Capítulo 4

Me despedí de los Baker-Hyde alrededor de la una, después de haberles prometido que volvería al día siguiente. Por la mañana abro mi consulta desde las nueve hasta después de las diez, así que eran casi las once cuando entré de nuevo en el patio de Standish, y lo primero que vi allí fue un embarrado Packard granate que reconocí enseguida como el del doctor Seeley, mi rival en el condado. Consideré perfectamente lícito que los Baker-Hyde le hubieran llamado: al fin y al cabo, era su médico. Pero para los facultativos afectados es siempre violento que un paciente tome una decisión así sin haberles informado. Una especie de mayordomo o secretario me introdujo en la casa y me encontré con Seeley justo cuando salía del dormitorio de la niña. Era un hombre alto y fornido, y tenía un aspecto más corpulento que nunca en la estrecha escalera del siglo XVI. Era evidente que para él resultaba igual de embarazoso encontrarme allí, con mi maletín de médico en la mano, del mismo modo que yo le veía con el suyo.

– Me han llamado a primera hora de la mañana -dijo, llevándome aparte para hablar del caso conmigo-. Es mi segunda visita del día. -Encendió un cigarrillo-. Tengo entendido que usted estaba en Hundreds cuando sucedió. Fue un golpe de suerte, la verdad. Qué mala pata para la niña, ¿no?

– Sí -dije-. ¿Qué opina usted? ¿Cómo esta la herida?

– La herida está bien. Hizo un trabajo mejor del que yo habría hecho. ¡Y en la mesa de la cocina! Las cicatrices serán horrorosas, por supuesto. Una auténtica pena, sobre todo para una niña de su clase social. Los padres insisten en llevarla a un especialista de Londres, pero me sorprendería que allí puedan hacer mucho por ella. Aun así, ¿quién sabe? Los chicos de la plástica desde luego han tenido ocasión de ejercitarse en los últimos años. Lo que necesita ahora es reposo. Va a venir una enfermera y le he recetado Luminal para tenerla sedada un par de días. Después, ya veremos.

Habló unas palabras con Peter Baker-Hyde, luego me hizo una señal de despedida y se marchó a continuar su ronda. Me quedé en el vestíbulo al pie de la escalera, todavía incómodo por la situación pero, naturalmente, confiando en ver a la niña. Su padre, sin embargo, me dejó claro que prefería que no la molestaran. Parecía sinceramente agradecido por mi ayuda -«¡Gracias a Dios que estaba usted anoche!», dijo, estrechándome la mano con las dos suyas-, pero luego me puso la mano en el hombro y, sin presionar pero con firmeza, me condujo hasta la puerta. Comprendí que me había excluido totalmente del caso.

– ¿Me enviará sus honorarios? -dijo, mientras me acompañaba al coche.

Y cuando le respondí que no le causaría esa molestia, insistió en que tomara el par de guineas que intentaba ponerme en la mano. Después pensó en la gasolina que yo había gastado en el doble trayecto a Standish, y pidió a uno de los jardineros que fuera a buscar una lata de combustible. El gesto fue dispendioso, pero al mismo tiempo había en él cierta dureza. Tuve la incómoda sensación de que me estaba sobornando. Guardamos silencio bajo la llovizna mientras el jardinero me llenaba el depósito, y pensé que era una lástima que no pudiera subir a echar a la niña un último vistazo. Lo hubiera apreciado mucho más que las guineas o la gasolina.

Sólo cuando subía al coche me acordé de preguntarle si había comunicado a Hundreds que Gillian se estaba restableciendo; y al oír esto su expresión se endureció más que nunca.

– Ellos -dijo, adelantando de un tirón la barbilla- van a tener noticias de nosotros, vaya que sí. Este asunto no va a quedar así, se lo aseguro.

Yo me lo esperaba a medias, pero me consternó la amargura de su tono. Enderezándome de nuevo, dije:

– ¿Qué quiere decir? ¿Ha informado a la policía?

– Todavía no, pero tengo intención de hacerlo. Como mínimo queremos que maten a ese perro.

– Pero, bueno, Gyp es una criatura irracional.

– ¡Y que se vuelve senil, claramente!

– Por lo que yo sé, el incidente fue algo absolutamente insólito.

– A mi mujer y a mí eso nos sirve de poco consuelo. ¿No pensará que vamos de cruzarnos de brazos hasta que se deshagan de ese perro? -Alzó la vista hacia las estrechas ventanas con parteluz encima del pórtico, una de las cuales estaba abierta, y bajó la voz-. Esto destruirá la vida de Gillian; seguro que usted lo entiende. ¡El doctor Seeley me ha dicho que ha sido pura casualidad que no haya sufrido una septicemia! ¡Y todo porque esa familia, los Ayres, se creen demasiado importantes para atar a un perro peligroso! ¿Y si ataca a otro niño?

Yo no creía que Gyp lo hiciese, y aunque no dije nada debió de ver la duda en mi expresión.

– Mire -prosiguió-, sé que seguramente es usted amigo de la familia. No espero que se ponga de mi parte contra ellos. Pero también veo lo que quizá usted no: que ellos se creen que aquí están por encima de todo el mundo, como tantos otros hacendados. ¡Probablemente han adiestrado al perro para que ahuyente a los intrusos! Tendrían que pararse a mirar ese montón de ruinas donde viven. Están desfasados, doctor. Si le digo la verdad, he empezado a pensar que también lo está todo este puñetero condado.

A punto estuve de contestar que, a mi entender, el desfase del condado era precisamente lo que le había atraído para instalarse en él. En cambio, le pedí que, por lo menos, no hablase del asunto con la policía hasta que volviera a ver a la señora Ayres; y al final dijo:

– Muy bien. Iré a verla en cuanto sepa que Gillian está fuera de peligro. Pero si tienen la menor consideración, habrán liquidado al perro antes de que vaya.

Ninguno de los seis o siete pacientes a los que atendí durante el resto de mi ronda matutina me mencionó el suceso en Hundreds; no obstante, las habladurías circulan tan rápido que cuando empecé las consultas de la tarde descubrí que los relatos morbosos de la herida de Gillian eran la comidilla en las tiendas y los pubs locales. Un hombre al que visité esa noche, después de cenar, me describió todo el incidente sin cambiar un solo detalle, salvo el de que Seeley ocupaba mi lugar en la escena de suturar la herida. El hombre era un bracero con un largo historial de pleuresía, y yo hacía todo lo posible por evitar que la enfermedad desembocase en algo más maligno. Pero sus condiciones de vida obraban en su contra -vivía en una angosta casa adosada- y, al igual que muchos peones agrícolas, trabajaba mucho y bebía sin medida. Me hablaba entre accesos de tos.

