A partir de entonces se convirtió en una parte de mi rutina visitar el Hall los domingos para tratar la pierna de Rod y tomar después el té con su madre y su hermana. Y pasaba a menudo por allí desde que empecé a utilizar Hundreds en mis trayectos entre un paciente y otro. Aguardaba con impaciencia las visitas; representaban un gran contraste con el resto de mi vida cotidiana. Nunca entraba en el parque, cerraba las verjas a mi espalda y recorría el sendero descuidado sin una pequeña sensación de aventura. Al llegar a la casa roja que se desmoronaba, tenía siempre la impresión de que la vida ordinaria se había desplazado levemente y de que yo había entrado en un dominio distinto, más extraño e insólito.
Además los Ayres habían empezado a gustarme por sí mismos. A la que más veía era a Caroline. Descubrí que paseaba por el parque casi todos los días, y por tanto topaba muchas veces con sus inconfundibles piernas largas y su figura de anchas caderas, con Gyp a su lado, abriendo paso a través de la hierba alta. Si ella se encontraba lo bastante cerca, paraba el coche, bajaba la ventanilla y charlábamos como aquella otra vez en la carretera. Ella siempre parecía en mitad de alguna tarea, siempre llevaba una bolsa o un cesto lleno de fruta, de setas o de palos para leña. Pensé que también podría haber sido la hija de un granjero; cuantas más cosas veía yo de Hundreds, más me apenaba que en su vida, como en la de su hermano, hubiese tantos trabajos y tan pocos placeres. Un día, un vecino mío me regaló un par de tarros de miel de sus colmenas, por haber curado a su hijo de una mala tos ferina. Como me acordaba de que Caroline, en mi primera visita a la casa, había expresado que añoraba la miel, le regalé uno de los tarros. Lo hice como sin darle importancia, pero ella manifestó sorpresa y júbilo al recibir al presente, y levantó el envase hacia la luz del sol para enseñárselo a su madre.
– ¡Oh, no debería!
– ¿Por qué no? -dije-. Un solterón como yo.
Y la señora Ayres dijo en voz baja, con una pizca casi de reproche:
– Realmente es demasiado amable con nosotros, doctor Faraday.
Pero, en realidad, mi amabilidad se mostraba en cosas nimias; era simplemente que la familia vivía de un modo tan aislado y precario que recibía con mayor intensidad el impacto de cualquier signo casual de buena o mala fortuna. En mitad de septiembre, por ejemplo, cuando llevaba casi un mes tratando a Roderick, el largo verano terminó finalmente. Un día de tormenta precedió a un descenso de la temperatura y a dos o tres ráfagas de lluvia recia: el pozo de Hundreds se salvó, el ordeño se realizó con fluidez por primera vez en meses, y el alivio de Rod era tan palpable que casi hacía daño presenciarlo. Se relajó. Pasaba más tiempo lejos de su escritorio y empezaba a hablar casi con animación de introducir mejoras en la granja. Contrató a un par de jornaleros para que ayudasen en los cultivos. Y como los céspedes ya crecidos de la casa habían cobrado vida con el cambio de estación, llamó a Barrett, el hombre que hacía pequeños trabajos en la finca, para que los segase con una guadaña. Quedaron exuberantes y pulcramente recortados, como una oveja recién esquilada, realzando la mole imponente de la casa; más imponente de lo que pretendía serlo; más, pensé, de lo que yo recordaba de aquella visita mía treinta años atrás, cuando era un niño.
Entretanto, en Standish, aquella mansión de las proximidades, el matrimonio Baker-Hyde ya se había instalado totalmente. Se les veía más por el vecindario; la señora Ayres se encontró con la señora Baker-Hyde, Diana, en una de sus raras incursiones para hacer compras en Leamington, y le pareció tan encantadora como se había esperado. De hecho, en virtud de aquel encuentro empezó a pensar en organizar una «pequeña reunión» en Hundreds, una ocasión de dar la bienvenida a los recién llegados a la comarca.
Esto debió de ser a finales de septiembre. La señora Ayres me habló de su proyecto mientras yo estaba sentado con ella y Caroline después de haber tratado la pierna de Rod. La idea de que abriesen el Hall a desconocidos me perturbó ligeramente, y mi expresión debió de delatarlo.
– Oh, en los viejos tiempos dábamos aquí dos o tres fiestas al año, ¿sabe? -dijo ella-. Incluso durante la guerra me las ingeniaba para organizar regularmente una cena para los oficiales alojados con nosotros. Es cierto que entonces teníamos más medios. Ahora no podría costearme una cena. Pero tenemos a Betty, al fin y al cabo. Una sirvienta lo cambia todo en estas situaciones, y como mínimo podemos confiar en que sabrá manejar una licorera. Pensaba en una reunión tranquila con bebidas, no más de diez personas. Quizá los Desmond y los Rossiter…
– Usted también, por supuesto, doctor Faraday -dijo Caroline, mientras la voz de su madre se apagaba.
– Sí -dijo su madre-. Sí, por supuesto.
Lo dijo con bastante cordialidad, pero con un brevísimo titubeo, y no pude reprochárselo, porque si bien yo era ya un visitante asiduo de la casa, difícilmente se me podía considerar un amigo de la familia. Sin embargo, tras haberme invitado, se puso a planear todo el asunto. Mi única tarde libre era la del domingo; normalmente la pasaba con los Graham. Pero ella dijo que una noche de domingo era tan buena como cualquier otra, y de inmediato sacó su libro de compromisos y propuso algunas fechas.
Aquel día no pasamos de aquí, y como en mi siguiente visita no se volvió a mencionar la fiesta, me pregunté si, en definitiva, la idea no habría quedado en agua de borrajas. Pero unos días más tarde, cuando tomaba el atajo a través del parque, vi a Caroline. Me dijo que después de una avalancha de correspondencia entre su madre y Diana Baker-Hyde habían llegado a concertar un encuentro tres domingos más tarde.
Lo dijo sin mucho entusiasmo. Dije:
– No parece muy ilusionada.
Ella se alzó el cuello de la chaqueta hasta debajo de la barbilla.
– Oh, me limito a acatar lo inevitable -dijo-. Verá, casi todo el mundo considera a mi madre una soñadora incurable, pero en cuanto se le mete una idea en la cabeza no hay manera de quitársela. Rod dice que organizar una fiesta con la casa en este estado será como si Sarah Bernhardt interpretara a Julieta con una sola pierna; y debo decir que no le falta razón. Yo me quedaría en la salita toda esa noche, con Gyp y la radio. Me parece mucho más divertido que ponernos todos de punta en blanco para recibir a gente a la que ni siquiera conocemos y que probablemente no nos caerá muy bien.
Hablaba como cohibida y su tono no me sonó del todo sincero, y aunque siguió renegando, era evidente que en alguna medida le apetecía la fiesta, porque a lo largo de las dos semanas siguientes se volcó en limpiar y ordenar el Hall, recogiéndose a menudo el pelo en un turbante y poniéndose a gatas al lado de Betty y la asistenta diaria, la señora Bazeley. Cada vez que yo visitaba la casa veía alfombras colgadas y sacudidas, cuadros nuevos en paredes vacías y diversos muebles salidos de un trastero.
– ¡Se diría que viene Su Majestad! -me dijo la señora Bazeley, un domingo en que fui a la cocina en busca de más agua salada para el tratamiento de Rod. Ella había venido un día adicional-. No sé, todo este jaleo. ¡A la pobre Betty le han salido callos! Betty, enséñale los dedos al doctor.
Betty estaba sentada a la mesa, limpiando una serie de objetos de plata con un limpiametales y un trapo blanco, pero al oír las palabras de la otra mujer dejó el trapo y me mostró las palmas extendidas: complacida por la atención, creo. Al cabo de tres meses en Hundreds, sus manos de niña habían engordado y estaban manchadas, pero le agarré la yema de un dedo y se lo sacudí.
