Capítulo 11

No sabía a que atenerme cuando volví a Hundreds Hall a la mañana siguiente. La vida en la casa había llegado a un punto en que me parecía que en mi ausencia podía suceder cualquier cosa. Pero cuando entré en el vestíbulo, alrededor de las ocho, encontré a Caroline que bajaba a recibirme con aspecto cansado, aunque con signos reconfortantes de vida y de color en las mejillas. Me dijo que todas habían pasado la noche sin percances. Su madre había dormido profundamente y desde que había despertado estaba muy serena.

– ¡Gracias a Dios! -exclamé-. ¿Y qué aspecto tiene? ¿No está confusa?

– Parece que no.

– ¿Ha hablado de lo que sucedió?

Ella vaciló, luego se dio media vuelta y empezó a subir la escalera.

– Habla tú mismo con ella.

La seguí al piso de arriba.

Me complació comprobar que la habitación estaba luminosa, con las cortinas descorridas de par en par, y que la señora Ayres, aunque todavía en camisón y bata, se había levantado y estaba sentada junto al fuego, con el pelo recogido en una trenza suelta. Miró con aprensión cómo se abría la puerta cuando entramos, pero la alarma se le borró del semblante cuando nos vio a Caroline y a mí. Al mirarme a los ojos parpadeó, como avergonzada. Dije:

– ¡Bueno, señora Ayres! He venido temprano, por si me necesitaba. Pero veo que no. -Me acerqué a ella y saqué el taburete acolchado de debajo del tocador para sentarme a su lado y examinarla. Dije en voz baja-: ¿Cómo se siente?

Vi desde cerca que tenía los ojos oscuros y todavía vidriosos del sedante que le había administrado la víspera, y que su aspecto era bastante débil. Su voz, en cambio, era clara y serena. Bajó la cabeza y dijo:

– Me siento como una perfecta idiota.

– Vamos, no diga tonterías -respondí, sonriendo-. ¿Qué tal ha dormido?

– Tan profundamente que…, en realidad no me acuerdo. Supongo que gracias a su medicina.

– ¿No ha tenido pesadillas?

– Creo que no.

– Bien. Ahora, lo primero es lo primero. -Tomé con suavidad su mano-. ¿Puedo mirar los vendajes?

Ella miró a otro lado, pero extendió dócilmente los brazos. Se había bajado los puños para ocultar las vendas, y cuando se los remangué vi que estaban manchados y que había que cambiarlos. Doblé el rellano para ir al cuarto de baño y volví con una jofaina de agua templada; sin embargo, tampoco con el agua era muy agradable la tarea de despegar las hilachas de las heridas. Caroline se quedó a un costado y observó en silencio cómo yo trabajaba. La señora Ayres soportó la cura sin un murmullo, conteniendo la respiración cuando las vendas le daban tirones.

En conjunto, los cortes se estaban cerrando bien. La vendé de nuevo cuidadosamente. Caroline se acercó para llevarse la jofaina de agua reñida yenrollar las vendas sucias, y mientras ella lo hacía le tomé con delicadeza el pulso y la tensión arterial a la señora Ayres, y luego le ausculté el pecho. Su respiración era un tanto trabajosa, pero comprobé complacido que sus latidos eran rápidos y muy firmes.

Le cerré las solapas de la bata y guardé mi instrumental. Volví a cogerle las manos suavemente y dije:

– Creo que está muy bien. Me alivia que sea así. Ayer dio un buen susto a esta casa.

Ella retiró los dedos.

– No hablemos de eso, por favor.

– Se llevó un susto muy serio, señora Ayres.

– ¡Me porté como una estúpida vieja, eso es todo! -Su voz, por primera vez, perdió parte de su calma. Cerró los ojos e intentó sonreír-. Me temo que se me fue la cabeza. Esta casa genera fantasías; pensamientos idiotas. Vivimos demasiado aisladas. Mi marido solía decir que el Hall era la casa más solitaria de Warwickshire. ¿No decía eso tu padre, Caroline?

Caroline seguía recogiendo las vendas. Dijo «sí» en voz baja, sin levantar la vista.

Aparté la mirada de su espalda y miré a su madre.

– Bueno, la casa, en su estado actual, es parcialmente responsable, desde luego. Pero ayer, cuando la vi a usted, dijo cosas muy alarmantes.

– ¡Dije una sarta de tonterías! Me avergüenza recordarlo. La verdad es que no me imagino lo que pensarán Betty y la señora Bazeley… Oh, por favor, no hablemos más de eso, doctor.

Repuse, cuidando mis palabras:

– Parece un asunto demasiado serio para pasarlo por alto.

– No lo hemos hecho. Usted me dio una medicina. Caroline me ha estado atendiendo. Es… estoy muy bien ahora.

¿Noha estado inquieta? ¿Hatenido miedo?

– ¿Miedo? -Se rió-. Cielo santo, ¿de qué?

– Bueno, ayer parecía muy asustada. Habló de Susan…

Se movió en su butaca.

– ¡Ya le he dicho que dije un montón de tonterías! Tenía… tenía muchas cosas en la cabeza. He pasado demasiado tiempo sola. Ahora lo comprendo. En adelante estaré más con Caroline. Por las tardes y otros ratos. Por favor, no me atosigue. Por favor.

Me puso la mano vendada encima de la mía, con la cara demacrada y los ojos oscuros y grandes, todavía bastante vidriosos. Pero su voz se había sosegado de nuevo y su tono parecía muy sincero. No había trazas de la mujer de mirada perdida y balbuciente que me había recibido la víspera. Al final dije:

– Muy bien. Pero ahora quiero que descanse. Le daré a Caroline una receta para usted; es sólo un sedante suave. Quiero que duerma ocho horas sin sueños cada noche, hasta que recupere las fuerzas. ¿Qué le parece?

– Como si fuera una inválida -respondió, con un tonillo travieso.

– Bueno, yo soy el médico aquí. Debe permitirme que decida quiénes son los inválidos.

Se levantó, refunfuñando un poco, pero me dejó que la ayudara a acostarse. Le di otro Veronal, esta vez una dosis inferior, y Caroline y yo nos quedamos a su lado hasta que se durmió, entre suspiros y murmullos. Salimos de la habitación en cuanto estuvimos seguros de que dormía debidamente.

Nos quedamos en el rellano. Miré la puerta cerrada y meneé la cabeza.

– ¡Está mucho mejor! Es increíble. ¿Ha estado así toda la mañana?

– Sí -contestó Caroline, sin mirarme del todo.

– Casi parece la misma de siempre.

– ¿Tú crees?

La miré.

– ¿Tú no?

– No estoy tan segura. Madre es muy buena ocultando sus verdaderos sentimientos. Como toda su generación; sobre todo las mujeres.

– Pues la he encontrado mucho mejor de lo que esperaba. Con tal de que ahora podamos mantenerla tranquila…

– ¿Tranquila? -dijo, lanzándome una mirada-. ¿Crees que eso es posible aquí?

La pregunta me pareció extraña, dado que estábamos hablando en murmullos en el centro de la casa silenciosa. Pero antes de que pudiese responder, ella se separó de mí.

– Baja un momento a la biblioteca, ¿quieres? Quiero enseñarte algo.

