Capítulo 6

En mi carrera médica, al examinar a un paciente o ver el resultado de algún análisis, muchas veces he tenido que pensar, gradual pero inevitablemente, que se trataba de un caso incurable. Recuerdo, por ejemplo, a una joven casada, recién embarazada, que vino a verme por una tos de verano: recuerdo muy claramente que le puse el estetoscopio en el pecho y oí los primeros indicios, leves pero devastadores, de una tuberculosis. Me acuerdo de un chico guapo y de talento, al que me trajeron con «dolores crecientes»: era, en realidad, el comienzo de una enfermedad que consumía los músculos y que, cinco años después, acabaría con su vida. El tumor que crece, el cáncer que se extiende, el ojo nublado forman parte del catálogo de casos de un médico de familia, junto con los sarpullidos y los esguinces, pero nunca me he acostumbrado a ellos, nunca he tenido el primer atisbo de certeza sin que me invada un intenso sentimiento de impotencia y tristeza.

Algo parecido a esta consternación empezó a asaltarme mientras escuchaba la historia extraordinaria que me contó Rod. No sé muy bien cuánto tardó en contarla, porque hablaba de un modo un poco entrecortado, con vacilación y renuencia, y rehuyendo los detalles espantosos del relato. Le escuché en silencio casi todo el tiempo, y cuando terminó, sentados en aquella habitación tranquila, miré el mundo seguro, familiar y previsible que me rodeaba -la salamandra, el mostrador, los instrumentos y bocales, con la letra del buen Gill en las etiquetas descoloridas-, y me pareció que todo se me volvía ligeramente extraño, que todo se había torcido ligeramente.

Rod me observaba. Se enjugó la cara, hizo una bola con el pañuelo, lo retorció con los dedos y dijo:

– Usted quería saberlo. Ya le advertí de lo sucio que era.

Carraspeé.

– Me alegro mucho de que me lo haya contado.

– ¿De verdad?

– Por supuesto, ojalá me lo hubiera contado antes. Me parte el corazón pensar que haya pasado por todo esto solo, Rod.

– Tuve que hacerlo. Por el bien de la familia.

– Sí, lo entiendo.

– ¿Y no me juzgará muy severamente, por lo de la niña? Le juro por Dios que si hubiera sabido…

– No, no. Nadie le puede reprochar eso. Sólo que hay una cosa que me gustaría hacer ahora. Me gustaría examinarle, Rod.

– ¿Examinarme? ¿Por qué?

– Creo que está bastante cansado, ¿no?

– ¿Cansado? ¡Dios, no me tengo en pie! Apenas me atrevo a cerrar los ojos por la noche. Tengo miedo de que esa cosa vuelva si los cierro.

Me había levantado para coger mi maletín y, como obedeciendo a una señal, empezó a quitarse el suéter y la camisa. Se quedó en pantalón y camiseta sobre la alfombrilla de la chimenea, con aquella venda sucia en la muñeca, frotándose los brazos para combatir el frío y con un aspecto sorprendentemente flaco, vulnerable y joven; y le hice una exploración básica, le ausculté el pecho, le tomé la tensión arterial, etc. Pero, a decir verdad, le examiné sobre todo para ganar un poco de tiempo, porque veía -todo el mundo lo habría visto- cuál era la auténtica naturaleza de su trastorno. De hecho, lo que me había contado me había estremecido hasta la médula, y necesitaba reflexionar sobre el modo de proceder al respecto.

Como había supuesto, obviamente Rod no presentaba ninguna anomalía, aparte de que estaba desnutrido y derrengado, lo cual les ocurría a la mitad de mis vecinos. Me tomé tiempo para reponer los instrumentos en su sitio, y entretanto seguí pensando. El se abrochó la camisa.

– ¿Y bien?

– Ya lo ha dicho usted mismo, Rod: está exhausto. Y la extenuación…, bueno, produce cosas extrañas, juega malas pasadas.

Frunció el ceño.

– ¿Malas pasadas?

– Escuche -dije-. No voy a engañarle diciendo que lo que acaba de contarme no me ha alarmado enormemente. No quiero andar con rodeos. Creo que su problema es mental. Creo…, escúcheme, Rod. -Él había empezado a apartarse, decepcionado y furioso-. Creo que la mejor descripción de lo que ha estado sufriendo es una especie de tormenta de nervios. Son más comunes de lo que usted creería en determinadas personas sometidas a un estrés excesivo. Y admitámoslo, usted ha soportado una presión enorme desde que le licenciaron de la fuerza aérea. Creo que esa presión, unida al shock de la guerra…

– ¡Shock de la guerra! -dijo, con desprecio.

– Un shock retardado. También es más común de lo que usted pensaría.

Meneó la cabeza, diciendo firmemente:

– Yo sé lo que sé: sé lo que vi.

– Sabe lo que cree que vio. Lo que sus nervios cansados y sumamente tensos le convencieron de que viera.

– ¡No fue así! ¿No lo comprende? Dios, ojalá no hubiera dicho nada. Me ha pedido que se lo contara. Yo no quería, pero me ha obligado. ¡Ahora me lo lanza a la cara, como si yo fuese un chiflado!

– Si durmiera bien una noche entera…

– Se lo he dicho: si me duermo, la cosa volverá.

– No, Rod. Se lo prometo, sólo volverá si no duerme, porque es una alucinación…

– ¿Una alucinación?¿Es eso lo que piensa?

– Una alucinación alimentada por su propia fatiga. Creo que debería marcharse del Hall una temporada. Ahora mismo, tomarse unas vacaciones.

Se estaba poniendo el suéter y cuando su cara emergió del cuello me miró, incrédulo.

– ¿Irme? ¿No ha oído absolutamente nada de lo que le he dicho? ¡Si me fuera, quién sabe lo que ocurriría! -Rápidamente se alisó el pelo y empezó a ponerse el abrigo. Había mirado el reloj-. He estado fuera demasiado tiempo. Por su culpa, también. Tengo que volver.

– Al menos déjeme que le dé un poco de Luminal.

– ¿Una medicina? -dijo-. ¿Cree que me servirá de algo? -Y acto seguido, con un tono crispado, al ver que yo me dirigía a una estantería y cogía un tubo de comprimidos, dijo-: No. En serio. Me atiborraron de esas pastillas después del accidente. No las quiero. No me las dé, las tiraré.

– Quizá cambie de opinión.

– No cambiaré.

Rodeé el mostrador con las manos vacías.

– Rod, por favor, escúcheme. Verá, si no puedo convencerle de que abandone la casa, conozco a un hombre, un buen médico. Tiene una clínica en Birmingham para casos como el suyo. Permítame que le pida que hable con usted; que le escuche. Es lo único que hará: escucharle mientras usted habla con él como acaba de hablar conmigo.

Se le endureció el semblante.

– Un médico mental, quiere decir. Un psiquiatra o un psicólogo, o como diablos les llame. No es mi problema. No es mi problema en absoluto. El problema está en Hundreds. ¿No lo ve? No necesito un médico ni tampoco un… -buscó una palabra- párroco o algo parecido. Si ha pensado que lo necesito…

Dije, en un impulso:

– ¡Déjeme que le acompañe, entonces! ¡Déjeme que pase un rato en su habitación para ver si eso aparece!

El vaciló, pensándolo; y el hecho de que lo pensara, como si la idea le pareciese posible, sensata, razonable, fue casi más perturbador que todo lo demás. Pero movió la cabeza y recobró el tono frío.

– No, no puedo arriesgarme. No probaré. A eso no le gustaría. -Se puso la gorra-. Tengo que irme. Perdone, siento habérselo contado. Debería haber sabido que no lo entendería.

– Escúcheme, por favor, Rod. -Ahora la idea de que se marchara era espantosa-. ¡No puedo dejarle en este estado de ánimo! ¿Ha olvidado cómo estaba ahora mismo? ¿Se ha olvidado de ese pánico atroz? ¿Y si vuelve a sentirlo?

– No lo haré -dijo-. Usted me ha pillado desprevenido, eso es todo. Para empezar, no debería haber venido. Me necesitan en casa.

– Por lo menos hable con su madre. O déjeme que hable yo con ella.

– No -dijo ásperamente. Estaba ya en la puerta pero se volvió hacia mí y, como en otra ocasión anterior, me desconcertó la auténtica ira que vi en sus ojos-. No tiene que saber nada. Ni tampoco mi hermana. No debe decírselo. Ha dicho que no se lo diría. Me ha dado su palabra, y me he fiado de ella. Tampoco hable con ese médico amigo. Dice que me estoy volviendo loco. Muy bien, siga creyéndolo, si así se siente mejor, si es demasiado cobarde para afrontar la verdad. Pero al menos tenga la decencia de dejarme enloquecer solo.

