- estaba sentado a la cabecera de un paciente anciano, concentrado en su caso. Cuando salí de su casa y oí que daban la una apenas reaccioné; me limité a preguntarme vagamente qué otra pareja habría ocupado nuestro turno en la oficina del registro. Vi a unos cuantos enfermos más; la consulta vespertina fue tranquila y pasé el resto de la velada en casa. Hacia las diez y media estaba cansado y pensé en acostarme; de hecho, acababa de descalzarme y me disponía a subir al dormitorio en zapatillas cuando oí unos golpes y timbrazos furiosos en la puerta de mi consulta. Encontré allí a un chico de unos diecisiete años, tan sin resuello que apenas podía hablar. Había corrido unos nueve kilómetros para pedirme que atendiera al marido de su hermana, que sufría, dijo, unos terribles dolores de barriga. Recogí mis cosas y fui con el chico hasta la casa de su hermana: resultó ser la peor vivienda imaginable, una choza abandonada, con agujeros en el techo y boquetes en las ventanas, y desprovista de luz y de agua. Era una familia de ocupantes ilegales que se había desplazado de Oxfordshire hacia el norte en busca de trabajo. Me dijeron que el marido llevaba días enfermo «a intervalos», con vómitos, fiebre y dolor de estómago; le habían tratado con aceite de ricino, pero en las últimas horas se había puesto tan mal que se habían asustado. Como no tenían médico de cabecera, no sabían a quién llamar. Al final habían acudido a mí porque recordaban haber visto mi nombre en un periódico local.

El pobre hombre estaba postrado en una especie de carriola en la sala iluminada por una vela, totalmente vestido y cubierto con un viejo abrigo del ejército. Tenía fiebre alta, el vientre hinchado y un dolor abdominal tan fuerte que cuando empecé a examinarle gritó y maldijo y levantó las piernas para tratar de asestarme una débil patada. Era el caso más evidente de apendicitis aguda que yo había visto nunca y sabía que había que trasladarle al hospital de inmediato para evitar el riesgo de que el apéndice se perforara. La familia estaba horrorizada por la perspectiva del gasto que entrañaba someterle a una operación. «¿No puede hacer nada aquí?», me preguntaba insistentemente la esposa, tirándome de la manga. Ella y su madre conocían a una chica a la que le habían hecho un lavado de estómago después de tragarse un frasco de pastillas; querían que yo hiciera lo mismo con el hombre. Él también se había aferrado a esta idea fija: si le «sacaban el veneno» se pondría bien; era lo único que quería y lo único que consentiría. No les había permitido ir a buscarme, dijo, para que le rajara y le maltratara un hatajo de pu… médicos.

En eso le acometió un tremendo acceso de vómitos y no pudo seguir hablando. La familia se asustó más que nunca. Por fin conseguí convencerles de la gravedad de su estado, y el problema consistía ahora en cómo llevarle al hospital sin demora. Lo ideal habría sido trasladarle en ambulancia, pero la choza estaba aislada y el teléfono más cercano se encontraba en una estafeta de correos, a tres kilómetros de distancia. No vi otra solución que llevarle yo mismo, y entre su cuñado y yo le sacamos fuera en la carriola y le tendimos cuidadosamente en el asiento trasero de mi coche. La mujer se apretujó a su lado, el chico se sentó delante y los dos niños se quedaron al cuidado de su vieja abuela. El trayecto fue espantoso, once o doce kilómetros de caminos y carreteras secundarias, con el hombre que gemía o chillaba a cada sacudida del coche y que vomitaba a intervalos en un barreño; la mujer lloraba tanto que apenas era una ayuda; el chico estaba muerto de miedo. El único elemento favorable era la luna, que estaba llena y brillaba como una lámpara. Pude acelerar en cuanto llegamos a la carretera de Leamington; a las doce y media paramos delante de las puertas del hospital y veinte minutos más tarde el hombre fue conducido al quirófano; para entonces estaba tan mal que realmente temí que no lo contaría. Me senté a esperar con la mujer y el chico, y no quise marcharme hasta ver cómo terminaba el caso. Por fin el cirujano, Andrews, vino a decirnos que todo había salido bien. Había extirpado el apéndice antes de que pudiese haber perforación, con lo que ya no había peligro de peritonitis. El hombre estaba débil pero por lo demás se recuperaba muy bien.

Andrews tenía el más deplorable acento de colegio privado, y la mujer estaba tan aturdida por la angustia que vi que apenas le entendía. A punto estuvo de desmayarse de alivio cuando le expliqué que su marido se había salvado. Quiso verle; no era posible. Tampoco les permitieron a ella y al chico pasar la noche en la sala de espera. Me ofrecí a llevarles a casa en mi trayecto de vuelta a Lidcote, pero no quisieron alejarse tanto del hospital; posiblemente pensaban en los billetes de autobús que tendrían que pagar para volver al día siguiente. Dijeron que en las afueras de Leamington tenían unos amigos que les prestarían un poni y una carreta; el chico regresaría para informar a la abuela de que todo había ido bien y la mujer pasaría la noche en la ciudad y volvería por la mañana para ver a su marido. Estaban tan empeñados en la idea del poni y la carreta como lo habían estado en el lavado de estómago, y yo me pregunté para mis adentros si no pensaban simplemente dormir en alguna cuneta hasta que amaneciera. De nuevo me brindé a llevarles y esta vez aceptaron; el lugar adonde me condujeron era otra cabaña ocupada, un cuchitril como el de ellos, fuera del cual había un par de perros y de caballos atados con una cadena. Los perros se pusieron a ladrar enloquecidos cuando llegamos y abrió la puerta de la choza un hombre con una escopeta en las manos. Al reconocer a los visitantes bajó el arma y les dio la bienvenida. Me pidieron que me quedara con ellos; tenían «cantidad de té y de sidra», dijeron, efusivamente. Por un segundo me sentí casi tentado. Al final les di las gracias pero me despedí de ellos. Ante la puerta cerrada de nuevo capté un atisbo de la habitación de dentro, un caos de colchones y cuerpos dormidos en el suelo: adultos, niños, bebés, perros y cachorros que se retorcían con los ojos ciegos.