– ¡Vamos! -dije-. Mucho peor se te pondrían las manos en el campo… o en una fábrica, sin ir más lejos. Son buenas manos de aldeana, sí, señor.
– ¡Manos de aldeana! -dijo la señora Bazeley, mientras Betty, con aire ofendido, reanudaba el abrillantado de la plata- Lo peor fue limpiar las arañas de cristal. La semana pasada, la señorita Caroline le hizo limpiar cada maldita lágrima. Disculpe mi lenguaje, doctor. Pero esas arañas habría que echarlas abajo. En otra época vendrían unos hombres para llevárselas a Brummagem [2] y tirarlas allí. Y todo este ajetreo que nos tiene pasmadas -repitió- es por un par de tragos; ni siquiera una cena. Y los que vienen son gente de Londres, ¿no?
Pero los preparativos continuaron, y advertí que la señora Bazeley trabajaba con tanto ahínco como los demás. A fin de cuentas, era difícil que no te sedujera la novedad del suceso, porque en aquel año de racionamiento estricto hasta una pequeña fiesta privada resultaba una delicia. Como aún no había visto a los Baker-Hyde, sentía curiosidad por conocerlos, y también por ver el Hall engalanado al estilo de sus tiempos más grandiosos. Para mi propia sorpresa y disgusto, descubrí que incluso yo estaba un poco nervioso. Sentía que debía estar a la altura de la ocasión, y no estaba muy seguro de lograrlo. Fui a cortarme el pelo el viernes del fin de semana acordado. El sábado le pedí a mi ama de llaves, la señora Rush, que desenterrara mi ropa de gala. Encontró polillas en las costuras del traje y la camisa con algunas partes tan gastadas que tuvo que cortarle el faldón para remendarla. Cuando finalmente me miré en el espejo empañado de la puerta del ropero, mi aspecto de arreglo de última hora no era muy alentador. Hacía poco que había empezado a perder pelo y, recién cortado, mis sienes parecían despobladas. Había visitado de noche a un paciente y estaba adormilado por la vigilia. Me parecía a mi padre, comprendí consternado, o al aspecto que habría tenido mi padre si alguna vez se hubiera puesto un traje de etiqueta: como si yo me hubiera sentido más a gusto con la chaqueta marrón y el delantal de un tendero.
Graham y Anne, divertidos por la idea de que me codease con los Ayres en vez de cenar el domingo con ellos, me pidieron que fuera a beber algo en su casa antes de salir para la fiesta. Entré tímidamente y, como había previsto, Graham soltó una carcajada al verme vestido de aquella manera. Anne, más bondadosa, me pasó un cepillo por los hombros y me obligó a deshacer la corbata para hacerme ella misma el nudo.
– Ya está. Estás muy guapo -me dijo cuando terminó, con ese tono que usan las mujeres para piropear a los hombres poco apuestos.
– ¡Espero que lleves camiseta! -dijo Graham-. Morrison fue a una fiesta en el Hall hace unos años. Dijo que fue la noche más fría de su vida.
Coincidió que el caluroso verano había dado paso a un otoño muy cambiante, y que el día había sido frío y húmedo. La lluvia arreció cuando salí de Lidcote, transformando las polvorientas carreteras rurales en arroyos de barro. Tuve que correr desde el coche con una manta encima de la cabeza para abrir las verjas del parque, y cuando al final del sendero pegajoso y mojado aparqué en la explanada de grava, miré el Hall con cierta fascinación: nunca había estado allí a una hora tan tardía y, con su silueta irregular, parecía estar difuminándose en la creciente oscuridad del cielo. Corrí hacia la escalera y tiré de la campanilla; la lluvia caía a chorro ahora, como un balde de agua. Nadie vino a abrirme. Mi sombrero empezaba a combarse alrededor de las orejas. Así que al final, temiendo ahogarme, abrí la puerta sin cerrojo y entré.
Era una de las jugarretas de la casa que hubiese atmósferas tan distintas dentro y fuera de la misma. El sonido de la lluvia se amortiguó cuando empujé la puerta para cerrarla, y vi que unas tenues luces eléctricas iluminaban el vestíbulo, lo bastante fuertes para destacar el brillo del suelo de mármol recién encerado. Había floreros en todas las mesas, rosas del verano ya pasado y crisantemos de bronce. El piso de arriba estaba débilmente alumbrado y el de más arriba todavía más oscuro, de tal forma que la escalera ascendía hacia las penumbras; la cúpula de cristal en el techo retenía la última luz crepuscular y parecía suspendida en la oscuridad, como un disco translúcido. El silencio era perfecto. Cuando me hube quitado el sombrero empapado y sacudido el agua de los hombros avancé un paso sin hacer ruido y me quedé un momento mirando hacia arriba en el centro del suelo reluciente.
Luego seguí avanzando por el corredor del sur. Descubrí que la salita estaba caldeada e iluminada, pero vacía; más adelante, vi una luz más fuerte en la puerta abierta del salón y me encaminé hacia allí. Al oír mis pasos, Gyp empezó a ladrar; un segundo después vino a mi encuentro brincando, con ganas de fiestas. Le siguió la voz de Caroline:
– ¿Eres tú, Roddie?
En sus palabras había una nota de tensión. Yo seguí andando y contesté, un poco acobardado:
– ¡Sólo soy yo, me temo! El doctor Faraday. Espero que no le importe que haya entrado. ¿Llego demasiado temprano?
Oí que se reía.
– Que va. Somos nosotros los que nos hemos retrasado horrores. ¡Venga aquí! No puedo ir donde usted.
Descubrí que hablaba desde lo alto de una escalera pequeña, en una de las paredes del fondo del salón. Al principio no comprendí por qué; la habitación me tenía deslumbrado. Ya era imponente la primera vez que la vi, a media luz y con los muebles enfundados, pero ahora todas las butacas y sofás delicados estaban al descubierto, y la araña -una de las que, era de suponer, habían producido ampollas a Betty- llameaba como un horno. También estaban encendidas otras lámparas más pequeñas, y captaban la luz, y la reflejaban, unos toques dorados en diversos ornamentos y espejos, y sobre todo el amarillo Regencia, aún vivo, de las paredes.
Caroline me vio pestañear.
– No se preocupe, los ojos dejarán de llorarle enseguida -dijo-. Quítese el abrigo y sírvase algo de beber. Mi madre se está vistiendo y Rod ha ido a resolver algún problema en la granja. Pero yo casi he terminado aquí.
Entonces vi lo que estaba haciendo: recorría la habitación con un puñado de tachuelas para sujetar los bordes de papel amarillo que se estaban desprendiendo o formaban jorobas en las paredes. Crucé la habitación para ayudarla, pero cuando llegué a su lado ella clavó la última chincheta; entonces le sostuve la escalera de madera y le ofrecí la mano para que bajara. Tuvo que hacerlo con mucho cuidado, levantando el dobladillo de la falda: llevaba un vestido de noche de chiflón azul y zapatos y guantes plateados, y el pelo recogido en un costado con un pasador de estrás. El vestido era viejo y, a decir verdad, no le sentaba muy bien. El escote bajo mostraba las clavículas prominentes y los tendones de la garganta, y el corpiño era demasiado prieto para la turgencia de su busto. Tenía un toque de color en los párpados y colorete en las mejillas, y la boca pintada de carmín era asombrosamente llena y grande. Pensé realmente que habría estado mucho más bonita y más natural con la cara restregada y una de sus faldas informes y viejas y una blusa de algodón, y que hubiera preferido verla de ese modo vestida. Pero en aquella cruda luz era consciente de mis propias deficiencias. Cuando ella, agarrada a mi mano, tocó el suelo, dije:
– Está preciosa, Caroline.
Sus mejillas coloradas adquirieron un tono más sonrosado. Evitando mi mirada, le habló al perro:
– ¡Y todavía no ha bebido nada! Figúrate lo guapa que estaré vista desde el fondo de un cóctel, ¿eh, Gyp?
