Capítulo 5

No era de extrañar que en las semanas siguientes la vida en Hundreds Hall pareciese muy cambiada, desalentada y triste. En primer lugar, simplemente había que acostumbrarse a la ausencia física de Gyp: los días eran ahora naturalmente sombríos, pero la casa parecía aún más oscura y mortecina sin el perro trotando alegremente de una habitación a otra. Puesto que yo seguía yendo al Hall una vez a la semana para tratar la pierna de Rod, me resultaba más fácil entrar como si fuese de la familia, y a veces, al abrir la puerta, incluso me sorprendía aguzando el oído para captar el chasquido y el roce de pezuñas; o bien giraba la cabeza hacia una sombra, pensando que la forma oscura en mi rabillo del ojo debía de ser la de Gyp, y cada vez me asaltaba una punzada de desazón porque mi memoria revivía todo lo ocurrido.

Se lo mencioné a la señora Ayres y ella asintió: dijo que una tarde lluviosa en que estaba en el vestíbulo tuvo el convencimiento de que oyó al perro correteando arriba. Era un sonido tan nítido que, bastante nerviosa, había subido a echar una ojeada y comprendió que el supuesto sonido de sus patas sobre las tablas del suelo era la rápida caída de agua de una cañería rota en el exterior. Algo similar le sucedió a la señora Bazeley. No se dio cuenta de que estaba preparando un cuenco de pan con salsa que depositó junto a la puerta de la cocina, como solía hacer para Gyp en los viejos tiempos. Dejó el bol allí durante media hora, sin parar de preguntarse dónde estaría el perro…, y a punto estuvo de llorar, añadió, cuando recordó que estaba muerto.

– Y lo raro es -me dijo- que lo hice porque me pareció oír que bajaba la escalera del sótano. ¿Se acuerda de cómo gruñía, como un carcamal? ¡Habría jurado que lo oí!

En cuanto a la pobre Caroline, la verdad es que no sé cuántas veces confundió otros sonidos con el que hacían las pezuñas de Gyp resbalando, o cuántas se volvió hacia una sombra creyendo que era él. Mandó a Barrett que le cavara una tumba entre las lápidas de mármol que formaban un singular y pequeño cementerio en una de las plantaciones del parque. Hizo un fúnebre recorrido de la casa recogiendo los cuencos de agua y las mantas que había en diversas habitaciones para uso del perro, y se deshizo de ellos. Pero en el curso de estas acciones pareció que había sellado su disgusto y su pena tan meticulosamente que me turbó. En mi primera visita al Hall después de la mañana desdichada en que sacrifiqué a Gyp, decidí hablar con ella porque no quería que hubiese ningún rencor entre nosotros. Pero cuando le pregunté cómo estaba se limitó a decirme, con una voz enérgica y neutra:

– Estoy bien. Todo ha acabado ya, ¿no? Siento haberme puesto tan furiosa aquel día. No fue culpa suya; lo sé. Se acabó. Déjeme que le enseñe algo que encontré ayer en una habitación de arriba.

Y sacó una antigua chuchería que había desenterrado del fondo de un cajón; y no mencionó más a Gyp.

Pensé que no la conocía lo suficiente para abordar la cuestión. Pero hablé de Caroline con su madre, que parecía pensar que ella «se repondría a su manera».

– Caroline nunca ha sido una chica que exteriorice sus sentimientos -me dijo, con un suspiro-. Pero es tremendamente sensible. Por eso la hice venir para que ayudara a su hermano cuando el accidente. Era tan buena como cualquier enfermera en aquella época, ¿sabe?… ¿Y ha oído la última noticia? La señora Rossiter ha venido a decírnoslo esta mañana. Parece ser que los Baker-Hyde se marchan. Se llevan a su hija a Londres: el servicio les seguirá la semana siguiente. Van a cerrar y vender de nuevo la pobre Standish. Pero creo que es lo mejor. ¿Se imagina a Caroline o a Roderick o a mí topando con la familia en Lidcote o en Leamington?

Para mí la noticia también representó un alivio. La perspectiva de ver frecuentemente a los Baker-Hyde me entusiasmaba tan poco como a la señora Ayres. Me complacía, además, que los periódicos del condado hubiesen perdido al fin el interés por el caso. Y aunque el cotilleo local era inevitable, y si bien a veces un paciente o un colega sacaba a colación la historia, sabiendo que yo había desempeñado un papel en ella, cada vez que se hablaba del asunto yo hacía lo posible por desviarlo o zanjarlo; y las habladurías enseguida cesaron.

Pero aun así me intrigaba Caroline. De vez en cuando atravesaba el parque en mi coche y la veía, como en ocasiones anteriores; y sin Gyp trotando a su lado me parecía una figura terriblemente solitaria. Si paraba el coche para hablar con ella parecía dispuesta a hacerlo, más o menos a su antiguo estilo. Su aspecto era tan robusto y saludable como siempre. Sólo su cara, pensé, traicionaba la desdicha de pocas semanas antes, porque vista desde algunos ángulos parecía más triste y más fea que nunca, como si, tras la pérdida del perro, hubiese perdido la última brizna de su optimismo y su juventud.


– ¿Caroline habla con usted sobre cómo se siente? -pregunté a su hermano un día de noviembre en que le estaba tratando la pierna.

El movió la cabeza, ceñudo.

– Se diría que no quiere.

– ¿No podría… sonsacarla? ¿Que se abra un poco?

El frunció aún más el ceño.

– Podría intentarlo, supongo. Nunca tengo tiempo.

– ¿No tiene tiempo para su hermana? -dije, a la ligera.

No respondió, y recuerdo que le miré preocupado cuando se le oscureció la cara, y él miró a otra parte como si no confiara en su propia respuesta. Lo cierto es que en aquel momento casi me inquieté más por él que por su hermana. Era comprensible que lo de Gyp y los Baker-Hyde hubiera dejado una huella en ella, pero también en él parecía haber tenido un impacto devastador que me dejaba perplejo. No era sólo que Rod estuviera preocupado y retraído, ni que dedicara un tiempo excesivo a trabajar en su habitación, porque se había comportado así durante meses. Era algo más, que yo veía o intuía más allá de su expresión: el peso de algo que sabía, o incluso del miedo.

No había olvidado lo que su madre me contó de cómo le había encontrado la noche de la fiesta. Yo conjeturaba que fue entonces el momento en que apareció esta nueva pauta de conducta. En varias ocasiones intenté abordar el tema con él, pero siempre se las había arreglado para disuadirme, mediante el silencio o las evasivas. Quizá no debería haber insistido. Yo, a mi vez, desde luego, estaba más que atareado aquellos días, porque el clima más frío había traído su racha habitual de achaques invernales, y mis rondas eran largas. Pero dejar este asunto iba contra todos mis instintos; y, más aún, ahora me sentía vinculado a la familia, de un modo distinto a como lo estaba tres o cuatro semanas antes. Así que cuando hube colocado los electrodos y activado la bobina, le dije sin rodeos lo que me inquietaba.

Su reacción me horrorizó.

– Ésa es la idea que tiene mi madre de guardar una confidencia, ¿no? -dijo, moviéndose en su asiento, enfurecido-. Supongo que debería habérmelo esperado. ¿Qué le dijo exactamente? ¿Que me encontró muerto de miedo?

– Estaba preocupada por usted.

– ¡Dios! ¡Simplemente no me apetecía presentarme en una estúpida fiesta! Me estallaba la cabeza. Bebí algo, sentado en mi cuarto. Luego me acosté. ¿Acaso es un delito?

– Rod, por supuesto que no. Es sólo que el modo en que ella lo contó…

– Por el amor de Dios. ¡Exagera! ¡Se imagina cosas continuamente! Pero lo que tiene delante de las narices… Oh, olvídelo. Si ella piensa que me estoy volviendo loco, que lo piense. No sabe nada. Nadie de aquí sabe nada. Si alguien supiera…

Se tragó sus palabras. Desconcertado por su vehemencia, dije:

– ¿Si supiéramos qué?

Se quedó rígido un momento, claramente luchando consigo mismo.

– Oh, olvídelo -repitió. Y adelantó bruscamente el cuerpo, agarró los cables que le recorrían la pierna hasta la bobina y los soltó-. Olvide también esto. Estoy harto. Este chisme no sirve para nada.

Los electrodos se desprendieron de las sujeciones y cayeron al suelo. Rod se desprendió de las gomas, se puso de pie torpemente y, descalzo y con el pantalón todavía remangado, me volvió la espalda.

Desistí del tratamiento aquel día y dejé a Rod con su rabia. La semana siguiente se disculpó y el proceso siguió su curso normal; parecía ya totalmente tranquilo. Sin embargo, en mi siguiente visita, algo nuevo había surgido. Al llegar a la casa le encontré con un corte en el puente de la nariz y un ojo completamente morado.

