Capítulo 12

La siguiente vez que fui a Hundreds encontré a Barrett allí: Caroline le había llamado para que desmontara la fastidiosa bocina. La vi cuando él se la llevaba y, como yo había supuesto, había partes en que el trenzado estaba suelto y desgarrado, y la goma de debajo consumida; enrollado en los brazos de Barrett, parecía algo tan inofensivo y lastimoso como una serpiente momificada. Sin embargo, a la señora Bazeley y a Betty las tranquilizó que se llevasen el artefacto y empezaron a perder el aire de tensión y miedo que las habitaba desde el día al que todos aludíamos ahora como el «accidente» de la señora Ayres. Ella también siguió recuperándose. Los cortes cicatrizaban limpiamente. Pasaba los días en la salita, leyendo o dormitando en su butaca. Sólo una ligera huella de vidriosidad o lejanía en ella recordaba la prueba por la que había pasado, y en gran medida yo atribuía estos efectos al Veronal, que continuaba tomando para ayudarla a dormir por las noches y que yo pensaba que a corto plazo no le haría ningún daño. Yo lamentaba un poco que Caroline estuviera tanto tiempo en casa, haciendo compañía a su madre, pues de este modo teníamos incluso menos oportunidades de estar juntos a solas. Pero me alegraba ver que ella también estaba menos preocupada, menos nerviosa. Por ejemplo, parecía haberse resignado a la pérdida de su hermano desde nuestra visita a la clínica y, para mi gran alivio, no había vuelto a hablar de espíritus ni de fantasmas.

Tampoco había ya sucesos misteriosos, ni timbrazos, golpecitos, pisadas e incidentes extraños. La casa seguía «portándose bien», como Caroline había dicho. Y cuando marzo se aproximaba a su fin y uno tras otro transcurrían los días sin percances, empecé a pensar realmente que la extraña racha de nerviosismo que había afligido a Hundreds en las últimas semanas había alcanzado igual que una fiebre su punto culminante y se había esfumado.


A finales de mes hubo cambios en el clima. Los cielos se oscurecieron, la temperatura cayó en picado y tuvimos nieve. La nieve era una novedad -en absoluto como las tormentas y las ventiscas del invierno anterior-, aunque representaba una molestia para mí y mis colegas médicos, y hasta con cadenas en las ruedas mi Ruby tenía que luchar con las carreteras. Mi ronda se convirtió en una especie de ordalía, y durante más de una semana el parque de Hundreds estuvo intransitable y el sendero demasiado traicionero para arriesgarse a tomarlo. Con todo, me las arreglé para llegar bastantes veces al Hall, dejando el coche en las verjas del este y recorriendo a pie el resto del camino. Iba sobre todo para ver a Caroline, disgustado por la idea de que allí estuviera aislada del mundo. También iba a comprobar cómo seguía la señora Ayres. Pero aquellos trayectos me gustaban también por sí mismos. Al salir del sendero nevado, nunca tenía la primera vislumbre de la casa sin un escalofrío de placer y de reverencial respeto, pues el rojo de sus ladrillos y el verde de su hiedra eran más intensos y una tracería de hielo dulcificaba todas sus imperfecciones. No se oía el zumbido del generador, el gruñido de maquinaria de la granja ni el estrépito de la obra, que había sido suspendida a causa de la nieve. Sólo mis pisadas sigilosas perturbaban el silencio y yo avanzaba casi avergonzado, intentando acallarlas aún más, como si el lugar estuviera embrujado, como si fuese el castillo de La Bella Durmiente del bosque que recuerdo que Caroline se imaginaba unas semanas antes, y tuviera miedo de romper el hechizo. Hasta el interior de la casa había sido sutilmente transformado por el clima; la bóveda encima del hueco de la escalera estaba ahora translúcida por la nieve, lo que acrecentaba la penumbra del vestíbulo, y las ventanas dejaban entrar una fría luz reflejada del terreno blanqueado, con lo que las sombras caían de un modo desconcertante.

El más apacible de aquellos días presididos por la nieve fue el 6 de abril, un martes. Salí hacia la casa por la tarde, esperando encontrar a Caroline, como de costumbre, sentada con su madre, pero por lo visto era Betty la que aquel día estaba haciendo compañía a la señora Ayres. Separadas por una mesa, jugaban a las damas con piezas de madera astilladas. Una buena lumbre chisporroteaba en la rejilla y la habitación estaba caliente y el aire enrarecido. Su madre me dijo que Caroline había ido a la granja; esperaban que volviera al cabo de una hora. ¿Me quedaría a esperarla? Me decepcionó no verla, y como era el momento tranquilo antes de pasar consulta dije que la esperaría. Betty fue a preparar el té y ocupé su lugar ante el tablero durante un par de partidas.