Comprendí que estaba incómoda y que no era la Caroline de siempre. Supuse que simplemente estaría inquieta por la reunión de la noche. Tiró de la campanilla para llamar a Betty; se oyó el chirrido ahogado del cable, que se movía invisible por dentro de la pared. Después me condujo al aparador, donde había colocado una serie de hermosos vasos antiguos de cristal tallado y un surtido de bebidas impresionante para los tiempos que corrían: jerez, ginebra, vermut italiano, bitters y limonada. Yo había llevado media botella de ron como aportación a la fiesta; acabábamos de servirnos dos vasitos cuando Betty apareció, respondiendo al timbre. Se había acicalado como el resto de la casa: los puños, el cuello y el delantal eran cegadoramente blancos, y la cofia más pintoresca de lo habitual, con un rígido fleco vertical, como el barquillo de un helado. Pero había estado abajo preparando bandejas de bocadillos y tenía un aire acalorado y un tanto agobiado. Caroline la había llamado para que se llevara la escalera, y Betty se precipitó a recogerla con mucha prisa y no excesiva gracia. Sin embargo, debió de hacerlo con demasiada premura, o bien subestimó el peso de la escalera, pues apenas dio unos pasos con ella cayó al suelo con estrépito.
Caroline y yo nos sobresaltamos, y el perro empezó a ladrar.
– ¡Gyp, idiota, cállate! -dijo Caroline. Y a continuación, con el mismo tono, le dijo a Betty-: ¿Se puede saber qué haces?
– No hago nada -respondió la chica, sacudiendo la cabeza, y la cofia se le desplazó hacia un lado-. Las escaleras dan sustos, nada más. ¡Todo da sustos en esta casa!
– ¡Oh, no seas idiota!
– ¡No soy idiota!
– Está bien -dije yo en voz baja, ayudando a Betty a recoger la escalera y a encontrar un asidero más firme para sostenerla-. Muy bien. No se ha roto nada. ¿Te las arreglarás sola?
Ella dirigió a Caroline una mirada torva, pero se llevó la escalera en silencio, esquivando por poco a la señora Ayres, que acababa de llegar a la puerta y había presenciado el final del altercado.
– ¡Qué alboroto! -dijo, entrando en la habitación-. ¡Cielo santo! -Entonces me vio a mí-. Doctor Faraday, ya ha llegado usted. Y, además, qué acicalado. ¿Qué va a pensar de nosotros?
Dulcificó su actitud y su expresión mientras avanzaba, y me tendió la mano. Vestía como una elegante viuda francesa, con un vestido de seda oscuro. En la cabeza llevaba un chal negro de encaje, una especie de mantilla, abrochada a la garganta con un camafeo. Al pasar por debajo de la araña miró de refilón hacia arriba, alzando los pómulos.
– ¡Qué fuertes son estas luces! Seguro que no brillaban tanto en los viejos tiempos. Supongo que una tenía entonces unos ojos más jóvenes… Caroline, querida, déjame que te vea.
Caroline parecía más a disgusto que nunca después de la disputa a causa de la escalera. Adoptó una pose y una voz de maniquí y dijo, con un tono algo crispado:
– ¿Estoy bien? No a la altura de tu exigencia, ya sé.
– Oh, qué tontería -dijo su madre. Su tono me recordó el de Anne-. Estás muy bien, realmente. Sólo estírate los guantes, así, sí… ¿Roderick todavía no ha dado señales de vida? Espero que no se retrase. Esta tarde estaba refunfuñando por su ropa de gala, decía que le quedaba demasiado grande. Le he dicho que tiene suerte de tener al menos una… Gracias, doctor Faraday. Sí, un jerez, por favor.
Le alargué la copa; ella la cogió y me sonrió distraídamente.
– ¿Se imagina? -dijo-. Ha pasado tanto tiempo desde que recibíamos que estoy casi nerviosa.
– Pues nadie lo diría -dije.
Ella no me escuchaba.
– Estaría más tranquila con mi hijo a mi lado. Ya ve, a veces se olvida de que es el amo de Hundreds.
Por lo que yo había visto de Roderick en las últimas semanas, pensé que en realidad era muy poco probable que lo hubiese olvidado; y miré a Caroline y vi claramente que ella pensaba lo mismo. Pero la señora Ayres siguió paseando a su alrededor una mirada inquieta. Después de dar un solo sorbo de su bebida, posó la copa y se dirigió al aparador, preocupada de que no hubiese suficientes botellas de jerez. A continuación verificó las cajas de cigarrillos y probó una por una las llamas de los encendedores de mesa. Entonces una ráfaga repentina de humo de la chimenea la atrajo hacia el fuego, donde miró preocupada el tiro sin deshollinar y el cesto de leña húmeda.
Pero no había tiempo de traer más leños. Cuando ella se irguió oímos el eco de voces en el pasillo y apareció el primer grupo de los verdaderos invitados: Bill y Helen Desmond, una pareja de Lidcote a la que yo conocía poco; un tal señor Rossiter y su esposa, a los que sólo conocía de vista, y una solterona de cierta edad, la señorita Dabney. Habían llegado todos juntos, apretujados en el coche de los Desmond para ahorrar combustible. Se quejaron del clima y cargaron a Betty con sus sombreros y abrigos mojados. Ella les hizo pasar al salón, ahora con la cofia ya enderezada; el arranque de mal genio parecía haber pasado. Intercambiamos una mirada y le lancé un guiño. Por un segundo pareció sobresaltada y luego hundió la barbilla y se rió como una niña.
Ninguno de los recién llegados me reconoció vestido con mi mejor ropa. Rossiter era un juez jubilado, Bill Desmond poseía grandes extensiones de terreno y no eran la clase de gente con la que yo trataba. La mujer de Desmond fue la primera en reconocerme.
– ¡Oh! -dijo, asustada-. No habrá nadie enfermo, ¿verdad?
– ¿Enfermo? -dijo la señora Ayres. Y luego, con una leve risa trivial-: Ah, no. ¡El doctor es nuestro invitado esta noche! Señor y señora Rossiter, conocen al doctor Faraday, supongo. ¿Y usted, señorita Dabney?
Casualmente yo la había atendido una o dos veces. Era una especie de hipocondríaca, el tipo de paciente con el que un médico se puede ganar la vida decentemente. Pero tenía un «carácter» anticuado y se mostraba más bien displicente con los médicos, y creo que le sorprendió encontrarme en Hundreds con un vaso de ron en la mano. La agitación general de la llegada, sin embargo, eclipsó esta sorpresa, porque todo el mundo tuvo algo que decir sobre el salón; había que servir y repartir bebidas, y estaba Gyp, el afable Gyp, que iba de un lado a otro olfateando a cada persona, para que le acariciasen y le hicieran fiestas.
Después Caroline ofreció tabaco y los huéspedes tuvieron ocasión de examinarla de cerca.
– ¡Vaya! -exclamó el señor Rossiter, con tosca galantería-. ¿Y quién es esta preciosidad?
Caroline ladeó la cabeza.
– Me temo que sólo la fea Caroline de siempre por debajo de la pintura de labios.
– No seas boba, mi niña -dijo la señora Rossiter, cogiendo un cigarro del estuche-. Estás encantadora. Eres hija de tu padre, y él era un hombre muy guapo. -Se dirigió a la señora Ayres-: Al coronel le habría gustado ver esta habitación así, ¿verdad, Ángela? Cómo disfrutaba de las fiestas. Era un bailarín fantástico; tenía un porte estupendo. Recuerdo una vez que os vi bailar juntos en Warwick. Daba gusto miraros; erais como dos flores. Los jóvenes de hoy parece que no saben bailar los bailes antiguos, pero los modernos me parecen vulgarísimos. Todos esos saltos, ¡como en un manicomio! No pueden sentarle bien a nadie. ¿Qué opina usted, doctor Faraday?