– Casi le arrancó la mejilla de un mordisco, dicen. Poco faltó para que también la dejara sin nariz. Así son los perros. Lo he dicho muchas veces, te matará cualquier perro. La raza no importa. Todos atacan.

Recordando mi conversación con Peter Baker-Hyde, le pregunté si creía que había que sacrificar al perro. Respondió sin vacilar que no, porque, como acababa de decir, todos los perros mordían, ¿y qué sentido tenía castigar a un animal por algo que era natural en él?

Pregunté si otras personas decían lo mismo. Bueno, él había oído una cosa y la otra.

– Hay quien dice que habría que apalearlo, y algunos dicen que matarlo de un tiro. Claro está que hay que pensar en la familia.

– ¿Se refiere a la de Hundreds?

– No, no, a la familia de la chica, a los Baker-Hyde.

Se rió, fluidamente.

– Pero ¿no será penoso para los Ayres tener que renunciar a su perro?

– Ah -dijo él, tosiendo de nuevo, y se inclinó para escupir en la chimenea apagada-, a mejores cosas han tenido que renunciar, ¿no?

Sus palabras me dejaron bastante intranquilo. Llevaba todo el día preguntándome qué estado de ánimo habría en el Hall. Y como al dejar al paciente pasé cerca de las verjas del parque, decidí visitarles.

Era la primera vez que iba a la casa sin haber sido invitado y, lo mismo que la otra noche, caía un aguacero y nadie oyó el coche. Llamé al timbre y después me precipité adentro, y fue el pobre Gyp el que vino a recibirme: salió al vestíbulo ladrando sin ganas, y sus pezuñas resonaron en el mármol. De algún modo debía de presentir la sombra del desastre que pendía sobre su cabeza, porque parecía abatido y desconcertado, como si no fuera el mismo. Me recordó a una mujer a la que una vez había atendido, una anciana maestra que había empezado a perder el juicio y salía de su casa a callejear en camisón y zapatillas. Por un momento pensé: «quizá él tampoco está en sus cabales». En definitiva, ¿qué sabía yo de su temperamento? Pero cuando me acuclillé a su lado y le tiré de las orejas pareció que volvía a ser el perro manso de siempre. Abrió la boca y asomó la lengua, rosada y saludable contra los dientes de un blanco amarillento.

– La que has armado, Gyp -dije en voz baja-. ¿En qué estabas pensando, chico, eh?

– ¿Quién está ahí? -oí decir a la señora Ayres, desde el interior de la casa. Después apareció, borrosa en las penumbras, con uno de sus habituales vestidos oscuros y un chal estampado, aún más oscuro, encima de los hombros.

– Doctor Faraday -dijo sorprendida, ciñéndose el chal. Su cara en forma de corazón estaba transida-. ¿Sucede algo?

Me incorporé.

– Estaba preocupado por ustedes -dije, simplemente.

– ¿Sí? -Su expresión se suavizó-. Qué amable por su parte. Pero venga a calentarse. Hace frío esta noche, ¿verdad?

En realidad no hacía tanto frío, pero al seguirla hacia la salita se me antojó que la casa, como la estación, había sufrido una modificación leve, pero perceptible. El pasillo de techo alto, que había permanecido maravillosamente fresco y ventilado durante todo el verano, ahora emanaba humedad, después de tan sólo dos días de lluvia. En la salita estaban corridas las cortinas de las ventanas, un fuego crepitante de palos y pinas ardía en la rejilla, y las butacas y el sofá estaban más cerca de la chimenea; pero el conjunto, de alguna manera, no producía un efecto del todo acogedor, sino que era más bien como si los sillones formaran una isla de luz y calor y detrás hubiera una extensión de alfombra raída y charcos de sombra. Era evidente que la señora Ayres había estado sentada en una de las butacas, y la otra, frente a mí cuando entré, la ocupaba Roderick. Sólo hacía una semana que no le veía, pero ahora su aspecto me sobresaltó. Vestía una de sus viejas y abultadas sudaderas de la aviación, y llevaba el pelo recién cortado, como yo; con la cabeza contra el amplio sillón de orejas parecía flaco como un fantasma. Me vio entrar y me pareció que fruncía el ceño; tras una pausa mínima, se agarró a los brazos de la butaca como para levantarse y cedérmela. Le indiqué con un gesto que siguiera sentado y me acéreme a reunirme con Caroline en el sofá. Gyp vino a tumbarse a mis pies, sobre la alfombra, y al hacerlo emitió uno de esos expresivos gemidos perrunos que suenan tan alarmantemente humanos.

Nadie había hablado, ni siquiera para saludarme. Caroline estaba sentada con las piernas recogidas y, con un aire tenso e infeliz, tiraba de unos hilos del calcetín de lana que le cubría los dedos de los pies. Roderick empezó a liarse un cigarrillo con movimientos nerviosos y espasmódicos. La señora Ayres se reajustó el chal sobre los hombros y dijo, al sentarse:

– Hoy todos hemos estado bastante confusos, doctor Faraday, como supongo que ya se imagina. ¿Ha estado en Standish? Dígame, ¿cómo está la niña?

– Bastante bien, que yo sepa -respondí. Y, como ella me miró sin comprender, añadí-: No la he visto. La han puesto a cargo de Jim Seeley. Le encontré allí esta mañana.

– ¡Seeley! -dijo ella, y el desdén en su voz me pilló por sorpresa, hasta que recordé que el padre de Seeley había sido el que tuvo a su cuidado a la propia hija de la señora Ayres, la primera niña, la que murió-. ¡Lo mismo podrían haber llamado a Crouch, el barbero! ¿Qué le ha dicho?

– No mucho. Gillian parece tan bien como cabía esperar. Por lo visto, los padres piensan llevársela a Londres, en cuanto pueda viajar.

– Pobre, pobre niña. He pensado en ella todo el día. ¿Sabe que he telefoneado a su casa? Tres veces, y nadie se ha puesto al teléfono, sólo una criada. Pensaba enviarles algo. ¿Flores, quizá? ¿Algún regalo? Lo cierto es que a gente como los Baker-Hyde…, bueno, digamos que no se puede mandar dinero. Recuerdo que un chico, hace años, tuvo un accidente… Daniel Hibbit, ¿te acuerdas, Caroline? Le coceó un caballo en nuestros terrenos y sufrió una especie de parálisis. Nos ocupamos de todo, creo. Pero en un caso como éste, una no sabe…

Se le apagó la voz.

Caroline, a mi lado, se movió.

– Yo siento lo de esa niña tanto como cualquiera -dijo, tirando todavía de los hilos en los pies-. Pero sentiría lo mismo si un rodillo le hubiera atrapado el brazo o si se hubiese quemado con una estufa encendida. Fue maldita mala suerte, ¿no? No se arreglará con flores o dinero. ¿Qué se puede hacer?