Después de la carrera hasta el hospital, seguida por el temor de la espera y el alivio posterior, cierta aura alucinatoria envolvía todo el episodio, y mi coche, cuando ya me alejaba, parecía por contraste silencioso y solitario. Resulta extraño verse sumergido y emerger de los dramas de un paciente, especialmente de noche. La experiencia puede vaciarte emocionalmente pero también puede dejarte extrañamente desvelado y tenso, y ahora mi mente, sin nada a que aferrarse, empezaba a revivir los pormenores de las horas recientes como una película proyectada una y otra vez. Rememoré al chico sin habla y jadeando en la puerta de mi consulta; al hombre encogiendo las piernas para lanzarme una débil patada; las lágrimas de la mujer, las vomitonas y los alaridos; a Andrews, con su voz y sus maneras de cirujano; la mísera casucha; los cuerpos y los cachorros… Lo reviví una y otra vez, dale que dale, en una secuencia agotadora e imperiosa hasta que, para romper el sortilegio, bajé la ventanilla y encendí un cigarrillo. Y algo en aquel acto, en la oscuridad del coche, con el suave resplandor blanco de la luna y los faros que me iluminaban las manos, algo me hizo comprender que estaba haciendo el mismo trayecto que había hecho en enero, después del baile del hospital. Miré mi reloj: eran las dos de la madrugada de lo que debería haber sido mi noche de bodas. A aquella hora tendría que haber estado acostado en un tren, con Caroline en mis brazos.

La pérdida y la congoja resurgieron y me inundaron. Eran tan devastadoras como antes. No quería volver al dormitorio vacío de mi estrecha y triste casa. Quería a Caroline; la quería y no podía tenerla; era lo único que sabía. Había llegado ya a la carretera de Hundreds y me estremeció la idea de que ella se encontrara tan cerca y, sin embargo, tan alejada de mí. Tuve que tirar el cigarro y parar el coche hasta que pasaron las sensaciones más terribles. Pero seguía sin atreverme a ir a casa. Seguí conduciendo despacio y enseguida llegué a la desviación hacia el camino que llevaba al estanque umbroso y rodeado de maleza. Tomé el desvío, recorrí dando tumbos el sendero y aparqué donde Caroline y yo habíamos aparcado aquella noche, la noche en que yo había intentado besarla y por primera vez ella me había rechazado.

La luna resplandecía, los árboles proyectaban sombras y el agua parecía blanca como leche. Todo el paraje era como una fotografía de sí mismo, extrañamente revelada y ligeramente irreal: al contemplarlo fue como si me absorbiera y empecé a sentirme fuera del tiempo y del espacio, un perfecto desconocido. Creo que fumé otro cigarrillo. Sé que poco después sentí frío y busqué a tientas en el asiento trasero la vieja manta roja que llevaba en el coche -la manta con la que una vez había arropado a Caroline- y me envolví en ella. No estaba en absoluto cansado, en el sentido ordinario. Creo que pensé en pasar la noche en vela allí sentado. Pero me volví, encogí las piernas y descansé la mejilla en el respaldo del asiento; y me sumí casi en el acto en un sueño agitado. Y en sueños, al parecer, bajé del coche y apreté el paso hacia Hundreds: me vi caminar con toda la claridad febril y anómala con que había recordado la carrera al hospital un rato antes. Me vi atravesar el paisaje argentado y cruzar como humo la verja de Hundreds. Me vi enfilar el sendero del Hall.

Allí sucumbí al pánico y a la confusión porque el sendero estaba cambiado, era raro y erróneo, era increíblemente largo y se internaba, al fondo, en una oscuridad total.


Desperté al amanecer, abatido y acurrucado. Eran las seis pasadas. Las ventanillas del coche estaban empañadas de vaho y yo tenía la cabeza desnuda: mi sombrero se había encajado entre mi hombro y el asiento, y estaba irreparablemente aplastado, y la manta enredada en mi cintura como si hubiese luchado con ella. Abrí la puerta para que entrara el aire fresco y me apeé trabajosamente. A mis pies se escurrió algo; pensé que eran ratas, pero era una pareja de erizos que habían estado olfateando los neumáticos del coche y ahora desaparecían en la hierba alta. Dejaron tras ellos unas huellas oscuras: la hierba estaba blanqueada de rocío. Una tenue neblina cubría el estanque; ahora el agua era gris en lugar de blanca; el paraje había perdido el aire de irrealidad que había tenido en la madrugada. Me sentí un poco como recordaba haberme sentido después de un tremendo ataque aéreo sobre la ciudad: como si saliera parpadeando del refugio y viera las casas dañadas pero todavía en pie, cuando en mitad del intenso bombardeo daba la sensación de que el mundo se estaba haciendo pedazos.

Más que aturdido me sentía algo mucho más sencillo: estaba baldado. La pasión se había desvanecido. Quería tomar un café y afeitarme; y necesitaba urgentemente ir al cuarto de baño.

Me alejé un trecho y aplaqué la urgencia; después me pasé el cepillo por el pelo y alisé como pude mi ropa arrugada. Probé el coche. Estaba húmedo y frío y no arrancó a la primera, pero lo hizo después de levantar el capó y secar las bujías; el ruido del motor quebró el silencio del campo y espantó a los pájaros de los árboles. Volví por el sendero, recorrí un tramo corto de la carretera de Hundreds y doblé hacia Lidcote. No me crucé con nadie en el camino, pero el pueblo empezaba a despertarse, las familias de aparceros ya se estaban preparando, humeaba la chimenea de la panadería. El cielo estaba bajo y las sombras eran alargadas, y todos los pequeños detalles de la iglesia empedrada, las casas y las tiendas de ladrillo rojo, las aceras desiertas y las calzadas sin tráfico, todo poseía un aire fresco, limpio y hermoso.

Mi casa está en lo alto de la calle mayor, y al aproximarme vi a un hombre en la puerta de mi consulta: estaba llamando al timbre de noche y luego ahuecó las manos alrededor de los ojos para atisbar a través del cristal esmerilado contiguo a la puerta. Llevaba un sombrero y el cuello del abrigo levantado, y no le vi la cara; supuse que era un paciente y el corazón me dio un vuelco. Pero al oír mi coche se volvió y entonces reconocí a David Graham. Algo en su porte me hizo presentir que traía malas noticias. Cuando estuve más cerca y vi su expresión supe que la noticia era muy mala. Aparqué, me apeé y él se me acercó cansinamente.