Respondí con una frase anodina y hablamos del tema un rato, pero la conversación se desvió enseguida hacia las grandes fiestas y bailes que se habían celebrado antiguamente en el condado, y poco tenía yo que decir al respecto. «Debió de ser en 1928 o 1929», oí decir a la señorita Dabney, hablando de un acontecimiento especialmente brillante, y yo estaba irónicamente recordando mi vida de los años en que estudiaba medicina en Birmingham, de pie y muerto de cansancio por el exceso de trabajo, siempre hambriento y viviendo en una buhardilla dickensiana con un agujero en el techo, cuando Gyp empezó a ladrar. Caroline le cogió del collar para que no saliese corriendo del salón. Oímos voces en el pasillo, una de ellas obviamente la de un niño -«¿Hay un perro?»-, y las nuestras se apagaron. Un grupo de personas apareció en la puerta: dos hombres con traje de calle, una mujer atractiva, con un vistoso traje de noche, y una hermosa niña de ocho o nueve años.
La niña fue una sorpresa. Resultó ser la hija de los Baker-Hyde, Gillian. Pero era evidente que al menos la señora Ayres esperaba la llegada del segundo hombre; yo no le conocía de nada. Le presentaron como el señor Morley, el hermano menor de la señora Baker-Hyde.
– Verán, suelo pasar los fines de semana aquí, con Diana y Peter -dijo, mientras estrechaba la mano de los presentes-, y he pensado en acercarme. No habremos empezado con el pie izquierdo, ¿eh? -Llamó a su cuñado-: ¡Peter! ¡Te van a echar del condado, amigo mío!
Se refería a sus trajes de calle, porque Bill Desmond, Rossiter y yo íbamos vestidos de etiqueta al viejo estilo, y la señora Ayres y las demás mujeres llevaban vestidos largos. Pero la familia Baker-Hyde parecía dispuesta a minimizar, riéndose, su embarazo por esta causa; de hecho, en cierto modo, fuimos los demás los que acabamos pensando que estábamos mal vestidos.
No se trataba de que el matrimonio Baker-Hyde hubiera adoptado una actitud condescendiente. Al contrario, debo decir que aquella noche me parecieron perfectamente agradables y educados, pero tenían una especie de refinamiento que me hizo comprender por qué algunos lugareños pudieran haberles considerado ignorantes de las costumbres rurales. La niña poseía parte del aplomo de sus padres y estaba claramente dispuesta a charlar en un plano de igualdad con los adultos, pero en el fondo seguía siendo una niña. Por ejemplo, parecía hacerle gracia la figura de Betty con su delantal y su cofia, e hizo aspavientos fingiendo que le asustaba Gyp. Cuando sirvieron las bebidas le dieron una limonada, pero se obcecó tanto en que le dieran vino que su padre al final le vertió en el vaso un poco del contenido del suyo. Los adultos de Warwickshire observaron con una consternación fascinada cómo el jerez desaparecía en el vaso de Gillian.
Desde el principio me indispuse con Morley, el hermano de la señora Baker-Hyde. Calculé que tendría unos veintisiete años: llevaba el pelo engominado y gafas americanas sin montura, y se las ingenió para darnos a conocer muy pronto que trabajaba para una agencia de publicidad londinense, pero que ya empezaba a hacerse un nombre en la industria del cine «escribiendo tratamientos». Por suerte para nosotros, no explicó en qué consistía un tratamiento, y Rossiter, que oyó mal el final de la conversación, supuso que Morley sería, como yo, médico, confusión que tardó en aclararse unos minutos. Morley se rió con indulgencia del malentendido. Vi que me examinaba y me desestimaba mientras tomaba su cóctel a sorbos; al cabo de diez minutos, vi que despreciaba a todo nuestro grupo. Sin embargo, la señora Ayres, en su calidad de anfitriona, parecía resuelta a darle la bienvenida. «Tiene que conocer a los Desmond, señor Morley», oí que le decía, mientras le llevaba de un grupito a otro. Y luego, cuando ella volvió a reunirse con Rossiter y conmigo delante de la chimenea, nos dijo: «Siéntense, caballeros… Usted también, señor Morley».
Le tomó del brazo y se quedó un momento sin saber muy bien dónde ponerle; por último, y con una aparente informalidad, le condujo al sofá. Lo ocupaban Caroline y la señora Rossiter, pero era un sofá amplio. Morley dudó un segundo y luego, con un aire de capitulación, tomó asiento en el espacio que quedaba al lado de Caroline. Cuando él se sentó, ella se inclinó hacia delante para hacer algún ajuste en el collar de Gyp; fue un movimiento tan visiblemente falso que pensé «¡Pobre Caroline!», creyendo que se estaría preguntando cómo escabullirse. Pero después se echó hacia atrás y le vi la cara, y pareció extrañamente cohibida cuando se llevó la mano al pelo en un gesto femenino, impropio de ella. La miré primero a ella y después a Morley, cuya postura también parecía algo forzada. Recordé todos los trabajos y preparativos que se habían realizado para la velada; recordé la fragilidad anterior de Caroline. Y con una sensación curiosamente oscura y falsa comprendí de repente por qué se había organizado la fiesta y qué esperaba obtener de ella la señora Ayres y también, obviamente, Caroline.
En el preciso momento en que caí en la cuenta, la señora Rossiter se levantó del sofá.
– Hay que dejar a los jóvenes que hablen -murmuró, mirándonos a su marido y a mí con una expresión picara de persona madura. Y acto seguido, tendiendo su vaso vacío-: Doctor Faraday, ¿sería tan amable de servirme un poco más de jerez?
Llevé el vaso al aparador y le serví la bebida. Al hacerlo capté mi propia imagen en uno de los muchos espejos de la habitación: a la luz implacable, con la botella en la mano, parecía más que nunca un tendero que empezaba a quedarse calvo. Cuando devolví el vaso a la señora Rossiter, me lo agradeció exageradamente: «Muchísimas gracias». Pero sonrió como lo había hecho la señora Ayres cuando le hice el mismo favor, mirando a otra parte mientras me hablaba. Y luego reanudó la conversación con su marido.
Quizá fue debido a mi ánimo abatido, quizá fue por causa del lustre de los Baker-Hyde, con el que nada podía competir, pero la fiesta, que apenas había empezado a animarse, pareció que de algún modo perdía brillo. Incluso pensé que el salón quedaba extrañamente reducido ahora que lo ocupaba la familia de Standish. A medida que transcurría la velada, veía que hacían lo posible por admirarlo y que alababan los ornamentos estilo Regencia, la araña, el empapelado, el techo, y que la señora Baker-Hyde, en particular, lo recorría con una lentitud apreciativa, mirando una cosa tras otra. Pero la habitación era espaciosa y llevaba tiempo sin ser caldeada: en la chimenea ardía un fuego suficiente, pero había en el aire una humedad y un frío crecientes, que en un par de ocasiones le hicieron tiritar y frotarse los brazos desnudos. Por último se aproximó al hogar diciendo que quería examinar más de cerca un par de delicadas butacas doradas que había a ambos lados; y cuando le informaron de que el tapizado de las butacas era el original de la década de 1820, encargado junto con la construcción de la estancia octogonal, dijo:
– Ya me parecía a mí. ¡Qué suerte que haya sobrevivido! Había en Standish unas tapicerías maravillosas cuando nos mudamos, pero estaban prácticamente comidas por la polilla; tuvimos que deshacernos de ellas. Me pareció una lástima.
– Oh, claro que lo es -dijo la señora Ayres-. Aquellas tapicerías eran maravillosas.
La señora Baker-Hyde se volvió hacia ella con indiferencia.
– ¿Las vio usted?
– Sí, por supuesto -respondió la señora Ayres, pues ella y el coronel debieron de ser visitantes asiduos de Standish en los viejos tiempos.