Tenía la cabeza gacha y la barbilla hundida, y su voz sonaba lejana. Al cabo de un segundo, dije:

– Sospecho que, sin duda, los Baker-Hyde están esperando algo.

Pero ella volvió a hablar sin que yo hubiera terminado de hacerlo.

– De todos modos, no se puede razonar con personas así. ¿Sabéis lo que me dijo el cuñado anoche? ¡Que no sólo se están deshaciendo prácticamente de todos los paneles de Standish, sino que piensan derribar todo el ala sur de la casa! Quieren hacer allí una especie de cine para sus amigos. Sólo conservarán la galería. «La una y nueves» [3], la llamó.

– Bueno, pero las casas cambian -respondió vagamente su madre-. Tu padre y yo hicimos modificaciones aquí cuando nos casamos. Me parece una lástima que no se salvaran las tapicerías de Standish. ¿Las ha visto alguna vez, doctor Faraday? A Agnes Randall se le partiría el corazón.

No contesté; y mientras ella y Caroline seguían unos minutos hablando del tema, no puede por menos de intuir que, consciente o inconscientemente, estaban eludiendo la cuestión más urgente. Al final dije:

– Verán, con Gillian en ese estado, desmantelar Standish debe de ser la última cosa en la que estarán pensando los Baker-Hyde.

La señora Ayres pareció dolida.

– ¡Oh, si por lo menos, si por lo menos no hubieran traído a esa niña con ellos! -dijo-. ¿Por qué la trajeron? Se supone que tienen una niñera o una institutriz. Es evidente que pueden pagársela.

– Probablemente piensan que una institutriz le crearía un complejo -dijo Caroline, removiéndose. Y un segundo después añadió, con algo así como un refunfuño nervioso-: Desde luego tendrá un complejo ahora.

La miré, escandalizado. Y su madre, como horrorizada, dijo: «¡Caroline!».

Dicho sea en su honor, a la propia Caroline le sobresaltaron sus palabras tanto como a nosotros. Me miró con una expresión horrible, con una nerviosa sonrisa fija en los labios pero con los ojos casi angustiados; luego apartó la vista. Me fijé en que ahora no había rastros de maquillaje en su cara: por el contrario, las mejillas parecían secas y la boca ligeramente hinchada, como si se hubiera restregado brutalmente la cara con un trapo de cocina.

Observé que Roderick la miraba mientras inhalaba el humo del cigarrillo. También tenía el rostro desigualmente enrojecido por el calor de la lumbre, ylas franjas de piel rosa tirante en las mejillas y en la mandíbula destacaban como unas diabólicas huellas dactilares. Pero, para mi desconcierto, siguió sin decir nada. Ninguno de ellos, pensé, tenía la menor idea de la gravedad con que los Baker-Hyde trataban el asunto. Más bien daba la impresión de que lo eludían, se replegaban, cerraban filas… Sentí un ramalazo de aversión hacia ellos, como me había ocurrido en mi primera visita. Cuando se calmó la pequeña conmoción que produjo el comentario de Caroline, hablé de nuevo para contarles sin rodeos lo que por la mañana habíamos hablado Peter Baker-Hyde y yo en el patio de Standish.

La señora Ayres escuchó en silencio, llevándose las dos manos juntas a la cara y agachando la cabeza. Caroline me miró absolutamente horrorizada.

– ¿Matar a Gyp?

– Lo siento, Caroline, pero ¿puede reprochárselo? Debería habérselo esperado.

Creo que lo había hecho. Pero dijo: «¡Por supuesto que no!».

Hasta el mismo Gyp se levantó al captar el tono ofendido de su voz. Clavó la mirada inquieta y desconcertada en la cara de su ama, como si aguardara la palabra o el gesto que le permitiera relajarse. Ella se inclinó para ponerle una mano en el cuello y acercarlo hacia ella, pero volvió a dirigirse a mí.

– ¿Creen que servirá de algo? Si deshacerse de Gyp significara que a la niña, milagrosamente, se le borrara la herida, lo entregaría ahora mismo. ¡Preferiría que me hubiese mordido a a tener que revivir lo de anoche! Sólo quieren castigarle…, castigarnos. No pueden hablar en serio.

– Me temo que sí -dije-. Y también en lo de llamar a la policía.

– ¡Oh, pero qué espanto! -dijo la señora Ayres, ahora casi retorciéndose las manos-. Un auténtico espanto. ¿Qué hará la policía, según usted?

– Bueno, supongo que tendrán que ocuparse del caso, si lo denuncia un hombre como Baker-Hyde. Y habiendo una herida tan emocional… -Miré a Roderick, resuelto a conocer su opinión-. ¿No le parece, Rod?

Se movió en su asiento como cohibido, y después habló con voz pastosa.

– Realmente no sé qué pensar -carraspeó-. Supongo que tenemos una licencia para Gyp, ¿no? Me figuro que eso ayudaría.

– ¡Pues claro que la tenemos! -dijo Caroline-. Pero ¿qué tiene que ver aquí una licencia? No se trata de un perro peligroso que anda suelto por la calle. Es un perro doméstico al que le han hecho rabiar en su propia casa. Todos los que estuvieron aquí anoche dirán lo mismo. Si los Baker-Hyde no lo entienden… ¡Oh, no lo soporto! ¡Ojalá esa gente nunca hubiera comprado Standish! Y ojalá nunca hubiéramos organizado la maldita fiesta.

– Creo que los Baker-Hyde desearían lo mismo. La desgracia de Gillian les ha destrozado.

– Claro, se comprende -dijo la señora Ayres-. Todo el mundo vio anoche que la niña quedará horriblemente desfigurada. Es un suceso horrible para unos padres.

Hubo un silencio tras estas palabras, y noté que mi mirada pasaba sin querer de la cara de la señora a la de su hijo. Él tenía la cabeza baja, como si se mirase las manos. Percibí el destello de alguna emoción detrás de sus ojos, pero su actitud seguía teniéndome perplejo. Levantó la cabeza, volvió a atragantarse y tuvo que aclararse la garganta. Dijo:

– Ojalá hubiera estado con vosotros anoche.

– ¡Oh, sí, ojalá, Roddie! -dijo su hermana.

– No puedo evitar sentirme en cierto modo responsable -prosiguió, como si no la hubiera oído.

– Todos nos sentimos así -dije-. Yo también me siento responsable.

Me dirigió una mirada inexpresiva.