– Te he estado buscando. Oh, Faraday… -Se pasó la mano por los labios. La mañana era tan silenciosa que oí cómo la barbilla le raspaba la palma de la mano.

– ¿Qué ha pasado? -dije-. ¿Es Anne?

Fue lo único que se me ocurrió pensar.

– ¿Anne? -Sus ojos de aspecto cansado pestañearon-. No. Es… Faraday, me temo que es Caroline. Ha habido un accidente en Hundreds. Lo siento muchísimo.

Se había recibido una llamada del Hall, alrededor de las tres de la mañana. Betty me buscaba, hecha un manojo de nervios; yo, por supuesto, no estaba en casa y la centralita había pasado el mensaje a Graham. No le dieron detalles, sólo le dijeron que debía ir a Hundreds lo antes posible. Él se había vestido y había ido derecho, y al llegar descubrió que le cerraban el paso las verjas del parque. Betty se había olvidado del candado. Graham probó una verja y luego dio un rodeo y probó la otra, pero las dos estaban bien aseguradas y eran demasiado altas para intentar escalarlas. Estaba a punto de volver a casa y telefonear a Betty cuando pensó en las nuevas casas municipales y en el boquete en el muro del parque. Las viviendas tenían ahora unos jardines rudimentarios, con alambradas en la parte de atrás; pudo trepar por una de ellas y se dirigió al Hall andando.

Betty le abrió la puerta, con un quinqué tembloroso en la mano. Graham dijo que estaba «más allá de la histeria», casi muda de conmoción y miedo, y en cuanto ella le hizo pasar dentro comprendió por qué. Detrás de Betty, a la luz de la luna, sobre el mármol rosa y rojo oscuro del vestíbulo, yacía Caroline. Estaba en camisón, con el dobladillo levantado y retorcido. Tenía las piernas desnudas, el pelo parecía esparcido como un halo alrededor de la cabeza y, por un segundo, en las sombras tan espesas, Graham pensó que quizá estuviese allí tendida a causa de algún ataque o desmayo. Después tomó el quinqué de Betty, se agachó y, con horror, vio que lo que había tomado por el cabello esparcido de Caroline era en realidad sangre que ya se estaba oscureciendo; comprendió que debió de caerse desde uno de los rellanos de arriba. Automáticamente miró a la escalera, como buscando una barandilla rota; no había ningún desperfecto. Encendió otro par de lámparas y examinó brevemente el cuerpo, pero era evidente que ya no se podía hacer nada. Pensó que Caroline debía de haber muerto en el momento en que se golpeó la cabeza contra el mármol. Cogió una manta y cubrió el cadáver, y luego llevó a Betty a la cocina y preparó té.

Esperaba un relato de lo que había ocurrido. Pero Betty le decepcionó, porque no tenía gran cosa que contarle. En mitad de la noche había oído los pasos de Caroline en el rellano. Al salir de su habitación para ver de qué se trataba, vio en realidad el cuerpo de Caroline cayendo y después oyó el horrible impacto y el estruendo del golpe al estrellarse en el mármol de abajo. Fue más o menos lo único que podía explicar. No «soportaba pensarlo». La imagen de Caroline precipitándose al vacío a la luz de la luna era la más atroz que había visto en su vida. La seguía viendo cuando cerraba los ojos. Creía que «nunca llegaría a recuperarse».

Graham le dio un sedante y luego, exactamente como yo había hecho poco tiempo antes, cogió el teléfono anticuado de Hundreds y llamó a la policía y a la furgoneta del depósito. También me llamó a mí para comunicarme lo que había sucedido; de nuevo, por supuesto, no hubo respuesta. Pensó en los vehículos que no tardarían en llegar y se acordó de las verjas cerradas con un candado; pidió a Betty la llave y atravesó el parque iluminado por la luna hasta llegar a su coche. Dijo que se alegró de salir de la casa y que no tenía ganas de volver a entrar en ella. Tuvo la sensación irracional de que el lugar padecía una enfermedad, de que una especie de infección persistente impregnaba sus suelos y paredes. Pero asistió a todas las diligencias posteriores: la llegada del sargento y el traslado a la furgoneta del cuerpo de Caroline. A las cinco de la mañana todo había terminado; sólo faltaba ocuparse de Betty. Tenía un aspecto tan trastornado y lastimoso que pensó en llevársela a su casa, pero de nuevo sintió una extraña renuencia a prolongar su contacto con el Hall. Aun así, quedaba totalmente descartada la posibilidad de dejarla sola en aquella casa horrible, y aguardó a que ella recogiera sus cosas y la llevó a la casa de sus padres, a unos quince kilómetros de Hundreds; dijo que ella no paró de estremecerse durante todo el viaje. A continuación Graham regresó a Lidcote para contarle a Anne lo que había ocurrido; y después salió a buscarme.

– No habrías podido hacer nada, Faraday -dijo-. Y, para serte sincero, creo que ha sido una bendición que me avisaran a mí. No fue una muerte dolorosa, te lo prometo. Pero las heridas de Caroline…, bueno, casi todas eran en la cabeza. Es mejor que no las hayas visto. Pero no quería que te enterases por alguna otra persona. Supongo que estabas atendiendo a un paciente.

Estábamos ya arriba, en mi cuarto de estar. Me había llevado allí y me había dado un cigarrillo. Pero el tabaco se consumía a mi lado, sin que yo lo tocase: estaba encorvado en mi butaca, con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos. Sin levantarla, dije débilmente:

– Sí. Una apendicitis aguda. Tuvo mal cariz un rato. Yo mismo llevé al hombre al hospital. Andrews resolvió la papeleta.

– Bueno, tú no podrías haber hecho absolutamente nada -Graham repitió-. Aunque ojalá hubiera sabido que estabas en el hospital. Allí podría haberte encontrado antes.

Yo me esforzaba en reconstruir los hechos y tardé un momento en entenderle. Al final comprendí que él daba por supuesto que yo había estado en Leamington toda la noche. Abrí la boca para decirle que, por una desdichada coincidencia, en realidad había estado durmiendo en el coche, a sólo unos cuantos kilómetros de Hundreds, cuando el accidente de Caroline debió de producirse. Pero mientras retiraba las manos de la cara, recordé el extraño estado en que me hallaba la noche anterior y sentí una curiosa vergüenza. De modo que vacilé y el momento pasó; y después fue demasiado tarde para decirlo. Él advirtió mi confusión y la tomó por pesadumbre. Volvió a expresar lo desolado que estaba. Se ofreció a prepararme un té, un desayuno. Dijo que no quería dejarme solo. Quería que fuese con él a su casa para que Anne pudiera cuidarme. Yo rechacé todas sus propuestas con un gesto de la cabeza.