Pero la señora Ayres tenía la cabeza en otra parte y perdía una pieza tras otra. Y cuando retiramos el tablero para hacer sitio a la bandeja del té, nos quedamos casi callados; no parecía que hubiese mucho que decir. En las últimas semanas, la señora Ayres había perdido el gusto por las habladurías del condado. Conté unas pocas historias y ella me escuchó educadamente, pero sus respuestas, cuando las hubo, eran distraídas o llegaban con un extraño retraso, como si estuviera aguzando los oídos para captar las palabras de una conversación más absorbente en una habitación contigua. Por fin se agotó mi pequeño acopio de anécdotas. Me levanté, fui a la puertaventana y contemplé el deslumbrante paisaje. Cuando me volví hacia la señora Ayres, se estaba frotando el brazo como si tuviera frío.

Al ver que la miraba, dijo:

– ¡Me temo que le aburro, doctor Faraday! Discúlpeme. Es lo que ocurre cuando pasas tanto tiempo en casa. ¿Quiere que salgamos al jardín? Así saldríamos al encuentro de Caroline.

Me sorprendió la propuesta, pero me alegré de abandonar el aire viciado de la salita. Cogí su ropa de calle, asegurándome de que estaría bien abrigada; me puse el abrigo y el sombrero y salimos por la puerta de la fachada principal. Tuvimos que hacer una pequeña pausa para que nuestros ojos se habituaran a la blancura del día, pero después ella me enlazó del brazo y emprendimos la marcha, dimos la vuelta a la casa y luego, despacio y ociosamente, cruzamos el césped del oeste.

La nieve era allí tersa como la espuma, casi sedosa a la vista, pero crujiente y polvorosa bajo los pies. Había sitios en que estaba marcada por huellas de pájaros caricaturescas, y no tardamos en encontrar rastros más enjundiosos, de patas que parecían caninas y pezuñas de zorros. Los seguimos durante unos minutos; nos llevaron hasta los viejos edificios anexos. Allí el aire de embrujo general era incluso más acusado, el reloj del establo estaba aún parado en las nueve menos veinte, como en aquella broma macabra de Dickens, todos los arreos estaban en su sitio en el interior del establo y bien pasados los cerrojos en las puertas, aunque lo recubría todo una espesa capa de telarañas y polvo, hasta el punto de que al fisgar dentro casi te esperabas descubrir una hilera de caballos durmiendo como troncos, igualmente cubiertos de telarañas. Al lado de los establos estaba el garaje, con el capó del Rolls-Royce de la familia asomando por la puerta entornada. Más allá había una maraña de arbustos donde perdimos las huellas de zorro. El paseo nos había conducido hasta los antiguos huertos y, todavía ociosos, seguimos adelante y pasamos por debajo del arco que había en la alta tapia de ladrillo para acceder a las parcelas del otro lado.

Caroline me había llevado el verano anterior a aquellos huertos. Apenas se cultivaban ahora que la vida en la casa había decaído tanto, y para mí eran la zona más solitaria y melancólica del parque. Barrett todavía cuidaba con más o menos empeño un par de arriates, pero otras partes que en otro tiempo debieron de ser preciosas habían sido cavadas por los soldados para plantar verduras durante la guerra, y desde entonces, sin manos que las atendiesen, eran pasto de la incuria. Asomaban zarzas por los tejados sin cristal de los invernaderos. Los senderos de toba estaban infestados de ortigas. Aquí y allí había grandes tiestos de plomo, platillos gigantes sobre tallos esbeltos, y los platillos se bamboleaban alegremente en los puntos donde el sol de tantos veranos había combado el plomo.

Pasamos de un espacio tapiado y desaliñado al siguiente.

– ¿No es una pena? -dijo con voz suave la señora Ayres, parándose de vez en cuando para sacudir un fleco de nieve y examinar la planta que había debajo, o simplemente para mirar a su alrededor, casi como si quisiera memorizar el entorno-. Mi marido el coronel amaba estos huertos. Están diseñados como una especie de espiral, cada uno más pequeño que el anterior, y decía que eran como los recovecos de una caracola. A veces era un hombre muy imaginativo.

Seguimos andando y no tardamos en atravesar una estrecha abertura sin verja que daba al huerto más pequeño de todos, el antiguo jardín de hierbas finas. En su centro había un reloj de sol colocado en un estanque ornamental. La señora Ayres dijo que creía que en él todavía había peces, y nos acercamos a mirar. Encontramos el agua helada, pero el hielo era fino, muy flexible, y si lo presionabas se veían burbujas plateadas que corrían por debajo, como las bolas de acero en un rompecabezas infantil. Entonces vimos un destello de color, una flecha de oro en la oscuridad, y la señora Ayres dijo:

– Ahí va uno -dijo complacida, pero sin emoción-. Y ahí otro, ¿lo ha visto? Pobres criaturas. ¿No estarán asfixiadas? ¿No habría que romper el hielo? Caroline lo sabe. Yo no me acuerdo.