Su tono fue duro y ecuánime, y parecía absurdamente racional. Se colgó del hombro la correa de la cartera y se cerró las solapas del abrigo, y sólo la palidez de su rostro y los ojos ligeramente enrojecidos delataban el fantástico delirio de que era víctima; por lo demás, tenía el mismo aspecto de antes, el de un joven hacendado. Supe que no podría retenerle. Se había dirigido a la puerta de la consulta, pero como era evidente, por los sonidos que llegaban del otro lado, que estaban llegando mis primeros pacientes de la tarde, me indicó con un gesto impaciente la habitación de mi despacho y le conduje a ella para que saliera por el jardín. Pero lo hice con el corazón encogido y un sentimiento de frustración terrible, y en cuanto se cerró la puerta volví a la ventana de la consulta y me aposté junto al visillo polvoriento para verle reaparecer en la esquina de la casa y cojear hacia el coche velozmente por la calle mayor.

¿Qué iba a hacer yo? Estaba claro -horriblemente claro- que en las últimas semanas Rod había sufrido alucinaciones muy poderosas. En cierto sentido no era de extrañar, a causa de la tremenda serie de cuitas que recientemente había tenido que soportar. A todas luces, la tensión y la sensación de amenaza habían sobrepasado la capacidad de su cerebro, hasta el punto de creer que las «cosas corrientes», como él repetía, se sublevaban contra él. No era quizá una sorpresa que la enajenación se hubiera presentado por primera vez la noche en que debía ejercer de anfitrión en una fiesta para su vecino más afortunado; y también consideré tristemente significativo que la peor experiencia se hubiese centrado en un espejo… que, antes de haber emprendido «su paseo», había reflejado las cicatrices de su cara y había terminado hecho añicos. Todo esto, como digo, ya era suficientemente horrible, pero cabía explicarlo como el producto del estrés y la tensión nerviosa. Más perturbador e inquietante era, a mi entender, el hecho de que siguiese totalmente convencido de la idea delirante generada por aquel temor, en apariencia lógico, de que a su madre y su hermana las «infectara», si él no estaba allí para evitarlo, la cosa diabólica que supuestamente había invadido su habitación.

Pasé las horas siguientes dando vueltas al estado de Rod. Mientras atendía a los demás pacientes, en parte seguía con él, escuchando con horror y desolación la atroz historia que me contaba. No creo que hubiese habido en toda mi vida profesional un momento de mayor indecisión sobre la conducta que debía adoptar. Sin duda mi relación con su familia interfería en mi juicio. Probablemente debería haber pasado de inmediato el caso a otro médico. Pero ¿en qué sentido era un caso? Roderick no había venido a mi casa aquel día a solicitar consejo médico. Como él mismo había señalado, se resistía a confiar en mí. Y desde luego estaba excluido que a mí o a cualquier otro facultativo nos pagara para prestarle ayuda o consejo. En aquel momento no sospechaba que fuese un peligro para sí mismo o para otros. Se me antojaba mucho más probable que su alucinación fuese cobrando fuerza gradualmente hasta acabar consumiéndole: dicho de otro modo, que acabaría sumiéndole en una crisis mental absoluta.

Mi mayor dilema era qué decirles -si les decía algo- a la señora Ayres y a Caroline. Había dado mi palabra a Rod de que no les diría nada, y si bien sólo hablaba en serio a medias cuando me comparé con un cura, ningún médico se toma a la ligera la promesa de guardar un secreto. Pasé una noche muy agitado, decidiendo ahora una cosa y después otra… Por fin, poco antes de las diez, corrí a la casa de los Graham para comentar el caso con ellos. Por entonces les visitaba menos y a Graham le sorprendió verme. Dijo que Anne estaba arriba -uno de los niños estaba ligeramente indispuesto-, pero me llevó al cuarto de estar y escuchó todo mi relato.

Le conmocionó tanto como a mí.

– ¿Cómo es posible que las cosas hayan llegado tan lejos? ¿No hubo indicios?

– Sabía que algo no andaba bien, pero no tanto -dije.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

– Intento decidirlo. Ni siquiera tengo un diagnóstico firme.

Él reflexionó.

– Has pensado en la epilepsia, supongo.

– Fue mi primera idea. Sigo pensando que podría explicar parte del caso. El aura, que produce sensaciones extrañas…, auditivas, visuales y demás. El propio ataque, el cansancio subsiguiente; todo encaja, hasta cierto punto. Pero no creo que sea todo.

– ¿Y un mixedema?

– También lo pensé. Pero es muy difícil no verlo, ¿no? Y no hay señales.

– ¿No podría ser algo que interfiere con la función cerebral? ¿Un tumor, por ejemplo?

– ¡Dios, espero que no! Es posible, por supuesto. Pero no hay otros síntomas… No, tengo el presentimiento de que es puramente nervioso.

– Pues eso ya es bastante malo.

– Lo sé -dije-. Y su madre y su hermana no saben nada. ¿Crees que debería decírselo? Es lo que más me preocupa.

Movió la cabeza, inflando las mejillas.

– Ahora tú las conoces mejor que yo. Seguro que Roderick no te lo agradecerá. Por otra parte, podría empujarle a una crisis.

– O que se vuelva totalmente inaccesible.

– Es un riesgo, ciertamente. ¿Por qué no te tomas un día o dos para pensártelo?

– Y entretanto -dije, sombríamente- las cosas en Hundreds van paso a paso hacia el caos.

– Bueno, eso, al menos, no es tu problema -dijo Graham.

Lo dijo con bastante indiferencia: la recordaba de otras conversaciones nuestras sobre los Ayres, pero esta vez me irritó un poco. Terminé mi bebida y volví despacio a casa, agradecido de que me hubiera escuchado, aliviado por haber comunicado los detalles del caso, pero todavía sin saber qué hacer. Y cuando entré en la consulta oscura y vi las dos sillas delante de la salamandra, y me pareció volver a oír la voz entrecortada y desesperada de Rod, su relato recobró toda su fuerza y comprendí que era mi deber para con la familia darles al menos, y cuanto antes, algunos datos sobre su estado.

Pero el viaje que hice a la casa al día siguiente fue bastante deprimente. Se diría que mi relación con los Ayres se limitaba ahora a avisarles de algo o a hacer alguna tarea penosa en su lugar. Además, al llegar el nuevo día mi resolución había flaqueado un poco. Volví a pensar en la promesa que había hecho y conduje el coche como encogido y con desgana, si tal cosa es posible, esperando ante todo no encontrarme con Rod en el parque ni en la casa. Sólo hacía unos días de mi última visita, y no me esperaban ni la señora Ayres ni Caroline; las encontré en la salita, pero vi al instante que al presentarme así, sin avisar, las había desconcertado un poco.

– ¡Caramba, doctor, nos mantiene usted alerta! -dijo la señora Ayres, llevándose a la cara una mano sin anillos-. No me habría puesto la ropa de estar por casa si hubiera sabido que vendría a vernos. Caroline, ¿tenemos algo en la cocina para ofrecerle al doctor con el té? Creo que hay pan y mantequilla. Mejor que llames a Betty.

Yo no había querido telefonear antes por miedo a alarmar a Roderick, y estaba tan habituado a ir y venir de Hundreds que no se me había ocurrido pensar que mi visita pudiera importunarles. La señora Ayres habló educadamente, pero con un deje quejumbroso en su voz. Nunca la había visto tan descompuesta; era como si la hubiese sorprendido sin su amuleto, así como sin sus polvos y anillos. Pero el motivo de su arranque de mal humor se puso de manifiesto en otro momento, porque para sentarme tuve que retirar del sofá varias cajas planas y combadas: eran cajas con álbumes de fotos de la familia que Caroline acababa de desenterrar de un armario del cuarto donde pasaban las mañanas, y que una vez examinadas resultó que estaban manchadas de humedad, recubiertas de moho y prácticamente estropeadas.

– ¡Qué tragedia! -dijo la señora Ayres, mostrándome las hojas que se desmenuzaban-. Aquí debe de haber ochenta años de fotos, y no sólo de la familia del coronel, sino también de la mía, los Singleton y los Brooke. Y fíjese que llevo meses pidiendo a Caroline y a Roderick que buscaran estas fotografías para ver si estaban intactas. No sabía que estuviesen en el armario de ese cuarto; creía que estaban guardadas bajo llave en uno de los desvanes.

Miré a Caroline, que había vuelto después de salir corriendo en busca de Betty y pasaba las páginas de un libro con un aire distante y paciente. Sin levantar la vista de la página dijo:

– Me parece que no habrían estado más a salvo en los desvanes. La última vez que puse los pies allí fue para echar una ojeada a unas goteras. Había cestas de libros de cuando Roddie y yo éramos niños, todos comidos por el moho.