– No fue culpa nuestra -dijo Caroline-. Fue culpa del cuñado, enredando con el clavicémbalo. Y si esos padres hubieran tenido a la niña donde tenía que estar… o, mejor todavía, si no la hubieran traído…

Y de este modo volvimos exactamente al punto de donde habíamos partido, sólo que esta vez Caroline, su madre y yo nos vimos impelidos a repasar de principio a fin aquel terrible incidente, cada uno con su visión ligeramente distinta de los hechos. De vez en cuando, mientras hablábamos, yo miraba a Rod. Le vi encender otro cigarrillo -se embarulló y se le cayó tabaco en las rodillas- y advertí que se removía inquieto, como turbado por nuestras voces. Sin embargo, no supe realmente lo incómodo que estaba hasta que se puso de pie bruscamente.

– ¡Dios! -dijo-. No aguanto más esto. Lo he oído demasiadas veces hoy. Disculpa, madre, discúlpeme, doctor: me vuelvo a mi habitación. Lo siento… Lo… lo siento.

Lo dijo con una voz tan crispada y se movía con tanta torpeza que me incorporé a medias para ayudarle.

– ¿Se encuentra bien?

– Sí -se apresuró a decir él, extendiendo la mano como para contenerme-. No, no se preocupe. De verdad, estoy bien. -Esbozó una sonrisa poco convincente-. Es sólo que todavía me encuentro un poco mal, después de lo de anoche… Le diré a Betty que me traiga una taza de chocolate caliente. Estaré perfectamente después de una noche tranquila.

Mientras hablaba, su hermana se levantó. Se acercó a Rod y le cogió del brazo.

– ¿No me necesitas, madre? -preguntó, con una voz débil-. Entonces yo también me retiro. -Me miró azorada-. Gracias por venir a vernos, doctor Faraday. Ha sido muy atento.

Yo ya me había puesto de pie.

– Lamento no haber traído mejores noticias. Pero procure no preocuparse.

– Oh, no estoy preocupada -dijo ella, con una sonrisa tan estoica como la de su hermano-. Que esa gente diga lo que quiera. No le harán daño a Gyp. No se lo permitiré.

Ella y Roderick salieron y el perro les siguió fielmente: tranquilizado, de momento, por la serenidad en la voz de Caroline.

Vi cerrarse la puerta tras ellos y me volví hacia la señora Ayres. Ahora que sus hijos se habían ido parecía enormemente cansada. Yo nunca había estado a solas con ella, y no sabía si despedirme. La jornada había sido larga y yo también estaba cansado.

Pero ella me hizo una seña fatigada.

– Siéntese donde estaba Roderick, doctor Faraday, para que pueda verle más cómodamente.

Me senté junto al fuego y dije:

– Comprendo que esto ha sido un disgusto tremendo para usted.

– Sí, así es -respondió en el acto-. He pasado toda la noche en vela pensando en esa pobre criatura. ¡Que haya ocurrido, y precisamente aquí, algo tan horrendo! Y luego…

Empezó a dar vueltas, indecisa, a los anillos que llevaba en los dedos, y sentí el impulso de inclinarme hacia ella y posar una mano encima de las suyas. Por fin, con un tono más tenso y agitado, dijo:

– La verdad es que también estoy bastante preocupada por Roderick.

Mire hacia la puerta.

– Sí. Parece otra persona, desde luego. ¿Tanto le ha afectado todo esto?

– ¿No se enteró de lo de ayer?

– ¿Ayer? -Lo había olvidado, con todo aquel drama, pero lo recordé entonces-. Mandó a Betty a buscarle…

– Pobre chica, la alarmó. Volvió para decírmelo. Le encontré… ¡oh, en un estado rarísimo!

– ¿Qué quiere decir? ¿Enfermo?

Lo contó de mala gana.

– No lo sé. Dijo que le dolía la cabeza. Pero su aspecto era horrible: ¡a medio vestir con la ropa de la fiesta, sudando y temblando como una hoja!

Me la quedé mirando.

– ¿Había… bebido?

Fue lo único que se me ocurrió, y me avergonzó mi propia sugerencia. Pero ella negó con la cabeza, sin turbarse.

– No era eso, estoy segura. No sé qué pudo ser. Al principio me pidió que me quedara con él. ¡Me cogió de la mano, como un colegial! Después, con la misma rapidez, cambió de idea y me dijo que me fuera. Casi me echó de la habitación. Le dije a Betty que le llevara una aspirina. Tal como estaba, mejor que no saliera. Tuve que disculparme como pude. ¿Qué otra cosa iba a hacer?

– Podría habérmelo dicho.

– ¡Yo quería decírselo! Roderick no me dejó. Y, naturalmente, pensaba en el aspecto que tenía. Tenía miedo de que apareciese y montara una escena. Ahora creo que ojalá lo hubiera hecho. Porque entonces esa pobre niña…

La voz se le había puesto tan tensa que se le ahogó en la garganta. Guardamos un sombrío silencio y mi pensamiento volvió de nuevo a la noche anterior, a la dentellada de la quijada de Gyp, el grito y el gemido acuoso que siguieron. En aquel mismo momento, Rod se encontraba en un extraño estado nervioso en su habitación; y mientras yo llevaba a Gillian abajo, mientras le operaba la mejilla, él permaneció allí, supuestamente oyendo el alboroto al otro lado de su puerta, pero incapaz de salir a afrontarlo. Era un pensamiento horrible.

Aferré los brazos de mi butaca.

– ¿Y si voy a hablar con él?

La señora Ayres me contuvo con la mano.

– No, no vaya. No creo que él quiera.

– ¿Qué mal podría hacerle?

– Ya ha visto cómo estaba: tan cambiado, tan inseguro y apagado. Ha estado así todo el día. Prácticamente he tenido que suplicarle que viniera a sentarse aquí con nosotras. Su hermana no sabe cómo le encontré ayer; cree solamente que le dolía mucho la cabeza y que se acostó. Creo que Rod está avergonzado. Creo… ¡Oh, doctor Faraday, no se me quita de la cabeza cómo estaba cuando volvió del hospital!

Agachó la cabeza y empezó otra vez a dar vueltas a los anillos de los dedos.

– Nunca le he hablado de esto -dijo, sin mirarme a los ojos-. Su médico de entonces diagnosticó una depresión. Pero a mí me parecía algo más que eso. No pegaba ojo. Se enfurecía de pronto, o refunfuñaba. Su lenguaje era soez. Yo apenas le reconocía. ¡A mi propio hijo! Estuvo así durante muchos meses. Tuve que dejar de invitar a gente. ¡Me avergonzaba de él!