Recuperando un conocimiento adquirido en mi época de explorador, dije que quizá habría que derretirlo un poco. Me acuclillé al borde del estanque, soplé dentro de mis manos sin guantes y puse las palmas encima del hielo. La señora Ayres me observaba y luego, remangándose con elegancia las faldas, se agachó a mi lado. El hielo escocía. Cuando me llevé las manos a la boca para calentarlas, las sentí entumecidas y casi gomosas. Agité los dedos, haciendo una mueca.

La señora Ayres sonrió.

– Oh, los hombres son como niños.

Respondí, riendo:

– Eso dicen las mujeres. ¿Por qué lo dicen?

– Porque es totalmente cierto. Las mujeres están hechas para el dolor. Si los hombres tuvieran que parir…

No terminó la frase, y se le borró la sonrisa. Yo me había llevado otra vez las manos a la boca, y la manga, al encogerse, había dejado mi reloj al descubierto. Ella lo miró y dijo, con un tono distinto:

– Caroline quizá esté ya en casa. Querrá verla, por supuesto.

– Estoy a gusto aquí -dije, cortésmente.

– No quieto impedirle que la vea.

Hubo un deje especial en su modo de decirlo. La miré y vi que, a pesar del cuidado que habíamos tenido Caroline y yo, ella sabía perfectamente cuál era nuestra relación. Ligeramente cohibido, volví a acercarme al estanque. Puse las palmas encima del hielo y luego las levanté y las calenté varias veces, hasta que el hielo cedió y vi dos huecos abiertos en el agua de color té.

– Ya está -dije, satisfecho-. Ahora los peces pueden hacer como los esquimales pero al revés: cazar moscas o lo que sea. ¿Nos vamos?

Le ofrecí mi mano, pero ella no respondió y no se levantó. Observó cómo me sacudía el agua de los dedos y dijo suavemente:

– Me alegro, doctor Faraday, de lo que hay entre usted y Caroline. Admito que al principio no me alegré. No me gustó cuando empezó a visitarnos y vi que usted y mi hija podrían entablar una relación. Soy una mujer anticuada y usted no era exactamente el pretendiente que yo quería para ella. Espero que no se diera cuenta.

– Creo que sí lo hice -dije, al cabo de un momento.

– Entonces discúlpeme.

Me encogí de hombros.

– Bueno, ¿qué importa eso ahora?

– ¿Piensa casarse con ella?

– Sí.

– ¿Le tiene mucho aprecio?

– Mucho. Les aprecio a todos ustedes. Espero que lo sepa. Una vez me habló usted de su miedo a que… la abandonaran. Si me caso con Caroline no sólo tengo intención de cuidarla a ella, sino a usted y la casa; y a Roderick también. Lo ha pasado muy mal últimamente. Pero ahora que se encuentra mejor, señora Ayres, ahora que está más tranquila, más en su ser…

Ella me miró sin decir nada. Decidí arriesgarme y proseguí:

– Aquel día en el cuarto de los niños… Bueno, fue algo extraño, ¿no? ¡Horrible! Me alegro tanto de que haya acabado.

Ella sonrió; una sonrisa rara, paciente y secreta. Se le alzaron los pómulos y se estrecharon los ojos. Se incorporó y se sacudió con esmero la nieve de los guantes de gamuza:

– Oh, doctor Faraday -dijo, mientras lo hacía-. Qué inocente es usted.

Lo dijo tan dulcemente y con tal tono de indulgencia que casi me reí. Pero su expresión seguía siendo extraña y, sin saber muy bien por qué, empecé a asustarme. Me levanté apresuradamente y no con mucho garbo, porque me pillé el faldón del abrigo debajo de los talones y perdí el equilibrio. Ella ya se alejaba. La alcancé y le toqué el brazo.

– Espere -dije-. ¿Qué quiere decir?

Ella no volvió la cara hacia mí y no respondió.

– ¿Ha habido… otras cosas? -dije-. ¿No seguirá imaginando que… que Susan…?

– Susan -murmuró ella, sin que yo le viera del todo la cara-. Susan está conmigo todo el tiempo. Me sigue a todas partes. Vaya, ahora está en este jardín con nosotros.