Yo también había estado en la mansión una vez, para atender a uno de los criados, y sabía lo que ella estaba pensando ahora, así como todos los demás, de las hermosas habitaciones oscuras y los corredores de la casa, con sus alfombras y colgaduras antiguas, casi la mitad de las cuales, como Peter Baker-Hyde procedió a decirnos, habían revelado, tras una inspección minuciosa, que estaban infestadas de escarabajos, y hubo que retirarlas.
– Es horrible desprenderse de cosas -dijo su mujer, quizá en respuesta a nuestras caras graves-, pero el apego que les tienes no puede ser eterno, y salvamos lo que pudimos.
– Bueno -dijo él-, unos años más y todo Standish habría sido completamente insalvable. Los Randall parecían pensar que estaban haciendo un servicio al país quedándose de brazos cruzados y sin modernizar la casa; pero, en mi opinión, si no tenían dinero para mantenerla deberían haberse marchado hace siglos y haberla vendido a un hotel o un club de golf. -Hizo un gesto de simpatía hacia la señora Ayres-. Aquí se las arreglan muy bien, ¿no? Me han dicho que han vendido la mayor parte de la tierra de labranza. No se lo reprocho; estamos pensando en hacer lo mismo con las nuestras. Pero nos gusta el parque. -Llamó a su hija-. ¿Verdad, gatito?
La niña estaba sentada al lado de su madre.
– ¡Voy a tener un poni blanco! -nos dijo, radiante-. Voy a aprender a montarlo.
Su madre se rió.
– Y yo también. -Extendió la mano para acariciar el pelo de la niña. Llevaba en la muñeca unos brazaletes de cadenas que tintineaban como cascabeles-. Aprenderemos juntas, ¿verdad?
– ¿No sabe montar aún? -preguntó Helen Desmond.
– En absoluto, me temo.
– A no ser que hablemos de motocicletas -saltó Morley, desde su sitio en el sofá. Acababa de dar un cigarrillo a Caroline, pero ahora se distanció de ella, con el encendedor en la mano-. Un amigo nuestro tiene una. ¡Tendrían que ver a Diana embalada encima! Es como una valquiria.
– ¡Cállate, Tony!
Se rieron los dos de lo que obviamente era una broma entre ellos. Caroline se llevó una mano al pelo y desplazó ligeramente su peineta de estrás. Peter Baker-Hyde le dijo a la señora Ayres:
– Tiene caballos, supongo. Al parecer, por aquí todo el mundo tiene.
La señora Ayres movió la cabeza.
– Soy demasiado mayor para montar. Caroline le alquila un caballo de vez en cuando a Patmore, en Lidcote, aunque su cuadra ya no es lo que era. En vida de mi marido teníamos establo propio.
– Uno magnífico -medió Rossiter.
– Pero después, con la guerra, esas cosas se volvieron más difíciles. Y cuando hirieron a mi hijo lo fuimos abandonando… Roderick estuvo en la RAF.
– Ah -dijo Baker-Hyde-. Bueno, no se lo tendremos en cuenta, ¿verdad, Tony? ¿Qué pilotaba? ¿Mosquitos? ¡Bravo por él! Un amigo me llevó una vez en uno y no veía el momento de bajarme. Era como si te lanzaran al aire dentro de una lata de sardinas. Lo mío fue más bien un poco de remo en Anzio. Le hirieron en la pierna, creo. Me apena saberlo. ¿Qué tal está?
– Oh, bastante bien.
– Lo importante es conservar el sentido del humor, por supuesto… Me gustaría conocerle.
– Sí, bueno -dijo la señora Ayres, incómoda-. Sé que a él le gustaría conocerle a usted. -Miró la esfera de su reloj de pulsera-. La verdad es que no sé cómo disculparme porque todavía no haya venido a recibirles. Me temo que lo peor de dirigir la propia granja es que es algo imprevisible…
Alzó la cabeza y miró alrededor; por un segundo pensé que quizá estuviese a punto de hacerme un gesto a mí. Pero llamó a Betty.
– Betty, ve a la habitación de Roderick y entérate de por qué se retrasa, ¿quieres? No te olvides de decirle que todos le estamos esperando.
A Betty le ruborizó la importancia de su misión y salió a cumplirla. Volvió unos minutos después diciendo que Roderick se estaba vistiendo y se reuniría con nosotros lo más pronto posible.
La reunión se prolongaba, sin embargo, y Rod seguía sin aparecer. Volvimos a escanciar bebidas y la niña se puso más alegre, exigiendo otro sorbo de vino. Alguien sugirió que quizá estuviera cansada, y que seguramente le encantaba que le permitieran estar levantada después de la hora de acostarse; al oír esto, su madre le acarició el pelo de nuevo y dijo, indulgente:
– Oh, más o menos la dejamos corretear hasta que la vence el sueño. No le veo sentido a mandarles a la cama porque ha llegado el momento. Produce toda clase de neurosis.
La propia niña confirmó, con una voz aguda y excitada, que nunca se acostaba antes de medianoche; y, lo que es más, que habitualmente le dejaban beber brandy después de la cena, y que una vez había fumado medio cigarrillo.
– Bueno, mejor que aquí no tomes brandy ni fumes tabaco -dijo la señora Rossiter-, porque me extrañaría que el doctor Faraday aprobase que los niños hagan estas cosas.
Con fingida seriedad dije que desde luego no lo aprobaba. Caroline intervino diciendo, en voz baja pero clara:
– Y yo tampoco. Ya está bastante mal que los diablillos birlen todas las naranjas…
Al oír esto, Morley volvió la cabeza hacia ella con una expresión de asombro y hubo un segundo silencio desconcertado, que Gillian rompió declarando que si quería fumar un cigarrillo no sería Caroline quien se lo impidiese; ¡y que si le apetecía de verdad, tranquilamente se fumaría un puro!
Pobre niña. No era lo que mi madre hubiera considerado una niña «graciosa». Pero creo que todos nos alegrábamos de que estuviera allí porque, al igual que un gatito con un ovillo de lana, nos daba algo a lo que mirar y sonreír cuando la conversación languidecía. Advertí que sólo la señora Ayres seguía distraída: pensando en Roderick, sin duda. Al cabo de otros quince minutos, cuando él continuaba sin dar señales de vida, envió de nuevo a Betty a su habitación, y esta vez la chica regresó de inmediato. Volvió nerviosa, pensé, y se dirigió deprisa hacia la señora Ayres para susurrarle algo al oído. Para entonces la señorita Dabney ya me había acorralado; quería que le aconsejara sobre una de sus dolencias, y de haber podido escabullirme me habría acercado a ellas. Así las cosas, me limité a observar cómo la señora Ayres se disculpaba ante sus invitados y se iba a buscar a Roderick.
A partir de aquel momento, aunque estuviera la niña para entretenernos, la fiesta se vino abajo. Alguien advirtió que seguía lloviendo, y todos volvimos la cabeza agradecidos hacia el tamborileo de la lluvia en las ventanas y empezamos a hablar del tiempo, de la agricultura y del estado de las tierras. Diana Baker-Hyde vio un gramófono y un armario de libros y preguntó si podríamos poner algo de música. Pero evidentemente los discos no le gustaban, porque desistió de la idea, decepcionada, al cabo de una breve ojeada.
– ¿Y el piano? -preguntó después.
– Eso no es un piano, ignorante -dijo su hermano, mirando alrededor-. Es una espineta, ¿no?
Al enterarse de que en realidad era un clavicémbalo flamenco, la señora Baker-Hyde dijo:
– ¡No me digas! ¡Qué maravilla! ¿Y es posible tocarlo, señorita Ayres? ¿No es viejísimo y frágil? Tony sabe tocar cualquier piano. ¡No me mires así, Tony, tú sabes que es cierto!
Sin mirar a Caroline ni decirle una palabra, Morley se levantó del sofá, fue hasta el clavicémbalo y pulsó una tecla. El sonido fue curioso, pero absolutamente desafinado; encantado, se sentó en el taburete y tocó una ráfaga de jazz frenético. Caroline se quedó sentada sola un momento, tirando de un hilo que se había desprendido de uno de los dedos de sus guantes plateados. Después se levantó bruscamente y fue a la chimenea a echar más leña al fuego humeante.