– Pues ojalá me lo hubieras dicho, Caroline.

– Estoy segura de que te lo dije en su momento, madre.

– Sé que tu hermano y tú tenéis muchas cosas en que pensar, pero esto es una decepción inmensa. Mire, doctor. -Me tendió una antigua carte de visite acartonada, con su pintoresco y descolorido motivo Victoriano, ya prácticamente oscurecido por manchas de color herrumbre-. Ésta es del padre del coronel cuando era joven. Yo pensaba que Roderick se le parecía mucho.

– Sí -dije, distraído. Pero aguardaba nervioso la ocasión de hablar-. A propósito, ¿dónde está Roderick?

– Oh, en su habitación, supongo. -Cogió otra foto-. Ésta también está estropeada… Y ésta… Recuerdo que esta otra…, ¡oh, qué horror! ¡Está destrozada! Mi familia, justo antes de la guerra. Aquí están todos mis hermanos, mire, apenas se les distingue: Charlie, Lionel, Mortimer, Frank; y mi hermana, Cissie. Yo llevaba casada un año y había vuelto a casa con el bebé, y entonces no lo sabíamos, pero la familia no volvería a reunirse nunca, porque seis meses después empezaron los combates y dos de los chicos perdieron la vida casi de inmediato.

Una nota de auténtica pena le empañó la voz, y esta vez Caroline alzó los ojos y nuestras miradas se cruzaron. Llegó Betty y le mandaron que trajera el té -que a mí no me apetecía, ni tenía tiempo para tomarlo-, y la señora Ayres continuó mirando fotos borrosas, con un semblante triste y ausente. Pensé en lo que había sufrido en los últimos tiempos y en la horrible noticia que había venido a darle; observé los movimientos nerviosos de sus manos, que sin los anillos parecían desnudas y de anchos nudillos. Y de repente la idea de abrumarla con una congoja más me pareció demasiado. Recordé la conversación que había tenido con Caroline la semana anterior sobre su hermano; se me ocurrió que quizá debería hablar con ella, al menos antes que con su madre. Pasé unos minutos intentando llamar su atención en vano; después, cuando Betty volvió con la bandeja del té, me levanté para ayudarla y le pasé su taza a Caroline mientras Betty le entregaba la suya a la señora Ayres. Y cuando Caroline me miró, algo sorprendida, al extender la mano para tomar el platillo, me incliné hacia ella y susurré:

– ¿Podemos hablar a solas?

Ella retrocedió, asustada por estas palabras, o simplemente por el soplo de mi aliento sobre su mejilla. Me miró a la cara, miró a su madre y me hizo una señal de asentimiento. Volví al sofá. Dejamos transcurrir cinco o diez minutos mientras tomábamos el té y las rebanadas delgadas y secas del bizcocho que lo acompañaban.

Luego se inclinó hacia delante, como si se le hubiera ocurrido una idea.

– Madre -dijo-, iba a decírtelo. He reunido algunos libros viejos para dárselos a la Cruz Roja. Quizá el doctor Faraday pueda llevarlos a Lidcote en su coche. No quiero pedírselo a Rod. Perdone que le moleste, doctor, pero ¿le importaría? Están en la biblioteca, embalados y listos.

Lo dijo sin un parpadeo de cohibición y sin la menor traza de rubor en la cara, pero debo confesar que a mí me latía fuertemente el corazón. La señora Ayres, a regañadientes, dijo que suponía que podría soportar nuestra ausencia durante unos minutos, y siguió revisando los álbumes mohosos.

– No le retendré mucho tiempo -me dijo Caroline, todavía con su voz normal, cuando abrí la puerta; pero indicó el pasillo con un gesto de los ojos y fuimos rauda y silenciosamente a la biblioteca, donde se dirigió a la ventana para abrir el único postigo que no estaba inservible.

Cuando irrumpió la luz invernal, pareció que los libros envueltos recobraban vida a nuestro alrededor, irguiéndose como fantasmas. Di unos pasos para salir de la penumbra más densa y Caroline se alejó de la ventana y se reunió conmigo.

– ¿Ha ocurrido algo? -me preguntó, gravemente-. ¿Se trata de Rod?

– Sí -dije.

Y entonces le conté, lo más brevemente posible, todo lo que su hermano me había confesado la noche anterior en la consulta. Me escuchó con un horror creciente, pero también, pensé, como si empezara a comprender, como si mis palabras tuvieran un sentido horrendo para ella, como si pusieran en sus manos la clave de un oscuro misterio que hasta entonces le había sido indescifrable. Laúnica vez que me interrumpió fue cuando repetí lo que Rod había dicho sobre la mancha que apareció en el techo, y entonces me agarró del brazo y dijo:

– ¡Aquella marca y las otras! ¡Las vimos! Sabía que tenían algo raro. ¿No cree…? ¿No podrían ser…?

Advertí con sorpresa que estaba casi dispuesta a tomar en serio las afirmaciones de su hermano. Dije:

– Caroline, esas marcas podría haberlas hecho cualquier cosa. Podría haberlas hecho el mismo Rod, simplemente para respaldar su propia alucinación. O quizá las que aparecieron antes activaron todo el proceso en su mente.

Ella retiró la mano.

– Sí, por supuesto… ¿Y usted cree que es así? ¿No podría ser lo que dijo antes? ¿Lo de los ataques?

Negué con la cabeza.

– Preferiría que hubiera algún problema físico; sería más fácil de tratar. Pero me temo que nos enfrentamos a algún tipo de, bueno, de enfermedad mental.

Estas palabras la estremecieron. Durante un segundo pareció asustada; después dijo:

– Pobre, pobre Rod. Es horrible, ¿no? ¿Qué podemos hacer? ¿Piensa decírselo a mi madre?

– Pensaba hacerlo. Por eso he venido. Pero al verla con las fotos…

– No sólo son las fotos, ¿sabe? -dijo ella-. Mi madre está cambiando. La mayor parte del tiempo es la misma de siempre. Pero hay días en que está así, ausente y sentimental, y piensa demasiado en el pasado. Ella y Rod casi han empezado a pelearse por culpa de la granja. Al parecer hay nuevas deudas. ¡Él se lo toma todo tan a pecho! Luego se encierra en sí mismo. Ahora entiendo por qué. Es demasiado horrible… ¿De verdad dijo esas cosas espantosas, y las dijo en serio? ¿No lo malinterpretaría?

– Ojalá fuera así, por el bien de todos. Pero no, me temo que no oí mal. Si no me deja tratarle, lo único que cabe esperar es que la mente se le despeje sola. Podría ser, ahora que los Baker-Hyde se han ido del condado y aquel desgraciado asunto está por fin resuelto; aunque lo de la granja es una mala noticia. Desde luego no puedo hacer nada mientras continúe su fijación con la idea de que las está protegiendo a usted y a su madre.

– ¿No cree que si yo hablara con él…?

– Puede intentarlo, aunque no me gustaría que oyera lo que yo oí de sus propios labios. Quizá lo mejor ahora sea únicamente vigilarle…, que las dos le vigilen, y Dios quiera que no empeore.

– ¿Y si empeora? -preguntó.

– Bueno, si esta casa no fuera la que es -contesté-, y la familia que la ocupa fuese más normal, sé lo que haría. Traería a David Graham e ingresaríamos a Rod por la fuerza en un centro psiquiátrico.

Ella se tapó la boca con la mano.

– La cosa no llegará a ese extremo, ¿verdad?

– Estoy pensando en las heridas de Rod. Me parece que se está castigando. Está claro que se siente culpable, quizá por la situación actual de Hundreds; o incluso por la muerte en la guerra de su copiloto. Quizá esté intentando hacerse daño, casi de un modo inconsciente. Por otro lado, quizá nos esté pidiendo ayuda. Conoce mis aptitudes como médico. Podría ser que se esté lastimando justamente con la esperanza de que yo intervenga y tome una decisión drástica…

Me detuve. Estábamos a la débil luz de la ventana con los postigos cerrados, y durante todo este tiempo hablamos tensamente, en murmullos. Ahora, en alguna parte por encima de mi hombro, como si procediera de las sombras más espesas de la biblioteca, sonó el tenue y agudo chirrido de un metal; los dos volvimos la cabeza, asustados. Oímos otro chirrido; comprendí que provenía del pestillo de la puerta de la biblioteca, que estaba girando lentamente en su encaje. En una penumbra semejante, y en nuestro estado de nerviosismo, el hecho pareció casi asombroso. Oí que Caroline respiraba hondo y noté que se me acercaba aún más, como asustada. Cuando la puerta se abrió lentamente y la luz del vestíbulo iluminó a Roderick, creo que los dos, por un segundo, sentimos alivio. Después vimos su expresión y nos separamos rápidamente.