La seguí vacilante hasta el vestíbulo. Abrió la puerta de la biblioteca y se hizo a un lado para que yo entrara.

La habitación olía a moho más que nunca, después de todas las lluvias invernales. Los anaqueles seguían envueltos en sábanas, y en la penumbra seguían mostrando una débil apariencia espectral. Pero ella o Betty habían abierto el postigo de una sola hoja y un fuego ceniciento humeaba en la rejilla de la chimenea. Habían colocado dos lámparas junto a un sillón. Las miré con cierta sorpresa.

– ¿Has estado aquí sentada?

– He estado leyendo mientras mi madre dormía -dijo-. Verás, anoche hablé con Betty después de haberte ido. Y me dio que pensar.

Retrocedió un paso hasta el vestíbulo y llamó a Betty. Debía de haberle dicho que aguardara en algún sitio, porque la llamó en voz muy baja, pero la chica apareció casi en el acto. Cruzó el umbral detrás de Caroline, me vio en la penumbra y titubeó. Caroline le indicó:

– Entra y cierra la puerta, por favor.

La chica se acercó, agachando la cabeza.

– Bien -dijo Caroline. Había juntado las manos y se pasaba los dedos de una de ellas por los nudillos de la otra, como si distraídamente intentara suavizar su piel áspera como papel-. Quiero que le digas al doctor Faraday lo que me dijiste ayer.

Betty vaciló de nuevo y luego musitó:

– No quisiera, señorita.

– Anda, no seas boba. Nadie está enfadado contigo. ¿Qué viniste a decirme ayer por la tarde, cuando el doctor Faraday se marchó a su casa?

– Por favor, señorita -dijo Betty, lanzándome una ojeada-. Le dije que en esta casa hay algo malo.

Debí de emitir algún sonido o de hacer algún gesto de consternación. Betty levantó la cabeza y adelantó la barbilla.

– ¡Lo hay! ¡Y yo lo sabía hace meses! Y se lo dije al doctor y él dijo que era una boba. ¡Pero no quiero ser boba! ¡Sabia que había algo! ¡Lo sentí!

Caroline me estaba observando. Cruzamos una mirada y le dije, fríamente:

– Es absolutamente cierto que le pedí a Betty que no mencionara esto.

– Dile al doctor Faraday lo que sentiste exactamente -dijo Caroline, como si no me hubiera oído.

– Yo sólo lo sentí -dijo Betty, más débilmente- en la casa. Es como un… criado malvado.

– ¡Un criado malvado! -dije.

Ella estampó el pie contra el suelo.

– ¡Lo es! Movía las cosas de un sitio a otro, aquí arriba; nunca hacía nada abajo. Pero empujaba cosas y las dejaba asquerosas…, como si las tocara con las manos sucias. Yo estaba por decir algo, después de aquel incendio. Pero la señora Bazeley me dijo que no debía, porque la culpa era del señor Roderick. Pero luego le sucedieron todas esas cosas raras a la señora Ayres, todos aquellos ruidos y golpes, y entonces sí lo dije. Se lo dije a la señora.

Ahora empezaba a entender. Me crucé de brazos.

– Ya veo. Bueno, eso explica muchas cosas. ¿Y qué dijo la señora Ayres?

– Dijo que lo sabía todo. ¡Dijo que era un fantasma! ¡Dijo que a ella le gustaba! Dijo que era un secreto suyo y mío, y que yo no tenía que decírselo a nadie. Y desde entonces no dije una palabra, ni siquiera a la señora Bazeley. Y creí que todo estaba bien, porque la señora Ayres parecía muy contenta. Pero ahora el fantasma ha vuelto a ser malvado, ¿no? ¡Y ojalá yo lo hubiera dicho! Porque entonces no le habría hecho daño a la señora. ¡Y lo siento! ¡Pero no es culpa mía!

Rompió a llorar, se tapó la cara con las manos y le temblaron los hombros. Caroline se le acercó y dijo:

– No pasa nada, Betty. Nadie te culpa de nada. Fuiste muy buena y sensata ayer, cuando las demás estábamos tan alteradas. Sécate los ojos.

Al final la chica se calmó y Caroline la mandó al sótano. Betty obedeció dócilmente, pero me dirigió una mirada torva; y cuando se hubo ido me quedé mirando a la puerta cerrada, muy consciente del silencio y de la mirada vigilante de Caroline. Al fin me volví y dije:

– Betty me dijo algo, la mañana en quesacrifiqué a Gyp. Todos estabais tan tristes que no quise arriesgarme a daros otro disgusto. Cuando empezó lo de Rod, pensé que en parte ella podía ser la responsable, que quizá ella le hubiese metido la idea en la cabeza. Me juró que no.

– No creo que fuese ella -dijo Caroline.

Había ido hasta la butaca y cogió dos libros voluminosos de la mesa contigua. Los apretó contra el pecho y respiró; y cuando volvió a hablar, lo hizo con una especie de dignidad tranquila.

– No me importa que no me lo dijeras antes -dijo-. No me importa haberlo tenido que saber por Betty en lugar de por ti. Sé lo que piensas de lo que está ocurriendo en esta casa. Pero quiero que me escuches; sólo será un momento. Creo que me lo debes, ¿no?

Di un paso hacia ella, pero su actitud y su porte eran disuasorios. Me detuve y respondí, cauteloso:

– De acuerdo.

Ella respiró fuerte de nuevo y continuó.

– Después de lo que me dijo Betty ayer, me puse a pensar.

De repente recordé unos libros de mi padre. Recordé los títulos y vine a buscarlos anoche. Llegué a pensar que quizá los hubiéramos regalado… Pero finalmente los encontré.

Me entregó los dos pesados tomos, con una inseguridad desconcertante. No sé lo que me esperaba que fuesen. Por su aspecto pensé que podían ser tratados de medicina. Después vi los títulos: Fantasmas de los vivos y El lado oscuro de la naturaleza.

– Caroline -dije, dejando caer los libros hacia un costado-, no creo que estos libros nos ayuden.

Ella vio que no tenía intención de abrirlos y me los quitó y abrió uno de ellos. Lo hizo torpemente, como si no dominara del todo sus movimientos; volví a mirar el color de sus mejillas y comprendí que lo que yo había tomado por el arrebol de la salud era en realidad una especie de agitación. Encontró una página que había marcado con un papelito y empezó a leer en voz alta:

– «El primer día, toda la familia tuvo un súbito sobresalto al observar un movimiento misterioso entre las cosas que había en los cuartos de estar; en la cocina y en otros lugares de la casa. En un momento dado, sin ningún agente visible, una de las jarras se descolgó del aparador y se rompió; a la primera le siguió otra, y otra más al día siguiente. Una tetera de porcelana, con el té recién hecho, y colocada en la repisa de la chimenea, resbaló y cayó al suelo.»

Alzó la vista hacia mí, tímidamente pero con un sesgo de desafío. Estaba aún más colorada que antes. Dijo:

– Esto ocurrió en Londres, en el siglo XIX. -Pasó unas cuantas páginas, hasta llegar a otra marcada con un papel-. Esto fue en Edimburgo, en 1835: «Hicieran lo que hicieran, los hechos continuaron: de día y de noche se oían pasos de pies invisibles, golpes, chirridos y crujidos, primero en un lado y después en el otro».