La señora Ayres volvió enseguida. Miró con sorpresa y desolación a Morley sentado ante el teclado y movió la cabeza cuando la señora Rossiter y Helen Desmond le preguntaron, esperanzadas:
– ¿No hay señales de Roderick?
– Creo que no se encuentra muy bien -dijo, girando los anillos que llevaba en los dedos- y que no vendrá a reunirse esta noche con nosotros. Lo lamenta muchísimo.
– ¡Oh, qué lástima!
Caroline levantó la cabeza.
– ¿Puedo hacer algo por él, madre? -preguntó, y yo me adelanté para preguntar lo mismo.
Pero la señora Ayres se limitó a decir:
– No, no, está bien. Le he dado una aspirina. Ha trabajado en la granja un poco más de la cuenta, eso es todo.
Cogió su vaso y se reunió con la señora Baker-Hyde, que la miró sentidamente y dijo:
– ¿La herida, supongo?
La señora Ayres vaciló antes de asentir, momento en el cual supe que ocurría algo malo, porque la pierna de Roderick podía ser un incordio, pero gracias en gran parte a mis tratamientos, hacía muchas semanas que no le había causado serias molestias. Pero entonces el señor Rossiter paseó la mirada por los presentes y dijo:
– Pobre Roderick. Y pensar que de joven era un chico tan activo. ¿Se acuerdan de cuando él y Michael Martin se escaparon con el coche del maestro?
Resultó ser una frase inspirada y en cierto sentido salvó la fiesta: tardó un par de minutos en contar el episodio, que fue seguido inmediatamente por otro. Al parecer, todos tenían recuerdos cariñosos de Roderick, y supongo que el patetismo, primero de su accidente y después el de haber tenido que asumir tan pronto las responsabilidades de la vida agrícola moderna acrecentaba el cariño. Pero tampoco aquí tenía yo gran cosa que aportar a la conversación, ni había mucho que interesara al grupo de Standish. Morley siguió aporreando el clavicémbalo y arrancándole un tintineo discordante. Los Baker-Hyde escuchaban las anécdotas con la debida cortesía, pero con una expresión algo fija; Gillian no tardó en susurrar ruidosamente a su madre que tenía que ir al baño, y la señora Baker-Hyde, después de hablar con Caroline, se llevó a la niña. Su marido aprovechó la ocasión para separarse del grupo y deambular un poco por el salón. Al mismo tiempo, Betty circulaba con una bandeja de tostadas con anchoas y acabaron encontrándose.
– Hola -le oí decir a él, cuando me encaminaba hacia el aparador para servirle un vaso de limonada a la señorita Dabney-. Trabajando duro, ¿eh? Primero nos recoges los abrigos; ahora traes los bocadillos. ¿No hay un mayordomo o alguien que te ayude?
Supongo que era el desenfado moderno con que se charlaba con las sirvientas. Pero no era la manera como la señora Ayres educaba a Betty, y vi que ésta miró inexpresiva a Baker-Hyde durante un momento, como si no supiera si él aguardaba de verdad una respuesta. Por último dijo:
– No, señor.
Él se rió.
– Pues qué pena. Yo en tu lugar me afiliaría a un sindicato. Pero te diré una cosa: me gustan las cofias estrafalarias. -Extendió la mano para tocar el fleco de la cofia-. ¡Me gustaría ver la cara de nuestra criada si intentáramos ponerle una cosa así!
Dijo esto más para mí que para Betty, al cruzarse con mi mirada cuando levantó los ojos. Betty agachó la cabeza y siguió su camino, y mientras yo servía la limonada él se acercó a mí.
– Este lugar es extraordinario, ¿no cree? -murmuró, lanzando una mirada a los demás-. No me importa admitirlo, me alegró que me invitaran, simplemente para tener ocasión de echar un vistazo. Supongo que usted es el médico de la familia. Quieren tenerle a mano por lo del hijo, ¿verdad? No sabía que estuviese tan mal.
– No lo está, en realidad -dije-. He venido esta noche porque me han invitado, igual que a usted.
– ¿Ah, sí? Oh, no sé por qué tenía la impresión de que estaba aquí por el chico… Qué mala suerte, por lo que dicen. Cicatrices y demás. No querrá compañía, me figuro.
Le dije que, por lo que yo sabía, Roderick esperaba estar presente en la fiesta, pero que tendía a excederse en el trabajo de la granja y debía de haberse propasado. Baker-Hyde asintió, sin demasiado interés. Se remangó el puño para consultar su reloj y habló después de reprimir un bostezo.
– Bueno, creo que es hora de llevar a mi grupo a Standish…, siempre, por supuesto, que consiga arrancar a mi cuñado de ese piano de locos. -Miró hacia Morley, amusgando los ojos-. ¿Alguna vez ha visto a un asno semejante? ¡Y es el responsable de que hayamos venido! Mi mujer, Dios la bendiga, está decidida a casarle. Ella y nuestra anfitriona han tramado todo esto para presentarle a la hija de la casa. Bueno, no tardé ni dos minutos en saber cómo acabaría el asunto. Tony es un pedazo de animal feo, pero le gusta una cara bonita…
Lo dijo sin ninguna maldad, con la sencillez con que un hombre habla con otro. No vio a Caroline, que nos miraba desde su sitio junto al fuego; no se paró a pensar en la acústica de aquella habitación de forma extraña, lo que significaba que a veces los murmullos se oían y no, en cambio, los comentarios más altos. Ingirió el resto de su bebida, depositó el vaso e hizo un gesto a su mujer, que acababa de volver con Gillian. Vi que ahora sólo estaba esperando una interrupción de la conversación propicia para disculparse e irse con su familia a casa.
Y entonces sobrevino uno de esos momentos -habría varios, en los meses que siguieron- que yo siempre recordaría con una sensación de enorme arrepentimiento: casi de culpa. Habría sido muy fácil hacer algo que facilitara la partida de Peter Baker-Hyde y le apremiase a marcharse; en lugar de eso, hice justo lo contrario. Los Rossiter terminaron su último relato de una de las aventuras juveniles de Roderick, y aunque apenas había cruzado con ellos unas palabras en toda la noche, al volver junto a la señorita Dabney les dije algo -algo perfectamente intrascendente del estilo: «¿Y cómo reaccionó el coronel?»- que les empujó a contar otro largo recuerdo. A Baker-Hyde se le ensombreció la cara, y me produjo una alegría infantil verlo. Sentí un impulso vano, casi malicioso, de complicarle la vida.
Pero ojalá hubiera actuado de otra manera, porque entonces algo terrible le sucedió a su hija, Gillian.
Desde su llegada había estado jugando tediosamente a fingir que Gyp le daba miedo, y se escondía ostentosamente detrás de las faldas de su madre cada vez que los correteos amistosos del perro por el salón le aproximaban a ella. Desde hacía un rato, sin embargo, había cambiado de táctica y empezaba a hacer pequeños avances hacia Gyp. Creo que los ruidos que hacía Morley aporreando el clavicémbalo habían acabado molestando al animal; se fue hacia una ventana y se tumbó detrás de una cortina. Gillian, que ahora le perseguía, acercó un taburete y empezó a manosearle con cautela y a acariciarle la cabeza, diciéndole tonterías: «Perro bueno. Eres un perro muy bueno. Eres un perro valiente». Me fijé en que su madre se acercaba una y otra vez donde la niña, como temiendo que Gyp pudiera lanzarle una dentellada, y en una ocasión le gritó «¡Gillie, ten cuidado, cariño!», lo que suscitó un ligero resoplido de Caroline, porque el perro tenía el mejor carácter imaginable; el único riesgo era que la niña le cansara con su cháchara y sus constantes toqueteos en la cabeza. De modo que Caroline no perdía de vista a Gillian, lo mismo que su madre, y de vez en cuando Helen Desmond o la señorita Dabney o uno de los Rossiter miraban a la niña, atraídos por su voz, y hasta yo la miraba. De hecho, diría que la única persona que probablemente no miraba a Gillian era Betty. Después de deambular con las tostadas, se había colocado al lado de la puerta y se quedó allí con la mirada gacha, tal como le habían enseñado. Y sin embargo… fue algo extraordinario, pero ninguno de nosotros dijo después que todos estábamos mirando a Gillian cuando ocurrió el incidente.