Supongo que era visible que nos sentíamos culpables. Rod dijo fríamente:

– He oído su coche, doctor, me esperaba en parte su visita. -Y dirigiéndose a su hermana-: ¿Qué te ha contado? ¿Que estoy tocado o chalado? Supongo que también se lo habrá dicho a madre.

– Aún no le he dicho nada a su madre -dije, antes de que Caroline pudiera responder.

– Pues qué amable por su parte. -Miró de nuevo a su hermana-. Me dio su palabra de que no diría nada, ¿sabes? Ya vemos lo que vale la palabra de un médico. Un médico como él, al menos.

Caroline pasó por alto esto.

– Roddie -dijo-, nos tienes preocupados. No eres el mismo, sé que no lo eres. Entra, por favor. No queremos que nos oigan madre o Betty.

Él se quedó quieto un momento y después dio unos pasos, cerró la puerta y apoyó en ella la espalda. Dijo, con voz cansina:

– Así que también piensas que estoy chiflado.

– Pienso que necesitas un descanso -dijo Caroline-, una tregua…, cualquier cosa que te aleje de aquí por un tiempo.

– ¿Alejarme de aquí? ¡Eres tan mala como él! ¿Por qué todo el mundo quiere que me vaya?

– Sólo queremos ayudarte. Creemos que estás enfermo y necesitas tratamiento. ¿Es verdad que… has estado viendo cosas?

Él bajó los ojos, impaciente.

– ¡Dios, es igual que después del accidente! Si voy a estar vigilado, vigilado constantemente y mimado y atendido por una niñera…

– ¡Dímelo, Rod! ¿Es cierto que crees que hay algo… en la casa? ¿Algo que quiere hacerte daño?

Él tardó un momento en responder. Luego levantó la mirada hacia ella y dijo, suavemente:

– ¿Tú qué crees?

Y, para mi sorpresa, vi que ella se achantaba, como a causa de algo que vio en la mirada de Rod.

– Yo… No sé qué pensar. Pero Rod, tengo miedo por ti.

– ¡Tienes miedo! Haces bien en tenerlo; los dos deberíais tenerlo. Pero no por mí. Tampoco de mí, si es lo que os preocupa. ¿No entiendes? ¡Soy el único que sostiene esta casa!

– Sé que lo ve así, Rod -dije-. Si nos dejara ayudarle…

– ¿Ésa es la idea que tiene de ayudarme? ¿Hablar con mi hermana, cuando me prometió…?

– Es mi idea de ayudarle, sí. Porque por más vueltas que le doy, creo que no está en situación de ayudarse a sí mismo.

– Pero ¿no lo ve? ¡Cómo puede no verlo, después de todo lo que le dije ayer! Es en mí mismo en quien estoy pensando. ¡Dios! Nunca me han reconocido el mérito del trabajo que he hecho por esta familia…, ¡ni siquiera ahora, cuando me estoy deslomando! Quizá debería tirar la toalla, cerrar los ojos de una vez y mirar a otro lado. Entonces ya veremos lo que pasa.

Ahora parecía casi enfurruñado, como un niño que trata de justificar sus malas notas escolares. Cruzó los brazos y encogió los hombros, y la oscuridad y el horror de lo que en realidad estábamos hablando, y que un momento antes había parecido tan palpable, en cierro modo empezó a alejarse. Vi que Caroline me miraba, por primera vez con una duda en los ojos; avancé un paso y dije, apremiante:

– Rod, tiene que comprender que estamos preocupadísimos. Esto no puede seguir así.

– No quiero hablar de eso -dijo, firmemente-. Es inútil.

– Creo de verdad que está enfermo, Rod. Debemos descubrir qué enfermedad es para poder curarla.

– ¡Lo que me enferma es usted y su intromisión! Si me dejara tranquilo, si los dos me dejaran en paz… Pero al parecer siempre se confabulan contra mí. Toda aquella estupidez sobre mi pierna, cuando decía que yo le estaba haciendo un favor al hospital.

– ¿Cómo puedes decir eso, después de lo amable que ha sido el doctor Faraday? -dijo Caroline.

– ¿Te parece que ahora lo es?

– Rod, por favor.

– Ya lo he dicho, ¿no? ¡No quiero hablar de eso!

Se volvió para abrir la vieja y pesada puerta y salió de la biblioteca. Y al salir dio tal portazo que una hilera de polvo descendió como un velo de una grieta en el techo, y dos de las sábanas se deslizaron de las librerías y aterrizaron en el suelo como un montículo de moho.

Caroline y yo intercambiamos una mirada de impotencia y después lentamente recogimos las sábanas y las dejamos en su sitio.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó ella, mientras las volvíamos a colocar-. Si de verdad está tan mal como usted dice, y si no nos permite ayudarle…

– No lo sé -respondí-. La verdad es que no lo sé. Como he dicho antes, sólo podemos vigilarle y esperar que recupere la confianza en sí mismo. Me temo que esta tarea recaerá en gran parte sobre usted.

Ella asintió y me miró a la cara. Y tras una ligera vacilación preguntó:

– ¿Está seguro? ¿Seguro de lo que él le contó? Parece tan… tan cuerdo.

– Sí, lo sé. Si le hubiera visto ayer no pensaría lo mismo; y, sin embargo, también ayer hablaba tan razonablemente… Se lo juro, es la mezcla más extraña de cordura y delirio que he visto nunca.

– ¿Y no cree…, no podría haber, en realidad, alguna verdad en lo que él dice?

De nuevo me sorprendió que pudiera pensar eso.

– Lo siento, Caroline -dije-. Es muy penoso que a un ser querido le suceda algo así.

– Sí, me figuro.

Lo dijo dubitativa y luego juntó las manos y se pasó el pulgar de una de ellas por los nudillos de la otra, y la vi estremecerse.

– Tiene frío -dije.

Pero ella negó con la cabeza.

– No es frío…, es miedo.

Con un movimiento inseguro, le puse mis manos encima de las suyas. Al instante, sus dedos, agradecidos, vinieron al encuentro de los míos.

– No quería asustarla -dije-. Lamento mucho cargarla con todo esto. -Miré alrededor-. ¡Esta casa es lúgubre, un día como hoy! Seguramente influye en el trastorno de Rod. ¡Ojalá él no hubiera dejado que las cosas llegaran tan lejos! Y ahora…, maldita sea. -Contrariado, había visto la hora que era-. Tengo que irme. ¿Estará usted bien? Y si hay algún cambio, ¿me lo dirá?

Me prometió que lo haría.

– Buena chica -dije, apretándole los dedos.

Sus manos permanecieron otro segundo en las mías y luego se retiraron. Fuimos hacia la salita.

– ¡Han tardado siglos! -dijo la señora Ayres cuando entramos-. ¿Y qué demonios ha sido ese estrépito? ¡Betty y yo pensábamos que se caía el techo!

Betty estaba a su lado; debía de haberla retenido cuando la chica fue a retirar la bandeja del té, o quizá la había llamado a propósito; le estaba enseñando las fotos estropeadas -había extendido media docena de fotos de Caroline y Roderick cuando eran niños- y ahora empezó a recogerlas con impaciencia.

– Perdona, madre -dijo Caroline-. He dado un portazo. Creo que ahora hay polvo en el suelo de la biblioteca. Betty, tendrás que ocuparte.

Betty bajó la cabeza e hizo una reverencia.

– Sí, señorita -dijo, marchándose.

Como no podía entretenerme, me despedí educada pero velozmente -topé con la mirada de Caroline y procuré infundir a mi semblante toda la comprensión y el apoyo que pude- y salí casi pisándole los talones a Betty. Gané el vestíbulo, eché un vistazo a través de la puerta abierta de la biblioteca y la vi arrodillada con un recogedor y un cepillo, raspando sin entusiasmo la alfombra raída. Y hasta que vi cómo se alzaban y se hundían sus hombros estrechos no recordé aquel extraño arranque que tuvo la mañana en que sacrifiqué a Gyp. Parecía una extraña coincidencia que su afirmación de que en Hundreds había «algo malo» hubiera hallado un eco en las alucinaciones de Roderick… Me acerqué a ella y le pregunté en voz baja si había dicho algo que pudiera haber metido en la cabeza de Rod el germen de una idea.

Juró que no había dicho nada.

– Me dijo usted que no hablara, ¿no? ¡Pues no he dicho una palabra!

– ¿Ni siquiera en broma?

– ¡No!

Lo dijo con una gran seriedad, pero también, pensé, con un levísimo asomo de deleite. Recordé de repente lo buena actriz que era: la miré a los ojos grises, superficiales, y por primera vez no supe con certeza si su mirada era astuta o candorosa.

– ¿Estás completamente segura? -dije-. ¿No has dicho ni has hecho nada? ¿Sólo para animar un poco? ¿No has cambiado cosas de sitio? ¿No las has puesto donde no tienen que estar?