– Caroline…

Ella pasó más páginas; pasó una tan deprisa que se rasgó.

– Y aquí. Escucha esto: «Me encontré con numerosas y extraordinarias crónicas de campanillas sobrenaturales que sonaban en una casa; a veces ocurrían periódicamente durante un tiempo considerable, y continuaban después de que se hubieran tomado precauciones que descartaban la posibilidad de trucos o engaños…».

Le quité el libro de las manos.

– Muy bien -dije-. Déjame echar una ojeada.

Volví a la cubierta. Me sorprendió la lista de títulos de los capítulos y, con un poco de aversión, los leí en voz alta:

– «El habitante del templo», «Doble sueño y trance», «Espíritus en apuros», «Casas embrujadas». -De nuevo dejé caer el libro-. ¿No hablamos de esto ayer? ¿De verdad crees que tu madre se repondrá si la animas a pensar que hay un fantasma en esta casa?

– Yo no lo creo -dijo velozmente-. No lo creo en absoluto. Sé que es lo que cree mi madre; sé que es también lo que Betty piensa. Pero el libro no habla de fantasmas. En todo caso, son… espíritus.

– ¡Espíritus! -dije-. ¡Dios! ¿Por qué no vampiros u hombres lobo?

Ella sacudió la cabeza, contrariada.

– Hace un año yo habría dicho lo mismo. Pero es sólo una palabra, ¿no? Una palabra que designa algo que no comprendo, una especie de energía o un conjunto de energías. O algo que llevamos dentro. No lo sé. Estos escritores de aquí: Gurney y Myers. -Abrió el otro libro-. Hablan de «fantasmas». No son fantasmas. Son partes de una persona.

– ¿Partes de una persona?

– Partes inconscientes, tan fuertes o trastornadas que pueden adquirir vida propia. -Me mostró una página-. Escucha. Aquí hay un hombre que está en Inglaterra, inquieto, y que quiere hablar con un amigo suyo… ¡y se aparece a la mujer y a su compañero, en aquel mismo momento, en una habitación de hotel en El Cairo! ¡Se aparece como su propio fantasma! Aquí hay una mujer, de noche, que oye el aleteo de un pájaro…, ¡igual que madre! Después ve a su marido, que está en América, de pie delante de ella; ¡más tarde descubre que ha muerto! El libro dice que algunas personas, cuando están tristes o preocupadas o desean ansiosamente algo… A veces ni siquiera saben lo que ocurre. Algo… se separa de ellas. Y lo que no puedo dejar de pensar es…, sigo pensando en aquellas llamadas telefónicas. ¿Y si todas eran de Roddie?

Exclamé atónito:

– ¿Qué?

– Bueno, si este libro está en lo cierto, entonces hay alguien detrás de esto. ¿Y si es mi hermano el que hace todas estas cosas? Supón que quiere volver con nosotras. Sabes lo infeliz, lo frustrado que podía estar. Ese fantasma de Betty: podría haber sido él, todo el tiempo.

– ¡Podría haber sido Betty! ¿Lo has pensado? ¿No has tenido problemas desde que ella está en la casa?

Hizo un gesto de impaciencia, desestimando la idea.

– ¡También podrías decir que sólo hemos tenido problemas desde que llegaste! No me estás escuchando. Los ruidos, los timbrazos, son señales, ¿no? Hasta los garabatos en las paredes. La voz en la bocina ayer… según madre era débil, en realidad sólo un aliento. Quizá supuso que era la de Susan sólo porque era lo que quería oír. Quizá en realidad era la de Rod.

– ¡Pero si no había ninguna voz! -dije-. No pudo ser él. Y en cuanto a los timbres…, lo hemos inspeccionado. Los cables averiados…

– Pero aquí, en este libro…

Puse mis manos sobre las suyas, con el libro entre los dos, y le dije:

– Caroline, por favor. Esto no tiene sentido. Tú lo sabes. ¡Es un cuento de hadas! Por el amor de Dios. Una vez tuve un paciente que intentó golpear a su mujer en la cabeza con un martillo. Dijo que aquélla no era su mujer; ¡otra mujer se la «había tragado» y tenía que romper la cabeza de la esposa falsa para liberar a la auténtica! Sin duda este libro le respaldaría. Un bonito caso de posesión de un espíritu. Sin embargo, ingresamos al hombre en un hospital y le dimos bromuro, y al cabo de una semana recuperó la cordura. ¿Cómo explicaría esto el libro? También a tu hermano le están dando bromuro. Ha estado muy enfermo. Pero sugerir que podría estar acosando a Hundreds como una especie de espectro…

Vi una chispa de duda en su expresión. Con todo, dijo tercamente:

– Si empleas palabras así, seguro que parece una estupidez. Pero tú no vives aquí. Tú no sabes. Anoche todo cobró sentido para mí. Escucha.

Abrió otra vez el libro y encontró otro pasaje que parecía demostrar su afirmación. Luego encontró otro. La miré a la cara, que ahora estaba realmente colorada y cuya afluencia de sangre era casi frenética. Vi su mirada agitada y penetrante. Y casi me pareció una desconocida. Le cogí la mano. No se dio cuenta, porque seguía leyendo en voz alta. Deslicé los dedos hasta su muñeca, tratando de palparle el pulso. Capté su rápido tic-tic.

Ella se percató de mi firme presión. Se zafó de ella, casi horrorizada.

– ¿Qué estás haciendo? ¡Para! ¡Para!

– Caroline -dije.

– ¡Me tratas como a mi madre! ¡Como tratabas a Rod! ¿Es lo único que sabes hacer?

– Bueno, por lo que más quieras -exclamé, dejando prevalecer mi cansancio y frustración-. ¡Soy médico! ¿Qué esperas? Estás leyéndome esos disparates… No eres una campesina supersticiosa. ¡Mira alrededor! ¡Mira lo que has conseguido! ¡Esta casa se está viniendo abajo! Tu hermano ha llevado la finca al borde de la ruina y culpaba de todo a una infección. ¡Ahora estás completando su obra, echando la culpa a espectros y espíritus! ¡No puedo seguir escuchando! ¡Me pone enfermo!

Me volví, casi temblando, asustado por la vehemencia de mis propias palabras. Oí que ella dejaba el libro e hice un esfuerzo para calmarme. Me pasé una mano por los ojos y dije:

– Perdóname, Caroline. No lo he dicho en serio.

– No -dijo ella, en voz baja-. Me alegro de que lo hayas dicho. Tienes razón. Incluso en lo de Roddie. No debería habértelo enseñado. No es tu problema.

Me volví hacia ella, inflamándome de nuevo.

– ¡Por supuesto que es mi problema! Vamos a casarnos, ¿no? Aunque Dios sabe cuándo… Oh, no me mires así. -La cogí de las manos-. ¡No soporto verte enfadada! Pero tampoco soporto ver cómo te engañas. Sólo te estás creando más preocupaciones. Ya tienes bastantes, ¿no? Quiero decir, cosas reales, del mundo real, sobre las que podemos hacer algo.

Otra vez vi duda en sus ojos. Repitió:

– ¡Anoche parecía lleno de sentido! Todo encajaba. Pensé tanto en Roddie que fue como si lo sintiera aquí.