– No, no me mire así -dijo, al verme la cara-. He tenido a Caroline encima toda la mañana, empeñada en pegarme pedazos de beicon y no sé qué más cosas.

Miré a su hermana -estaba sentada con él en su habitación; creo que me había estado esperando- y luego me acerqué a Rod, le cogí la cabeza entre las manos y le volví la cara hacia la luz de la ventana.

– ¿Qué demonios ha ocurrido?

– Una verdadera estupidez -dijo él, zafándose irritado-, y casi me da vergüenza contarlo. Simplemente me he despertado por la noche y he salido al cuarto de baño dando tumbos, y algún imbécil, es decir, yo, había dejado la puerta abierta de par en par y me he dado de narices contra el canto.

– Perdió el conocimiento -dijo Caroline-. Gracias a Betty no se ha…, no sé, tragado la lengua.

– No seas tonta -dijo su hermano-. No perdí el conocimiento.

– ¡Sí lo perdiste! Estaba tirado en el suelo, doctor. Y gritó tan fuerte que Betty se despertó abajo. Pobre chica, creo que pensó que eran ladrones. Subió con mucho cuidado y le vio tumbado ahí, y tuvo la sensatez de venir a despertarme. Cuando llegué, todavía estaba inconsciente.

Rod torció el gesto.

– No le haga caso, doctor. Está exagerando.

– No exagero, créame -dijo Caroline-. Tuvimos que arrojarle agua en la cara para que volviera en sí, y cuando lo hizo estuvo de lo más ingrato y nos dijo con muy malas palabras que le dejáramos en paz…

– Muy bien -dijo su hermano-. Parece que ya hemos demostrado que soy un cretino. Aunque creo que esto ya te lo había dicho yo mismo. ¿Podemos dejarlo ya?

Lo dijo con acritud. Caroline pareció desconcertada por un momento y luego encontró el modo de cambiar de conversación. Él, no obstante, se mantuvo al margen y guardó un silencio malhumorado mientras ella y yo charlábamos, y por primera vez, cuando me dispuse a iniciar el tratamiento, se negó en redondo a permitírmelo, repitiendo que «estaba harto» y que «no servía para nada».

Su hermana le miró asombrada.

– ¡Oh, Rod, sabes que no es cierto!

Él contestó, de mal genio:

– Es mi pierna, ¿no?

– Pero que el doctor Faraday se haya tomado tantas molestias…

– Pues si el doctor quiere molestarse por personas a las que apenas conoce, es su problema -dijo-. ¡Se lo he dicho, estoy harto de pellizcos y tirones! ¿O es que mis piernas son propiedad de la finca, como todo lo demás que hay por aquí? Hay que repararlas, tienen que durar un poco más; da igual que las esté reduciendo a muñones. ¿Es eso lo que piensa?

– ¡Rod! ¡Eres injusto!

– De acuerdo -dije, en voz baja-. Rod no tiene por qué seguir el tratamiento si no quiere. Tampoco es como si lo estuviera pagando.

– Pero su informe… -dijo Caroline, como si no me hubiera oído.

– Ya lo tengo prácticamente escrito. Y, como creo que Rod sabe, el máximo efecto ya se ha alcanzado. Lo único que hago es mantener el músculo activo.

Rod, por su parte, se había alejado y no nos hablaba. Al final le dejamos solo y fuimos a reunimos en la salita con la señora Ayres para un té taciturno. Pero antes de marcharme bajé sigilosamente al sótano para hablar con Betty y ella me confirmó lo que Caroline me había dicho de la noche anterior. Estaba profundamente dormida, dijo Betty, y la había despertado un grito; aturdida de sueño, pensó que alguno de la familia la llamaba, y había subido al piso adormilada. Encontró abierta la puerta de Rod y a él tendido en el suelo, la cara ensangrentada, tan inmóvil y blanco que por un segundo creyó que estaba muerto, y «poco me faltó para gritar». Se repuso y corrió a buscar a Caroline, y entre las dos le hicieron volver en sí. Rod había despertado «maldiciendo y diciendo cosas raras».

– ¿Qué tipo de cosas? -pregunté.

Ella hizo una mueca, tratando de recordar.

– Sólo cosas raras. Cosas sin sentido. Como cuando el dentista te pone gas.

Y esto fue todo lo que pudo decirme, y no tuve más remedio que olvidar el asunto.

Pero unos días más tarde -cuando el ojo amoratado había adquirido un tono precioso que Caroline describió como «un mostaza verdoso», pero mucho antes de que el color desapareciera- Rod se hirió otra vez levemente. Al parecer, había vuelto a despertarse de noche y había salido de su cuarto a trompicones. Esta vez había topado con una banqueta que misteriosamente había abandonado su lugar habitual para interponerse directamente en su camino, y él había tropezado y al caerse se había lastimado la muñeca. Ante mí intentó restarle importancia al incidente y me permitió que le vendase la muñeca con un aire formidable de «seguirle la corriente al viejo». Pero supe que el esguince era serio por el aspecto del brazo y por la reacción de Rod cuando se lo toqué, y su actitud me dejó pasmado.

Más tarde se lo conté a su madre. Ella se preocupó de inmediato y juntó las manos para darles vueltas a sus anillos anticuados.

– ¿Qué piensa usted, sinceramente? -me preguntó-. Él no quiere decirme nada; lo he intentado una y otra vez. Está claro que no duerme. Bueno, no es que ninguno de nosotros duerma bien últimamente… ¡Pero esos paseos nocturnos! No pueden ser sanos, ¿verdad?

– ¿Usted cree que tropezó, entonces?

– ¿Qué otra cosa iba a ser? Todavía tiene la pierna tan rígida como cuando está tumbado.

– Es cierto. Pero ¿la banqueta?

– Bueno, su habitación es una leonera. Siempre la ha tenido así.

– Pero ¿no la limpia Betty?

Captó la nota de inquietud en mi voz y la alarma le agudizó la mirada. Dijo:

– ¿No creerá que le ocurre algo grave? ¿Que habrá vuelto a tener aquellos dolores de cabeza?

Pero yo ya lo había pensado. Había interrogado a Rod sobre los dolores mientras le vendaba la muñeca, y él me había respondido que, aparte de las dos heridas leves, no sentía ninguna molestia física. Pareció decirlo con sinceridad, y aunque tenía un aspecto cansado no vi señales de una enfermedad real en él ni en sus ojos, su aspecto o su tez. Lo que seguía dejándome perplejo era aquel algo evasivo, tenue como un olor o una sombra. Su madre estaba tan preocupada que no quise apenarla más. Recordé sus lágrimas la noche en que fui a visitarles después de la fiesta. Le dije que probablemente no había motivo para que se inquietase: más bien le resté importancia, como hacía Rod.

Pero yo estaba lo bastante intrigado como para seguir indagando. Así que inventé un pretexto para ir al Hall unos días más tarde aquella misma semana y busqué a Caroline para hablar con ella a solas.

La encontré en la biblioteca. Estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas y una bandeja de libros encuadernados en piel delante de ella; limpiaba las cubiertas con lanolina. Para trabajar sólo le llegaba una débil luz del norte, porque con el tiempo húmedo reciente los postigos habían empezado a alabearse y no había podido abrir más que uno de ellos, y sólo en parte. Sábanas blancas, como otros tantos sudarios, cubrían aún la mayoría de los anaqueles. No se había molestado en encender un fuego y la habitación estaba muy fría y triste.

Pareció agradablemente sorprendida de verme una tarde de entre semana.

– Mire qué bonitas ediciones antiguas -dijo, enseñándome un par de libritos de piel curtida, con las tapas todavía lustrosas y húmedas de lanolina, como castañas recién encontradas.

Corrí un taburete y me senté a su lado; ella abrió un libro y empezó a pasar páginas.

– No he limpiado mucho, a decir verdad. Siempre es más tentador leer que trabajar. Acabo de encontrar un pasaje de Herrick que me ha hecho sonreír. Aquí está. -El libro crujió cuando Caroline dobló las cubiertas-. Escuche esto y dígame qué le recuerda.

Y empezó a leer en voz alta, con su voz grave y melodiosa:

Lenguas de niños serán lo que comas,

beberás su leche; ytu pan será

pasta de avellanas

con nata de prímulas untadas de mantequilla:

las colinas serán tu mesa de banquete

sembrada de margaritas y narcisos;

allí donde te sientes a comer,

un petirrojo cantará melodioso.

Levantó la cabeza.

– Parece un programa de radio del Ministerio de la Comida [4], ¿no le parece? Sólo falta la cartilla de racionamiento. Me gustaría saber a qué sabe la pasta de avellanas.

– A mantequilla de cacahuete; no me extrañaría -dije.