Por un segundo conseguí convencerme de que hablaba en sentido figurado, que lo único que quería decir era que llevaba a su hija con ella en sus pensamientos, en su corazón. Pero cuando se volvió hacia mí vi que en su semblante había algo horrible, una mezcla de soledad absoluta, de acoso y de miedo.

– Por el amor de Dios, ¿por qué no ha hablado de esto?

– ¿No me ha examinado usted y me ha tratado y me ha dicho que estoy soñando? -dijo ella.

– Oh, pero, señora Ayres, querida señora Ayres, está soñando. ¿No lo ve? -Tomé sus manos enguantadas-. ¡Mire alrededor! Aquí no hay nadie. ¡Está todo en su imaginación! Susan murió. Usted lo sabe, ¿verdad?

– ¡Claro que lo sé! -dijo, casi altivamente-. ¿Cómo no iba a saberlo! Mi niña murió… Pero ahora ha vuelto.

Le apreté los dedos.

– Pero ¿cómo iba a volver? ¿Cómo puede pensar esto? Señora Ayres, usted es una mujer sensata. ¿Cómo ha vuelto? Dígamelo. ¿La ve usted?

– Oh, no, todavía no la he visto. La siento.

– La siente.

– Siento que me observa. Siento sus ojos. Tienen que ser sus ojos, ¿no? Tiene una mirada tan fuerte que sus ojos son como dedos; pueden tocarte. Pueden apretar y pellizcar.

– Señora Ayres, por favor, no siga.

– Oigo su voz. No necesito bocinas ni teléfonos para oírla ahora. Ella me habla.

– ¡Le habla…!

– Susurra. -Ladeó la cabeza, como si escuchara, y luego levantó una mano-. Está susurrando ahora.

Había algo horriblemente enigmático en la vehemencia de su afectación. Dije, no con mucha firmeza:

– ¿Qué está susurrando?

Su semblante volvió a ensombrecerse.

– Dice siempre lo mismo. Dice: ¿Dónde estás? Dice: ¿Por qué no vienes? Dice: Estoy esperando.

Dijo estas palabras susurrando a su vez; pareció que flotaban un momento en el aire, junto con el aliento empañado que las había formado. Después se desvanecieron, tragadas por el silencio.

Me quedé petrificado un momento, sin saber qué hacer. Unos minutos antes, el pequeño jardín me había parecido casi acogedor. Ahora la estrecha parcela tapiada, con su única salida angosta, que sólo daba a otro espacio congestionado y aislado, parecía llena de amenaza. El día, como he dicho, era especialmente apacible. No había viento que meciese las ramas de los árboles, ni siquiera un pájaro se alzaba en el aire fino y frío, y si hubiera habido algún sonido, si se hubiera producido algún movimiento, yo lo habría percibido. Nada cambió, nada en absoluto…, y sin embargo empezó a parecerme que había en el jardín con nosotros algo que reptaba o avanzaba a nuestro encuentro a través de la nieve crujiente y blanca. Peor aún, tuve la extraña sensación de que aquello, fuera lo que fuese, era en cierto modo conocido: como si su tímido avance hacia nosotros fuera más bien un retorno. Sentí que se me erizaba la piel de la espalda, previendo un contacto…, como en el juego infantil del marro. Retiré las manos de las suyas y me volví para mirar alrededor, con ojos desorbitados.

El jardín estaba desierto, en la nieve no había más huellas que las de nuestras pisadas. Pero mi corazón estaba al acecho, me temblaban las manos. Me quité el sombrero y me limpié la cara. Mi frente y mis labios estaban sudando, y mi piel caliente y mojada parecía arder al contacto del aire frío.

Me estaba poniendo otra vez el sombrero cuando oí respirar hondo a la señora Ayres. Me volví hacia ella y vi que tenía una mano en el cuello, la cara arrugada y cada vez más roja.

– ¿Qué es? -dije-. ¿Qué pasa?

Ella sacudió la cabeza y no contestó. Pero parecía tan angustiada que pensé en su corazón: la agarré de la mano y le abrí los pañuelos y el abrigo. Debajo del abrigo llevaba una rebeca y debajo de ella una blusa de seda. La blusa era clara, de color marfil, y mientras la miraba, incrédulo, pareció que tres gotitas carmesíes brotaban de la nada en la superficie de la seda y a continuación, como tinta en un papel secante, se esparcían velozmente. Tiré hacia abajo del cuello de la blusa y vi debajo, en la piel desnuda, un rasguño bastante profundo, obviamente reciente, que todavía afloraba, todavía enrojecía.

– ¿Qué ha hecho? -exclamé, horrorizado-. ¿Cómo se ha hecho esto?

Examiné su vestido, buscando un alfiler o un broche. Le cogí las manos, le examiné los guantes. No había nada.

– ¿Con qué se lo ha hecho?