– Hace unos días -dije-, escuchando por esa maldita bocina, ¡casi llegué a convencerme de que oía a mi madre!

Ella frunció el ceño.

– ¿Sí?

Le levanté las manos y se las besé.

– Esta casa -dije- nos está volviendo locos a todos; pero no de la manera que tú crees. Las cosas aquí se han… descontrolado. Pero tú y yo podemos arreglarlas. Mientras tanto…, bueno, es perfectamente comprensible que estés preocupada por Rod. Vamos… vamos a verle, si sirve de ayuda.

Ella tenía la cabeza gacha, pero al oír estas palabras la levantó y por primera vez en semanas vi un pequeño brote de vivacidad en sus ojos. Lo cual me produjo otra clase de punzada. Ojalá yo hubiera sido la causa de aquella vivacidad. Dijo:

– ¿En serio?

– Pues claro. No lo recomiendo. Por el bien de Rod, creo que no deberíamos. Pero ésa es otra cuestión. Ahora estoy pensando en ti. Siempre estoy pensando en ti, Caroline. Debes saberlo.

Y, como en otra ocasión, se disipó lo que quedaba de mi enfado y de algún modo se transformó en deseo. La atraje hacia mí. Se resistió un momento, pero luego sus brazos me rodearon, delgados y duros.

– Sí -murmuró, con voz cansada-. Lo sé.


Fuimos en coche a la clínica el domingo siguiente, dejando a la señora Ayres dormida en casa, al cuidado de Betty. Era un día seco pero oscuro; inevitablemente, fue un viaje bastante tenso. Yo había llamado antes para concertar nuestra visita, pero «¿Y si no quiere vernos?», me preguntó Caroline una docena de veces durante el trayecto. Así como «¿Y si está peor? ¿Si ni siquiera nos reconoce?».

– Entonces lo sabremos, por lo menos -respondí-. Ya será algo, ¿no?

Finalmente guardó silencio, mordiéndose las uñas. Cuando estacioné en el patio se quedó inmóvil un momento, reacia a apearse. Cruzamos la puerta de la clínica y me agarró del brazo, presa de un verdadero acceso de pánico.

Una enfermera nos condujo hasta la sala de día y vimos a Roderick esperándonos sentado, a una de las mesas, solo, y Caroline me dejó y corrió hacia él, riéndose de nerviosismo y alivio.

– ¡Rod! ¿Eres tú? ¡Casi no te reconozco! ¡Pareces un capitán de barco!

Había engordado. Tenía el pelo más corto que la última vez que le vimos y se había dejado una barba rojiza, irregular a causa de las quemaduras. El rostro parecía haber perdido su juventud, haber adquirido líneas duras y sin gracia. No correspondió a las sonrisas de su hermana. Le dejó que le besara en la mejilla y le abrazase, pero luego se sentó al otro lado de la mesa, poniendo las manos en el tablero -me fijé- de un modo intencionado, como si le gustara su solidez.

Me senté en la silla contigua a la de Caroline.

– Me alegro de verte, Rod -dije.

– ¡Es maravilloso verte! -dijo Caroline, riéndose otra vez-. ¿Cómo estás?

El se pasó la lengua por los dientes, con la boca seca. Se mostraba cauto, suspicaz.

– Estoy muy bien.

– Estás gordísimo. ¡Por lo menos te alimentan bien! ¿Sí? ¿Es buena la comida?

Él frunció el ceño.

– Supongo.

– ¿Y no te alegras de vernos?

En lugar de responder, Rod miró por la ventana.

– ¿Cómo habéis venido?

– En el coche del doctor Faraday.

Él movió otra vez la lengua.

– El pequeño Ruby.

– Eso es -dije.

Me miró, sin abandonar la cautela.

– Hasta esta mañana no me han dicho que veníais.

– Lo decidimos esta semana -dijo Caroline.

– ¿No está madre contigo?

Vi que ella vacilaba. Respondí yo por ella.

– Lamento decir que su madre tiene un poco de bronquitis, Rod. Sólo un poco. Pronto se pondrá bien.

– Te manda su cariño -dijo Caroline, con tono vivo-. Le… le da mucha pena no haber venido.

– No me lo han dicho hasta esta mañana -repitió él-. Son así, aquí. Guardan las cosas en secreto para no asustarnos. No quieren que perdamos la cabeza. Son iguales que en la RAF.

Cambió las manos de sitio. Entonces vi que temblaban. Mantenerlas apretadas contra la mesa debía de ayudarle a contener el temblor.

Creo que Caroline también lo advirtió. Puso las manos encima de las de Rod.

– Sólo queríamos verte, Roddie -dijo-. No te vemos hace meses. Queríamos asegurarnos de que estás… bien.

Él miró ceñudo los dedos de su hermana y por un momento guardamos silencio. Ella expresó de nuevo su asombro por lo que había engordado. Le hizo preguntas sobre su vida cotidiana y él nos contó con palabras sencillas cómo pasaba el tiempo: las horas de «artesanía», haciendo figuras de arcilla; las comidas, los ratos de recreo, de canto, de jardinería ocasional. Habló con lucidez, pero sin que sus facciones perdieran en ningún momento sus nuevas líneas rígidas y tristes, y sin abandonar su actitud recelosa. A partir de entonces las preguntas de Caroline fueron más titubeantes -¿De verdad estaba bien? ¿Lo diría, en caso de que no lo estuviera? ¿Quería algo en particular? ¿Pensaba a menudo en casa?-, y él empezó a mirarnos con una fría suspicacia.

– ¿No os dice cómo estoy el doctor Warren?

– Sí. Nos escribe todas las semanas. Pero queríamos verte. Se me ocurrió…

– ¿Qué se te ocurrió? -preguntó él velozmente.

– Que podrías estar… descontento.

El temblor de sus manos se hizo más violento y cerró con fuerza la boca. Se quedó rígido durante un momento y después se apartó bruscamente de la mesa y cruzó los brazos.

– No volveré -dijo.

– ¿Qué? -preguntó Caroline, desconcertada. El movimiento súbito de Rod la había sobresaltado.

– Si habéis venido por eso.

– Sólo queríamos verte.

– ¿Ése es el motivo? ¿Llevarme a casa?

– No, por supuesto que no. Al menos, yo esperaba…

– No es justo, si habéis venido por eso. No se puede traer a alguien a un sitio como éste, dejar que se acostumbre a él, que se acostumbre a no tener lazos, y luego llevarle otra vez a aquel lugar peligroso.

– ¡Roddie, por favor! -dijo Caroline-. Ojalá vinieras a casa. Lo deseo más que nada en el mundo. Ojalá vinieras a casa ahora mismo con el doctor Faraday y conmigo. Pero si prefieres estar aquí, si eres más feliz aquí…

– ¡No se trata de dónde soy más feliz! -dijo, con un gran desprecio-. Se trata de dónde estoy más a salvo. ¿No te das cuenta de nada?

– Roddie…

– ¿Quieres que vuelva a tomar las riendas? ¿Es eso? ¿Cuando el más tonto vería que si me dieses algo, le…, yo le haría daño?

– No sería así -dije, al ver cuánto afectaban a Caroline sus palabras-. Ahora Hundreds está bien cuidada. La atiende Caroline y yo la ayudo. No tendría que hacer nada si no le apeteciera. Nosotros lo haríamos por usted.