– Tiene razón; sólo que todavía más asqueroso.

Nos sonreímos. Dejó el libro de Herrick y cogió el que había estado limpiando cuando llegué, y empezó a frotarlo con movimientos firmes y acompasados. Pero cuando le dije lo que tenía pensado -que quería hablar de Roderick-, la fricción de su mano se volvió más lenta y se apagó su sonrisa.

– Me preguntaba cuánto le habría afectado a usted todo esto. Pensaba comentárselo. Pero con todo lo demás… -dijo.

Fue lo más cerca que estuvo de mencionar la cuestión de Gyp; y mientras hablaba agachó la cabeza y pude verle los párpados cerrados, caídos y húmedos, y extrañamente desnudos sobre las mejillas secas. Dijo:

– Rod sigue diciendo que está bien, pero sé que no lo está.

Mi madre también lo sabe. Aquello de la puerta, por ejemplo. ¿Cuándo ha dejado Rod la puerta abierta de noche? Y casi se puso como una fiera cuando volvió en sí, diga lo que diga. Creo que tiene pesadillas. Continuamente oye ruidos que no existen. -Cogió el frasco de lanolina y se untó los dedos-. Supongo que a usted no le habrá dicho que la semana pasada vino a mi habitación por la noche.

– ¿A su habitación? No, no sé nada.

Ella asintió, mirándome mientras trabajaba.

– Me despertó. No sé qué hora era; mucho antes de amanecer, en todo caso. Yo no sabía lo que pasaba. Entró sin llamar, diciendo que por favor dejara de cambiar cosas de sitio, ¡porque le estaba volviendo loco! Entonces me vio en la cama y, se lo juro, se puso verde…, de un verde mostaza, igual que su ojo. Su cuarto está casi debajo del mío, y me dijo que llevaba una hora tumbado, oyendo las cosas que yo arrastraba por el suelo. ¡Pensó que estaba cambiando los muebles de sitio! Había estado soñando, por supuesto. La casa estaba silenciosa como una iglesia; siempre lo está. Pero lo horrible era que el sueño le parecía a él más real que yo. Tardó siglos en calmarse. Al final le hice acostarse a mi lado. Yo volví a dormirme, pero no sé si él también. Creo que se pasó el resto de la noche en blanco…, completamente despierto, quiero decir, como si estuviera vigilando o esperando algo.

Sus palabras me dieron que pensar. Dije:

– ¿No se desmayó, ni nada parecido?

– ¿Desmayarse?

– ¿No podría haber sufrido algún tipo de… ataque?

– ¿Un ataque, dice? Oh, no, no… No fue nada así. Cuando yo era pequeña había una chica que tenía ataques; recuerdo que eran horribles. No creo que me confundiera.

– Bueno -dije-, no todos los ataques son iguales. Parece lógico, al fin y al cabo. Las heridas, su agitación, su extraño comportamiento…

Ella movió la cabeza, con expresión escéptica.

– No lo sé. No creo que fuera eso. ¿Y por qué empezar ahora a tener ataques? Nunca ha tenido ninguno.

– Bueno, quizá sí. ¿Se lo habría dicho a usted? A la gente la epilepsia le produce un extraño sentimiento de vergüenza.

Ella frunció el ceño, pensándolo; luego volvió a mover la cabeza.

– Creo que no es eso.

Se enjugó la lanolina de los dedos, cerró la tapa del frasco y se puso de pie. Por la estrecha franja de la ventana se atisbaba un cielo que se oscurecía velozmente, y la biblioteca parecía más fría y sombría que nunca. Dijo:

– ¡Dios, esto es como una nevera! -Se sopló en las manos-. Ayúdeme, ¿quiere?

Se refería a la bandeja con los libros limpios. Avancé para levantarla y entre los dos la depositamos encima de una mesa. Ella se sacudió el polvo de la falda y dijo, sin levantar la vista:

– ¿Sabe dónde está Rod ahora?

– Al llegar le he visto fuera con Barrett -dije-. Iban hacia los antiguos jardines. ¿Por qué? ¿Cree que deberíamos hablar con él?

– No, no es eso. Es sólo que… ¿ha estado en su habitación últimamente?

– ¿Su habitación? No, no últimamente. Creo que no quiere verme allí.

– A mí tampoco. Pero entré por casualidad hace unos días, cuando él no estaba, y vi algo…, bueno, algo raro. No sé si respaldará o no su teoría de la epilepsia; más bien creo que no. Pero venga conmigo y se lo enseñaré. Si Barrett ha enganchado a Rod, lo retendrá un buen rato.

No me gustaba la idea.

– No sé si debemos, Caroline. A Rod no le gustaría, ¿no le parece?

– No llevará mucho tiempo. Y es una cosa que me gustaría que usted viera… Por favor, ¿me acompaña? No tengo a nadie con quien hablar de esto.

Era más o menos la razón por la que yo había acudido a ella; y accedí porque su desazón era evidente. Me llevó al vestíbulo y recorrimos en silencio el corredor hasta la habitación de Rod.

Fue a última hora de la tarde, cuando ya la señora Bazeley se había ido a su casa, pero al acercarnos al arco encortinado que llevaba a las dependencias del servicio, oímos el débil parloteo de la radio, lo que significaba que Betty estaba trabajando en la cocina. Caroline dirigió una mirada a la cortina mientras giraba el picaporte del cuarto de Rod, e hizo una mueca al oír el chirrido de la cerradura.

– No quiero que piense que tengo por costumbre hacer estas cosas -murmuró, cuando estuvimos dentro-. Si viene alguien, mentiré y diré que estábamos buscando un libro. Tampoco se escandalice por eso… Aquí está lo que quiero enseñarle.

No sé por qué, esperaba que ella me llevara al escritorio con los papeles de Rod. Pero se quedó junto a la puerta que acababa de cerrar e indicó con un gesto la hoja interior.

La puerta tenía paneles de roble a juego con las paredes de la habitación y, como casi todo lo demás en Hundreds, la madera había conocido mejores tiempos. Me imaginé que, en todo su esplendor, tendría un brillo resplandeciente y rojizo; ahora, aunque aún imponente, estaba blanqueada y ligeramente dispareja, y algunas de sus partes se habían contraído y agrietado. Pero sobre el panel que señalaba Caroline había una marca distinta. Estaba más o menos a la altura del pecho y era pequeña y negra, como la mancha de una quemadura; exactamente igual que la que yo recordaba haber visto en los tablones del suelo de la casita adosada donde me crié, una vez que mi madre dejó encima una plancha mientras tendía la colada. Miré a Caroline con una expresión inquisitiva.

– ¿Qué es esto?

– Dígamelo usted.

Me acerqué más.

– ¿Rod ha estado encendiendo velas y se le ha caído una?

– Es lo que yo pensé, al principio. Hay una mesa, ¿ve?, no demasiado lejos. El generador se nos ha averiado un par de veces últimamente; creí que por algún motivo extraño Rod había puesto la mesa aquí, con una vela encima, y luego supuse que se habría quedado dormido y que la vela se habría consumido. Me disgustó bastante, como puede imaginar. Le dije que por favor no fuera tan idiota de volver a hacerlo.

– ¿Y qué dijo él?

– Dijo que no había encendido velas. Si se va la electricidad, utiliza esa lámpara de ahí. -Señaló una vieja lámpara de queroseno posada sobre un buró en el otro extremo de la habitación-. La señora Bazeley dice lo mismo. Tiene un cajón lleno de velas abajo para cuando falla el generador y, según ella, Rod no ha cogido ninguna. Él dice que no sabe de dónde ha salido esta marca de aquí. No la había visto hasta que yo se la enseñé. Pero tampoco le agradó verla. Le pareció…, bueno, fantasmal.

Me acerqué de nuevo a la puerta para pasar los dedos por la mancha. No dejó ninguna traza de hollín en ellos, ni ningún tipo de olor, y su superficie era muy lisa. De hecho, cuanto más la examinaba, más se me antojaba que sobre la marca había una levísima especie de pelusa o pátina…, como si de algún modo se desarrollara justo debajo de la superficie de madera.

– ¿No podría llevar un tiempo aquí sin que usted la haya visto?

– No creo. Imagino que me habría llamado la atención cada vez que cerraba o abría la puerta. ¿Y no se acuerda del primer día que trató a Rod? Yo estaba por aquí cerca y me quejé de los paneles. Estoy segura de que la marca no estaba entonces… Betty no sabe nada de ella. Ni tampoco la señora Bazeley.

La mención despreocupada no de la señora Bazeley sino de Betty me hizo reflexionar. Dije:

– ¿Trajo aquí a Betty y le enseñó la marca?

– La traje a escondidas, como ahora a usted. Se quedó tan asombrada como yo.