No obstante, todos oímos los sonidos: sonidos horribles, todavía los oigo, una especie de gañido desgarrador de Gyp junto con el grito superpuesto de Gillian, una única nota penetrante que al instante se convirtió en un gemido bajo, débil, líquido. Creo que el pobre perro estaba tan asustado como cualquiera de nosotros: salió disparado de su sitio en la ventana y al pasar agitó la cortina y nos distrajo por un momento de la niña. Entonces una de las mujeres, no sé cuál, vio lo que había sucedido y lanzó un grito. Baker-Hyde, o quizá su cuñado, gritó: «¡Dios mío! ¡Gillian!». Los dos hombres se precipitaron hacia ella, y uno de ellos se enganchó el pie en una costura deshilachada de la alfombra y estuvo a punto de caerse. Alguien depositó apresuradamente en la repisa de la chimenea un vaso que se estrelló contra la piedra. Una confusión de cuerpos me ocultó a la niña por un momento: al mirar sólo le vi la mano y el brazo, y la sangre que corría por ellos. Incluso entonces -supongo que me inspiró la idea el ruido del vaso al romperse- sólo pensé que el cristal de una ventana, al romperse, había herido el brazo de Gillian y quizá cortado también a Gyp. Pero Diana Baker-Hyde había abandonado como un resorte su sitio y, abriéndose paso hasta su hija, empezó a gritar, y cuando yo me acerqué vi lo que ella había visto. La sangre no procedía del brazo de Gillian, sino de la cara. La mejilla y el labio se habían transformado en unos globos colgantes de carne: prácticamente los tenía arrancados. Gyp la había mordido.
La pobre niña estaba blanca y rígida por la conmoción. Su padre estaba a su lado y le acercaba a la cara los dedos temblorosos, los aproximaba y los alejaba, no sabiendo si tocar la herida o no; no sabiendo qué hacer. Llegué hasta él sin darme cuenta de cómo había llegado allí. Supongo que mi instinto profesional se había hecho cargo de la situación. Ayudé al padre a levantar a la niña; la llevamos al sofá y la tendimos; nos pasaron pañuelos y se los apretamos contra la mejilla; uno de ellos, que era de Helen Desmond, con encajes y bordados delicados, pronto quedó empapado de sangre. Hice lo que pude para restañar la hemorragia y limpiar la herida, pero era una tarea difícil. Esta clase de heridas siempre parecen peores de lo que son realmente, sobre todo en un niño, pero vi al momento que el mordisco era grave.
– ¡Dios! -repitió Peter Baker-Hyde.
Él y su mujer aferraban las manos de su hija; la mujer sollozaba. Los dos tenían manchas de sangre en la ropa -creo que todos teníamos-, y el brillo de la araña tornaba intensa y horrible la sangre.
– ¡Dios! ¡Mira cómo está! -Se pasó la mano por el pelo-. ¿Qué demonios ha ocurrido? ¿Por qué nadie…? Santo Dios, ¿qué ha pasado?
– Eso no importa ahora -dije, en voz baja. Todavía tenía los pañuelos firmemente apretados contra la herida, y analizaba rápidamente el caso.
– ¡Mírela!
– Está en estado de shock, pero no corre peligro. Aunque habrá que darle puntos. Me temo que muchos puntos, y cuanto antes mejor.
– ¿Puntos? -dijo él, con una expresión furiosa. Creo que había olvidado que yo era médico.
– Tengo mi maletín en el coche -dije-. Señor Desmond, ¿iría usted…?
– Sí, por supuesto -dijo Bill Desmond, sin aliento, y salió corriendo de la habitación.
A continuación llamé a Betty. Había retrocedido cuando todo el mundo se había precipitado hacia la niña, y observaba la escena como aterrada; estaba casi tan pálida como Gillian. Le dije que bajara a hervir una olla de agua y que buscara mantas y un almohadón. Y, entonces -con suavidad, y con la señora Baker-Hyde a mi lado, comprimiendo torpemente el ovillo de pañuelos contra la cara de su hija, con una mano tan temblorosa que los brazaletes de plata resbalaban tintineando en su muñeca-, cogí a la niña en brazos. Noté que estaba helada incluso a través de la chaqueta y la camisa. Tenía los ojos apagados y oscuros y sudaba por la impresión.
– Tenemos que bajarla a la cocina -dije.
– ¿La cocina? -dijo su padre.
– Necesitaré agua.
Entonces comprendió.
– ¿Quiere decir que lo haremos aquí? ¡No habla usted en serio! Sin duda un hospital…, un consultorio… ¿No podemos telefonear?
– El hospital más cercano está a quince kilómetros -dije-, y hay más de ocho hasta mi consulta. Hágame caso, no debería lanzarme a la carretera con este tipo de herida, en una noche como ésta. Tanto mejor cuanto antes la atendamos. Y también hay que pensar en la pérdida de sangre.
– Déjale hacer al doctor, ¡por el amor de Dios, Peter! -dijo la señora Baker-Hyde, rompiendo a llorar de nuevo.
– Sí -dijo la señora Ayres, que avanzó unos pasos y le tocó el brazo-. Ahora hay que dejar que el doctor Faraday se ocupe de ella.
Creo que en aquel momento advertí que el hombre apartaba la cara de la señora Ayres y rehuía ásperamente su contacto, pero estaba tan ocupado con la niña que no pensé mucho en el gesto. También ocurrió una cosa que apenas me afectó entonces, pero que al recordarla más tarde comprendí que había marcado la pauta de muchos de los sucesos que ocurrirían los días siguientes. La señora Baker-Hyde y yo habíamos transportado con todo cuidado a Gillian hasta el umbral del salón, donde encontramos a Bill Desmond con mi maletín en la mano. Helen Desmond y la señora Ayres nos miraron salir con el semblante inquieto, mientras la señora Rossiter y la señorita Dabney, en su distracción, se agacharon para recoger de la chimenea los añicos del vaso; la señorita Dabney, por cierto, se hizo un buen corte en el dedo que añadió manchas de sangre fresca a la alfombra ya ensangrentada. Peter Baker-Hyde me seguía de cerca, seguido a su vez por su cuñado, pero este último, al pasar, debió de descubrir a Gyp, que todo este tiempo había estado encogido debajo de una mesa. Morley se encaminó rápidamente hacia el perro y, soltando una maldición, le propinó una patada; el puntapié debió de ser fuerte, porque Gyp aulló. Para sorpresa de Morley, me figuro, Caroline se abalanzó hacia él y le apartó de un empujón.
– ¿Se puede saber qué hace? -gritó.
Recuerdo su voz: estridente y forzada, y totalmente distinta de la habitual.
Él se enderezó la chaqueta.
– ¿No se ha enterado? ¡Su maldito perro acaba de desgarrarle a mi sobrina la mitad de la cara!
– Pero así lo empeora más -dijo ella, arrodillándose para atraer a Gyp hacia ella-. ¡Le ha dado un susto de muerte!
– ¡Más que un susto me gustaría darle! ¿Cómo demonios le deja suelto por la casa cuando hay niños presentes? ¡Debería estar encadenado!
– Es totalmente inofensivo cuando no se le provoca -dijo ella.
Morley ya se alejaba, pero volvió atrás.
– ¿Qué diablos quiere decir con eso?
Ella movió la cabeza.
– Deje de gritar, ¿quiere?
– ¿Que deje de gritar? ¿Ha visto lo que le ha hecho?