Ella bajó la mirada.

– Mi hijita -murmuró-. Está tan ansiosa de reunirse conmigo. Me temo que ella… no siempre es buena.

Sentí un mareo cuando comprendí lo que estaba diciendo. Retrocedí, me separé de ella. Después, impulsado por un nuevo palpito, volví a cogerle las manos, le quité los guantes y ásperamente le remangué las mangas. Las heridas producidas por los cortes del cristal roto habían cicatrizado, rosadas y saludables sobre la piel más pálida. Sin embargo, me pareció ver nuevos rasguños en distintos puntos entre las cicatrices. Y en uno de sus brazos había una contusión tenue, de una forma extraña, como si una mano pequeña y resuelta hubiera pellizcado y retorcido la carne.

Sus guantes habían caído al suelo. Los recogí, temblando, y la ayudé a ponérselos. La agarré del codo.

– Entremos en casa, señora Ayres.

– ¿Está intentando separarme de ella? -dijo-. No sirve de nada, ¿sabe?

Me volví y la zarandeé.

– ¡Ya basta! ¿Me oye? ¡Por el amor de Dios, no diga esas cosas!

Ella se debatió blandamente en mis brazos, y a partir de ese momento descubrí que no quería mirarla a la cara. Me producía una singular vergüenza. La agarré de la muñeca y la saqué de los jardines intrincados, y ella se dejó llevar muy dócilmente. Pasamos por delante del reloj parado del establo, recorrimos los céspedes y entramos en la casa; la conduje directamente arriba, sin detenerme a quitarle la ropa de calle. Cuando llegamos a su habitación caldeada, le quité el abrigo, el sombrero y los zapatos llenos de nieve y la senté en su butaca al lado del fuego.

Pero después miré las cosas que se encontraban cerca, los carbones de la lumbre, los atizadores, las pinzas, los vasos de cristal, los espejos, los objetos decorativos… Todo de pronto parecía brutal o frágil, y capaz de hacer daño. Pulsé el timbre para llamar a Betty. La palanca se movió inútilmente en mi mano y recordé que Caroline había cortado el cable. Salí, por lo tanto, y desde lo alto de la escalera llamé varias veces en el silencio. Finalmente Betty se presentó.

– No te asustes -le dije, antes de que pudiera hablar-. Sólo quiero que le hagas compañía a la señora. -Acerqué una silla y la acompañé hasta ella-. Quiero que estés aquí sentada y te asegures de que tiene todo lo que necesite, mientras yo…

Lo cierto es que después de haber llevado hasta allí a la señora Ayres ya no sabía qué hacer con ella. Seguí pensando en la nieve de fuera, sobre los terrenos; en el aislamiento de la casa. Si al menos hubiera estado la señora Bazeley, creo que habría estado más tranquilo. ¡Pero con sólo Betty para ayudarme…! Ni siquiera había sacado del coche mi maletín de trabajo. No tenía instrumental ni fármacos. Me quedé dudando, al borde del pánico, mientras las dos mujeres me observaban.

Entonces oí unos pasos abajo, en el suelo de mármol del vestíbulo. Fui a la puerta y me asomé, y con una ráfaga de alivio vi a Caroline, que subía ya la escalera. Se estaba desatando la bufanda y quitándose el sombrero, y el pelo castaño le caía en desorden alrededor de los hombros. La llamé. Ella miró arriba, sobresaltada, y aligeró el paso.

– ¿Qué ocurre?

– Es tu madre -dije-. Yo… Espera un segundo.

Volví corriendo al dormitorio donde estaba la señora Ayres. Le tomé la mano y le hablé como hablaría a un niño o a un inválido.

– Sólo voy a hablar unos minutos con Caroline, señora Ayres. Dejaré la puerta abierta para que pueda llamarme… Llámeme de inmediato, si la asusta algo. ¿Comprendido?

Ahora parecía cansada y no respondió. Dirigí a Betty una mirada de entendimiento, salí del cuarto, agarré a Caroline y doblé con ella la esquina del rellano hacia su habitación. Dejé también la puerta entornada y nos quedamos cerca del umbral.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó.

Me llevé un dedo a los labios.

– Habla bajo… Caroline, querida, es tu madre. Que Dios me ayude, pero creo que he juzgado mal su caso, he cometido un craso error. Supuse que mostraba señales de mejoría. ¿Tú no? Pero lo que acaba de decirme… Oh, Caroline. ¿No le has notado ningún cambio desde la última vez que vine? ¿No estaba especialmente alterada o nerviosa o asustada?

Pareció desconcertada. Me observó mientras me desplazaba hasta la puerta para mirar hacia el dormitorio de su madre, al otro lado del rellano, y dijo:

– ¿Qué pasa? ¿No puedo ir a verla?