– ¡Yo no he hecho nada ni he dicho nada! -dijo ella-. De todos modos, no me gustar pensar en esa cosa. Me quedo helada si pienso en ella cuando bajo sola. Esa cosa no es mía; es lo que dice la señora Bazeley. Dice que si yo no la molesto, ella tampoco me molestará a mí.

Y tuve que conformarme con esto. Ella siguió recogiendo el polvo. Me la quedé observando otro momento y después abandoné la casa.


Una o dos semanas más tarde hablé con Caroline varias veces. Me dijo que no había habido grandes cambios, que Rod estaba tan hermético como siempre, pero muy racional, aparte de esto; y en mi visita siguiente, cuando llamé a la puerta de su habitación, él mismo vino a abrirla exclusivamente para comunicarme con un tono sobrio que «no tenía nada que decirme, y que sólo quería que le dejase en paz». Después, de una forma sumamente categórica, me cerró la puerta en las narices. Mi intromisión, en otras palabras, había tenido por efecto precisamente lo que más temía. Estaba descartado seguir tratándole la pierna: terminé de escribir el informe del caso y lo envié, y sin este motivo para ir a la casa mis visitas se fueron espaciando. Descubrí sorprendido que las añoraba enormemente. Echaba de menos a la familia; echaba de menos el propio Hundreds. Me preocupaba la pobre y agobiada señora Ayres y pensaba a menudo en Caroline, me preguntaba cómo se las arreglaría en una situación tan difícil; evocaba la tarde en la biblioteca y recordaba con qué cansancio y qué a regañadientes ella había separado sus manos de las mías.

Llegó diciembre y el clima se tornó más invernal. Hubo un brote de gripe en la comarca: el primero de la estación. Murieron dos de mis pacientes ancianos y algunos otros sufrieron graves contagios. El propio Graham contrajo la enfermedad; nuestro suplente, Wise, asumió la mayor parte de su carga de trabajo, pero el resto de sus rondas se sumaron a las mías y pronto empecé a trabajar todas las horas que tenía libres. A primeros del mes, lo más cerca que estuve del Hall fue la granja de Hundreds, donde la mujer y la hija de Makins estaban postradas en cama, y su ausencia se notaba en las labores de ordeño. Makins, a su vez, se mostraba gruñón y agrio, y hablaba de dejarlo todo en la estacada. Me dijo que a Roderick Ayres no le había visto el pelo desde hacía tres o cuatro semanas, desde el día en que fue a cobrar el dinero del arrendamiento.

– Eso es lo que se llama un hacendado -dijo-. Cuando brilla el sol, todo va sobre ruedas. En cuanto aparecen los primeros nubarrones, se queda en su casa tumbado a la bartola.

Habría seguido rezongando de este modo, pero yo no tenía tiempo para pararme a escucharle. Tampoco lo tuve para acercarme al Hall, como habría hecho en otra época. Pero me inquietó lo que me había dicho Makins, y aquella noche telefoneé a la casa. Contestó la señora Ayres, con la voz fatigada:

– Oh, doctor Faraday -dijo-, ¡qué agradable oírle! Hace siglos que no nos visita nadie. Este tiempo lo hace todo tan penoso. La casa, ahora mismo, no es nada confortable.

– Pero ¿están todos bien? -pregunté-. ¿Todos? ¿Caroline? ¿Rod?

– Estamos… bien.

– He hablado con Makins…

Había interferencias en la línea.

– ¡Tiene que venir a vernos! -gritó, a través de los parásitos-. ¿Vendrá? ¡Venga a cenar! Le haremos una auténtica cena a la antigua. ¿Le apetecería?

Respondí que sí, que mucho. La línea funcionaba tan mal que no pudimos seguir. Fijamos una fecha, entre el chisporroteo, para dos o tres noches más tarde.

En este breve plazo, el clima no hizo más que empeorar. La noche en que volví a Hundreds llovía y soplaba el viento, no había luna ni estrellas. No sé si sería culpa de la oscuridad y la humedad, o si, al no haberla visto durante una temporada, había olvidado lo destartalada y descuidada que estaba en realidad la casa, pero cuando entré en el vestíbulo percibí de inmediato su tristeza. Algunas de las bombillas de los apliques se habían fundido y la escalera se adentraba en las sombras, al igual que la noche de la fiesta; el efecto ahora desmoralizaba extrañamente, como si la inclemencia de la noche hubiera encontrado un modo de filtrarse por las junturas del enladrillado y se hubiera congregado para gravitar como humo o moho en el corazón mismo de la casa. El frío también era cortante. Algunos radiadores antiguos borboteaban encendidos, pero su calor se perdía tan pronto como se elevaba. Recorrí el pasillo pavimentado de mármol y encontré a la familia reunida en la salita, con las butacas directamente colocadas delante del fuego, a fin de mantenerse calientes, y unos atuendos excéntricos: Caroline con una capa corta de piel de foca pelada encima del vestido; la señora Ayres, con uno rígido de seda y un collar de esmeraldas y anillos y dos mantones alrededor de los hombros, de unos colores que desentonaban entre sí, y la mantilla negra en la cabeza; y Roderick con un chaleco de lana de color hueso debajo de su chaqueta de etiqueta, y un par de mitones en las manos.

– Perdónenos, doctor -dijo la señora Ayres, saliendo a recibirme-. ¡Me avergüenza pensar en nuestro aspecto!

Pero lo dijo con ligereza, y de su porte deduje que, de hecho, no se hacía una idea del aspecto realmente estrafalario que ella y sus hijos tenían. Esto me incomodó un poco. Supongo que les veía igual que como había visto la casa, igual que lo haría un desconocido.

Miré más de cerca a Rod; y lo que vi me consternó no poco. Cuando su madre y su hermana vinieron a recibirme, él, deliberadamente, se abstuvo de hacerlo. Y aunque al final me estrechó la mano, la sentí flácida y no dijo nada, y apenas alzó la mirada hacia mis ojos, por lo que pude ver que se limitaba a realizar los meros gestos de recibimiento, quizá en atención a su madre. Pero todo esto ya me lo esperaba. Había algo más, que me turbó mucho. Su actitud había cambiado totalmente. A diferencia de antes, en que se comportaba de esa manera tensa y acosada de quien se arma de valor contra el desastre, ahora parecía repantigado, como si le trajera sin cuidado que ocurriese o no una desgracia. Mientras la señora Ayres, Caroline y yo, tratando de aparentar normalidad, charlábamos de asuntos del condado y de habladurías locales, él permaneció todo el tiempo sentado, observándonos por debajo de las cejas, pero sin decir nada. Se levantó una sola vez y fue para ir a la mesa de bebidas y llenarse su vaso de ginebra. Y por la forma en que manejaba las botellas, y por el fuerte cóctel que se preparó, comprendí que debía de llevar algún tiempo bebiendo asiduamente.

Era un espectáculo horrible. Poco después Betty vino a anunciarnos que la cena estaba lista, y en el movimiento que siguió me acerqué a Caroline y le murmuré: «¿Todo bien?».

Ella miró a su madre y a su hermano y luego sacudió con energía la cabeza. Entramos en el pasillo y ella se ciñó el cuello de la capa para protegerse del frío que parecía elevarse del suelo de mármol.

Íbamos a cenar en el comedor, y la señora Ayres, supongo que para cumplir su promesa de «una auténtica cena a la antigua», había ordenado a Betty que preparase la mesa primorosamente, con porcelana china a juego con el empapelado oriental de la habitación, y con cubertería de plata antigua. Los candelabros de similor estaban encendidos y la corriente de las ventanas inclinaba alarmantemente las llamas de sus velas. Caroline y yo nos sentamos frente a frente, y la señora Ayres tomó asiento en un extremo de la mesa; Roderick se dirigió a la silla del dueño en la cabecera: supongo que la antigua silla de su padre. Nada más sentarse se sirvió una copa de vino, y cuando Betty llevó la botella al otro extremo de la mesa y se le acercó con la sopera, él cubrió el plato con la mano.

– ¡Oh, llévate esa sopa asquerosa! ¡No quiero sopa esta noche! -dijo, con una voz crispada y estúpida. Y después añadió-: ¿Sabes lo que le pasaba al niño travieso en aquel poema, Betty?

– No, señor -dijo ella, insegura.

– No, zeñor -repitió él, imitando su acento-. Pues se abrasó en un incendio.

– No fue así -dijo Caroline, intentando sonreír-. Se consumió. Que es lo que harás tú, Rod, si no tienes cuidado. Aunque bien sabe Dios que no creo que nos importara. Toma un poco de sopa.

– ¡Te he dicho que hoy no quiero sopa! -contestó él, poniendo otra vez una voz idiota-. Pero tráeme ese vino, por favor, Betty. Gracias.

