Capítulo 15

De aquello hace ya más de tres años. Desde entonces he estado muy ocupado. Cuando llegó la nueva Seguridad Social no perdí pacientes, como me temía; de hecho conseguí más, probablemente gracias a mi relación con los Ayres, porque, al igual que aquellos inmigrantes de Oxfordshire, muchas personas han visto mi nombre en los periódicos de la región y parece que me ven como un «hombre prometedor». Me dicen que ahora soy popular y que me comporto como un hombre práctico. Todavía ejerzo en el antiguo domicilio del doctor Gill, en lo alto de la calle mayor de Lidcote; sigue siendo muy adecuado para un soltero. El pueblo, sin embargo, crece deprisa, hay muchas más familias jóvenes y el despacho y la sala de reconocimiento están cada vez más anticuados. Graham, Seeley y yo hemos empezado a hablar de ejercer juntos en un flamante centro sanitario que construirá Maurice Babb.

El estado de Roderick, por desgracia, no ha experimentado mejoría. Yo confiaba en que la pérdida de su hermana le liberaría por fin de su delirio, pues, en definitiva ¿qué más podría temer de Hundreds? La muerte de Caroline, en todo caso, ha producido el efecto opuesto. Roderick se culpa de todas las tragedias y parece empeñado en castigarse a sí mismo. Se ha quemado, magullado y escaldado tantas veces que ahora le tienen sedado casi permanentemente y es la sombra del chico que fue. Voy a verle cuando puedo. Es más fácil de lo que era, porque una vez agotados los ingresos de la familia se le hizo imposible quedarse en la costosa clínica privada del doctor Warren. Actualmente está internado en el hospital del condado para enfermos mentales y comparte un pabellón con otros once internos.

Las viviendas municipales construidas al borde del parque de Hundreds han tenido un gran éxito, tanto que el año pasado edificaron otras doce, y están previstas aún más. Muchas de las familias figuran en mi lista de pacientes y voy allí muy a menudo. Las casas son bastante acogedoras, tienen jardines y huertos cuidados, y columpios y toboganes para los niños. Sólo se ha introducido un cambio, y es que las alambradas en la trasera de la finca han sido sustituidas por una valla de madera. Lo pidieron las mismas familias: parece ser que a ninguna le gustaba demasiado ver el Hall desde las ventanas de atrás de sus viviendas; decían que la casa «les daba escalofríos». Siguen circulando historias sobre el fantasma de Hundreds, sobre todo entre los más jóvenes y los recién llegados que no saben gran cosa de los Ayres. El bulo más popular, supongo, es que el Hall está embrujado por el espíritu de una sirvienta maltratada por un amo cruel, y que se precipitó o fue empujada a la muerte desde una de las ventanas superiores. Parece ser que la ven frecuentemente por el parque, llorando a lágrima viva como si se le fuera a partir el alma.

Tropecé con Betty un día, en la carretera enfrente de las casas. Una de las familias que viven allí está emparentada con la suya. Fue pocos meses después de la muerte de Caroline. Vi a una pareja de jóvenes que salían por la cancela de un jardín cuando yo estaba aparcando mi coche; un minuto después cerré la portezuela para dejarles pasar y la joven se detuvo y dijo: «¿No me reconoce, doctor Faraday?». La miré a la cara y vi sus grandes ojos grises y sus dientecillos torcidos; de lo contrario no la hubiese reconocido. Llevaba un vestido barato de verano, con una falda de vuelo a la moda. Se había hecho la permanente y aclarado el pelo incoloro, y llevaba colorete en las mejillas y los labios pintados de rojo; seguía siendo menuda, pero su delgadez había desaparecido, o bien había descubierto algún método artificial de realzar su figura. Calculo que tendría casi dieciséis años. Me dijo que todavía vivía con sus padres y que su madre seguía «igual que siempre», pero que por fin había conseguido el empleo que buscaba en una fábrica de bicicletas. El trabajo era muy monótono, pero las otras chicas eran «divertidas»; tenía libres las noches y los fines de semana y a menudo iba a bailar a Coventry. Hablaba enlazada del brazo con su chico. Él aparentaba unos veintidós o veintitrés años: más o menos la misma edad que Roderick.

Betty no hizo ninguna referencia a la investigación ni aludió a la muerte de Caroline y yo me puse a pensar, mientras charlábamos, que tampoco iba a mencionar Hundreds, como si aquel oscuro paréntesis no le hubiese dejado huella. Entonces la gente a la que había visitado se asomó a la puerta de la casa y llamó al chico, y cuando él se fue la jovialidad de Betty pareció decaer ligeramente.

Dije, en voz baja:

– ¿Así que no te importa acercarte tanto a Hundreds, Betty?

Ella se ruborizó y negó con la cabeza.

– Pero no volvería a entrar en la casa. ¡Ni por mil libras! Sueño con ella continuamente.

– ¿Sí? Yo ya no sueño nunca en eso.

– No pesadillas -dijo ella. Arrugó la nariz-. Sueños raros. Sobre todo sueño con la señora Ayres. Sueño que intenta regalarme cosas, joyas y broches y cosas así. Y yo nunca quiero aceptarlos, no sé por qué; y al final ella se echa a llorar… Pobre señora Ayres. Era una señora tan buena. También la señorita Caroline. No fue justo lo que les ocurrió, ¿verdad?