– ¿Se asombró de verdad, cree usted? ¿No cree que de alguna forma es ella la responsable y que después se asustó tanto que no se atrevió a confesarlo? Quizá pasó por delante de esta puerta con una lámpara de aceite en la mano. O quizá se le derramó algo. Algún producto de limpieza.

– ¿De limpieza? -dijo Caroline-. ¡Lo más fuerte que hay en los armarios de la cocina es alcohol de quemar y jabón líquido! Lo sé muy bien, los he usado muy a menudo. No. Betty tiene sus defectos, pero no creo que sea mentirosa. Y a propósito de todos modos: vine aquí ayer cuando Rod no estaba y eché otro vistazo. No encontré nada raro… hasta que vi eso.

Inclinó la cabeza hacia atrás, miró hacia arriba y yo la imité. Al instante la marca me saltó a la vista. Esta vez era en el techo: aquel techo de yeso en forma de celosía, manchado de amarillo por la nicotina. Era una manchita oscura y sin forma, exactamente igual que la de la puerta; y era también como si alguien hubiese aplicado una llama o una plancha en aquel punto el tiempo suficiente para chamuscar el yeso sin que se abollara.

Caroline me observaba la cara.

– Me gustaría saber -dijo- cómo una criada puede ser descuidada hasta el punto de dejar la marca de una quemadura en el techo, a tres metros y medio del suelo.

La miré un momento y luego crucé la habitación y me situé justo debajo de la mancha. Dije, examinándola con los ojos entornados:

– ¿Es realmente igual que la otra?

– Sí. Incluso traje una escalera y lo comprobé. En todo caso, es peor. No hay nada debajo que pueda explicarla…, sólo, como ve, el lavabo de Rod. Aunque alguien le hubiera aplicado la lámpara, la distancia que hay… Bueno.

– ¿Y está claro que la ha hecho algo que quema o chamusca? ¿No será, no sé, alguna reacción química?

– ¿Una reacción química capaz de provocar que unos paneles de roble antiguos y el yeso del techo empiecen a arder solos? Y además, mire esto.

Con una ligera sensación de mareo, la seguí hasta la chimenea y me enseñó la pesada otomana victoriana instalada junto a ella, en el lado opuesto del cesto de la leña. Efectivamente, sobre la piel había una manchita oscura, claramente idéntica a la del techo y la puerta.

– Esto es excesivo, Caroline -dije-. Esta marca podría llevar años en la otomana. Probablemente alguna vez le alcanzó una chispa del fuego. También el techo podría estar manchado desde hace mucho tiempo. No creo haberme fijado.

– Quizá tenga razón -dijo ella-. Espero que la tenga. Pero ¿no le parece extraño, esto y lo de la puerta? ¿Es decir, la puerta con la que chocó Rod, la noche en que se puso un ojo morado, y esta otomana con la que tropezó?

– ¿Tropezó con esto? -dije-. Yo me había imaginado una banqueta frágil. ¡Pero si debe de pesar una tonelada! ¿Cómo pudo interponerse en su camino?

– Eso es lo que me gustaría saber. ¿Y por qué tiene esa marca tan extraña? Como si estuviera, no sé, señalada. Es bastante espeluznante.

– ¿Y ha hablado de esto con Rod?

– Le enseñé las señales de la puerta y del techo, pero no ésta. Reaccionó de un modo raro ante las otras dos.

– ¿Raro?

– Se mostró… esquivo. No sé. Culpable. Dijo esta palabra a regañadientes, y yo la miré y empecé a entrever el rumbo inquieto de sus ideas.

Dije, suavemente:

– Usted cree que es él el que las hace, ¿verdad?

Ella respondió, entristecida:

– ¡No lo sé! Pero ¿quizá en sueños…? ¿O en uno de esos ataques que usted ha dicho? Al fin y al cabo, si hace otras cosas, si abre puertas y desplaza muebles y se hace daño; ¡si es capaz de venir a mi cuarto a las tres de la mañana para pedirme a mí que deje de mover muebles!, ¿no podría también hacer algo así? -Miró a la puerta y bajó la voz-. Y si hace esto, doctor, ¿qué más podría hacer?

Lo pensé un momento.

– ¿Se lo ha contado a su madre?

– No. No he querido preocuparla. Y, además, ¿qué voy á contarle? Sólo que hay unas marcas curiosas. No sé por qué me trastornan tanto… No, no es cierto. Lo sé muy bien. -Se sintió incómoda-. Es porque ya hemos tenido problemas con Rod. ¿Lo sabía usted?

– Su madre me dijo algo -dije-. Lo siento. Tuvo que ser duro.

Ella asintió.

– Fue una época muy difícil. Las heridas de Rod estaban peor que nunca, las cicatrices eran horrorosas y tenía la pierna tan destrozada que daba la impresión de que iba a quedarse más o menos lisiado el resto de su vida. Pero lo más exasperante era que no hacía nada por mejorar. Se quedaba ahí sentado, rumiando y fumando…; también bebía, creo. ¿Sabía usted que su copiloto murió cuando derribaron el avión? Creo que Rod se culpaba de eso. No era culpa de nadie, por supuesto… Sólo de los alemanes, quiero decir. Pero dicen que los pilotos lo pasan muy mal cuando pierden a su tripulación. El chico era más joven que Roddie; sólo tenía diecinueve años. Rod decía que el muerto debía haber sido él: que al chico le quedaba más vida por delante. A mi madre y a mí nos sorprendió oírlo, como puede imaginarse.

– Me lo imagino -dije-. ¿Ha dicho algo parecido últimamente?

– A mí no. Ni a mi madre, que yo sepa. Pero sé que ella tiene miedo de que vuelva a enfermar. ¿Será que imaginamos demasiado sólo porque estamos asustadas? No lo sé. Pero aquí hay algo… anormal. A Rod le ocurre algo. Es como si le hubieran hecho un maleficio. Apenas sale ya, ni siquiera va a la granja. Se queda aquí y dice que está revisando sus papeles. ¡Pero mírelos! -Indicó el escritorio con un gesto y la mesa al lado de la silla, ambas casi sepultadas por grandes montones de cartas, libros de contabilidad y hojas muy finas mecanografiadas. Dijo-: Se está asfixiando con todo ese papeleo. Pero no me deja que le ayude. Dice que tiene un método y que yo no lo entendería. ¿A usted le parece un método esto? Prácticamente la única persona a la que ahora deja entrar aquí es Betty. Ella al menos barre la alfombra y vacía los ceniceros… Ojalá Rod se tomara una temporada de vacaciones. Pero no se irá. No dejará la finca. ¡Y que se quede no es que cambie mucho las cosas! La finca está condenada, haga lo que haga. -Se dejó caer pesadamente en la otomana marcada y apoyó la barbilla en las manos-. A veces pienso que Rod debería tirar la toalla.

Lo dijo con voz cansada pero con naturalidad, con los ojos casi cerrados, y de nuevo advertí la singular desnudez de sus párpados ligeramente hinchados. La miré, turbado.

– No lo dirá en serio, Caroline. No soportaría perder Hundreds, ¿verdad?

Ahora su tono fue casi de indiferencia.

– Oh, pero me han educado para perderlo. Me refiero a cuando Rod se case. La nueva señora Ayres no querrá en la casa a una cuñada solterona; tampoco a una suegra, por cierto. Eso es lo más estúpido de todo. Mientras Rod consiga mantener la finca, demasiado cansado y distraído para buscar una esposa, y seguramente matándose entretanto…, mientras la situación siga así, mi madre y yo tenemos que quedarnos. Y Hundreds nos desgasta tanto que apenas vale la pena…

Se le apagó la voz, y no volvimos a hablar hasta que el silencio en la habitación aislada empezó a ser opresivo. Miré otra vez las tres extrañas marcas chamuscadas: comprendí de pronto que eran como las quemaduras en la cara y las manos de Rod. Era como si a la casa le estuvieran saliendo cicatrices propias, en respuesta a la desdicha y la frustración de su dueño -o a las de Caroline y su madre-, o quizá a las aflicciones y desilusiones de toda la familia. La idea era horrible. Comprendí a qué se refería Caroline cuando había dicho que las paredes y los muebles marcados eran «espeluznantes».

Debí de estremecerme. Caroline se levantó y dijo:

– Oiga, perdone por haberle contado todo esto. En realidad no es de su incumbencia.

– Oh, sí lo es, en cierto sentido -dije.

– ¿Sí?

– Bueno, si se tiene en cuenta que soy prácticamente el médico de Rod.

Esbozó una sonrisa apenada.