Le puse las manos en los hombros.

– Escucha -dije-. Creo que se ha herido.

– ¿Herido? ¿Cómo?

– Creo que se… hiere ella misma.

Y le conté, lo más brevemente posible, lo que habíamos hablado su madre y yo en el jardín tapiado.

– Cree que tu hermana está con ella todo el tiempo, Caroline. ¡Parecía aterrada! ¡Atormentada! Ha dicho… ha dicho que tu hermana la lastima. Le he visto un rasguño aquí -dije, haciendo un gesto-, en la clavícula. No sé cómo se lo ha hecho ni con qué. Luego le he mirado los brazos y he visto algo parecido a otros cortes y moraduras. ¿Tú has notado algo? Tienes que haber visto algo, ¿no?

– Cortes y moraduras -dijo ella, esforzándose por asimilar la idea-. No estoy segura. Es fácil que madre se haga cardenales, creo. Y sé que el Veronal la vuelve patosa.

– Esto no es torpeza. Es…, lo siento, cariño. Ha perdido el juicio.

Ella me miró y fue como si se le cerrara la cara. Desvió la mirada.

– Déjame verla.

– Espera -dije, reteniéndola.

Ella se zafó, súbitamente enfadada.

– ¡Me lo prometiste! Te lo dije hace semanas. Te advertí que había algo en esta casa. ¡Te reíste de mí! Y dijiste que si hacía lo que tú decías, ella estaría bien. Bueno, la he vigilado continuamente. He estado con ella día tras día. La he obligado a tomar esas pastillas odiosas. Me lo prometiste.

– Lo siento, Caroline. Hice lo que pude. Su estado era peor de lo que yo creía. Si pudiéramos observarla un poco más, sólo esta noche…

– ¿Y mañana? ¿Y los días siguientes?

– A tu madre ya no le basta una ayuda ordinaria. Me ocuparé de organizado todo, te lo prometo. Lo haré esta noche. Y mañana me la llevaré.

Ella no comprendió. Movió la cabeza, impaciente.

– ¿Llevártela adonde? ¿Qué quieres decir?

– No puede quedarse aquí.

– ¿Quieres decir como Roddie?

– Me temo que no hay otra solución.

Se llevó una mano a la frente y se le demudó la cara. Pensé que estaba llorando. Pero se había echado a reír. Era una risa sin alegría, temblé.

– ¡Dios santo! -dijo-. ¿Cuánto falta para que me toque a mí?

Le cogí la mano.

– ¡No digas esas cosas!

Ella desplazó mis dedos hasta el pulso en su muñeca. Dijo:

– Lo digo en serio. Vamos, dímelo. Tú eres el médico, ¿no? ¿Cuánto me falta?

Me liberé de sus manos.

– ¡Pues no mucho, quizá, si tu madre se queda aquí y sucede una desgracia! Y es eso precisamente lo que me preocupa. ¡Mira cómo estás ahora! ¿Cómo vais a haceros cargo tú y Betty? Es la única solución.

– La única solución. Otra clínica.

– Sí.

– No podemos pagarla.

– Yo te ayudaré. Encontraré la forma. Cuando estemos casados…

– Todavía no lo estamos. ¡Dios! -Juntó las manos-. ¿No tienes miedo?

– ¿Miedo de qué?

– De que te contamine la familia Ayres.

– Caroline.

– Es una de esas cosas que dirá la gente, ¿no? Sé que ya circulan habladurías sobre Roddie.

– ¡Hemos llegado a un punto en que no importa lo que diga la gente!

– Ah, por supuesto, eso no le importa a alguien como tú.

Lo dijo con un tono casi feroz. Dije, asombrado:

– ¿Qué quieres decir?

Se volvió, confusa.

– Sólo me refiero a lo que estás planeando, a lo que quieres hacer con mi madre; ella lo aborrecería. Es decir, si volviera a ser la misma. ¿No lo entiendes? Cuando éramos niños y estábamos enfermos, apenas nos dejaba soltar un murmullo. Decía que las familias como la nuestra tenían una responsabilidad, tenían que dar ejemplo. Decía que si no podíamos darlo, si no éramos mejores y más valientes que la gente corriente, ¿entonces para qué servíamos? La vergüenza de que te llevaras a mi hermano ya fue suficiente. Si también intentas llevártela a ella…, creo que no te lo consentirá.

Dije, tristemente:

– Lamento decir que no tendrá alternativa. Traeré otra vez a Graham. Si se comporta con él como se ha comportado conmigo esta tarde, no habrá más remedio.

– Preferiría morirse.