– Oh, qué inteligente -dijo, como si hablara despectivamente con un desconocido-. Está la mar de bien. Quieren engatusarme así para que vuelva. Lo único que quieren es utilizarme…, utilizarme y echarme la culpa. ¡Pues no volveré! ¡No van a culparme a mí! ¿Me habéis oído?

– ¡Por favor, no hables así! -dijo Caroline-. Nadie quiere llevarte a casa. Se me ocurrió que tal vez fueras infeliz, eso es todo. Que querías verme. Lo siento. Me… he equivocado.

– ¿Crees que soy idiota? -dijo él.

– No.

– ¿Eres tú una idiota?

Ella se estremeció.

– Me he equivocado.

– Rod -empecé.

Pero una enfermera que había estado sentada cerca de nosotros, supervisando discretamente la visita, se acercó en cuanto vio el cambio que se había operado en Rod.

– ¿Qué pasa aquí? -le preguntó, suavemente-. No estarás disgustando a tu hermana, ¿verdad?

– ¡No quiero hablar con puñeteros estúpidos! -dijo él, mirando rígidamente a otra parte, con los brazos todavía cruzados.

– Y yo no tolero ese lenguaje -dijo la enfermera, cruzándose también de brazos-. ¿Vas a disculparte? ¿No? -Dio unos golpecitos con el pie en el suelo-. Estamos esperando…

Rod no dijo nada. Ella movió la cabeza y, con la cara vuelta hacia él pero los ojos puestos en Caroline y en mí, dijo, con un tono clarísimo de enfermera:

– Roderick es un misterio para la clínica, señorita Ayres, doctor Faraday. Cuando está de buen humor es adorable, y todas las enfermeras le queremos. Pero cuando se pone de malas…

Meneó otra vez la cabeza, respiró hondo y chasqueó la lengua.

Caroline dijo:

– Está bien. No hace falta que se disculpe si no quiere. Yo… no quiero obligarle a hacer nada que no quiera.

Miró a su hermano, volvió a extender la mano sobre la mesa y habló con un tono suave y humilde.

– Te echamos de menos, Roddie, sólo es eso. Madre y yo te echamos muchísimo de menos. Pensamos en ti continuamente. Hundreds es horrible sin ti. Sólo pensé que quizá… tú también pensabas en nosotras. Ahora veo que estás bien. Me… me alegro mucho.

Rod se empecinó en su silencio. Pero los rasgos se le pusieron tirantes y su respiración se volvió trabajosa, como si estuviera conteniendo una emoción tremenda. La enfermera se nos acercó más y nos habló con un tono más confidencial.

– Yo, en su lugar, ahora le dejaría solo. No me gustaría nada que le vieran en uno de sus ataques de cólera.

Habíamos estado con él menos de diez minutos. Caroline se levantó a regañadientes, incapaz de creer que su hermano nos dejara marchar sin haber dicho una palabra ni habernos mirado. Pero Rod no se volvió y al final no tuvimos más remedio que dejarle. Caroline se dirigió hacia el coche mientras yo hablaba brevemente con el doctor Warren, y cuando me reuní con ella tenía los ojos rojos, pero secos: había estado llorando y se había enjugado las lágrimas.

Le cogí la mano.

– Ha sido penoso. Lo siento.

Pero ella habló con voz neutra.

– No. No deberíamos haber venido. Tendría que haberte escuchado. He sido una estúpida por pensar que aquí encontraríamos algo. No hay nada, ¿verdad? Nada. Todo es exactamente como dijiste.

Emprendimos el largo trayecto de vuelta a Hundreds. Le rodeaba el hombro con el brazo cada vez que me lo permitía el coche. Ella tenía las manos abiertas en el regazo, y dejaba caer fláccidamente la cabeza contra mi hombro, impulsada por el movimiento del vehículo, como si, decepcionada, abrumada, hubiera perdido toda resistencia y vida.


Nada de esto, por supuesto, era especialmente propicio para un idilio; y nuestra relación, por el momento, languideció bastante. Entre las frustraciones derivadas de este hecho, y mi inquietud por ella y por Hundreds en su conjunto, empecé a sentirme agobiado y nervioso, y dormía mal, con sueños revueltos. Varias veces pensé en confiarme a Graham y a Anne. Pero desde hacía muchas semanas apenas los había visto; tenía la impresión de que se sentían algo dolidos por mi abandono y no quería volver a verles con el rabo entre las piernas y un espíritu de fracaso. Al final, hasta mi trabajo empezó a resentirse. Una de las noches que dedicaba al hospital colaboré en una rutinaria operación menor, y mi labor fue tan chapucera que el cirujano titular se rió de mí y terminó él el trabajo.

Resultó que era Seeley. Cuando después nos lavábamos las manos me disculpé por mi distracción. Él respondió con su afabilidad habitual.

– No tiene importancia. ¡Parece derrengado! Conozco ese estado. Demasiadas llamadas nocturnas, ¿no? Este mal tiempo tampoco ayuda.

– No, la verdad -dije.

Me separé de él, pero noté que seguía mirándome. Fuimos a la sala de médicos a recoger nuestra ropa de calle, y al descolgar mi chaqueta de la percha se me resbaló de algún modo entre los dedos y el contenido de sus bolsillos se desparramó por el suelo. Lancé un juramento y me agaché para recogerlo, y al incorporarme descubrí que Seeley me estaba mirando otra vez.

– Hoy no anda muy fino -dijo, sonriendo. Bajó la voz-. ¿Cuál es el problema? ¿Sus pacientes o usted? Perdone que le pregunte.

– No, está bien -dije-. Son los pacientes, supongo. Pero también yo, en cierto sentido.

Estuve a punto de decir más, de tantas ganas que tenía de expulsarlo de mi pecho, pero recordé nuestro breve encuentro desagradable en el baile de enero. Quizá Seeley también se acordó y quiso desagraviarme por su conducta, o quizá simplemente dedujo de mi aspecto lo afectado que estaba. Dijo:

– Oiga, yo ya he acabado aquí y me figuro que usted también. ¿Qué tal si me acompaña a tomar un trago? Lo crea o no, tengo una botella de whisky escocés. Regalo de una paciente agradecida. ¿Puedo tentarle?

– ¿En su casa? -dije, algo sorprendido.

– ¿Por qué no? Vamos. Le hará un favor a mi hígado si toma uno o dos vasos, porque de lo contrario me beberé entera yo solo la condenada botella.

De repente, fue como si hiciera meses desde que había hecho algo tan normal como sentarme en la casa de alguien con un vaso de licor; así que acepté. Nos abrigamos del frío y caminamos hacia nuestros coches respectivos: él, a su manera un tanto extravagante, con un grueso gabán marrón y un par de mitones de piel para conducir que le daban el aspecto de un oso simpático; yo, más modestamente, con mi abrigo y mi bufanda. Yo salí antes, pero él no tardó en darme alcance con su Packard, a una velocidad temeraria por las heladas carreteras rurales. Veinticinco minutos después, cuando aparqué ante la verja de su casa, él ya estaba dentro y ya había preparado la botella y los vasos y encendido el fuego.