– Sí, bueno, pero en realidad no le incumbe, ¿no? Como dijo usted el otro día, Rod no le paga para que venga a verle. Usted dirá lo que quiera, pero yo sé que en realidad le está tratando por hacerle un favor. Es muy bondadoso por su parte, pero que no le arrastren más nuestros problemas. ¿Se acuerda de lo que le dije de esta casa, cuando se la enseñé? Es glotona. Te absorbe todo tu tiempo y tu energía. Le robará los suyos, si se lo permite.

Tardé un segundo en responder. Había tenido una visión, no de Hundreds Hall, sino de mi propia casa, con sus habitaciones ordenadas, sencillas, cómodas, totalmente anodinas. Más tarde volvería a ellas, regresaría para una cena de soltero consistente en fiambres, patatas cocidas y media botella de cerveza sin gas. Dije, firmemente:

– Estoy contento de ayudarles, Caroline. De veras.

– ¿Lo dice en serio?

– Sí. Desconozco igual que usted lo que sucede aquí. Pero me gustaría ayudarla a descubrirlo. Descuide, asumiré el riesgo de la casa hambrienta. Soy bastante indigesto, ¿sabe?

Ella sonrió, como era de rigor, y luego volvió a cerrar los ojos brevemente.

– Gracias -dijo.

A partir de ese momento no nos entretuvimos más. Empezamos a temer que Rod volviera y nos sorprendiese allí. Así que regresamos sigilosos a la biblioteca, para que Caroline la pusiera en orden y cerrase los postigos. Después, procurando ahuyentar nuestra inquietud, fuimos a reunimos con su madre en la salita.


Pero los días siguientes seguí cavilando sobre el estado de Rod; y debió de ser una tarde a principios de la semana siguiente cuando todas la piezas por fin encajaron, o, según como se mire, se desperdigaron. Yo regresaba a casa, a eso de las cinco, y me sorprendió ver a Rod en la calle mayor de Lidcote. En otro tiempo, su presencia allí habría pasado inadvertida, porque entonces iba con frecuencia por asuntos de la granja. Pero, como Caroline había dicho, ahora rara vez salía de Hundreds, y aunque todavía conservaba en gran parte el aspecto de joven hacendado, con su abrigo, su gorra de tweed y una cartera de piel en bandolera, algo en él revelaba inequívocamente a un hombre descontento y abrumado: su modo de andar, con el cuello subido y los hombros encogidos, como si afrontara algo más que las brisas frías de noviembre. Cuando me detuve en la acera de enfrente y, después de bajar la ventanilla, grité su nombre, se volvió hacia mí con una expresión de sobresalto; y, por un segundo, habría jurado que parecía asustado, perseguido.

Se acercó lentamente al coche y le pregunté qué le había traído al pueblo. Me dijo que había ido a ver a Maurice Babb, el importante constructor local. El ayuntamiento había comprado recientemente la última parcela disponible de la granja Ayres; proyectaba construir en ella viviendas de alquiler, y Babb sería el contratista. Él y Rod acababan de revisar el acuerdo definitivo.

– Me ha recibido en su despacho como si yo fuera un comerciante -dijo, amargamente- ¡Imagínese que ese hombre le hubiera propuesto a mi padre una cosa semejante! Sabe que aceptaré, por supuesto. Sabe que no tengo alternativa.

Se juntó las solapas del abrigo y de nuevo pareció infeliz y agobiado. No pude ofrecerle muchas palabras de consuelo por la venta de la tierra. De hecho, me complacía la construcción de nuevas viviendas, que en la zona hacían mucha falta. Pero, pensando en su pierna, dije:

– ¿Ha venido andando?

– No, no -respondió-. Barrett ha podido conseguirme un poco de gasolina y he cogido el coche.

Señaló con la barbilla calle arriba y vi el inconfundible automóvil de los Ayres, un Rolls-Royce negro y marfil, viejo y desvencijado, aparcado un poco más lejos. Dijo:

– Creí que en el trayecto estaba dando las últimas boqueadas. Habría sido el remate. Pero se ha portado.

Ahora parecía el mismo Rod de siempre. Dije:

– ¡Bueno, esperemos que le lleve de vuelta a casa! No tiene prisa en volver, supongo. Venga conmigo un momento para entrar en calor.

– Oh, no puedo -dijo al instante.

– ¿Por qué no?

Apartó la mirada.

– No quiero distraerle de su trabajo.

– ¡Tonterías! Tengo casi una hora hasta la consulta de la tarde, y para mí es un tiempo muerto. Hace tiempo que no le veo. Venga.

Era evidente que se mostraba reacio, pero seguí insistiendo ligera aunque resueltamente, y al final accedió a acompañarme «sólo cinco minutos». Aparqué el coche y me reuní con él en la puerta de mi casa. Como arriba no había ningún fuego encendido, le llevé a la consulta; saqué una silla de detrás del mostrador y la puse al lado de otra, cerca de la antigua salamandra de la habitación, que aún tenía rescoldos. Dediqué unos minutos a avivarlos hasta que brotó la llama, y cuando me enderecé Rod ya se había quitado la gorra, había dejado la cartera y deambulaba despacio por la consulta. Miraba las estanterías donde yo guardaba los pintorescos bocales viejos y los instrumentos que habían pertenecido al doctor Gill.

Me alegró ver que su estado de ánimo había mejorado un poco. Dijo:

– Aquí está el asqueroso tarro de sanguijuelas que me daba pesadillas de niño. Probablemente el doctor Gill nunca tuvo bichos dentro, ¿no?

– Lo más probable es que sí, me temo -dije-. Era justamente el tipo de hombre que tenía fe en las sanguijuelas. En ellas, en el regaliz y en el aceite de hígado de bacalao. Quítese el abrigo, por favor. Vuelvo ahora mismo.

Diciendo esto entré en mi consulta, en la habitación contigua, y abrí un cajón de mi escritorio para sacar una botella y dos copas.

– No quiero que piense -dije, mostrando la botella- que tengo por costumbre beber antes de las seis. Pero creo que usted necesita alegrar esa cara, y es sólo un viejo jerez. Lo tengo a mano para las embarazadas. Ya ve, o quieren celebrarlo… o necesitan algo para reponerse del susto.

Sonrió, pero la sonrisa se le borró enseguida de los labios.

– Babb acaba de invitarme a un trago. ¡En su caso nada de jerez, se lo aseguro! Ha dicho que debíamos brindar por la firma del contrato; que de lo contrario traería mala suerte. Me ha faltado poco para decirle que yo ya la llevo encima; una prueba es la venta de la parcela. En cuanto al dinero que me reporta, ¿me creería si le dijera que prácticamente ya está todo gastado?

Cogió, no obstante, la copa que yo le ofrecía y la chocó contra la mía. Para mi sorpresa, el licor tembló en su mano y, quizá para ocultarlo, dio un sorbo rápido y luego empezó a girar de un lado para otro el pie del vaso entre los dedos. Al dirigirnos hacia las sillas le observé más atentamente. Vi la manera tensa, pero extrañamente inánime, con que tomó asiento. Era como si llevara dentro unas pesas pequeñas que se balanceaban de una forma imprevisible. Dije, suavemente: -Parece agotado, Rod.

Levantó una mano para enjugarse el labio. Tenía todavía la muñeca vendada, con el crespón ya sucio y deshilachado en la palma.

– Debe de ser por el asunto de la venta -dijo.

– No debería tomárselo tan a pecho. Probablemente hay en Inglaterra cien terratenientes en la misma situación y que están haciendo lo mismo que usted.

– Probablemente hay mil -respondió él, pero sin mucha energía-. Todos mis compañeros de colegio y todos mis camaradas de vuelo: cada vez que sé algo de alguno me cuentan la misma historia. La mayoría ya han despilfarrado el dinero. Algunos buscan trabajo. Sus padres viven en constante tensión… Esta mañana he abierto un periódico: un obispo pontificaba sobre «la vergüenza de los alemanes». ¿Por qué nadie escribe un artículo sobre «la vergüenza de los ingleses»? ¿Sobre el trabajador inglés normal, que desde la guerra ha visto esfumarse como humo sus bienes y sus ingresos? Entretanto medran los pequeños negociantes mugrientos como Babb, y hombres sin tierra, sin familia, sin que el condado les eche la vista encima…, hombres como ese maldito Baker-Hyde…

La voz se le había tensado, y no terminó la frase. Recostó la cabeza y se tragó el resto de jerez, y luego empezó a girar el vaso vacío entre los dedos, aún más nervioso que antes. De repente su mirada se había vuelto ausente, parecía alarmantemente inalcanzable. Hizo un movimiento y tuve de nuevo la sensación de que llevaba dentro pesas sueltas que le sacudían y desequilibraban.

Me consternó también su referencia a Peter Baker-Hyde. Pensé que era un atisbo de lo que podría haberle trastornado durante todo aquel tiempo. Era como si hubiera convertido en un fetiche a Peter, con su dinero, su hermosa mujer y su buen historial de guerra. Me incliné hacia él.