Le dije que yo también lo pensaba. Nos entristecimos durante un momento, sin nada que decir. Pensé que debíamos de formar una pareja de lo más anodina para cualquiera que estuviera mirando; y sin embargo éramos los únicos supervivientes de los escombros de aquel año terrible.

Después el chico se nos acercó despacio y ella volvió a mostrarse vivaracha. Me dio la mano para despedirse, tomó al chico del brazo y se dirigieron hacia la parada de autobús. Les vi aguardándolo allí veinte minutos más tarde, cuando volví a mi coche: estaban jugueteando encima del banco, él la había sentado en sus rodillas y ella pataleaba y se reía.


Hundreds Hall no se ha vendido todavía. Nadie tiene el dinero o el deseo de comprarlo. Durante un tiempo se habló de que el municipio proyectaba convertirlo en un centro de formación de profesores. Parece ser que luego un empresario de Birmingham pensó en transformarlo en un hotel. Pero los rumores surgen y se quedan en nada; y en los últimos tiempos hay cada vez menos. Probablemente el aspecto del lugar ha empezado a desanimar a la gente, porque los jardines, por supuesto, se han llenado de malezas y los hierbajos han invadido la terraza; los niños han pintado con tiza garabatos en las paredes y tirado piedras a las ventanas, y la casa parece sumida en el caos como una fiera herida y devastada.

Voy allí siempre que me lo permiten mis tareas cotidianas. No han reemplazado ninguna cerradura y todavía conservo mis llaves. Muy de cuando en cuando descubro que alguien ha visitado el Hall en mi ausencia -un vagabundo o un allanador- y que ha intentado forzar la puerta; pero las puertas son sólidas, y en conjunto la fama del Hall mantiene a raya a los intrusos. Y no hay nada que robar, porque los tíos de Sussex se han llevado todo lo que Caroline no consiguió vender en las semanas que precedieron a su muerte.

Suelo dejar cerrados los postigos de las habitaciones de la planta baja. El segundo piso me ha causado cierta inquietud últimamente: han aparecido agujeros en el techo, donde el mal tiempo ha desplazado tejas; una familia de golondrinas ha invadido el antiguo cuarto de día de los niños y ha construido allí un nido. Pongo unos cubos para recoger el agua de lluvia y he cerrado con tablas las ventanas más rotas. Cada cierto tiempo recorro toda la casa barriendo el polvo y los excrementos de ratones. El techo del salón todavía aguanta, aunque con el tiempo acabará derrumbándose el estuco abombado. El dormitorio de Caroline sufre un continuo deterioro. La habitación de Roderick, aún hoy, desprende un ligero olor a quemado… A pesar de todo esto, la casa conserva su belleza. En algunos sentidos es más hermosa que nunca, porque sin las alfombras, los muebles y la plétora de objetos de cuando estaba habitada, se aprecian las líneas y las simetrías georgianas, las hermosas alternancias entre la luz y la sombra, la delicada sucesión de las habitaciones. Al deambular sin hacer ruido por los espacios en penumbra hasta me parece ver la casa tal como debió de verla el arquitecto cuando era nueva, con sus detalles de yeso recientes e incólumes y sus superficies inmaculadas. En estos momentos no queda rastro de los Ayres. Es como si la casa hubiera expulsado a la familia, al igual que los brotes de hierba borran una huella.

No comprendo mejor que hace tres años lo que sucedió en el Hall. Una o dos veces he hablado de ello con Seeley. Él se decanta firmemente por su antigua teoría racional de que Hundreds, en efecto, fue derrotado por la historia, destruido por su propia incapacidad de adaptarse a un mundo que cambiaba rápidamente. En su opinión, los Ayres, incapaces de avanzar al compás de los tiempos, simplemente optaron por recluirse; optaron por el suicidio y la locura. Dice que es probable que en toda Inglaterra haya otras familias antiguas de hacendados que estén desapareciendo de un modo idéntico.

Su teoría es bastante convincente; y sin embargo a veces me perturba. Recuerdo al pobre y bonachón Gyp; recuerdo las misteriosas manchas negras en las paredes y el techo de la habitación de Roderick; vuelvo a ver las tres gotitas de sangre que una vez vi brotar en la blusa de seda de la señora Ayres. Y pienso en Caroline. Pienso en Caroline en los momentos anteriores a su muerte, atravesando el rellano iluminado por la luna. Pienso en ella exclamando: «¡Tú!».

Nunca he intentado recordar a Seeley su segunda y más extraña teoría: que a Hundreds lo consumió un germen oscuro, una voraz criatura de sombra, un «ocupante» incubado por el inconsciente intranquilo de alguien relacionado con la casa. Pero en mis visitas solitarias me he vuelto cada vez más vigilante. Alguna que otra vez intuiré una presencia o percibiré un movimiento con el rabillo del ojo y el corazón me dará un vuelco de miedo y expectación: me imaginaré que el secreto está por fin a punto de serme revelado; que veré lo que vio Caroline y lo reconoceré, como ella hizo.

Sin embargo, si Hundreds Hall está hechizado, su fantasma no se me aparece. En efecto, me doy la vuelta y me llevo una desilusión cuando comprendo que lo que estoy mirando es sólo un cristal de ventana rajado, y que en él la cara que mira distorsionada, perpleja y ansiosa, es la mía.

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