Se llenó la copa. Lo hizo torpemente, y el cuello de la botella chocó contra el vidrio y produjo un tintineo. Era un hermoso cristal estilo Regencia, sacado de algún trastero, me imagino, junto con la porcelana y la plata, y al oír el pequeño impacto la sonrisa de Caroline se le borró de los labios y miró de repente a su hermano con un auténtico fastidio, tanto que casi me asustó el destello de desagrado en sus ojos. Conservó la mirada severa durante el testo de la cena, y me pareció una lástima, porque la luz de las velas suavizaba sus facciones toscas y estaba más atractiva que nunca, y los pliegues de su capa le ocultaban las líneas angulosas de las clavículas y los hombros.

También a la señora Ayres le favorecía aquella luz artificial. No dijo nada a su hijo, pero mantuvo una conversación ligera y fluida conmigo, al igual que había hecho en la salita. Al principio consideré que era sólo un signo de buena educación; supuse que le avergonzaba la conducta de Rod y que hacía lo posible por encubrirla. Sin embargo, poco a poco fui captando cierta crispación en su tono y recordé lo que Caroline me había dicho aquella vez en la biblioteca de que su madre y su hermano habían «empezado a pelearse». Y empecé a pensar -lo que no recordaba haber pensado nunca en Hundreds-, empecé a pensar que ojalá no hubiera ido, y a desear que la cena terminara. Pensé que la casa no merecía sus malas vibraciones, y yo tampoco. Poco después, la señora Ayres y yo trabamos conversación sobre un paciente al que yo había atendido poco antes, un viejo arrendatario de Hundreds que vivía a medio kilómetro de las verjas del oeste. Dije que para mí era una suerte poder atravesar la carretera del parque para ir a su casa; que el atajo era muy beneficioso para mi ronda. Ella asintió y luego añadió, crípticamente:

– Espero realmente que siga siendo así.

– ¿Sí? -pregunté, sorprendido-. Bueno, ¿acaso ha cambiado algo?

Ella señaló directamente a su hijo, como si esperase que él hablara. Rod no dijo nada, se limitó a mirar su copa de vino, y ella se enjugó la boca con la servilleta de lino y prosiguió:

– Me temo, doctor, que Roderick me ha comunicado hoy una mala noticia. El hecho es que, al parecer, pronto nos veremos obligados a vender más tierras.

– ¿De verdad? -dije, volviéndome hacia Rod-. Creí que no quedaba nada que vender. ¿Quién es el comprador ahora?

– De nuevo el municipio -dijo la señora Ayres, al ver que Rod no respondía-, y el constructor será el mismo, Maurice Babb. Proyectan edificar otras veinticuatro viviendas. ¿Se imagina? Creí que lo prohibían las ordenanzas; por lo visto, prohíben todo lo demás. Pero parece que este gobierno está encantado de conceder permisos a quienes planean destruir parques y fincas para que veinticuatro familias se apretujen en algo más de una hectárea de terreno. Esto significa abrir un boquete en el muro, instalar tuberías y demás…

– ¿En el muro? -dije, sin comprender.

Caroline intervino.

– Rod les ofreció tierra de labranza -dijo con voz suave- y no la quisieron. Sólo les interesa el campo de las culebras, que está hacia el oeste. Verá, al final tomaron una decisión sobre el agua y la electricidad: dicen que no alargarán las cañerías hasta Hundreds sólo para nuestro uso, pero que las tenderán si son para las viviendas nuevas. Según parece, así podremos conseguir el dinero necesario para llevar hasta la granja las tuberías y los cables.

Por un momento, la consternación me impidió contestar. El campo de las culebras -como sabía que Caroline y Roderick lo llamaban de niños- estaba justo dentro del muro del parque, a cosa de un kilómetro de la casa. En pleno verano quedaba oculto a la vista, pero tras la caída de las hojas en otoño se veía desde las ventanas del Hall orientadas al sur y al oeste, una lejana extensión verde, blanca y argéntea, ondulada y hermosa como el tacto del terciopelo. La idea de que Roderick estuviera seriamente dispuesto a cederles aquel terreno me disgustó sobre manera.

– No lo dirá en serio -le dije-. No puede permitir que destrocen el parque. Debe de haber alguna alternativa, ¿no?

Y de nuevo respondió su madre.

– Ninguna, al parecer, aparte de vender la casa y el parque enteros; y hasta Roderick opina que esto es impensable, al menos después de haber cedido tanto con el fin de conservar lo que queda. En la venta impondremos la condición de que Babb levante una valla alrededor de la obra; así, por lo menos, no tendremos que verla.

Roderick habló ahora. Dijo, con la voz pastosa:

– Sí, habrá una valla para alejar a la chusma. Pero no la contendrá, se entiende. Pronto estarán escalando las paredes de la casa por la noche, con sables entre los dientes. ¡Más te valdrá dormir con una pistola debajo de la almohada, Caroline!

– No son piratas, zoquete -murmuró ella, sin levantar la vista del plato.

– ¿No? Yo no estoy tan seguro. Creo que nada les gustaría más que colgarnos del palo mayor; lo único que esperan es que Attlee les dé luz verde. Probablemente lo hará, además. La gente corriente ahora odia a los de nuestra clase, ¿no lo ves?

– Por favor, Roderick -dijo la señora Ayres, incómoda-. Nadie nos odia. No en Warwickshire.

– ¡Oh, sobre todo en Warwickshire! En el condado limítrofe, Gloztershire, en el fondo siguen siendo feudales. Pero la gente de Warwickshire siempre ha hecho buenos negocios, desde los tiempos de la guerra civil. Entonces fueron partidarios de Cromwell, no lo olvidéis. Ahora van hacia donde sopla el viento. ¡No se lo reprocharía si decidieran cortarnos la cabeza! -Hizo un gesto torpe-. Basta con vernos a Caroline y a mí, el toro premiado y la novilla premiada. ¡No hacemos casi nada en favor del rebaño! Cualquiera pensaría que hacemos todo lo posible por extinguirnos.

– Rod -dije, viendo la expresión en la cara de su hermana.

Se volvió hacia mí.

– ¿Qué? Usted debería alegrarse. Usted es de una estirpe de piratas, ¿no? ¡De lo contrario no le habríamos invitado esta noche! Mi madre está tan avergonzada que no permite que nuestros auténticos amigos nos vean en este estado. ¿No se había dado cuenta?

Noté que me ponía colorado, pero más de ira que de otra cosa; y como no quería darle la satisfacción de mostrarle ningún otro signo de malestar, mantuve los ojos clavados en los suyos mientras comía, mirándole de hombre a hombre. Creo que la táctica dio resultado, porque al mirarme pestañeó, y sólo por un momento pareció avergonzado y en cierto modo desesperado, como un niño fanfarrón secretamente amilanado por su propia bravata.

Caroline había agachado la cabeza y siguió cenando. La señora Ayres no dijo nada durante unos minutos y después posó el cuchillo y el tenedor. Y cuando volvió a hablar fue para preguntarme por otro paciente mío, como si nuestra conversación no se hubiera interrumpido. Sus gestos eran tranquilos y su voz muy suave; no volvió a mirar a su hijo después de esto. Por el contrario, dio la impresión de que le expulsaba de la mesa; de que le arrojaba a la oscuridad, como si estuviese extendiendo la mano y apagando una tras otra las velas que tenía delante.

Para entonces la cena ya no tenía remedio. El postre fue un pastel de frambuesas envasadas, ligeramente agrio y servido con nata artificial; al fin y al cabo, la habitación estaba fría y húmeda, el viento gemía en la chimenea, la mesa no era como las de antes de la guerra, en las que podías demorarte, aun cuando hubiera reinado un talante mejor. La señora Ayres le dijo a Betty que sirviera el café en la salita, y ella, Caroline y yo nos levantamos y dejamos las servilletas sobre la mesa.

Sólo Rod se quedó. En la puerta dijo, taciturno:

– No voy con ustedes, seguro que no les importa. Tengo que examinar unos papeles.

– Serán papeles de liar cigarrillos -dijo Caroline, precediendo la marcha en el pasillo para abrirle a su madre la puerta de la salita.

Roderick la miró enfurecido, y de nuevo tuve la sensación de que estaba atrapado en su propio enfado y secretamente abochornado por ello. Le vi alejarse y emprender el breve trayecto lúgubre hasta su habitación, y sentí por él una ráfaga de piedad furiosa; parecía brutal por nuestra parte permitir que se fuera. Pero me reuní con su madre y hermana y las encontré añadiendo leña al fuego.