Cuando vio que no conseguía convencerme, se levantó lentamente. Yo también me puse en pie para acompañarle a la puerta y bajamos a la consulta.

– Tienes un aspecto horrible, Faraday. Me encantaría que vinieras conmigo. Anne nunca me perdonará que no te lleve. ¿De verdad que estarás bien?

– Sí -dije-. Sí, estaré bien.

– ¿No te quedarás rumiando aquí sentado? Sé que es duro asimilarlo. Pero -se sentía cada vez más violento- no te tortures con conjeturas inútiles, ¿de acuerdo?

Le miré asombrado.

– ¿Conjeturas?

– Me refiero a la causa exacta de su muerte. La autopsia arrojará alguna luz al respecto. Puede ser que Caroline sufriese algún ataque, ¿quién sabe? La gente no tiene más remedio que imaginar lo peor, pero es probable que fuera un accidente normal, y nunca sabremos con certeza lo que sucedió… Pobre Caroline. Después de todo por lo que había pasado. Merecía algo mejor, ¿no?

Caí en la cuenta de que ni siquiera había empezado a preguntarme cuál habría sido la causa de la caída; si en su muerte había un sello inevitable que trascendía la lógica. Después, pensando borrosamente en las palabras de Graham, comprendí otra cosa.

– ¿No estarás insinuando que ha sido deliberado? -dije-. No pensarás que ha sido un suicidio, ¿verdad?

Él se apresuró a decir:

– Oh, yo no pienso nada. Sólo digo que, a la vista de lo que ocurrió con su madre, es inevitable que la gente haga cabalas. Oye, ¿qué demonios importa eso? Olvídalo, por favor.

– No pudo ser un suicidio -dije-. Debió de resbalar o de perder el equilibrio. Esa noche, en la casa, con el generador apagado…

Pero pensé en la luz de la luna, que se filtraría hasta la escalera por la cúpula de cristal en el tejado. Me representé la sólida barandilla de Hundreds. Vi los pasos recios y seguros de Caroline deambulando por aquellas escaleras y rellanos familiares.

Miré fijamente a Graham y él debió de captar el remolino desconcertado de mis pensamientos. Me puso una mano en el hombro y dijo de nuevo, con firmeza:

– No pienses en eso. No ahora. Ha sido espantoso, pero se ha acabado. No ha sido culpa tuya. No habrías podido hacer nada. ¿Me oyes?


Y quizá exista un límite para la aflicción que puede soportar el corazón humano. Como cuando se añade sal a un vaso de agua, llega un momento en que ya no se disuelve. Mis pensamientos se persiguieron en turbulentos círculos durante un tiempo y luego se esfumaron. Pasé los días siguientes bastante sosegado, casi como si nada hubiera cambiado mucho; en un sentido, para mí nada había cambiado. Mis vecinos y pacientes eran muy amables, pero incluso a ellos parecía costarles asimilar debidamente la muerte de Caroline; había acontecido demasiado pronto después de la de su madre, y resultaba excesivo sumarla a todos los demás misterios y tragedias recientes de Hundreds. Hubo cierto grado de debate sigiloso sobre la manera en que podría haberse producido la caída, y la mayoría de la gente, tal como Graham había predicho, se inclinaba por la hipótesis del suicidio, y muchos -pensando en Roderick, supongo- hablaban de locura. Se esperaba que la autopsia revelase algo; sin embargo, el resultado del examen no aclaró nada los hechos. Sólo reveló que Caroline estaba sana y gozaba de una salud perfecta. No hubo ataque ni síncope, infarto ni lucha.

Yo me habría contentado aciagamente con que las cosas quedaran así. Ninguna polémica ni suposición devolvería la vida a Caroline; nada me la devolvería. Desde un punto de vista oficial, empero, había que determinar la causa de la muerte. Como había hecho tras el suicidio de la señora Ayres, seis semanas antes, el coroner del municipio abrió una investigación. Y como yo era el médico de cabecera de los Ayres, para mi enorme consternación me citaron para declarar.

Graham vino conmigo y se sentó a mi lado. Fue el lunes 14 de junio. El público no era numeroso, pero hacía buen tiempo; todos íbamos vestidos como para un entierro, con severos tonos negros y grises, y la sala se animó enseguida. Al mirar alrededor de mi silla distinguí a varios espectadores: periodistas, amigos de la familia, Bill Desmond y los Rossiter. Vi que hasta Seeley estaba presente; nuestras miradas se cruzaron y él bajó la cabeza. Después localicé a los tíos de Caroline, los de Sussex, sentados al lado de Harold Hepton. Yo había oído comentar que habían visitado a Roderick y les había impresionado el estado en que le hallaron. Según parece, la noticia de la muerte de su hermana le había sumido en una demencia absoluta. Los tíos se alojaban en Hundreds y hacían lo que podían para poner en orden, en lugar de Roderick, las intrincadas finanzas de la finca.

Me pareció que la tía tenía aspecto de enferma. Procuraba evitar mi mirada. Ella y su marido debían de saber por Hepton que la boda había sido cancelada.

La sesión comenzó. Se tomó juramento a los miembros del jurado; el coroner, Cedric Riddell, expuso las líneas generales del caso y empezó a llamar a los testigos. No éramos muchos. El primero en testificar fue Graham, que hizo una crónica formal de su presencia en el Hall la noche de los hechos y manifestó sus conclusiones sobre las circunstancias de la muerte. Reiteró el resultado de la autopsia, que en su opinión descartaba la posibilidad de cualquier trastorno físico. Dijo que consideraba mucho más probable que Caroline hubiese caído de la escalera de forma -según sus palabras textuales- «accidental o deliberada».