No sé muy bien si me sorprendió lo que me dijo. Al fin y al cabo, David Graham había mencionado el «trastorno nervioso» de Rod el verano anterior, y por lo que yo había visto desde entonces -la excesiva preocupación de Roderick por el trabajo, sus ocasionales arrebatos de irritación e impaciencia-, me parecía claro que el trastorno no había cesado por completo.

– Lo siento -dije-. Pobre Rod. ¡Y pobres usted y Caroline! Pero verá, he tratado a muchos heridos…

– Por supuesto -se apresuró a decir ella-. Sé que lo de Roderick podría haber sido mucho peor.

– No me refiero a eso -dije-. Estoy pensando en lo extraña que es la curación. Es un proceso distinto para cada paciente. No es sorprendente que la herida de Roderick le enfureciera, ¿no cree? A un joven sano como él. A la edad de Rod yo habría hecho lo mismo en una situación como la suya. Haber nacido con tanto y haber perdido tantísimo: la salud, la apariencia…, en cierto modo, la libertad.

Ella movió la cabeza, nada convencida.

– Era algo más que simple rabia. Era como si la propia guerra le hubiera cambiado y se hubiera vuelto un perfecto desconocido. Parecía que se odiaba a sí mismo y a todo el mundo a su alrededor. ¡Oh, cuando pienso en todos los chicos como él y en todas las atrocidades que les pedimos que hicieran en favor de la paz…!

Dije suavemente:

– Bueno, todo eso acabó ya. Todavía es joven. Se recuperará.

– ¡Pero usted no le vio anoche! -dijo ella-. Doctor, tengo miedo. ¿Qué ocurrirá si vuelve a enfermar? Ya hemos perdido muchas cosas. Mis hijos tratan de ocultarme las peores noticias, pero no soy tonta. Sé que la finca vive de su capital, y sé lo que eso significa… Pero tampoco es la única pérdida. Hemos perdido amigos; la costumbre de la relación social. Miro a Caroline: cada día está más descuidada y excéntrica. Por ella organicé la fiesta, ¿sabe? Fue un desastre, como todo lo demás… Cuando yo no esté, ella no tendrá nada. Y si además perdiera a su hermano… ¡Y pensar que esa gente quiere mandarnos a la policía! No sé…, ¡la verdad, sencillamente, es que no sé cómo voy a soportarlo!

Su voz había sido serena, pero dijo estas últimas palabras con un tono cada vez más vacilante. Se tapó los ojos con la mano, para ocultarme la cara.

Al pensarlo más tarde comprendí las desgracias que había sobrellevado durante tantos años: la muerte de la niña, la del marido, el estrés de la guerra, el accidente de su hijo, la pérdida de la finca… Pero había ocultado muy bien estas cuitas con un velo de buena educación y encanto, y para mí fue una conmoción verla perder el dominio de sí misma. Por un segundo permanecí sentado, casi paralizado; luego fui a acuclillarme al lado de su butaca y, tras un ligero titubeo, le cogí de la mano: se la tomé, simplemente, con suavidad y firmeza, como haría un médico. Apretó los dedos en torno a los míos y poco a poco se fue calmando. Le ofrecí mi pañuelo y ella se enjugó los ojos, avergonzada.

– ¡Si entrara ahora uno de mis hijos! -dijo, mirando con inquietud por encima del hombro-. ¡O Betty! No soportaría que me viesen así. Nunca vi llorar a mi madre; ella despreciaba a las mujeres que lloran. Perdóneme, doctor Faraday. Ya se lo he dicho, lo que pasa es que apenas he dormido esta noche, y el insomnio siempre me sienta muy mal… Y ahora debo de estar espantosa. Apague esa lámpara, ¿quiere?

Hice lo que me pedía y apagué la lamparilla de caireles sobre la mesa junto a su butaca. Cuando se difuminaron los contornos de la lámpara, dije:

– No tiene nada que temer de la luz, ¿sabe? No tiene por qué temerla.

Ella se estaba enjugando de nuevo la cara, pero me miró con una cansina sorpresa.

– No sabía que fuese tan galante, doctor.

Noté que me sonrojaba un poco. Pero antes de que pudiera responder, ella suspiró y siguió hablando.

– Oh, pero los hombres aprenden galantería del mismo modo que a las mujeres les salen arrugas. Mi marido era muy galante. Me alegro de que no esté vivo para verme como soy ahora. Su galantería se vería sometida a una dura prueba. Creo que envejecí diez años el invierno pasado. Seguramente éste envejeceré otros diez.

– Entonces aparentará unos cuarenta -dije, y ella se rió, como era propio, y me alegró que su cara recobrase la vida y el color.

Después hablamos de cosas corrientes. Me pidió que le sirviera una bebida y le llevase un cigarrillo. Y sólo cuando me levanté para marcharme intenté recordarle la causa de mi visita mencionando a Peter Baker-Hyde.

Su reacción fue levantar la mano, como exhausta por la idea.

– Hoy ese nombre ya se ha oído demasiadas veces en esta casa -dijo-. Si quiere hacernos daño, dejaremos que lo intente. No irá muy lejos. ¿Cómo iba a hacerlo?

– ¿De verdad cree eso?

– Lo sé. Este asunto horrible coleará dos o tres días y después se olvidará. Ya lo verá.

Parecía tan segura como su hija y no volví a abordar la cuestión.


Pero ella y Caroline se equivocaban. El asunto no quedó olvidado. El día siguiente mismo, Baker-Hyde fue en su coche al Hall para comunicar a la familia que se proponía informar del caso a la policía si no estaban dispuestos a sacrificar a Gyp. Se entrevistó con la señora Ayres y con Roderick durante media hora; al principio se mostró absolutamente razonable, me dijo más tarde la señora Ayres, y en consecuencia creyó por un momento que podría disuadirle.

– Nadie lamenta más que yo el accidente de su hija, señor Baker-Hyde -le dijo, con un sentimiento que él debió de considerar sincero-. Pero matar a Gyp no remediará la desgracia. En cuanto a la probabilidad de que el perro muerda a otro niño…, bueno, ya ve lo aislados que vivimos aquí. Simplemente no hay niños que le hagan rabiar.

Quizá fue una manera desafortunada de decirlo, y me imagino fácilmente que sus palabras debieron de endurecer la expresión y la actitud de Peter Baker-Hyde. Lo peor de todo fue que en aquel momento apareció Caroline, con Gyp pisándole los talones. Habían dado un paseo por el parque y supongo que estaban como yo les había visto muchas veces: Caroline acalorada, robusta, astrosa, y Gyp satisfecho y cubierto de barro, con la boca rosa abierta. Al verlos, Baker-Hyde debió de acordarse de su hija, desoladoramente postrada en su casa con la cara destrozada. Más tarde le dijo al doctor Seeley, quien a su vez me lo contó después a mí, que si en aquel momento hubiera tenido una escopeta en la mano habría «matado de un tiro al maldito perro y a toda la puñetera familia».