– ¡Pero quedarse aquí puede matarla! Y además…, por brutal que sea decirlo, lo que más me preocupa es que también podría acabar contigo. No te haré pasar por eso. Dudé en el caso de Roderick y siempre lo he lamentado. No cometeré el mismo error. Si pudiera, me la llevaría ahora mismo.

Hablaba mirando por la ventana. El terreno blanco había mantenido el día luminoso, pero el cielo era ahora de un cinc gris que se iba oscureciendo. Aun así, pensé seriamente en llevármela, sin dilación. Dije, para dejarlo zanjado:

– Podría hacerse, supongo. Podría sedarla. Tú y yo nos ocuparíamos. La nieve nos retrasaría, pero en principio sólo necesitamos llegar hasta Hatton…

– ¿El manicomio del condado? -dijo ella, horrorizada.

– Sólo para esta noche. Sólo mientras lo organizo todo. Hay un par de clínicas privadas que creo que la admitirían, pero quieren que se les avise como mínimo con un día de antelación. Ahora necesita estar en observación. Eso complicará las cosas.

Ella me miraba con horror, comprendiendo por fin la gravedad del caso.

– Hablas como si fuera peligrosa.

– Creo que es un peligro para sí misma.

– Si me hubieras dejado que me la llevara cuando yo quise, hace semanas, nada de esto habría sucedido. ¡Ahora quieres despacharla a un manicomio como a una demente callejera!

– Lo siento, Caroline. Pero sé lo que me ha dicho. Sé lo que he visto. No pretenderás que la deje sin tratamiento, ¿verdad? ¿No pensarás realmente que voy a abandonarla a sus desvaríos, sólo para mantener intacto una especie de… orgullo de clase?

Se había llevado de nuevo las manos a la cara, tenía los dedos a caballo entre la boca y la nariz y se apretaba con las yemas el tabillo de los ojos. Por un momento me miró sin decir nada. Vi que aspiraba una bocanada de aire, y al expulsarlo pareció que había tomado una decisión. Dejó caer las manos.

– No -dijo-. No lo pienso. Pero no te permitiré que la lleves a Hatton, a la vista de todo el mundo. Ella no me lo perdonaría nunca. Puedes llevártela mañana, en privado. Para entonces me… me habré hecho a la idea.

No la había visto tan segura y resuelta desde los días anteriores a la muerte de Gyp. Algo avergonzado, dije:

– Muy bien. Pero en ese caso, me quedaré con ella esta noche.

– No tienes por qué.

– Me tranquilizará. Me esperan en los pabellones a las ocho, pero por una vez anularé la cita. Diré que ha surgido una urgencia. Por Dios, es una emergencia. -Consulté mi reloj- Puedo atender mi consulta de la tarde y después pasar la noche aquí.

Ella meneó la cabeza.

– Preferiría que no vinieses.

– Tu madre necesita vigilancia, Caroline. Durante toda la noche.

– Puedo vigilarla yo. ¿No estará más segura conmigo?

Abrí la boca para responder, pero su pregunta había activado en mí una especie de alarma y me asusté al percatarme de que estaba pensando en mi conversación con Seeley. Sentí un soplo de la suspicacia morbosa que había concebido entonces. La idea era increíble, grotesca… Pero en Hundreds habían sucedido otras cosas grotescas e increíbles, ¿y si Caroline era en cierta forma responsable de ellas? ¿Y si, inconscientemente, había dado a luz a alguna violenta y misteriosa criatura que efectivamente hostigaba a la casa? ¿Tenía yo que dejar allí, sin protección, a la señora Ayres, aunque sólo fuera una noche más?

Caroline me miraba, a la espera, confundida por mi vacilación. Vi el recelo que empezaba a aflorar en sus ojos claros y castaños. Ahuyenté la locura.

– Muy bien -dije-. Que se quede aquí contigo. Lo único que te pido es que no la dejes sola. Y debes telefonearme de inmediato si sucede algo. Cualquier cosa.

Dijo que lo haría. La abracé un segundo y después cruzamos el rellano hacia la habitación de su madre. La señora Ayres y Betty estaban sentadas exactamente como las había dejado, en la oscuridad creciente. Probé un interruptor y recordé que el generador no funcionaba, encendí con una llama del fuego un par de lámparas de aceite y corrí las cortinas. La habitación cobró alegría en el acto. Caroline se acercó a su madre.

– El doctor Faraday me dice que no estás muy bien, madre -dijo, con cierta torpeza. Alargó la mano y le retiró hacia atrás un rizo del pelo ya grisáceo-. ¿Estás mal?

La señora Ayres levantó su cara cansada.

– Supongo que sí, si el doctor lo dice -dijo.

– Bueno, he venido a hacerte compañía. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Quieres que te lea?