El testigo siguiente fue el sargento local. Confirmó que no había indicios de que hubiesen allanado la casa y que todas las puertas y ventanas estaban bien cerradas. Acto seguido mostró unas fotografías del cuerpo de Caroline que entregaron al jurado y a una o dos personas más. Yo no las vi y me alegré de no verlas; de las reacciones de los jurados deduje que eran imágenes macabras. El sargento también tenía fotos del rellano del segundo piso de Hundreds, con su sólido pasamanos; Riddell las estudió atentamente y solicitó detalles de las dimensiones de la barandilla: su anchura y su altura desde el suelo. Después preguntó a Graham las medidas de Caroline, y en cuanto él se las dio, tras consultar rápidamente sus notas, el coroner ordenó a un oficial que improvisara una simulación de la barandilla e invitó a la secretaria judicial, una mujer aproximadamente de la misma talla que Caroline, a que se pusiera de pie junto a ella. El pasamanos le llegaba justo más arriba de la cadera. Riddell le preguntó si, en su opinión, sería fácil caerse por encima de una barandilla -después de haber tropezado, pongamos- de aquella altura. Ella respondió: «No, nada fácil».

El coroner pidió al sargento que se retirase y llamó a Betty al estrado. Ella era, por supuesto, la testigo principal.

Era la primera vez que yo la veía desde mi última y desastrosa visita al Hall, quince días antes de la muerte de Caroline. Había ido a la vista acompañada por su padre y estaba sentada con él en un lado de la sala; al avanzar hacia el banco, su figura menuda y delgada parecía más infantil que nunca ante aquel grupo de hombres vestidos de oscuro; estaba pálida y llevaba el flequillo incoloro sujeto a un costado por una horquilla torcida, tal como yo la recordaba de mi primera visita a Hundreds, hacía casi un año. Sólo me sorprendió su indumentaria, acostumbrado como estaba a verla con su uniforme de sirvienta. Llevaba una falda y una chaqueta pulcras, y debajo una blusa blanca. Calzaba unos zapatos con unos taconcitos como de claque, y las medias eran oscuras, con costuras.

Besó la Biblia con una nerviosa inclinación de la cabeza, pero pronunció el juramento y respondió a las preguntas preliminares de Riddell con una voz fuerte y clara. Yo sabía que sus palabras serían más que nada una elaboración de lo que ya le había contado a Graham, y temí tener que escuchar todo otra vez con más detalle. Descansé los codos en la mesa que había delante y me tapé los ojos con la mano.

La oí decir que la noche del 27 de mayo ella y la señorita Ayres se acostaron temprano. La casa estaba «patas arriba» en aquel momento, porque prácticamente se habían llevado todas las alfombras, cortinas y muebles. La señorita Ayres iba a abandonar el condado el día 31, y ese mismo día Betty también pensaba volver a casa de sus padres. Las dos dedicaron los últimos días a concluir las tareas finales que debían realizarse antes de entregar la casa a los agentes inmobiliarios. Habían pasado aquel día concreto barriendo y limpiando las habitaciones vacías, y estaban muy cansadas. No, la señorita Ayres no parecía decaída, no estaba abatida en ningún sentido. Había trabajado tanto como Betty; en todo caso, aún más que Betty. Caroline parecía impaciente por marcharse, aúneme no había hablado mucho de sus planes con Betty. Más de una vez había dicho que «quería dejar la casa arreglada para el siguiente que viviera en ella».

Betty se había acostado a las diez. Oyó que la señorita Ayres se retiraba a su habitación alrededor de una media hora después. Lo oyó claramente porque el dormitorio de la señorita estaba justo al doblar el rellano. Sí, estaba en el primer piso. Arriba había otra planta y las dos daban al vestíbulo por el mismo hueco de escalera, las dos estaban iluminadas por una cúpula de cristal en el techo.

A eso de las dos y media la había despertado el crujido de unos pasos en la escalera. Al principio se asustó. «¿Por qué?», le preguntó Riddell. Betty no lo sabía muy bien. ¿Porque la casa quizá, siendo tan grande y solitaria, daba miedo de noche? Sí, ella suponía que fue por eso. El miedo, de todos modos, pasó enseguida. Comprendió que los pasos eran de la señorita Aytes. Supuso que se había levantado quizá para ir al cuarto de baño o quizá para prepararse una bebida caliente en la cocina. Después oyó más crujidos y comprendió sorprendida que la señorita no bajaba a la cocina, sino que se dirigía arriba, al segundo piso de la casa. ¿Por qué pensó que la señorita había hecho eso? Betty no lo sabría decir. ¿Había arriba algo más que habitaciones vacías? No, nada más. Había oído a la señorita recorrer muy despacio el pasillo de arriba como si caminara tanteando a oscuras. Luego la oyó detenerse y emitir un sonido.

¿La señorita Aytes había emitido un sonido? ¿Qué clase de sonido?

Había dicho algo.

Bien, ¿qué había dicho?

Había dicho: «Tú».

Yo oí la palabra y levanté la vista. Vi que Riddell hacía una pausa. Mirando intensamente a Betty a través de sus gafas dijo:

– Oyó a la señorita Ayres pronunciar esa única palabra: «Tú».

Betty asintió, compungida.

– Sí, señor.

– ¿Está completamente segura? ¿No habría estado llorando? ¿No fue una exclamación o un gemido?

– Oh, no, señor. Lo oí muy claramente.

– ¿Sí? ¿Y cómo lo dijo exactamente?

– Lo dijo como si hubiera visto a alguien conocido, señor, pero como si la asustara. Muerta de miedo. Y después la oí correr. Volvió corriendo hacia la escalera. Yo me levanté de la cama y fui a la puerta y la abrí rápidamente. Y fue entonces cuando la vi caer.

– ¿La vio caer claramente?

– Sí, señor, porque la luna estaba muy brillante.

– ¿Y la señorita Ayres emitió, mientras caía, algún otro sonido? Sé que es difícil de recordar, pero ¿le pareció que se debatía? ¿O cayó derecha, con los brazos a los costados?

– No hizo ningún sonido; sólo tenía la respiración acelerada. Y no, no cayó derecha. Agitaba los brazos y las piernas. Se movían como… como cuando coges a un gato y quiere que le sueltes.

La voz había empezado a fallarle al decir estas últimas palabras y ahora no pudo seguir. Riddell mandó a un oficial que le diera un vaso de agua; a Betty le dijo que estaba siendo muy valiente. Pero yo, más que verlo, oí todo esto. Estaba otra vez inclinado hacia delante, con la mano encima de los ojos, pues si el recuerdo había quebrado la entereza de Betty también había estado a punto de quebrar la mía. Noté que Graham me tocaba el hombro.