– Escuche, Rod. No debe seguir así. Esa fijación, o lo que sea, con Baker-Hyde, ¿no puede deshacerse de ella? Concéntrese en lo que tiene en vez de pensar en lo que le falta. Usted sabe que muchos hombres le envidiarían.

Me miró con una expresión extraña.

– ¿Envidiarme?

– ¡Sí! Para empezar, mire la casa donde vive. Sé que cuesta mucho trabajo mantenerla, pero ¡válgame Dios! ¿No ve que aferrándose a esa especie de rencor no facilita la vida, que digamos, a su madre y su hermana? No sé lo que le pasa últimamente. Si hay algo en su cabeza…

– ¡Dios! -dijo él, enardeciéndose-. Si tanto le gusta la puñetera casa, ¿por qué no intenta gobernarla? Me gustaría verle. ¡No se hace idea! ¿No sabe que si yo dejase sólo un momento de…?

Tragó saliva y la nuez le brincó penosamente en el cuello flaco.

– ¿Si dejase de qué?

– De frenar su avance. De mantenerla a raya. ¿No sabe que cada segundo de cada día esa maldita casa corre peligro de derrumbarse y de arrastrarnos con ella a mí, a mi madre y a mi hermana? ¡Dios, no tienen ni idea, ni ellas ni usted! ¡Me está matando!

Puso una mano en el respaldo de la silla e hizo un movimiento como si quisiera coger impulso para levantarse, pero se lo pensó mejor y se sentó bruscamente. Ahora su temblor era visible; no sé si temblaba de disgusto o de rabia, pero miré hacia otra parte un momento para darle tiempo a que se repusiera. La salamandra no funcionaba bien: me puse a forcejear con el tiro. Al hacerlo me percaté de que Rod se agitaba; enseguida estuvo tan agitado que resultaba anormal. «¡Mierda!», le oí decir, con una voz desesperada y baja. Le miré atentamente y vi que estaba pálido, sudaba y se estremecía como si tuviera fiebre.

Me levanté, alarmado. Por un momento pensé que debía de haber acertado en lo de la epilepsia; que iba a tener un ataque allí mismo, en mi presencia.

Pero él se tapó la cara con la mano.

– ¡No me mire! -dijo.

– ¿Qué?

– ¡No me mire! Quédese donde está.

Entonces comprendí que no estaba enfermo, sino que era presa de un pánico atroz, y la vergüenza de que yo le viera así empeoraba su estado. Le di la espalda, por tanto, me acerqué a la ventana y miré fuera a través de los visillos polvorientos. Incluso ahora recuerdo su olor acre y cosquilloso.

– Rod… -dije.

– ¡No me mire!

– No le estoy mirando. Estoy mirando a la calle, a la calle mayor. -Oía su respiración rápida y trabajosa, el temblor de lágrimas en su garganta. Serené mucho mi tono y dije-: Veo mi coche. Me temo que le hace falta una buena limpieza y un poco de brillo. Veo el suyo, más abajo, que aún está peor… Por ahí pasa la señora Walker y su niño. Ahí veo a Enid, la de los Desmond. Está furiosa, por lo que parece; se ha puesto el sombrero torcido. Y el señor Crouch ha salido a la acera a sacudir un trapo… ¿Puedo mirarle ya?

– ¡No! Quédese ahí. Siga hablando.

– Muy bien, sigo hablando. Es curioso lo que cuesta seguir hablando cuando alguien te pide que empieces y no pares. Y estoy más acostumbrado a escuchar, naturalmente. ¿Lo ha pensado alguna vez, Rod? ¿En lo mucho que tengo que escuchar en mi trabajo? A menudo pienso que los médicos de familia somos como curas. La gente nos cuenta sus secretos porque saben que no vamos a juzgarla. Sabe que estamos habituados a mirar a los seres humanos como si estuvieran desnudos… A algunos médicos no les gusta eso. He conocido a uno o dos que a fuerza de ver flaquezas han desarrollado una especie de desprecio por la humanidad. He conocido médicos, muchos médicos, más de los que se imagina, que se han dado a la bebida. Otros nos volvemos humildes. Vemos lo extenuante que resulta el simple hecho de vivir. Sólo vivir, por no hablar de ir a la guerra y demás calamidades, y tener que dirigir fincas y granjas… ¿Sabe?, casi todo el mundo, al final, sale adelante a trancas y barrancas…

Me volví lentamente. Él me miró con una expresión descompuesta, pero no protestó. Se mantenía increíblemente tenso, respiraba por la nariz y con la boca fuertemente apretada. No le circulaba la sangre por la cara. Hasta la piel tirante y lisa de sus cicatrices había perdido el color. El único era el verdoso amarillento, ya atenuado, de la moradura en el ojo; y tenía las mejillas mojadas de sudor y quizá de lágrimas. Pero había pasado lo peor y se estaba calmando mientras yo le observaba. Fui a su lado, saqué un paquete de tabaco y agradeció que le ofreciera un cigarrillo, aunque tuvo que sostenerlo con las dos manos mientras yo se lo encendía.

Cuando expelió la primera voluta irregular de humo, le dije en voz baja:

– ¿Qué ocurre, Rod?

Él se enjugó la cara y agachó la cabeza.

– No ocurre nada. Ya estoy bien.

– ¿Bien? ¡Mírese!

– Es la tensión de… superarlo. Quiere doblegarme, es todo. No me rendiré. Como lo sabe, cada vez pone más empeño.

Lo dijo todavía sin resuello y con un tono desdichado, pero con mesura, y la mezcla de angustia y raciocinio en sus palabras y su expresión era turbadora. Volví a mi silla, y, una vez sentado, repetí en voz baja:

– ¿Qué ocurre? Sé que ocurre algo. ¿Por qué no me lo dice?

Alzó la vista hacia mí sin levantar la cabeza.

– Quiero decírselo -dijo, con una simplicidad desventurada-. Pero será mejor para usted que no lo haga.

– ¿Por qué?

– Podría… infectarle.

– ¡Infectarme! No olvide que me ocupo de infecciones a diario.

– No son como ésta.

– Vaya, ¿cómo es ésta?

Bajó la mirada.

– Es… algo sucio.

Lo dijo con una expresión y un gesto de asco; y la combinación concreta de palabras -«infección», «sucio»- me inspiró una idea embrionaria sobre la naturaleza de su dolencia. Yo estaba tan sorprendido y consternado y a la vez tan aliviado de que su problema fuese tan prosaico, que casi sonreí.

– ¿Es eso, Rod? Dios santo, ¿por qué no vino a verme antes?

Me miró sin comprender, y cuando expresé más claramente lo que quería decir, soltó una risa espantosa.

– Dios mío -dijo, enjugándose la cara-. ¡Si fuera tan sencillo como eso! Y si le digo mis síntomas… -Su semblante se tornó sombrío-. Si se los digo no me creerá.

– Inténtelo, por favor -le apremié.

– ¡Ya le he dicho que quiero hacerlo!

– Bueno, ¿cuándo aparecieron esos síntomas?

– ¿Cuándo? ¿Cuándo cree? La noche de aquella maldita fiesta.

Yo ya lo había intuido.

– Su madre dijo que le dolía la cabeza. ¿Así empezó?

– El dolor de cabeza no fue nada. Sólo lo dije para ocultar lo otro, lo verdadero.

Yo veía sus esfuerzos. Dije:

– Dígamelo, Rod.

Se llevó una mano a la boca, para empujarse el labio entre los dientes.

– Si se supiera…

Lo malinterpreté.

– Le doy mi palabra de que no se lo diré a nadie.

Esto le alarmó.

– ¡No, no debe hacerlo! ¡No debe decírselo a mi madre ni a mi hermana!

– No, si usted no quiere.

– Ha dicho que usted era como un cura, ¿se acuerda? Un cura guarda secretos, ¿no? ¡Prométamelo!

– Se lo prometo, Rod.

– ¿Lo dice en serio?

– Por supuesto.

Apartó la mirada y se tocó otra vez el labio, y guardó silencio durante tanto rato que pensé que se había ensimismado y estaba ausente. Pero después dio una calada vacilante del cigarrillo e hizo un gesto con la copa.

– Muy bien. Dios sabe que será un alivio compartirlo con alguien. Pero antes tiene que darme otro jerez. No puedo decírselo sobrio.

Le escancié una buena cantidad -las manos le temblaban todavía demasiado para servirse la bebida él solo-, la apuró de un golpe y me pidió otra copa. Y cuando se la hubo bebido empezó, despacio y titubeando, a contarme exactamente lo que le había sucedido la noche en que Gyp atacó a la hija de los Baker-Hyde.