La visita pronto degeneró en maldiciones y amenazas, y Baker-Hyde se fue en su coche envuelto en un estrépito de gravilla. Caroline le miró marcharse con las manos en jarras; después, temblando de disgusto y de rabia, se dirigió a zancadas a uno de los edificios anexos y sacó unas cadenas y un par de candados viejos. Atravesó todo el parque, primero hasta una verja y después a la otra, y las cerró con llave.

Me lo contó mi ama de llaves; a ella se lo había contado un vecino que era primo de Barrett, el factótum de Hundreds. Del caso se hablaba todavía libremente en todos los pueblos de la comarca, y había gente que expresaba comprensión por los Ayres, pero la mayoría, al parecer, pensaba que la obcecación de la familia respecto a Gyp sólo servía para empeorar la situación. Vi a Bill Desmond el viernes, y parecía pensar que ya sólo era cuestión de tiempo el que los Ayres «hicieran lo decente» y mandasen sacrificar al pobre perro. Pero después hubo un par de días de silencio y realmente empecé a preguntarme si las aguas no estarían volviendo a su cauce. Luego, al principio de la semana siguiente, una paciente mía de Kenilworth me preguntó cómo estaba «esa pobrecilla niña Baker-Hyde»; lo preguntó como de pasada, pero con un tono de admiración en la voz, diciendo que se había enterado de mi intervención en el caso y de que prácticamente había salvado la vida de la niña. Cuando le pregunté asombrado quién le había dicho semejante cosa, me tendió el último número de un semanario de Coventry; lo abrí y encontré una crónica de todo el suceso. Los Baker-Hyde habían ingresado a su hija en un hospital de Birmingham para someterla a un nuevo tratamiento, y de allí habían sacado la historia. Decían que la niña había sufrido una «agresión salvaje», pero que estaba mejorando mucho. Los padres estaban decididos a lograr que sacrificasen al perro y habían pedido asesoramiento jurídico sobre el mejor modo de conseguirlo. Decían que era imposible obtener declaraciones de la viuda del coronel Ayres, su hijo Roderick y su hija Caroline, los dueños del animal.

Que yo supiera, en Hundreds no recibían los periódicos de Coventry, aun cuando se distribuían ampliamente en todo el condado, y me pareció bastante preocupante que el semanario hubiera publicado la crónica del caso. Telefoneé al Hall y pregunté si la habían leído; como me dijeron que no, les llevé un ejemplar en el trayecto a mi casa. Roderick lo leyó en un adusto silencio antes de pasárselo a su hermana. Ella leyó el artículo y, por primera vez desde que el asunto había empezado, perdió el aplomo y vi miedo auténtico en su rostro. La señora Ayres se quedó francamente horrorizada. El artículo mostraba cierto interés por la herida de Roderick durante la guerra y creo que ella tuvo una especie de miedo morboso a que se supiera, porque en cuanto les dejé me acompañó al coche para poder hablar sin que nos oyeran sus hijos.

Me habló en voz baja, alzando el pañuelo para protegerse el pelo:

– Tengo algo más que decirle. Todavía no se lo he dicho a Roderick ni a Caroline. El inspector Allam me ha llamado hace un rato para comunicarme que Baker-Hyde tiene intención de seguir adelante y presentar una denuncia. Quería avisarme; verá, él y mi marido sirvieron en el mismo regimiento. Me ha dejado bien claro que en un caso como éste, en el que hay un niño, tenemos muy pocas posibilidades de ganar. He hablado con Hepton -era el abogado de la familia- y opina lo mismo. Me ha dicho también que puede haber algo más que pagar una multa; podría haber daños y perjuicios… No puedo creer que hayamos llegado a esto. Aparte de todo lo demás, ¡no tenemos dinero para ir a juicio! He intentado preparar a Caroline para lo peor, pero no quiere escucharme. No la comprendo. Está más alterada de lo que estaba cuando el accidente de su hermano.

Yo tampoco la entendía, pero dije:

– Bueno, siente un gran cariño por Gyp.

– ¡Nos tiene mucho afecto a todos! Pero en definitiva es un perro, y está viejo. Créame que no podría comparecer con mi familia ante un juez. Si no ya en mí misma, tengo que pensar en Roderick. Dista mucho de estar bien. Es lo último que le faltaba.

Me puso la mano en el brazo y me miró directamente a la cara.

– Usted ya ha hecho mucho por nosotros, doctor, difícilmente puedo pedirle algo más. Pero no quiero mezclar a Bill Desmond ni a Raymond Rossiter en nuestros problemas. Cuando llegue el momento, con Gyp…, ¿nos ayudaría usted?

Dije, ingratamente sorprendido:

– ¿Sacrificarle, quiere decir?

Ella asintió.

– No puedo pedírselo a Roderick, y desde luego Caroline está descartada…

– Sí, sí.

– No sé a quién más recurrir. Si el coronel viviera…

– Sí, por supuesto. -Lo dije a regañadientes, pero con la sensación de que me sería muy difícil decir otra cosa. Así que lo repetí, con mayor firmeza-. Sí, por supuesto que les ayudaré.

Su mano seguía descansando en mi brazo. Puse la mía encima y ella agachó la cabeza, con alivio y gratitud, y en su tez aparecieron líneas leves de cansancio, casi de vejez.

– Pero ¿cree que Caroline lo consentirá? -le pregunté, cuando ella retiraba la mano.

Dijo simplemente:

– Sí, por el bien de la familia. No hay otro remedio.

Y esta vez tuvo razón. Me llamó una noche para decirme que el inspector jefe Allam había hablado otra vez con los Baker-Hyde y al cabo de una larga disputa habían accedido, aunque de mala gana, a retirar los cargos siempre que Gyp fuera sacrificado de inmediato. La señora Ayres parecía enormemente aliviada, y me alegré de que el conflicto se hubiera solucionado, pero pasé una noche de angustia pensando en lo que me había comprometido a hacer al día siguiente. Además, a eso de las tres, cuando ya por fin me estaba sumiendo en algo parecido a un sueño natural, me despertó la campanilla de noche de mi consulta. Un hombre había venido corriendo desde el pueblo vecino para pedirme que atendiera a su mujer, que estaba teniendo un parto difícil. Me vestí y fuimos en mi coche a su casa; era el primer parto de la mujer y se presentaba bastante complicado, pero todo acabó hacia las seis y media, cuando el niño nació con las sienes magulladas por los fórceps, pero sano y ruidoso. El hombre tenía que estar en el campo a las siete y dejamos a la madre y al bebé al cuidado de la comadrona, y le llevé hasta su granja. Se fue silbando al trabajo…, contento porque el recién nacido había sido niño y las mujeres de sus hermanos, me dijo, «sólo sabían fabricar mozas».