– Bueno, nunca ha mordido a nadie. Es un perro doméstico.
– Es una fiera. ¡Habría que pegarle un tiro!
La discusión prosiguió, pero sólo tuve una débil conciencia de la misma, preocupado como estaba por maniobrar sin peligro con la niña rígida en mis brazos a través de la puerta, y después mientras doblaba varias esquinas hasta la escalera del sótano. Y en cuanto empecé a bajarla, el vocerío fue perdiendo fuerza. Encontré a Betty en la cocina, hirviendo el agua que le había pedido. Trajo también mantas y almohadones, y siguiendo mis instrucciones, con las manos temblorosas, despejó la mesa de la cocina y puso capas de papel de estraza encima. Deposité a Gillian envuelta en las mantas y abrí el maletín para sacar mi instrumental. Tan absorto estaba en la tarea que cuando me quité la chaqueta para remangarme y lavarme las manos, me percaté con asombro de que era una chaqueta de gala. Me había olvidado de dónde estaba y pensé que llevaba puesta la de tweed ordinaria.
Lo cierto es que a menudo me veía obligado a realizar este tipo de pequeña operación, bien en mi consulta o en casa de mis pacientes. Un día, siendo todavía un veinteañero, me llamaron desde una granja para que visitara a un joven con una pierna terriblemente destrozada por una trilladora: tuve que amputar la pierna a la altura de la rodilla en la mesa de la cocina, una mesa igual que aquélla. La familia me invitó a cenar con ellos unos días más tarde, y nos sentamos a la misma mesa, entonces lavada de manchas: el joven estaba sentado con nosotros, pálido, pero comiendo alegremente su empanada y bromeando sobre el dinero que se había ahorrado en cuero para las botas. Pero eran gente de campo, habituada a las penalidades; a los Baker-Hyde tuvo que resultarles espantoso verme empapar la aguja y el hilo en ácido fénico y restregarme los nudillos y las uñas con un cepillo vegetal. Creo que la propia cocina les alarmó, con sus romos accesorios Victorianos, sus baldosas, su monstruosa cocina económica. Y, después del salón resplandeciente, la habitación parecía horriblemente oscura. Tuve que pedir a Baker-Hyde que trajera de la despensa una lámpara de aceite y la pusiera cerca de la cara de su hija para alumbrarme mientras la cosía.
Si la niña hubiera sido mayor me habría bastado un aerosol de cloruro etílico para helar la herida. Pero tenía miedo de sus contorsiones y, tras haberla lavado con agua y yodo, le administré un anestésico general que la sumió en un sueño ligero. Aun así, sabía que la operación le dolería. Dije a su madre que se reuniera arriba en el salón con los demás invitados y, como yo había previsto, la pobre niña emitió un débil lloriqueo durante todo el tiempo que estuve trabajando, y lágrimas incesantes se le saltaban de los ojos. Era una bendición que no hubiese arterias cortadas, pero la carne desgarrada hacía la tarea más peliaguda de lo que habría querido; mi principal preocupación era minimizar las cicatrices que quedarían, porque sabía que serían grandes aun después de la operación más minuciosa. El padre de la niña, sentado a la mesa, la agarraba fuertemente del brazo y hacía una mueca de dolor cada vez que yo insertaba la aguja, pero me observaba trabajar como si temiera apartar los ojos, como si aguardase un desliz mío para remediarlo. Minutos después de haber yo comenzado, apareció su cuñado, con la cara colorada por su discusión con Caroline. «Esta puñetera gente -dijo-. ¡Esa chica es una demente!» Entonces vio lo que yo estaba haciendo y el color se le esfumó de las mejillas. Encendió un cigarrillo y se sentó a fumarlo a cierta distancia de la mesa. Poco después -fue lo único sensato que hizo en toda la noche- pidió a Betty que preparara una tetera y distribuyese tazas.
Los demás seguían arriba, tratando de consolar a la madre de la niña. La señora Ayres bajó una vez a la cocina para preguntar cómo iban las cosas: se quedó un minuto y me observó trabajar, inquieta por la pequeña y claramente turbada por la visión de la sutura. Me fijé en que Peter Baker-Hyde evitó volver la cabeza hacia ella.
La tarea me llevó casi una hora, y cuando hube acabado y mientras la niña aún seguía atontada, le dije a su padre que se la llevara a casa. Tenía pensado seguirles en mi coche, pasar a recoger un par de cosas en mi consulta y reunirme con ellos en Standish en el momento en que la acostaran. No había mencionado a los padres la posibilidad, porque era muy pequeña, pero existía el riesgo de tener que prevenir una infección de la sangre o septicemia.
Mandaron a Betty a avisar a la madre y Baker-Hyde y Morley subieron la escalera con Gillian en brazos y la sacaron al coche. Ella estaba más sensible ahora, y cuando la depositaron en el asiento trasero empezó a llorar muy lastimeramente. Yo le había puesto tiras de gasa en la cara, pero más para proteger a los padres que a ella, porque los puntos y el yodo daban a la herida un aspecto monstruoso.
Cuando volví al salón reluciente para despedirme, encontré allí a todo el mundo, sentados o de pie en silencio, como aturdidos; como después de un ataque aéreo. Todavía había sangre en la alfombra y el sofá, pero alguien había pasado un trapo con agua y había dejado extensas manchas rosas.
– Qué desgracia -dijo el señor Rossiter.
Helen Desmond había estado llorando.
– Esa pobre, pobre niña -dijo. Bajó la voz-: Quedará desfigurada, ¿no? ¿Qué puede haber pasado? Gyp no muerde, ¿verdad?
– ¡Por supuesto que no! -dijo Caroline, con su nueva voz, artificial y tensa.
Estaba sentada aparte de los demás, con Gyp a su lado; el perro temblaba visiblemente y ella le acariciaba la cabeza. Pero también a ella le temblaban las manos. El colorete de las mejillas y la boca se le había vuelto lívido, y la peineta de estrás colgaba torcida de su cabeza. Bill Desmond dijo:
– Supongo que le habrá asustado algo. Debe de haber creído que ha visto o ha oído algo. ¿Alguno de nosotros ha gritado o hecho algún movimiento? He estado devanándome los sesos.
– No hemos sido nosotros -dijo Caroline-. La niña ha debido de estar molestándole. No me extrañaría…
Guardó silencio cuando Peter Baker-Hyde apareció a mi espalda en el pasillo. Tenía puestos el abrigo y el sombrero, y una veta púrpura le marcaba la frente. Dijo, en voz baja:
– Estamos listos, doctor.
No miró a los otros. No sé si vio a Gyp. La señora Ayres avanzó unos pasos.
– Nos dirá mañana cómo está la niña, espero…
Él se estaba poniendo bruscamente los guantes de conducir, todavía sin mirarla.
– Sí, si usted quiere.
Ella dio otro paso y dijo, con una suavidad sincera:
– Estoy desolada por lo que ha ocurrido, señor Baker-Hyde…, y en mi casa.
Pero él se limitó a lanzarle una mirada rápida. Y lo que dijo fue:
– Sí, señora Ayres. Yo también.
Le seguí a la oscuridad de afuera y arranqué el coche. El encendido giró varias veces antes de arrancar, porque había llovido durante horas enteras y el motor estaba húmedo: entonces no lo sabíamos, pero aquella noche cambiaba la estación y comenzaba el sombrío invierno. Arrancado el coche, me quedé esperando a que Peter Baker-Hyde me adelantara. Recorrió con una lentitud angustiosa el camino cubierto de malezas y de baches hasta el muro del parque, pero en cuanto su cuñado se apeó de un salto para abrir la verja y cerrarla tras nosotros, pisó el pedal a fondo y me vi obligado a acelerar también, escudriñando el camino a través del arco que trazaban los limpiaparabrisas y fijando la mirada en las intensas luces rojas traseras de su coche de lujo hasta que pareció que flotaban sobre la oscuridad de las carreteras serpenteantes de Warwickshire.