Como yo ya sabía, él había dudado desde el principio en asistir a la fiesta. Dijo que no le caían bien los Baker-Hyde; le molestaba la idea de hacer de «anfitrión» y se sintió ridículo al vestir ropa de gala que no se había puesto desde hacía unos tres años. Pero había accedido por Caroline y por complacer a su madre. Era verdad que la noche en cuestión se había retrasado en la granja, aunque sabía que todos supondrían que «simplemente se había estado entreteniendo». Le retuvo una pieza de una maquinaria que fallaba, porque tal como Makins llevaba semanas prediciendo, la bomba de Hundreds estaba finalmente a punto de reventar, y era imposible solucionar sin ayuda el problema de la granja. Rod sabía tanto de aquellas cosas como un mecánico, gracias a haber servido en la RAF; él y el hijo de Makins repararon la bomba y siguieron trabajando, pero terminaron bastante después de las ocho. Cuando cruzó el parque y entraba deprisa en el Hall por la puerta del jardín, los Baker-Hyde y el señor Morley ya estaban llegando a la casa. Rod vestía todavía la ropa de la granja y estaba sucio de polvo y grasa. Pensó que no le daría tiempo a subir a lavarse debidamente al cuarto de baño de la familia; pensó que bastaría con sumergir la cabeza en el agua caliente de su lavabo. Llamó a Betty, pero estaba en el salón, atendiendo a los invitados. Aguardó y volvió a pulsar el timbre; finalmente bajó a la cocina en busca del agua.

Dijo que entonces ocurrió la primera cosa extraña. La ropa de la fiesta estaba extendida y lista encima de su cama. Como muchos ex soldados, era ordenado y pulcro con la ropa, y ese día temprano él mismo había cepillado las prendas y las había preparado. Cuando volvió de la cocina, se lavó rápidamente y se puso el pantalón y la camisa, y luego buscó el cuello… y no lo encontró. Levantó la chaqueta y miró debajo. Miró debajo de la cama -buscó en todas partes, en cada lugar probable e improbable-, y el condenado cuello no aparecía por ningún lado. Era tanto más exasperante porque el cuello era, por supuesto, el que debía acompañar a la camisa que se había puesto. Era uno de los pocos sin remendar ni voltear que le quedaban, así que no podía ir al cajón y sacar otro.

– Parece una estupidez, ¿verdad? -me dijo, abatido-. Ya entonces sabía que lo era. En primer lugar, no quería ir a la puñetera fiesta, pero yo, el supuesto anfitrión, el amo de Hundreds, ¡estaba haciendo esperar a todo el mundo, revolviendo todo el cuarto como un imbécil porque sólo tenía un cuello alto decente!

Fue en aquel momento cuando llegó Betty, enviada por la señora Ayres para averiguar la causa del retraso. Él le explicó lo que ocurría y le preguntó si ella había cambiado el cuello de sitio; ella le dijo que no lo había visto desde la mañana, cuando se lo llevó a su cuarto con las demás prendas lavadas. Él dijo: «Bueno, por lo que más quieras, ayúdame a buscarlo», y ella estuvo un minuto buscando, mirando en todos los lugares donde él ya había mirado, y no lo encontró, hasta que Rod se sintió tan frustrado por aquel contratiempo que le dijo, «creo que de malos modos», que no buscara más y que volviera con la madre. Cuando ella se fue abandonó la búsqueda. Fue al cajón para intentar improvisar un cuello de noche con uno de los cotidianos. No se habría preocupado tanto si hubiera sabido que los Baker-Hyde habían llegado informalmente vestidos. Así las cosas, lo único en que pensaba era en la cara de decepción que pondría su madre si se presentaba en el salón «vestido como un puñetero colegial astroso».

Entonces sucedió algo mucho más extraño. Mientras revolvía furioso en los cajones, oyó un sonido a su espalda, en la habitación vacía. Era una salpicadura, suave pero inequívoca, por lo que supuso en el acto que algo en la repisa del lavabo había caído de algún modo en la pila. Se volvió para mirar… y no dio crédito a sus ojos. Lo que había caído en el agua era el cuello perdido.

Automáticamente corrió a rescatarlo; luego se quedó con el cuello en la mano, intentando entender cómo habría ocurrido una cosa semejante. Estaba segurísimo de que el cuello no estaba en la repisa. No había cerca ninguna otra superficie de la que pudiera haber resbalado… y ningún motivo, de todos modos, para que resbalase. No había nada encima del lavabo donde podría haber estado antes de caerse -ni un aplique de luz ni ningún tipo de gancho-, aun suponiendo, de entrada, que algo como un cuello blanco rígido hubiera podido colgarse, inadvertido, de una luz o un gancho. Dijo que lo único que había era «una especie de mancha pequeñísima» en el yeso del techo, encima de su cabeza.

En aquel momento se quedó desconcertado, pero no estaba nervioso. El cuello goteaba agua con jabón, pero un cuello mojado le pareció mejor que ninguno, y lo secó lo mejor que pudo y luego, delante del espejo del tocador, lo prendió a la camisa y se hizo el nudo de la corbata. A continuación sólo le faltaba atarse los puños, engominarse el pelo y peinarlo. Abrió el estuche de marfil donde guardaba sus gemelos de etiqueta; y estaba vacío.

Aquello era tan absurdo y desquiciante, dijo, que se rió. No había visto los gemelos aquel día con sus propios ojos, pero por la mañana sus dedos habían chocado casualmente con el estuche y recordaba claramente el tintineo del metal dentro. Desde entonces no había tocado el estuche. No era verosímil que Betty o la señora Bazeley hubieran sacado los gemelos, ni que Caroline o su madre hubieran entrado a llevárselos. ¿Para qué iban a hacerlo? Meneó la cabeza, miró alrededor y dirigió la palabra a la habitación: a las «Parcas» o «espíritus» o cualquier otra cosa que estuviera jugando con él esa noche. «¿No queréis que vaya a la fiesta?», dijo. «Pues mirad: yo tampoco. Pero a la fuerza ahorcan. Así que devolvedme los pu… gemelos, ¿de acuerdo?»

Cerró el estuche de marfil y lo dejó en su sitio, junto al peine y los cepillos; y en el preciso segundo en que estaba retirando la mano vio, a través del espejo del tocador, y con el rabillo del ojo, algo pequeño y oscuro que bajaba a la habitación por detrás de él: como una araña que se descolgaba del techo. Casi al instante sonó el choque de metal contra la loza: un estrépito tan violento, relativamente, en la habitación silenciosa que «le cortó la respiración». Se volvió y, con una creciente sensación de irrealidad, se acercó lentamente al lavabo. Allí, en el fondo de la pila, estaban sus gemelos. La propia repisa estaba salpicada, el agua turbia en la pila aún oscilaba formando ondas. Echó hacia atrás la cabeza y miró arriba. El techo estaba otra vez intacto e inmaculado, excepto que la «mancha» que había descubierto poco antes era ahora notablemente más oscura.

Fue el momento, dijo Rod, en que comprendió que algo realmente misterioso estaba sucediendo en la habitación. No podía dudar de sus propios sentidos: había visto caer los gemelos y había oído el ruido de la salpicadura y el impacto que habían producido en la pila. Pero ¿de dónde diablos habrían caído? Se acercó a la butaca y se subió precariamente encima para examinar desde más cerca el techo. No había nada, aparte de la extraña mancha oscura. Era como si los gemelos hubieran aparecido, o desaparecido, como por ensalmo. Se bajó pesadamente de la butaca -la pierna empezaba ya a dolerle- e inspeccionó otra vez la pila y el lavabo. Una mugre blanquecina se estaba ya formando sobre la superficie del agua, pero lo único que tenía que hacer era remangarse la camisa y sumergir la mano para atrapar los gemelos. No pudo forzarse a hacerlo. No sabía qué demonios hacer. Pensó otra vez en el salón brillantemente iluminado, donde su madre y su hermana le esperaban, y también los Desmond, los Rossiter, los Baker-Hyde, incluso yo y Betty, todos le esperaban con copas de jerez en la mano; y empezó a sudar. Topó con su propia mirada en el espejo de afeitar redondo y le pareció ver las gotas de transpiración que brotaban «como gusanos» de los poros de su piel.

Sin embargo, fue entonces cuando sucedió lo más grotesco. Seguía mirándose la cara sudorosa cuando, horrorizado y sin dar crédito a sus ojos, vio que el espejo se movía con una especie de zarandeo. Era un viejo espejo Victoriano, redondo y biselado, montado sobre un pivote de latón y con una base de porcelana. Pesaba mucho, como yo mismo sabía: no era un objeto que se desplazase empujándolo un poco ni que temblara si dabas unos pasos por sus cercanías. Rod se quedó totalmente inmóvil en el silencio del cuarto y vio cómo el espejo vibraba de nuevo, después se balanceaba y entonces empezaba a avanzar muy despacio hacia él por la repisa del lavabo. Era exactamente como si caminase, dijo; o, mejor dicho, como si en aquel momento estuviera descubriendo que podía caminar. Avanzaba a sacudidas, con una forma de andar titubeante, y la base de porcelana sin esmaltar producía un chirrido aterrador sobre la lustrosa superficie de mármol.