Me alegré por él y experimenté el ligero toque de euforia que suele seguir a un alumbramiento sin percances, sobre todo cuando lo acompaña la falta de sueño; sin embargo la emoción se agrió cuando recordé la tarea que me esperaba en Hundreds. No quise volver a Lidcote para tener que salir de nuevo; tomé una carretera que conocía y que atravesando unos bosques conducía a un pequeño claro junto a un estanque rodeado de vegetación. El lugar era pintoresco en verano, un nido de enamorados. Pero recordé demasiado tarde que también era el escenario de un suicidio en la época de la guerra, y cuando detuve el coche y apagué el motor, el agua oscura y los árboles mojados y llenos de magulladuras me parecieron muy melancólicos. Hacía demasiado frío para apearse: encendí un pitillo, bajé la ventanilla y crucé los brazos para protegerme de la intemperie. Alguna vez había visto allí garzas y en ocasiones somormujos arrullándose; aquel día el estanque parecía sin vida. Un pájaro gorjeó desde una rama y repitió el gorjeo pero no obtuvo respuesta. Poco después cayó llovizna y una brisa surgida de la nada me sembró la mejilla de gotitas punzantes. Aplasté el cigarro y subí deprisa la ventanilla.

Algunos kilómetros más allá estaba la curva de la carretera que me llevaría a la puerta occidental del parque de Hundreds. Aguardé hasta un poco antes de las ocho y luego arranqué rumbo a la casa.

Entré sin obstáculos, porque habían retirado la cadena y el candado de la verja. Había más luz en el parque abierto que en la carretera, pero la casa, visible desde el oeste, desde una considerable distancia, parecía vasta y sólida en la penumbra turbia, un gran cubo oscuro. Pero yo sabía que los Ayres eran madrugadores y al acercarme vi el humo de alguna de las chimeneas. Y cuando hube rodeado la trasera de la casa, después de que mis neumáticos arrancaran crujidos de la grava, vi encenderse una luz en las ventanas contiguas a la puerta principal.

La abrieron antes de que yo llegara a ella: era la señora Ayres.

Parecía pálida.

– ¿Llego demasiado pronto? -dije.

Ella negó con la cabeza.

– Por nosotros no hay problema. Roderick ya está en la granja. Creo que ninguno ha pegado ojo. Tampoco usted, por su aspecto. No habrá muerto nadie, espero.

– Un nacimiento.

– ¿El bebé está bien?

– El bebé y la madre… ¿Dónde está Caroline?

– Arriba, con Gyp. Supongo que habrá oído el coche.

– ¿La avisó de que venía? ¿Sabe por qué?

– Sí, lo sabe.

– ¿Como se lo ha tomado?

Volvió a mover la cabeza, pero no respondió. Me condujo a la salita y me dejó junto al chisporroteo de la leña de un fuego reciente. Volvió con una bandeja de té y pan con beicon frío, la depositó a mi lado y se sentó sin probar nada mientras yo comía. Verla desempeñar el papel de sirvienta aumentó mi desazón. No me entretuve en cuanto terminé el desayuno, sino que cogí el maletín y ella me llevó al vestíbulo y subimos la escalera hasta el primer piso.

Me dejó delante de la puerta de Caroline. Estaba ligeramente entornada, pero llamé con los nudillos y, al no oír respuesta, la empujé lentamente y entré. La habitación era espaciosa y agradable, con paneles de color claro en las paredes y una cama estrecha de cuatro postes; pero advertí que todo estaba descolorido, las cortinas del lecho desteñidas, las alfombras deshilachadas, las tablas del suelo pintadas de un blanco desgastado por manchones grises. Había dos ventanas de guillotina y Caroline estaba sentada delante de una de ellas, sobre una especie de otomana con almohadones, con Gyp a su lado. El perro tenía la cabeza encima del regazo de su ama, pero cuando me vio alzó el hocico, abrió las fauces y meneó el rabo. Caroline tenía la cara vuelta hacia la ventana y no habló hasta que estuve cerca.

– Así que ha venido lo antes posible.

– He ido a ver a una paciente -dije-. ¿Y no es mejor hacerlo ahora, Caroline, que esperar y correr el riesgo de que la policía les mande a alguien? No preferirá a un extraño, ¿verdad?

Ella volvió por fin la cabeza hacia mí y vi su semblante espectral, el pelo despeinado, la cara blanca, los ojos rojos e hinchados por las lágrimas o la vigilia. Dijo:

– ¿Por qué todos hablan de esto como si fuera algo normal, algo razonable que debe hacerse?

– Vamos, Caroline. Usted sabe que hay que hacerlo.

– ¡Sólo porque todo el mundo lo dice! Es como ir a la guerra. ¿Por qué tendría que ir yo? No es mi guerra.

– Caroline, esa niña…

– Podríamos haber ido a juicio y podríamos haber ganado. El señor Hepton lo dijo. Mi madre no le dejó intentarlo.

– ¡Pero un juicio! Sólo piense en lo que cuesta.

– Habría encontrado el dinero en algún sitio.

– Entonces piense en la publicidad que le darían. Piense en el cariz que presenta el caso. ¡Tratar de defenderse con esa chica tan malherida! No sería decoroso.

Hizo un gesto de impaciencia.

– ¿Qué importa la publicidad? Eso sólo le importa a mi madre. Y lo único que teme es que la gente vea lo pobres que somos. En cuanto a decoro…, a nadie le preocupan ya esas cosas.

– Su familia ya ha sufrido demasiado. Su hermano…

– Oh, sí -dijo-, ¡mi hermano! Que todos pensemos en él, ¿no? Como si hiciéramos otra cosa. Él podría haberse enfrentado a nuestra madre en este asunto. ¡Pero no ha hecho nada, absolutamente nada!

Hasta entonces nunca la había oído criticar a Roderick, excepto en broma, y me sobresaltó su dureza. Pero al mismo tiempo los ojos se le estaban poniendo más rojos y la voz se le estaba debilitando, y creo que ella sabía que no había más remedio. Volvió de nuevo la mirada hacia la ventana. Me quedé observándola en silencio y dije suavemente:

– Tiene que ser valiente, Caroline. Lo siento… ¿Puedo hacerlo ya?

– Dios -dijo ella, cerrando los ojos.

– Caroline, es viejo.

– ¿Eso cambia las cosas?

– Le doy mi palabra de que no sufrirá.

Se quedó tensa un momento; luego dejó caer los hombros, respiró y toda la amargura pareció abandonarla. Dijo:

– Oh, hágalo. Todo lo demás ha desaparecido, ¿por qué no también él? Estoy harta de luchar.