Vivía en una casa laberíntica de estilo eduardiano, llena de habitaciones luminosas y desordenadas. Se había casado a una edad tardía y él y su mujer, Christine, habían tenido cuatro hijos hermosos. Cuando entré por la puerta abierta de la casa, dos de los niños se estaban persiguiendo de arriba abajo por la escalera. Otro golpeaba una pelota de tenis contra la puerta del salón.

– ¡Dichosos críos del demonio! -gritó Seeley desde la entrada de su despacho.

Me indicó con un gesto que entrara y se excusó por el caos. Pero también se veía que estaba secretamente complacido y orgulloso de él, como he advertido que le ocurre a mucha gente que se queja de su familia numerosa y ruidosa delante de solteros como yo.

Este pensamiento estableció una distancia entre nosotros. Él y yo habíamos trabajado juntos, como rivales amables, durante casi veinte años, pero nunca habíamos sido realmente amigos. Cuando descorchó la botella, miré mi reloj y dije:

– Será mejor que me sirva poco. Tengo que hacer un montón de recetas esta noche.

Pero él escanció el whisky generosamente.

– Mayor motivo aún para servir un buen vaso. ¡Dé a sus pacientes alguna sorpresa! Dios, qué bien huele esto, ¿no le parece? Aquí está lo bueno.

Entrechocamos los vasos y bebimos. Me señaló con el suyo un par de sillones desvencijados y enganchó uno de ellos con el pie para acercármelo al fuego, y luego hizo lo mismo con el otro; al hacerlo arrugó la polvorienta alfombra, pero no le dio importancia. Del pasillo llegaba el alboroto de los niños jugando, y un minuto después se abrió la puerta de golpe y uno de los guapos chicos asomó la cabeza y dijo:

– Padre.

– ¡Fuera! -rugió Seeley.

– Pero, señor…

– ¡Sal de aquí o re rebano las orejas! ¿Dónde está tu madre?

– En la cocina con Rosie.

– ¡Pues dale la lata a ella, enano!

La puerta se cerró de un portazo. Seeley dio un sorbo violento del whisky al mismo tiempo que buscaba en el bolsillo su pitillera de Players. Por una vez me adelanté y saqué la mía y el encendedor, y él se recostó con el cigarrillo sujeto entre los labios.

– Escenas de la vida doméstica -dijo, dando muestras de cansancio-. ¿Me envidia usted, Faraday? No lo haga. Un padre de familia nunca es un buen médico de cabecera; tiene demasiadas preocupaciones propias. Tendría que haber una ley que obligase a los médicos a ser solteros, como los curas católicos. Así serían mejores.

– Ni por asomo se cree usted eso -dije, después de dar una chupada al cigarrillo-. Además, si fuera verdad, yo sería la prueba.

– Bueno, y usted lo es. Usted es mejor médico que yo. Y también le ha costado más llegar a serlo.

Alcé los hombros.

– Esta noche no he sido un brillante ejemplo.

– Oh, trabajo rutinario. Usted saca lo mejor de sí mismo cuando hace falta. Lo ha dicho usted mismo, hay cosas que le ocupan el pensamiento… ¿Quiere que hablemos de ellas? A propósito, no trato de husmear. Sólo sé que a veces ayuda estudiar casos difíciles con otro médico.

Hablaba con ligereza pero sinceramente, y la pequeña resistencia que yo le estaba oponiendo -una resistencia a sus modales encantadores, su casa desordenada, su hermosa familia- empezó a disiparse. Quizá fue simplemente el efecto del whisky o el calor del fuego. La habitación ofrecía un drástico contraste con mi lóbrega casa de soltero, y también, comprendí de golpe, con Hundreds Hall. Tuve una visión de Caroline y su madre tal como estarían a aquella hora de la noche, encorvadas, quejosas y ateridas en el corazón de aquella casa triste y oscura.

Di vueltas en la mano al vaso de whisky.

– Quizá usted adivine mi problema, doctor Seeley. O una parte de él.

No levanté la vista, pero vi que él levantaba su vaso. Dio un sorbo y dijo, suavemente:

– ¿Se refiere a Caroline Ayres? Pensaba que debía de ser algo relacionado con ella. ¿Siguió usted mi consejo después de aquel baile?

Me moví incómodo, y antes de que pudiera contestarle prosiguió:

– Lo sé, lo sé, aquella noche yo estaba borracho como una cuba y me comporté como un maldito impertinente. Aunque lo dije en serio. ¿Qué ha salido mal? No me diga que la chica le ha dado calabazas. ¿Demasiado agobiada? Vamos, confíe en mí, ahora no estoy bebido. Además…

Ahora alcé la mirada.

– ¿Qué?

– Bueno, es inevitable oír rumores.

– ¿Sobre Caroline?

– Sobre toda la familia. -Habló con más gravedad-. Un amigo mío de Birmingham trabaja a tiempo parcial en la consulta de John Warren. Me habló del terrible estado de Roderick. Un caso peliagudo, ¿no? No me sorprende que haya empezado a deprimir a Caroline. Tengo entendido que ha habido otro incidente en el Hall, ¿no es así?

– Sí -dije, al cabo de una pausa-. Y no me importa decirle, Seeley, que el maldito caso es tan extraño que no sé muy bien cómo abordarlo…

Y le conté una buena parte de la historia, empezando por Roderick y sus alucinaciones, y después le describí el incendio, los garabatos en las paredes, las llamadas telefónicas fantasmas, y le conté sin rodeos la horrible experiencia de la señora Ayres en la antigua guardería. Me escuchó en silencio, a ratos asintiendo, a ratos emitiendo un rugido de risa macabra. Pero la risa desapareció a medida que avanzaba el relato, y cuando terminé permaneció inmóvil un momento y luego se inclinó para sacudir la ceniza de su cigarrillo. Y al recostarse dijo lo siguiente:

– Pobre señora Ayres. Una manera muy sofisticada de cortarse las venas de las muñecas, ¿no le parece?

Le miré.

– ¿O sea que ve así el caso?

– Mi querido colega, ¿cómo, si no? A no ser que la desdichada mujer fuera simplemente víctima de la idea que alguien tiene de una mala pasada. Supongo que habrá descartado esto último, ¿no?

– Sí -dije-. Por supuesto.

– Bien, pues. Las pisadas en el pasillo, la respiración fuerte en la bocina: me parece un caso bastante claro de psiconeurosis. Se siente culpable por la pérdida de sus hijos: de Roderick y de la niña. Ha empezado a castigarse. ¿Dice usted que fue en la guardería donde ocurrió el episodio? ¿Podría haber elegido un lugar más significativo para el incidente?

Tuve que confesar que a mí se me había pasado la misma idea por la cabeza, así como, tres meses antes, me había impresionado que el incendio de Hundreds hubiera estallado en lo que de hecho era el despacho de la finca -¡entre sus documentos!-, como si concentrara toda la frustración y la pesadumbre de Roderick.

Pero algo no encajaba. Dije:

– No lo sé. Aun suponiendo que esta experiencia de la señora Ayres fuera puramente ilusoria, y dando por supuesto que, suceso por suceso, creo posible encontrar una explicación perfectamente racional de todo lo demás que ha ocurrido en el Hall, lo que me preocupa es el carácter acumulativo de esta serie.