– ¿Estás bien? -murmuró.

Asentí.

– ¿Seguro? Estás cadavérico.

Me enderecé.

– Sí, estoy bien.

De mala gana, él retiró la mano.

Betty también se había recuperado. De todas formas, Riddell casi había acabado. Dijo que lamentaba tener que retenerla allí; había un último punto desconcertante que necesitaba adatar. Betty había dicho hacía un momento que en los segundos antes de la caída la señorita Ayres había dicho algo, asustada, como si hablara con alguien que conocía, y que después había echado a correr. ¿Había oído el sonido de otros pasos, o una voz, o cualquier otro sonido antes de la caída del cuerpo, o después de ella?

– No, señor -dijo Betty.

– No había, indudablemente, ninguna otra persona en la casa, aparte de usted y de la señorita Ayres.

Betty meneó la cabeza.

– No, señor. O sea…

Titubeó, y el titubeo hizo que Riddell la mirase con mayor atención. Como he dicho, era un hombre escrupuloso. Un momento antes se disponía a decirle que bajara del estrado. Ahora continuó:

– ¿Qué? ¿Tiene algo que decir?

– No lo sé, señor -dijo ella-. No me gusta.

– ¿No le gusta? ¿Qué quiere decir? Aquí no debe tener miedo ni vergüenza. Estamos aquí para esclarecer los hechos. Tiene que decir la verdad, lo que cree que es la verdad. Dígamelo.

Mordiéndose la lengua, Betty dijo:

– No había otra persona en la casa, señor. Pero creo que había otra cosa. Algo que no quería que la señorita Caroline se marchara.

Riddell la miró perplejo.

– ¿Otra cosa?

– Por favor, señor -dijo ella-. El fantasma.

Lo dijo en voz bastante baja, pero la sala estaba en silencio; las palabras se oyeron claramente y produjeron una gran impresión en los presentes. Hubo murmullos; una persona incluso se rió. Riddell paseó la mirada por la sala y luego preguntó a Betty qué diantres quería decir. Y, para mi horror, ella empezó a contárselo en serio.

Le habló de que la casa había estado, según su expresión «nerviosa». Dijo que «allí vivía un fantasma»; que este fantasma era el responsable de que Gyp le mordiera a Gillian Baker-Hyde. Dijo que después había provocado los incendios que habían vuelto loco a Roderick; y que más tarde «había hablado con la señora Ayres y le había dicho cosas tan horribles que ella se mató». Y ahora el fantasma había matado también a la señorita Caroline, atrayéndola al segundo piso y empujándola o asustándola para que se lanzara por la barandilla. El fantasma «no la quería en la casa, pero tampoco quería que se fuera». Era «un fantasma malvado y quería toda la casa para él solo».

Supongo que, tras haberle sido denegado repetidamente un auditorio en Hundreds, estaba inocentemente decidida a sacar el mayor partido del que ahora tenía delante. Hubo nuevos murmullos entre el público, pero Betty alzó la voz y adoptó un tono tozudo. Miré alrededor de la sala y vi que varias personas sonreían francamente; la mayoría, sin embargo, miraba a Betty con una incredulidad fascinada. Los tíos de Caroline parecían indignados. Los periodistas, naturalmente, se afanaban en tomar nota de todo.

Graham inclinó la cabeza hacia mí para decirme:

– ¿Sabías todo esto?

No respondí. La pequeña historia grotesca había llegado a su fin y Riddell exigió orden en la sala.

– Bueno -le dijo a Betty cuando el público guardó silencio-. Nos acaba de contar una historia extraordinaria. Como no soy un experto en la caza de fantasmas y esas cosas, no me siento muy cualificado para comentarlo.

Betty se sonrojó.

– Es cierto, señor. ¡No estoy mintiendo!

– Sí, muy bien. Permítame sólo preguntarle una cosa: ¿también la señorita Ayres creía en el «fantasma» de Hundreds? ¿Creía que había hecho todas esas cosas abominables que usted ha mencionado?

– Oh, sí, señor. Lo creía más que nadie.

Riddell adoptó un semblante grave.

– Gracias. Le estamos muy agradecidos. Creo que ha aclarado mucho el estado de ánimo de la señorita Ayres.

La despidió con un gesto. Ella vaciló, confusa por las palabras y el gesto del coroner. Él la despidió más explícitamente y ella volvió a reunirse con su padre.

Y llegó mi turno. Riddell me llamó al estrado y yo me levanté y ocupé la silla casi con un sentimiento de temor, como si aquello fuera una especie de juicio criminal y yo el acusado. El oficial me tomó juramento y al pronunciarlo tuve que aclararme la garganta y repetirlo. Pedí un vaso de agua y Riddell aguardó pacientemente a que lo bebiera.

Entonces empezó el interrogatorio. Lo inició recordando brevemente a la audiencia los testimonios que habíamos escuchado hasta entonces.

Nuestra tarea, dijo, era determinar las circunstancias que rodearon la fatal caída de la señorita Aytes y, tal como él lo veía, aún quedaban varias posibilidades. Un acto delictivo no figuraba entre ellas; ninguna de las pruebas apuntaba en este sentido. Asimismo parecía improbable, de acuerdo con el informe del doctor Graham, que la señorita Ayres estuviese físicamente enferma, si bien era perfectamente posible que, por la razón que fuese, ella creyera que lo estaba, y esta creencia podría haberla trastornado o debilitado hasta el extremo de causar su caída. O, si teníamos en cuenta lo que la sirvienta de la familia había visto o imaginado que había visto, cabía llegar a la conclusión de que la había sobresaltado algo, algo que vio o que creyó que veía, y a consecuencia de lo cual había perdido el equilibrio. Sin embargo, militaban contra estas teorías la altura y la solidez evidente de la barandilla de Hundreds.

Pero había otras dos posibilidades. Ambas eran formas de suicidio. La señorita Ayres podría haberse precipitado desde el rellano con intención de quitarse la vida mediante un acto premeditado, planeado con plena lucidez; en otras palabras, un felo de se. O bien podría haber saltado voluntariamente, pero en respuesta a alguna alucinación.