Lo dijo con un tono tan desolado que finalmente vi a través de su obstinación otras pérdidas y congojas, y pensé que la había juzgado mal. Mientras hablaba puso una mano en la cabeza del perro y el animal, comprendiendo que estaba hablando de él, pero también percibiendo la angustia de su tono, alzó hacia ella una mirada confiada y a la vez inquieta y después se incorporó sobre las patas delanteras y avanzó el hocico hacia la cara de su ama.

– ¡Perro idiota! -dijo ella, dejándole que la lamiera. Luego lo apartó-. ¿No ves que te reclama el doctor Faraday?

– ¿Lo hago aquí? -dije.

– No. Aquí no. No quiero verlo. Lléveselo a algún sitio, abajo. Vete, Gyp.

Y le empujó hacia mí casi con rudeza, de tal forma que el perro cayó trastabillando de la otomana al suelo.

– Vete -repitió ella, y como él vaciló, dijo-: ¡Estúpido! Te he dicho que el doctor Faraday te llama. ¡Vete!

Entonces Gyp se me acercó fielmente y, tras dirigir una última mirada a Caroline, lo saqué de la habitación y cerré la puerta sin hacer ruido. Me siguió por la casa hasta la cocina, le llevé a la trascocina y le hice tumbarse en una alfombra vieja. Él sabía que aquello era algo inusual, porque Caroline era muy estricta en sus costumbres; con todo, debía de intuir que había un trastorno en la casa y quizá hasta intuía que él era la causa. Me pregunté qué ideas se le estarían pasando por la cabeza: qué recuerdos de la fiesta, y si era consciente de lo que había hecho y se sentía culpable o avergonzado. Pero cuando le miré a los ojos vi que en ellos sólo había confusión; y después de haber abierto mi maletín y sacado lo que necesitaba, le toqué la cabeza y le dije, como le había dicho otra vez: «La que has armado, Gyp. Pero ya no importa. Eres un buen perro». Y seguí murmurando tonterías parecidas, le coloqué el brazo debajo del espinazo, para que cuando la inyección hiciera efecto cayera sobre mi mano, y sentí cómo se le debilitaba el corazón contra mi palma y a continuación noté que se paraba.

La señora Ayres me había dicho que Barrett lo enterraría y por tanto lo cubrí con la alfombra, me lavé las manos y volví a la cocina. Allí encontré a la señora Bazeley: acababa de llegar y se estaba atando el delantal. Cuando le dije lo que había hecho sacudió la cabeza, consternada.

– ¿No es una pena? -dijo-. La casa no parecerá la misma sin ese viejo animal. ¿Lo comprende, doctor? Lo he visto por aquí toda su vida, y declararía bajo juramento que no había más maldad en él que en los pelos de mi cabeza. Le habría confiado a mi propio nieto.

– Y yo también, si tuviera uno, señora Bazeley -respondí, compungido.

Pero la mesa de la cocina estaba allí para recordarme aquella horrible noche. Y también estaba Betty: hasta entonces no la había visto. Estaba medio escondida por una puerta que llevaba a los corredores de la cocina; tenía un montón de trapos recién secados y los estaba plegando. Pero se movía con extrañas sacudidas, como si sus hombros delgados le diesen tirones, y al cabo de unos segundos comprendí que estaba llorando. Volvió la cabeza y al ver que la observaba arreció su llanto. Dijo, con una violencia que me asombró:

– ¡Ese pobre perro viejo, doctor Faraday! ¡Todo el mundo le culpa, pero no fue él! ¡No es justo!

La voz se le quebró y la señora Bazeley se le acercó y la estrechó en sus brazos.

– Vamos, vamos -dijo, dando torpes palmadas en la espalda de Betty-. ¿Ve cómo nos ha afectado esto, doctor? No hacemos nada a derechas. Betty tiene una idea en la cabeza… No sé. -Parecía azorada-. Cree que hubo algo raro en el mordisco a esa niña.

– ¿Algo raro? -dije-. ¿A qué se refiere?

Betty levantó la cabeza del hombro de la señora Bazeley y dijo:

– ¡Hay algo malo en esta casa, eso es lo que pasa! ¡Hay algo malo que hace que ocurran desgracias!

La miré atentamente un momento y después levanté la mano para frotarme la cara.

– Oh, Betty.

– ¡Es verdad! ¡Lo he notado!

Miró a la señora Bazeley. Sus ojos grises estaban muy abiertos y tiritaba ligeramente. Pero yo presentía, como había presentido en otras ocasiones, que en el fondo disfrutaba del alboroto y la atención. Dije, con menos paciencia:

– Muy bien. Todos estamos cansados y todos estamos tristes.

– ¡No es cansancio!

– ¡Muy bien! -dije, alzando la voz-. Esto es una pura estupidez y tú lo sabes. Esta casa es grande y solitaria, pero creí que ya te habías acostumbrado.

– ¡Estoy acostumbrada! No es sólo eso.

– No es nada. No hay nada malo aquí, ningún fantasma. Lo que pasó con Gyp y esa pobre niña fue un accidente horrible, nada más.

– ¡No fue un accidente! Fue la cosa mala que le susurró algo a Gyp o… o le pellizcó.

– ¿Tú oíste un susurro?

– No -admitió, de mala gana.

– No. Y yo tampoco. Y nadie lo oyó, de todas las personas que había en la fiesta. Señora Bazeley, ¿ha visto usted algún indicio de esa «cosa mala» que dice Betty?

La asistenta negó con la cabeza.

– No, doctor. Nunca he visto nada raro aquí.

– ¿Y desde cuándo viene a esta casa?

– Pues desde hace casi diez años.

– Ya ves -le dije a Betty-. ¿No te tranquiliza eso?

– ¡No! -contestó ella-. ¡Que ella no lo haya visto no significa que no sea verdad! Podría ser… algo nuevo.

– ¡Oh, por el amor de Dios! -exclamé-. Venga, sé una buena chica y sécate los ojos. Y espero -añadí- que no menciones nada de esto a la señora Ayres ni a Caroline. Es lo que menos falta les hace en este momento. Han sido buenas contigo, ¿recuerdas? ¿Te acuerdas de cuando me llamaron para que te viera en julio, aquella vez que estabas enferma?

La miré a la cara mientras decía esto. Ella captó lo que quería decir y se ruborizó. Pero su expresión, a pesar del rubor, se tornó testaruda. Dijo, en un susurro:

– ¡Hay una cosa mala! ¡La hay!

Después escondió la cabeza contra el hombro de la señora Bazeley y rompió a llorar tan amargamente como antes.

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