– Era la cosa más horripilante que he visto en mi vida -dijo Rod, al describírmela con la voz temblorosa, y al recordarlo se enjugaba el sudor que le había rebrotado en los labios y la frente-. Y lo más espeluznante era que el espejo fuese un objeto tan corriente. Si…, no sé, pero si de repente hubiera aparecido alguna fiera en la habitación, un fantasma o una aparición, creo que habría soportado mejor el sobresalto. Pero aquello… era odioso, era impropio. Era como si todas las cosas de la vida cotidiana pudiesen empezar a moverse de aquel modo en cualquier momento y… te acosaran. Aquello ya fue horrible. Pero lo que vino después…

Lo que sucedió después fue todavía peor. Todo este tiempo Rod había estado observando los bandazos del espejo que avanzaba hacia él, despavorido por lo que, al contármelo, llamaba la impropiedad de la cosa. Parte de esta maldad residía en la sensación de que el espejo actuaba, en cierto modo, impersonalmente. Había cobrado vida, Dios sabía cómo, pero Rod tenía el presentimiento de que lo animaba un movimiento ciego, irreflexivo. Sintió que si ponía la palma de la mano en el camino del espejo la base de porcelana hallaría una forma obcecada de trepar sobre sus dedos. Naturalmente, no puso la mano. Lo que hizo fue retroceder. Pero veía que el espejo se estaba aproximando al borde de la repisa de mármol, y con una fascinación horrible aguardó para ver cómo se tambaleaba y se caía. Se quedó donde estaba, aproximadamente a un metro del espejo, que siguió reptando hasta que, primero un par de centímetros de su base, y a continuación unos cuatro o cinco más, sobresalieron del borde de mármol. Tuvo la impresión de que el objeto tanteaba en busca de otra superficie; vio el espejo cuando la base, desequilibrada, se inclinó hacia delante. De hecho, Rod empezó a alargar la mano, en un impulso automático de evitar que cayera. Pero mientras lo hacía, pareció que de pronto el espejo «se encogía para dar un salto»… y al instante siguiente aterrizó en la cabeza de Rod. Él se encogió para escabullirse y recibió un golpe punzante detrás de la oreja. Oyó cómo el espejo y su base de porcelana se estrellaban contra el suelo, a su espalda, y se hacían añicos. Se volvió y vio los pedazos inofensivos encima de la alfombra, como si los acabara de derribar una mano desmañada.

Betty volvió justo en aquel momento. Llamó a la puerta con los nudillos y, tenso y sobresaltado, Rod gritó algo. Asustada por el sonido de su voz, ella empujó tímidamente la puerta y le vio mirando, como petrificado, el objeto roto en el suelo. De una forma espontánea, Betty se adelantó con intención de recoger los pedazos. Entonces vio la expresión de Rod. Él no recordaba lo que le dijo, pero debió de ser alguna grosería, porque ella salió inmediatamente y volvió al salón corriendo; fue cuando yo la vi entrar acalorada y susurrar algo al oído de la señora Ayres. Ésta la acompañó sin dilación a ver a Roderick, y comprendió en el acto que algo terrible ocurría. Rod sudaba más que nunca y se estremecía como si tuviera fiebre. Supongo que debía de encontrarse en un estado bastante similar a como le veía cuando me contó esta historia. Dijo que su primer impulso al ver a su madre fue como el de un niño: agarrarle de la mano, pero que se sobrepuso, consciente de que en absoluto debía involucrarla en lo que estaba ocurriendo. Había visto al espejo dar aquel salto hacia su cabeza: lo animaba un impulso inconsciente; lo había sentido abalanzarse sobre él movido por algo extraordinariamente decidido y feroz. No quería exponer a su madre a aquel peligro. Le explicó de una forma confusa e incompleta que estaba sobrecargado de trabajo en la granja y le dijo que le dolía tanto la cabeza como si se le fuera a partir en dos. Estaba tan obviamente enfermo y trastornado que ella quiso llamarme pero él no la dejó: lo único que quería era que ella se fuera cuanto antes de la habitación. Dijo que los menos de diez minutos que estuvo allí con su madre fueron uno de los momentos más espantosos de su vida. La tensión de tratar de ocultar la prueba por la que había pasado, unida al temor de que le dejaran solo, quizá para pasar otro mal rato, debió de darle un aire de loco. Por un instante estuvo a punto de echarse a llorar, y dijo que sólo la expresión desolada e inquieta de su madre le dio fuerzas para contenerse. Cuando ella y Betty salieron del cuarto, se sentó en la cama, en un rincón del dormitorio, de espaldas a la pared y con las rodillas levantadas. La pierna herida le dolía mucho, pero no le importaba: el dolor casi le alegraba porque le mantenía alerta. Porque, en efecto, dijo, tenía que vigilar. Tenía que vigilar cada objeto, cada rincón y cada sombra de la habitación, tenía que inspeccionar con la mirada, sin un respiro, una superficie tras otra. Sabía que la cosa maligna que había intentado hacerle daño seguía allí dentro, aguardando.

– Eso fue lo peor -dijo-. Sabía que me odiaba, me odiaba de verdad, al margen de toda razón o lógica. Sabía que deseaba hacerme daño. Era distinto a volar por el cielo y detectar a un caza enemigo: ves venir hacia ti una máquina pilotada por un hombre que quiere a toda costa borrarte del firmamento. Aquello era limpio, comparado con esto. Tenía su lógica, su justicia. Esto era ruin, rencoroso e impropio. No podía apuntarle con una pistola. No podía amenazarle con un cuchillo o un atizador: ¡el cuchillo y el atizador podían haber cobrado vida en mi mano! ¡Era como si las mismas sábanas en las que estaba sentado pudiesen levantarse para estrangularme!

Había vigilado durante quizá media hora…, «pero lo mismo podrían haber sido mil horas», tembloroso y tenso por el esfuerzo tremendo de ahuyentar a lo maligno, y al final no aguantó más y sucumbió a los nervios. Se oyó a sí mismo gritarle que se fuera, ¡que le dejase en paz, por el amor de Dios!, y el sonido de su propia voz le horrorizó; quizá quebró algún tipo de maleficio. Percibió de inmediato que algo había cambiado, que la cosa horrible se había ido. Miró los objetos a su alrededor y: «No puedo explicarlo. No sé cómo lo supe. Pero supe que otra vez eran normales e inanimados». Totalmente deshecho, bebió un vaso lleno de brandy, se metió en la cama y se acurrucó como un bebé. En la habitación, como siempre, reinaba aquella atmósfera silenciosa, como si estuviera ligeramente aislada del resto de la casa. Si poco después hubo sonidos al otro lado de la puerta, pasos y murmullos inquietos, o no los oyó o estaba tan exhausto que no se paró a pensar en lo que eran. Se sumió en un sueño agitado, y dos horas más tarde lo despertó Caroline. Había ido a ver cómo estaba y a contarle lo que había pasado con Gyp y Gillian. Escuchó el episodio con un horror creciente, porque comprendió que el perro debió de haber mordido a la niña aproximadamente en el mismo momento en que él había gritado a la presencia malévola que le dejara tranquilo.

Me miró al decir esto, con los ojos tan irritados que parecían arderle en la cara marcada de cicatrices. Dijo:

– ¿Comprende? ¡Fue culpa mía! Quise que aquello se alejara de mí por pura y maldita cobardía; y se fue al salón para herir a otra persona. ¡Pobre niña! Si lo hubiera sabido, habría hecho cualquier cosa, lo que fuera… -Se enjugó la boca, hizo un esfuerzo y prosiguió, con voz más serena-: No he vuelto a bajar la guardia, se lo aseguro. Ahora, cuando viene, estoy preparado. La mayoría de los días no sucede nada. La mayoría de los días no aparece. Pero le gusta sorprenderme, pillarme desprevenido. Es como un niño astuto y rencoroso. Me pone trampas. Aquella noche abrió la puerta de mi cuarto para que el golpe, al entrar, me hiciera sangrar la nariz. Mueve mis papeles; ¡me pone obstáculos delante para que tropiece y me rompa el cuello! Eso no me importa. Que a mí me haga lo que quiera. Mientras pueda retenerlo en mi cuarto contengo la infección, ¿entiende? Es lo esencial ahora, ¿no le parece? ¿No es esencial mantener lejos del foco infeccioso a mi madre y a mi hermana?

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