Repasó sus notas y después se dirigió a mí. Dijo que sabía que yo era el médico de la familia. La señorita Ayres y yo habíamos sido…, lamentaba mencionar este punto, pero tenía entendido que la señorita Ayres y yo recientemente nos habíamos prometido en matrimonio. Dijo que intentaría que sus preguntas fueran lo más delicadas posible, pero que deseaba aclarar todo lo que pudiera sobre el estado emocional de la señorita Ayres la noche de su muerte; y confiaba en que yo le ayudase.

Carraspeé otra vez y dije que haría lo posible.

Me preguntó cuándo había visto por última vez a Caroline. Respondí que la tarde del 16 de mayo, cuando visité el Hall con la señora Graham, la mujer de mi socio.

Me interrogó sobre el estado de ánimo de Caroline aquella tarde. Ella y yo acabábamos de romper nuestro compromiso, ¿no era así?

– Sí -dije.

¿Había sido una decisión mutua?

– Me perdonará que se lo pregunte, espero -añadió, quizá a la vista de mi expresión-. Lo que trato de elucidar para el jurado es si la separación pudo haber dejado muy afligida a la señorita Ayres.

Lancé una mirada a los jurados y pensé en cuánto habría detestado Caroline todo aquello; en cómo habría aborrecido vernos allí con nuestros trajes negros, picoteando los últimos días de su vida como cuervos en un trigal.

– No, no creo que la dejara muy afligida -dije-. Ella… cambió de idea, eso es todo.

– Cambió de idea, entiendo… Y creo que uno de los efectos de ese cambio fue que la señorita Ayres había decidido vender la casa familiar y abandonar el condado. ¿Qué le pareció esta decisión?

– Bueno, me sorprendió. Me pareció drástica.

– ¿Drástica?

– Poco realista. Caroline había hablado de emigrar a América o Canadá. Había dicho que posiblemente se llevaría a su hermano con ella.

– A su hermano, Roderick Ayres, que actualmente se encuentra internado en un institución pagada para enfermos mentales.

– Sí.

– Tengo entendido que es un caso grave. ¿Le preocupaba su enfermedad a la señorita Ayres?

– Naturalmente.

– ¿Estaba visiblemente preocupada?

Lo pensé.

– No, yo diría que no.

– ¿Le enseñó a usted billetes o reservas o algo de este tipo, relacionado con el viaje a América o Canadá?

– No.

– Pero ¿usted cree sinceramente que lo planeaba en serio?

– Bueno, por lo que yo sé, pensaba -hice una pausa-…, bueno, que Inglaterra no la quería. Que ahora ya no había aquí un lugar para ella.

Un par de espectadores terratenientes asintió gravemente al oír esto. El propio Riddell se quedó pensativo y guardó silencio un momento, añadiendo una nota en los papeles que tenía delante. Después se volvió hacia el jurado.

– Me interesan mucho esos planes de la señorita Ayres -les dijo-. No sé si debemos tomarlos muy en serio. Ya ven, por una parte hemos oído que estaba a punto de iniciar una nueva vida y estaba muy emocionada por ello. Por otra, puede que sus planes los hayan considerado, como el doctor Faraday y, lo confieso, yo mismo, poco «realistas». No hay pruebas que los respalden; de hecho, toda la evidencia indica que la señorita Ayres estaba más empeñada en terminar una vida que en comenzar una nueva. Poco antes había roto un compromiso de matrimonio; se había desembarazado del grueso de las posesiones familiares y se estaba ocupando de dejar bien ordenada la casa vacía. Todo esto podría inducirnos a pensar en un suicidio, cuidadosamente planeado y razonado.

Ahora se volvió hacia mí.

– Doctor Faraday, ¿alguna vez consideró que la señorita Aytes era de esas personas capaces de suicidarse?

Al cabo de unos segundos dije que, supuestamente, cualquier persona era capaz de suicidarse si se daban las condiciones propicias.

– ¿Alguna vez le habló del suicidio?

– No.

– Su madre, por supuesto, recientemente y de una forma muy trágica se había quitado la vida. Le afectaría este hecho, me figuro.

– Le había afectado -dije- de todas las maneras que cabía esperar. La dejó decaída.

– ¿Diría usted que le quitó las ganas de vivir?

– No, yo… No, no diría eso.

Riddell ladeó la cabeza.

– ¿Diría que alteró su equilibrio mental?

Titubeé.

– El equilibrio mental de una persona -empecé a decir por fin- es a veces difícil de calibrar.

– No lo dudo. Por eso me tomo tantas molestias en calibrar el equilibrio de la señorita Ayres. ¿Tuvo usted alguna vez dudas a este respecto, doctor Faraday? ¿Ninguna en absoluto? Por ejemplo, aquel «cambio de idea» sobre la boda de ustedes. ¿Le pareció propio de ella?

Tras otra vacilación admití que, en efecto, la conducta de Caroline en las últimas semanas de su vida se me había antojado imprevisible.

– ¿Qué entiende usted por «imprevisible»? -dijo.

– Se mostraba distante, no era ella misma. Tenía… ideas extrañas.

– ¿Ideas extrañas?

– Sobre su familia y sobre la casa.

Estas palabras las dije con la voz cascada. Escrutándome de un modo semejante a como había escrutado a Betty, Riddell dijo:

– ¿Alguna vez la señorita Ayres le habló de fantasmas, espectros o cosas semejantes?

No respondí. Él prosiguió:

– Acabamos de oír un testimonio totalmente extraordinario de la sirvienta de la familia sobre la vida en Hundreds Hall; por eso se le pregunto. ¿En algún momento le habló la señorita Ayres de fantasmas o espectros?

– Sí -contesté al final.

Hubo más murmullos. Esta vez Riddell hizo caso omiso. Mirándome fijamente, dijo:

– ¿La señorita Ayres creía seriamente que su casa estaba embrujada?

Dije, de mala gana, que Caroline creía que el Hall estaba sometido a cierto tipo de influencia. Una influencia sobrenatural.

– No creo que creyese en un fantasma real.

– Pero ¿ella creía que había visto indicios de esa… influencia sobrenatural?

– Sí.

– ¿Que forma revestían esos indicios?

Respiré.

– Creía que la influencia había vuelto prácticamente loco a su hermano. Creía que también había afectado a su madre.

– ¿Creía, como la sirvienta, que la influencia era responsable de la muerte de su madre?