– Le pido disculpas por mi hijo, doctor -dijo la señora Ayres al sentarse. Se llevó el reverso de la muñeca a la sien, como si le doliera la cabeza-. Su conducta esta noche ha sido imperdonable. ¿No ve lo desgraciados que nos hace a todos? Si ahora, para colmo, se propone darse a la bebida, tendré que pedirle a Betty que esconda el vino. Nunca vi a su padre borracho en la mesa… Espero que sepa que es usted muy bienvenido en esta casa. ¿Quiere sentarse ahí, enfrente de mí?

Me senté durante un rato. Betty nos trajo el café y hablamos nuevamente de la venta de la tierra. Volví a preguntarles si no había alternativa, señalando el trastorno y el impacto inevitable que la obra causaría en la vida del Hall. Pero ya lo habían pensado y era evidente que se habían resignado a la idea. Incluso Caroline parecía indiferente a todo ello. Así que pensé que intentaría reanudar el tema de Roderick. Además, me molestaba imaginarle solo y triste en el otro extremo de la casa. En cuanto terminé el café dejé la taza y dije que iría a ver si podía serle de alguna ayuda en su trabajo.

Como sospechaba, el trabajo era un puro embuste: cuando entré estaba sentado casi a oscuras, sin más luz que la del fuego en el cuarto. Esta vez entré sin llamar, para que no tuviera ocasión de despedirme, y volvió la cabeza y dijo hoscamente:

– Suponía que vendría.

– ¿Puedo quedarme un momento?

– ¿Qué cree usted? Ya ve lo ocupadísimo que estoy… ¡No, no encienda la luz! Me duele la cabeza. -Le oí posar un vaso y adelantar el cuerpo-. Mejor avivar esto. Hace un frío que pela.

Cogió un par de leños del cesto junto a la chimenea y los arrojó torpemente a las llamas. Volaron chispas hacia el tiro y saltaron cenizas desde la rejilla, y por unos instantes la leña añadida humedeció el fuego y oscureció aún más la habitación. Cuando llegué a su lado y acerqué la otra butaca, las llamas empezaban a lamer y crepitar alrededor del leño húmedo, y vi a Rod claramente. Se había arrellanado en la butaca y estirado las piernas. Aún vestía la ropa de la cena, el chaleco de lana y los mitones, pero se había aflojado la corbata y soltado un botón del cuello, de tal forma que por un lado se erguía como el de un borracho de comedia.

Era la primera vez que visitaba su cuarto desde que me contó aquella historia fantástica en mi consulta, y ya sentado empecé a mirar alrededor, inquieto. Lejos de la lumbre, las sombras eran tan espesas y cambiantes que casi resultaban impenetrables, pero pude vislumbrar las mantas arrugadas de la cama, con el tocador al lado y, junto a él, el lavabo con repisa de mármol. Del espejo de afeitar -que yo había visto la última vez sobre la repisa, junto con la navaja, el jabón y la brocha- no había rastro.

Cuando volví a mirarle, Roderick ya había empezado a manipular papeles y tabaco sobre las rodillas para liarse un cigarro. Incluso al resplandor oscilante del fuego vi que tenía la cara acalorada e hinchada por la bebida. Empecé a hablar, como era mi intención, sobre la venta del terreno, inclinado hacia delante, con un tono seno y procurando hacerle entrar en razón. Pero él volvió la cabeza y no me escuchaba. Al final desistí. Me recosté en la butaca y dije:

– Tiene un aspecto horrible, Rod.

Esto le hizo reír.

– ¡Ja! Espero que no sea una opinión profesional. Me temo que no podemos costearla.

– ¿Por qué se castiga así? La finca se cae a pedazos, ¡y mírese! Ha tomado ginebra, vermut, vino y… -Señalé con un gesto su vaso, posado sobre un revoltijo de papeles en la mesa, a su lado-. ¿Qué hay ahí dentro? ¿Más ginebra?

Él maldijo en voz baja.

– ¡Dios! ¿Y qué? ¿No puede un hombre entonarse de vez en cuando?

– No un hombre en su situación -dije.

– ¿A qué situación se refiere? ¿A la de señor de la casa?

– Sí, si quiere expresarlo así.

Lamió la goma del papel de liar, con aire adusto.

– Está pensando en mi madre.

– Su madre sufriría si le viera en este estado -dije.

– Hágame un favor, compadre, ¿quiere? No se lo diga. -Se puso el cigarro entre los labios y lo encendió con un periódico que había escapado del fuego-. De todos modos -dijo, recostándose-, es un poco tarde para que ella se ponga a hacer de matrona abnegada. Con veinticuatro años de retraso, para ser exacto. Veintiséis, en el caso de Caroline.

– Su madre le quiere mucho. No sea estúpido.

– Usted lo sabe todo al respecto, por supuesto.

– Sé lo que me ha dicho ella.

– Sí, ustedes dos son grandes amigos, ¿no? ¿Qué le ha contado ella? ¿La terrible decepción que le he causado? Sabrá que nunca me ha perdonado que derribaran mi avión y me quedase lisiado. Mi hermana y yo la hemos estado decepcionando toda nuestra vida. Creo que la decepcionamos simplemente naciendo.

No respondí y él guardó silencio un rato, contemplando el fuego. Y cuando volvió a hablar adoptó un tono ligero, casi indiferente. Dijo:

– ¿Sabe que me escapé de la escuela cuando era niño?

Parpadeé ante el cambio de tema.

– No -dije, a regañadientes-. No lo sabía.

– Oh, sí. Lo mantuvieron en secreto, pero me escapé dos veces. La primera sólo tenía ocho o nueve años; la segunda era más mayor, quizá unos trece. Me marché sin más, nadie me detuvo. Llegué hasta el bar de un hotel. Telefoneé a Morris, el chófer de mi padre, y vino a buscarme. Siempre fue mi compinche. Me pagó un bocadillo de jamón y un vaso de limonada, y nos sentamos a una mesa y hablamos largo y tendido… Yo lo tenía todo pensado. Sabía que él tenía un hermano que era dueño de un garaje, y yo tenía cincuenta libras ahorradas y pensé que podríamos ir a medias en el taller; vivir con el hermano y hacerme mecánico. La verdad es que yo sabía mucho de motores.

Aspiró del cigarrillo.

– Morris estuvo fantástico. Dijo: «Bueno, señor Roderick…». Tenía el más espantoso acento de Birmingham, exactamente así: «Bueno, señor Roderick, creo que sería un buen mecánico, y para mi hermano sería un honor tenerle, pero ¿no le parece que les partiría el corazón a sus padres, siendo como es el heredero de la finca?». Quería llevarme de vuelta al colegio, pero no le dejé. Como no sabía qué hacer conmigo, me trajo aquí y me entregó al cocinero, y el cocinero me llevó calladamente donde mi madre. Se imaginaban que ella me protegería y suavizaría la cuestión con el viejo, como hacen las madres en las películas y en el teatro. Pero no: se limitó a decirme que yo era una gran decepción y me mandó a ver a mi padre, para que yo mismo le explicara qué estaba haciendo en casa. El viejo, por supuesto, se puso hecho un basilisco y me dio una azotaina; me zurró justo al lado de la ventana abierta, donde todos los criados me veían desde fuera. -Se rió-. ¡Y yo que me había escapado sólo porque un chico me pegaba en el colegio! Era un chico brutal: Hugh Nash. Me llamaba «Ayres y Graces» [5]. Pero hasta él tenía la decencia de zurrarme en privado…

El cigarro se le estaba consumiendo entre los dedos, pero él no se movió y bajó la voz.

– Al final, Nash se alistó en la marina. Le mataron en Malaya. Y, ¿sabe?, cuando me enteré de su muerte sentí alivio. Yo estaba ya en la aviación y sentí alivio…, igual que si todavía estuviese en el colegio y otro chico me hubiera dicho que los padres de Nash le habían sacado del colegio… El pobre Morris también murió, creo. No sé si a su hermano le iría bien. -La voz se le tornó áspera-. Ojalá le hubiera comprado una parte del taller. Sería más feliz que ahora, que invierto todo lo que tengo en esta puñetera finca. ¿Por qué lo hago? Por el bien de la familia, va a decir usted, con esa maravillosa perspicacia suya. ¿Cree de verdad que vale la pena salvar a esta familia? ¡Mire a mi hermana! Esta casa le ha chupado la vida, como está chupándome la mía. Es lo que está haciendo. Quiere destruirnos a todos. Está muy bien afrontarlo, pero ¿hasta cuándo cree que puedo seguir así? Y cuando haya acabado conmigo…

– Basta, Rod -dije, porque de pronto había elevado la voz y se estaba agitando: al percatarse de que el cigarro se le había apagado, se inclinó para prender otra bola de papel de periódico en el fuego, y la arrojó con tanta violencia que rebotó en el guardafuego de mármol y siguió ardiendo en el borde de la alfombra.