Seeley dio otro sorbo de whisky.

– ¿Qué quiere decir?

– Bueno, digámoslo así. Un niño acude a ti con un brazo roto; muy bien, se lo escayolas y le mandas a su casa. El niño vuelve dos semanas más tarde, esta vez con unas costillas rotas. Se las apañas y le mandas otra vez a casa. Una semana más tarde vuelve con otra fractura… La rotura individual de huesos ya no constituye el problema principal, ¿verdad?

– Pero no estamos hablando de huesos -dijo Seeley-. Hablamos de histeria. Y la histeria es algo mucho más extraño y, por desgracia, contagioso, a diferencia de los huesos rotos. Hace unos años fui médico de un colegio femenino y hubo un curso en que se puso de moda desmayarse. Fue una cosa nunca vista: chicas que se desvanecían en cadena, como bolos. Al final se desmayaban hasta las profesoras.

Meneé la cabeza.

– Esto es todavía más raro que la histeria. Es como si…, bueno, como si algo fuese absorbiendo lentamente la vida de toda la familia.

– Hay algo que la absorbe -dijo él, con otra sonora carcajada-. Se llama el gobierno laborista. El problema de los Ayres es que no pueden o no quieren adaptarse, ¿no cree? No me malinterprete: les tengo mucha simpatía. Pero ¿qué queda de una familia como ellos en la Inglaterra de hoy? Como clase, están acabados. En cuanto a sus nervios, quizá no hayan hecho más que seguir su curso.

Hablaba ahora como Peter Baker-Hyde, y su brusquedad me pareció un poco repelente. Al fin y al cabo, pensé, a diferencia de mí, él nunca se había hecho amigo de la familia. Dije:

– Eso podría ser cierto en el caso de Rod. Cualquier que conociese bien al chico podría haber predicho que se encaminaba a algún tipo de colapso. Pero la señora Ayres, ¿una suicida? No lo creo.

– Oh, pero yo en absoluto estoy sugiriendo que al romper con las manos aquella ventana quisiera realmente poner fin a su vida. Yo diría que, como muchas presuntas suicidas, simplemente estaba creando un pequeño drama romántico, con ella de protagonista. Está acostumbrada a que le presten atención, no lo olvide, y me figuro que últimamente no está recibiendo mucha… Tenga cuidado de que no intente la misma jugarreta en cuanto pase el alboroto actual. ¿La tiene vigilada?

– Desde luego. Parece que se está recuperando perfectamente. Eso también me desconcierta. -Di un trago de whisky-. ¡Me desconcierta esta maldita historia! En Hundreds han ocurrido cosas que no puedo explicar. Es como si toda la casa estuviese sumida en una especie de miasma. Caroline… -Lo dije de mala gana-. A Caroline se le ha metido incluso en la cabeza que está sucediendo algo sobrenatural; que Roderick ronda la casa en sueños, o algo así. Ha estado leyendo libros morbosos. Cosas de chiflados. Autores como Frederic Myers.

– Bueno -dijo Seeley, aplastando la colilla-, quizá haya olfateado algo.

Le miré fijamente.

– ¿Habla en serio?

– ¿Por qué no? Las ideas de Myers son la ampliación natural de la psicología, ¿no?

– ¡No como yo entiendo la psicología! -dije.

– ¿Está seguro? Me imagino que usted suscribe el principio general: una personalidad consciente, con un yo subliminal…, una especie de yo onírico adherido.

– En líneas generales, sí.

– Bueno, pues suponga que en determinadas circunstancias ese yo onírico se suelta: se desgaja, cruza el espacio, se vuelve visible para otras personas. ¿No es la tesis de Myers?

– Sí, que yo sepa -dije-. Y sirve para un buen cuento al lado de la chimenea. Pero, por el amor de Dios, ¡no hay una pizca de ciencia en eso!

– No, todavía no -dijo él, sonriendo-. Y, desde luego, no me gustaría airear la teoría delante del tribunal médico del condado. Pero quizá dentro de cincuenta años la medicina haya descubierto un modo de calibrar el fenómeno y lo explique plenamente. Mientras tanto, la gente seguirá hablando erróneamente de demonios, de fantasmas y de fieras de patas largas, simplemente sin entender nada… -Dio un sorbo de whisky y prosiguió con un tono distinto-. Mi padre vio una vez un fantasma, ¿sabe? Se le apareció mi abuela una noche en la puerta de la consulta. Llevaba muerta diez años. Dijo: «¡Rápido, Jamie! ¡Vete a casa!». El no se paró a pensarlo; se puso el abrigo y se fue derecho a la casa familiar. Al llegar allí descubrió que su hermano predilecto, Henry, se había herido en una mano y que la herida se estaba infectando rápidamente. Le cortó un dedo y probablemente aquello le salvó la vida. Y bien, ¿cómo explica usted un hecho como ése?

– No puedo. Pero le diré algo -dije-. Mi padre solía colgar un corazón de toro en la chimenea, sujeto con unos clavos. Lo tenía allí para ahuyentar a los malos espíritus. Sé cómo explicaría esto.

Seeley se rió.

– No es una buena comparación.

– ¿Por qué no? ¿Porque su padre era un señor y el mío un tendero?

– ¡No sea tan susceptible, hombre! Ahora escúcheme. No creo ni por un momento que mi padre viera realmente un fantasma aquella noche, como tampoco creo que la pobre señora Ayres haya recibido llamadas de su hija muerta. Es ciertamente difícil de tragar la idea de que nuestros parientes difuntos anden flotando en el éter y curioseando en nuestros asuntos con sus ojos penetrantes. Pero suponga que el estrés de la herida de mi tío, junto con el lazo que le unía con mi padre…, suponga que todo esto liberara de algún modo una especie de… fuerza psíquica. La fuerza se limitó a adoptar la mejor forma de llamar la atención de mi padre. Un modo muy ingenioso, por cierto.

– Sin embargo, no hay nada beneficioso en las cosas que han sucedido en Hundreds -dije-. Al contrario.

– ¿Es tan sorprendente, cuando la situación de la familia es tan aciaga? A fin de cuentas, la mente subliminal tiene muchas aristas oscuras y desgraciadas. Imagínese que algo se desprende de una de esas aristas. Llamémosle… un germen. Y supongamos que se dan las condiciones propicias para que ese germen se desarrolle, para que crezca como un feto en el útero. ¿En qué se convertirá ese ocupante? En una especie de yo-sombra, quizá: en un Calibán, un míster Hyde. En una criatura motivada por todos los feos impulsos y deseos que la mente consciente ha confiado en mantener ocultos: cosas como la envidia, la maldad y la frustración… Caroline Ayres sospecha de su hermano. Bueno, como he dicho antes, podría tener razón. Quizá en el colapso de Roderick había algo más que unos huesos rotos. Quizá hubiese algo incluso más profundo… Ya ve, por lo general son mujeres las que están detrás de estas cosas. Está la señora Ayres, por supuesto, la madre menopáusica: es un período singular, físicamente. ¿Y no tienen también en la casa a una criada adolescente?

Aparté la mirada.

– Sí. Ella fue la que las empujó a pensar en espectros.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué edad tiene? ¿Catorce, quince años? Allí encerrada, me figuro que no tiene muchas ocasiones de coquetear con chicos.