– En términos generales, sí.

– ¿Alentó usted esa creencia?

– Claro que no. La desaprobaba. La consideraba morbosa. Hice lo que pude para desalentarla.

– Pero la creencia subsistió.

– Sí.

– ¿Cómo lo explica?

– No puedo -dije, acongojado-. Ojalá pudiera.

– ¿No cree que era una prueba de trastorno mental?

– No lo sé. Caroline me habló de una… tara familiar. Tenía miedo, lo sé. Pero tiene que entender que en la casa sucedían cosas… No lo sé.

Riddell, con aire atribulado, se quitó las gafas para apretarse el puente de la nariz. Y mientras volvía a encajarse las patillas de metal alrededor de las orejas, dijo:

– Tengo que decirle, doctor Faraday, que vi más de una vez a la señorita Ayres; muchas personas en esta sala la conocían mucho mejor que yo. Creo que todos nosotros coincidiremos en que era la joven más equilibrada del mundo. Una cosa es que la sirvienta de Hundreds haya concebido fantasías sobrenaturales. Otra muy distinta es que una chica inteligente, saludable y bien educada como Caroline Ayres llegara a creerse embrujada…, bueno, sin duda debió de sufrir un deterioro grave, ¿no? Este caso es terriblemente triste y comprendo que le resulte difícil admitir que alguien por quien sentía un afecto muy profundo tuviese el ánimo desequilibrado. Pero me parece bastante claro que lo que estamos analizando aquí es un caso de locura familiar hereditaria: una «tara» familiar, en la propia expresión de la señorita Ayres. ¿No podría ser que cuando, en los últimos segundos de su vida, exclamó «¡Tú!», lo hizo poseída por una alucinación? ¿Que la demencia ya se había adueñado de ella? Nunca lo sabremos. Sin embargo, me siento plenamente inclinado a recomendar al jurado que emita un veredicto de «suicidio cometido en un momento de enajenación mental».

»Pero no soy médico -prosiguió-. Usted es el médico de la familia y me gustaría que corroborara este veredicto. Si no se siente en condiciones de corroborarlo, debe decirlo muy claramente; en cuyo caso, mi recomendación al jurado puede que tenga que ser diferente. ¿Corrobora usted este veredicto o no?

Me miré las manos; temblaban ligeramente. En la sala hacía más calor que nunca, y era horriblemente consciente de que los miembros del jurado me miraban. De nuevo tuve la sensación de que allí se estaba juzgando algo en lo que yo estaba involucrado personal y culpablemente.

¿Existía una tara? ¿Era eso lo que había aterrorizado a la familia, día tras día, un mes tras otro, y lo que había acabado destruyéndola? Era lo que obviamente creía Riddell, y en otro momento habría estado de acuerdo con él. Yo habría expuesto las pruebas tal como él lo había hecho, hasta que coincidieran con la historia que yo quería que contasen. Pero mi confianza en esta versión ahora flaqueaba. Me pareció que la calamidad que había sobrevenido sobre Hundreds Hall era una cosa mucho más extraña, no algo que se pudiese decidir hábilmente en la sencilla salita de un juzgado.

Pero, entonces, ¿qué era?

Alcé la mirada hacia un mar de caras atentas. Vi a Graham, a Hepton, a Seeley. Creo que este último asintió levemente, aunque no sé si me estaba incitando a hablar o a guardar silencio. Vi a Betty mirándome con sus ojos claros y desconcertados… A esta imagen se superpuso otra: el rellano de Hundreds, iluminado por la luz de la luna. Y una vez más creí ver a Caroline recorriéndolo con su paso firme. La vi subir dubitativa la escalera, como atraída por una voz conocida; la vi internarse en la oscuridad, no del todo segura de lo que había delante de ella. Entonces vi su cara…, la vi tan nítidamente como todas las caras que me rodeaban. Vi reconocimiento, comprensión, horror en su rostro. Sólo por un momento -como si estuviera allí, en la superficie plateada de su mirada iluminada por la luna-, incluso creí divisar el contorno de una cosa oscura, espantosa…

Aferré la baranda de madera que tenía delante y oí que Riddell decía mi nombre. El oficial se apresuró a traerme más agua; se oyeron más murmullos en la sala. Pero el acceso de vértigo ya había pasado y el fragmento de la pesadilla de Hundreds que yo había vislumbrado se había sumido en la oscuridad. ¿Y qué importaba ahora, al fin y al cabo? Todo había terminado ya; todo se había consumido y esfumado. Me enjugué la cara y, más tranquilo, me levanté y me volví hacia Riddell para decirle que sí, que corroboraba su veredicto. Creía que en las últimas semanas de su vida la mente de Caroline se había nublado y que su muerte había sido un suicidio.

El coroner me dio las gracias, me dijo que podía abandonar el estrado y expuso su recapitulación del caso. El jurado se retiró, pero con una orientación tan clara que había poco que deliberar; volvieron enseguida con el veredicto esperado y, tras las formalidades habituales, se dio carpetazo a la investigación. La gente se levantó, las sillas rasparon y chirriaron. Se alzaron las voces. Le dije a Graham: «Por Dios, vámonos deprisa, ¿vienes?».

El me pasó la mano por debajo del codo y me sacó de la sala.


No leí ninguno de los periódicos que se publicaron en el curso de aquella semana, pero supongo que dieron una gran cobertura a la declaración de Betty asegurando que Hundreds estaba «embrujado». Tengo entendido que incluso algunas personas morbosas contactaron con el agente inmobiliario, haciéndose pasar por compradores potenciales para intentar que les mostrasen el Hall; y en un par de ocasiones en que pasé por la carretera de Hundreds Hall en aquellos días vi coches o bicicletas estacionados delante de las verjas del parque, y a gente fisgando por los barrotes de hierro, como si la casa se hubiese convertido en una atracción para excursionistas, como un castillo o una gran mansión. Por el mismo motivo, el entierro de Caroline atrajo a espectadores, aunque sus tíos cuidaron de que fuera lo más modesto posible, sin tañidos de campana ni profusión de flores ni cortejo. Los asistentes no fueron numerosos, y yo me mantuve bien rezagado detrás de ellos. Llevé conmigo el anillo no estrenado en el bolsillo, y le di vueltas y más vueltas entre los dedos mientras bajaban el féretro.

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