La recogí y la tiré a la rejilla; luego, al ver el estado de Rod, extendí la mano hacia el borde de la pantalla -porque era una de esas chimeneas que tenían un fino protector de malla colgado de parte a parte, para proteger los dormitorios de los niños- y la cerré.

Se arrellanó en el asiento, con los brazos cruzados a la defensiva. Dio un par de caladas furtivas, luego ladeó la cabeza y empezó a pasear la mirada por la habitación, con unos ojos que parecían muy grandes en su cara delgada y pálida. Yo sabía lo que estaba buscando, y me sentí casi mareado de frustración y pena. Hasta entonces no había hecho mención alguna de la antigua visión; su comportamiento había sido turbador, desagradable, pero bastante racional. Ahora vi que nada había cambiado. Su mente seguía nublada. La bebida, quizá, sólo le servía para infundirle valor, y la truculencia era una forma desesperada de bravura.

Dijo, sin dejar de mirar alrededor:

– Esta noche habrá movimiento. Lo presiento. Acabo de presentirlo. Soy como una veleta. Empiezo a girar cuando el viento cambia.

Lo dijo con un tono casi lúgubre y no supe cuánto había de teatro y en qué medida era algo mortalmente serio. Pero -no pude evitarlo- mi mirada se puso a seguir la suya. El lavabo atrajo mi atención; esta vez también eché hacia atrás la cabeza para mirar al techo. A través de la oscuridad, atisbé la extraña mancha o borrón, y el corazón se me encogió al descubrir, más o menos un metro más allá, una marca similar. Más lejos creí ver otra. Miré la pared detrás de la cama de Rod y vi otra más. O creí verla. No estaba seguro; las sombras gastaban malas pasadas. Pero mi mirada recorrió velozmente una superficie tras otra hasta que tuve la sensación de que el cuarto estaba infestado de manchas misteriosas; y de repente la idea de dejar a Rod otra noche entre ellas -¡otra hora!- fue excesiva. Aparté los ojos de la oscuridad y me incliné hacia delante en mi butaca para decir, apremiante:

– Rod, venga conmigo a Lidcote, ¿quiere?

– ¿A Lidcote?

– Creo que allí estará más seguro.

– No puedo irme ahora. Ya se lo he dicho, ¿no? El viento está cambiando…

– ¡No siga hablando así!

Pestañeó, como si súbitamente comprendiera. Ladeó la cabeza de nuevo y dijo, casi con timidez:

– Tiene miedo.

– Rod, escúcheme.

– Lo nota, ¿no? Lo nota y tiene miedo. Antes no me creía. Podo aquello de tormenta de nervios, de shock de la guerra. ¡Ahora está más asustado que yo!

Caí en la cuenta de que sí tenía miedo; no de las cosas que él había contado, sino de algo más impreciso y temible. Estiré el brazo para tratar de agarrarle la muñeca.

– ¡Rod, por lo que más quiera! ¡Creo que está en peligro!

Mi ademán le sobresaltó; retrocedió. Y entonces -supongo que fue la bebida- montó en cólera.

– ¡Dios le maldiga! -exclamó, rechazándome-. ¡Quíteme las manos de encima! ¡No me diga cómo coj… tengo que portarme! Es lo único que sabe hacer. Y cuando no está repartiendo sus consejos quiere agarrarme con sus sucios dedos de médico. Y cuando no me agarra me observa, me observa con sus sucios ojos de médico. ¿Quién demonios es usted, si puede saberse? ¿Qué cono hace aquí? ¿Cómo ha conseguido colarse en esta casa? ¡No es miembro de la familia! ¡Usted no es nadie!

Depositó el vaso con tanta fuerza en la mesa que la ginebra se vertió sobre los papeles.

– Voy a llamar a Betty -dijo, absurdamente- para que le acompañe hasta la puerta.

Fue con pasos torpes hasta la campana de la chimenea, aferró la palanca que accionaba la campanilla y tiró de ella una y otra vez, de tal modo que oímos en el sótano el repiqueteo débil y frenético. Curiosamente sonaba como la campana que tañían los vigilantes de los bombardeos en el pueblo, y añadía un agitado y atávico revuelo a la conmoción y el disgusto que sus palabras ya habían desencadenado en mi interior.

Me levanté, fui a la puerta y la abrí en el preciso momento en que Betty apareció, asustada y sin resuello. Intenté impedirle que entrara.

– No pasa nada, todo va bien -dije-. Ha sido un error. Vuelve abajo.

– ¡El doctor Faraday se marcha! -gritó, sin embargo, Roderick, por encima de mi voz-. Tiene que visitar a otros pacientes. ¿No es una lástima? ¿Querrás acompañarle al vestíbulo, y de paso recoges su abrigo y su sombrero?

La chica y yo nos miramos, pero ¿qué demonios podía hacer yo? Yo mismo le había recordado a Rod, unos minutos antes, que era «el cabeza de familia», un hombre adulto, el amo de la finca y de sus criados. Por fin, dije fríamente:

– Muy bien.

Ella se hizo a un lado para dejarme pasar y luego la oí salir corriendo en busca de mis cosas.

Estaba tan agitado ahora que tuve que pararme un minuto en la puerta de la salita para reponerme; cuando finalmente entré, pensé que mi cara o mis gestos me delatarían de inmediato. Pero mi entrada no causó impresión. Caroline tenía una novela abierta en el regazo, y la señora Ayres, en su sillón junto al fuego, dormitaba abiertamente. Esto me produjo otro sobresalto: nunca la había visto dormida, y cuando me acerqué y se despertó, me mito brevemente con los ojos medrosos y extraviados de una anciana desconcertada. El chal que se había puesto en el regazo se estaba deslizando al suelo. Me agaché para recogerlo, y cuando me enderecé lo tomó de mis manos y se envolvió con él las rodillas, ya recobrado su aplomo.

Me preguntó cómo estaba Roderick. Tras un titubeo, dije:

– No de maravilla, para serle sincero. Me… me gustaría saber qué decirle. Caroline, ¿irá a ver cómo está dentro de un rato?

– No, si está borracho -respondió ella-. Se pone pesadísimo.

– ¡Borracho! -dijo la señora Ayres, con un deje de desprecio-. Gracias a Dios que su abuela está muerta y no puede verle…, la madre del coronel, me refiero. Siempre decía que no hay nada más deprimente que ver a un hombre ebrio; debo decir que estoy de acuerdo con ella. Y, por parte de mi madre…, creo que mis bisabuelos eran miembros de la liga antialcohólica. Sí, estoy casi segura de que lo eran.

– Aun así -dije, mirando fijamente a Caroline-, ¿no podría hacerle una visita a su hermano, antes de acostarse, para asegurarse de que está bien?

Ella captó finalmente el sentido que encerraban mis palabras y levantó la vista para mirarme a los ojos. Cerró los suyos con un gesto cansado, pero asintió con un gesto.

Esto me tranquilizó un poco, pero me sentía incapaz de sentarme con calma junto al fuego y hablar de cosas normales. Les di las gracias por la cena y me despedí. Betty me esperaba en el vestíbulo con mi sombrero y mi abrigo, y verla me recordó las palabras de Rod: «¿Quién demonios es usted? ¡Usted no es nadie!».

El tiempo de perros que hacía fuera pareció levantarme el ánimo. El disgusto y la ira aumentaron cuando conducía a casa, y conduje mal, equivocando las marchas, y una vez tomé una curva a una velocidad excesiva y a punto estuve de salirme de la carretera. Tratando de serenarme, me ocupé de diversas facturas y papeles hasta mucho después de medianoche, pero cuando finalmente me acosté seguía inquieto y casi deseaba que llamase un paciente para liberarme de mis tristes pensamientos.

Nadie llamó y al final encendí la lámpara y me levanté para servirme un trago. Al volver a la cama mi mirada se posó en aquella vieja fotografía del Hall, con su hermoso marco de carey: la había conservado todo aquel tiempo en la mesilla de noche, junto con la medalla del Día del Imperio. La cogí y miré el rostro de mi madre. Después dirigí los ojos hacia la casa que se erguía detrás de ella y, como había hecho algunas veces, pensé en las personas que la habitaban ahora y me pregunté si yacerían más tranquilas que yo, en sus habitaciones separadas, frías, oscuras. La señora Ayres me había regalado la foto en julio, y estábamos a principios de diciembre. ¿Cómo era posible, me pregunté, que en unos pocos meses mi vida se hubiera entremezclado con la de aquella familia hasta el punto de turbarme y desequilibrarme de aquel modo?

El alcohol ingerido atemperó mi rabia y logré conciliar el sueño. Pero dormí mal; y mientras me debatía contra sueños oscuros yviolentos, algo atroz ocurría en Hundreds Hall.

Загрузка...