– ¡Oh, todavía es una niña! -dije.

– Bueno, el impulso sexual es el más oscuro de todos, y tiene que aflorar en algún sitio. Es como una corriente eléctrica; tiene tendencia, como sabe, a encontrar sus propios conductores. Pero si se destapa…, pues, bueno, es una energía bastante peligrosa.

Me sorprendió la palabra. Dije, lentamente:

– Caroline habló de «energías».

– Caroline es una chica inteligente. Siempre he creído que se ha llevado la peor parte en esa familia. La retuvieron en casa con una institutriz mediocre mientras que al chico le enviaban a un colegio privado. Y después, justo cuando se había escapado, ¡que su madre la hiciera volver para que empujara la silla de ruedas de Roderick de una punta a otra de la terraza! A continuación supongo que empujará la de la señora Ayres. Lo que necesita, por descontado… -Sonrió de nuevo, y su sonrisa fue maliciosa-. Bueno, no es cosa mía. Pero la chica se está haciendo mayor, ¡y, mi querido colega, usted también tiene sus años! Me ha expuesto todo este caso y no ha mencionado ni una sola vez su situación. ¿Cuál es, exactamente? Usted y ella tienen… alguna clase de entendimiento, ¿no es así? ¿No es un lazo más fuerte?

Noté el whisky en mi interior. Al levantar el vaso para dar otro trago, dije en voz baja:

– Es fuerte por mi parte. Demasiado, para serle sincero.

Él pareció sorprendido.

– ¿Tanto?

Asentí.

– Bueno, bueno. Nunca lo habría adivinado. De Caroline, me refiero… Aunque quizá tenga usted ahí la raíz de su miasma.

Su expresión era aún más maliciosa que antes, y tardé un segundo en entenderle. Al final dije:

– ¿Está insinuando…?

Me sostuvo la mirada y luego se echó a reír. Comprendí de repente que se estaba divirtiendo de lo lindo. Apuró el resto del whisky y luego rellenó generosamente los dos vasos y encendió otro cigarrillo. Empezó a contarme otra historia de fantasmas, más fantástica que la anterior.

Pero apenas la escuché. Seeley me había hecho reflexionar, y el compás de mis pensamientos, como el brazo de un metrónomo, no se detendría. Todo era un disparate; yo sabía que lo era. Cada cosa ordinaria a mi alrededor lo combatía. El fuego crepitaba en la rejilla. Los niños seguían alborotando en la escalera. El whisky era aromático en el vaso… Pero también la noche era oscura en la ventana, y a unos cuantos kilómetros, a través de la oscuridad invernal, se alzaba Hundreds Hall, donde las cosas eran distintas. ¿Habría algo de verdad en lo que había dicho Seeley? ¿Habría algo descontrolado en aquella casa, una especie de voraz energía frustrada, con Caroline en su centro?

Me remonté mentalmente al comienzo de todo, a la noche de la fiesta infausta en que humillaron tanto a Caroline yla hija de los Baker-Hyde acabó malherida. ¿Y si aquella noche se hubiera iniciado algún proceso, se hubiera sembrado alguna simiente extraña? Recordé que en las semanas siguientes aumentó la hostilidad de Caroline hacia su hermano, la impaciencia con su madre. Tanto su hermano como su madre habían resultado heridos, lo mismo que Gillian Baker-Hyde. Y fue Caroline la que primero me había llamado la atención sobre las heridas, Caroline la que descubrió las quemaduras en la habitación de Roderick, la que había detectado el incendio, la que había oído los golpes y percibido la «manita que da golpecitos» detrás de la pared.

Luego pensé en otra cosa. Lo que había empezado con Gyp, quizá como un «pellizco» o un «susurro» -como de pronto recordé que los había llamado Betty-, poco a poco había ido adquiriendo fuerza. Había desplazado objetos, provocado incendios, garabateado letras en paneles de madera. Ahora sus pisadas producían un tamborileo. Se le oía, como a una voz esforzada. Estaba creciendo, se desarrollaba…

¿Qué haría a continuación?

Nervioso, me incliné hacia delante. Seeley me ofreció de nuevo la botella, pero decliné con la cabeza.

– Ya le he robado demasiado tiempo -dije-. Tengo que irme, de verdad. Ha sido amable escuchándome.

– No estoy seguro de que le haya tranquilizado mucho -dijo él-, ¡Tiene peor aspecto que cuando ha llegado! ¿Por qué no se queda otro rato?

Pero le interrumpió la ruidosa irrupción del hijo que había entrado antes. Relajado por el whisky, se levantó de un brinco de la butaca y expulsó al niño al recibidor, y cuando volvió yo ya había terminado mi whisky y estaba listo para marcharme, con el abrigo y el sombrero puestos.

Seeley aguantaba el alcohol mejor que yo. Me acompañó alegremente hasta la puerta, pero yo salí a la noche con los pies no del todo equilibrados y sintiendo el whisky, ácido y caliente, en mi estómago vacío. Recorrí la corta distancia que me separaba de mi casa y, una vez en mi frío despacho, la náusea creció como una ola en mi interior y, junto con ella, algo peor: casi un terror. El corazón me latía con una fuerza desagradable. Me quité el abrigo y descubrí que estaba sudando. Tras un momento de indecisión fui a la consulta. Descolgué el teléfono y marqué con dedos torpes el número de Hundreds.

Eran más de las once. El teléfono sonó y sonó. Luego se oyó la voz cautelosa de Caroline.

– ¿Sí? ¿Hola?

– ¡Caroline! Soy yo.

Su tono se volvió inquieto de inmediato.

– ¿Pasa algo? Nos hemos acostado. Creí…

– No pasa nada -dije-. Nada. Sólo… sólo quería oír tu voz.

Supongo que hablé atropelladamente. Hubo un silencio y después ella se rió. Era una risa cansada, normal. El terror y la náusea empezaban a disminuir, como pinchados por un alfiler. Ella dijo:

– Creo que debes de estar algo borracho.

Me limpié la cara.

– Creo que sí. He estado con Seeley y me ha servido un whisky tras otro. ¡Dios, qué bestia es ese hombre! Me ha hecho pensar… cosas ridículas. ¡Qué agradable es oírte, Caroline! Di algo más.

Ella chistó.

– ¡Qué tonto eres! ¿Qué demonios va a pensar la operadora? ¿Qué quieres que diga?

– Di cualquier cosa. Recita un poema.

– ¡Un poema! Vale. -Y continuó de un modo raudo, mecánico-. «La escarcha ejerce su ministerio secreto, sin el auxilio de ningún viento.» Ahora vete a la cama, ¿de acuerdo?

– Dentro de un segundo. Sólo quiero pensar que estás allí. Todo está en orden, ¿no?

Ella suspiró.

– Sí, todo en orden. Por una vez, la casa se porta bien. Madre está dormida, a no ser que la hayas despertado.

– Perdona. Perdona, Caroline -dije-. Buenas noches.

– Buenas noches -dijo ella, de nuevo con su risa cansada.

Colgó el teléfono y oí cómo se apagaba la risa. Luego oí el clic de la comunicación cortada, seguido por el vago silbido y el enredo de voces de otras personas atrapadas en la línea.

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