Me miró y yo asentí con un gesto. La dejé cuando ocupó el lugar de Betty en la segunda butaca. A Betty me la llevé abajo. Le pregunté, al igual que le había preguntado a Caroline, si había notado algunos cambios recientes en la conducta de la señora Ayres, y si le había visto pequeñas heridas, rasguños o cortes.

Ella negó con la cabeza, con aire asustado.

– ¿La señora Ayres está mal otra vez? ¿Eso… empieza otra vez?

– Nada «empieza otra vez» -dije-. Sé lo que estás pensando y no quiero que digas esas cosas en esta casa. Y no debes acoqui… -Empleé casi inconscientemente la palabra de Warwickshire-. Esto no es en absoluto como lo que ocurrió antes. Sólo quiero que seas buena chica con la señora Ayres, y que no te ofusques y hagas todo lo que te digan. Y, Betty… -había hecho ademán de irse. Le toqué el brazo y añadí en voz baja-, cuida también de la señorita Caroline, ¿lo harás? Confío en ti. Llámame si las cosas no van bien, ¿de acuerdo?

Ella asintió con los labios tan apretados que perdió en parte su aire infantil.

Fuera, el cielo oscurecido había despojado a la nieve de su luz cegadora y el día era incluso más frío; sólo la enérgica caminata por el sendero mantuvo el calor de mis miembros, y en cuanto estuve en el coche el frío empezó a hacerme efecto y me puse a temblar. Gracias a Dios, el motor arrancó al primer intento y el trayecto de regreso a Lidcote fue lento pero sin contratiempos. Seguía temblando cuando entré en mi casa, temblaba delante de la estufa mientras oía congregarse a mis pacientes al otro lado de la pared. Sólo conseguí quitarme el frío de las manos y serenarlas cuando las puse debajo de un chorro de lo que me pareció que era agua casi hirviendo en el lavabo de la consulta.

Me repuse tratando una serie de dolencias invernales. Al terminar la consulta telefoneé al Hall y me sosegué aún más cuando oí la voz fuerte y clara de Caroline asegurándome que todo estaba en orden.

Acto seguido hice otras dos llamadas.

La primera fue a una mujer que conocía en Rugby, una enfermera de la comarca jubilada a quien de vez en cuando enviaba pacientes privados como clientes de pago. Estaba más habituada a casos físicos que nerviosos, pero era competente y, después de escuchar mi precavido relato del caso de la señora Ayres, dijo que estaba dispuesta a acogerla durante el día o los dos días que yo necesitaría para organizar una atención más adecuada. Le dije que, en el supuesto de que las carreteras estuviesen despejadas, le llevaría a la señora al día siguiente, y tomamos las disposiciones pertinentes.

Titubeé sobre si hacer la segunda llamada, porque simplemente quería consultar el asunto, y en rigor debería haber recurrido a Graham. Pero al final telefoneé a Seeley. Era la única persona que conocía todos los detalles del caso. Y fue para mí un gran alivio contarle lo que había sucedido, sin mencionar nombres por teléfono, pero hablando con suficiente claridad, y noté que su tono habitualmente campechano se volvía más grave a medida que iba asimilando lo que yo le contaba.

– Es una mala noticia -dijo-. Y todo ha ocurrido como usted suponía.

– ¿Y no cree que me estoy precipitando? -pregunté.

– ¡En absoluto! Por el cariz del asunto, hay que actuar con rapidez.

– No he visto muchos indicios de que se haya producido un daño físico.

– ¿Los necesita realmente? El aspecto mental ya es bastante preocupante. Admitámoslo, nadie quiere dar un paso así con esas personas, y menos aún cuando hay… otras consecuencias. Pero ¿qué alternativa nos queda? ¿Que las alucinaciones prosigan y adquieran más fuerza? ¿Quiere que vaya a ayudarle mañana? Iré, si quiere.

– No, no -dije-. Vendrá Graham. Sólo quería tranquilizarme… Pero, Seeley, escuche. -Él se disponía a colgar-. Hay una cosa más. ¿Se acuerda de lo que hablamos la última vez que nos vimos?

Guardó silencio un segundo y dijo:

– ¿Se refiere a aquella tontería sobre Myers?

– ¿Era una tontería? ¿No pensará…? Tengo una sensación de peligro, Seeley. Yo…

Él aguardó; como yo no proseguí, dijo con firmeza:

– Ha hecho todo lo posible. No se angustie ahora con esos disparates. Recuerde lo que le dije en otra ocasión: lo fundamental aquí es la atención. Es tan sencillo como eso. Mañana, a la hora de la verdad, nuestra paciente puede cerrarse en banda. Pero usted le dará lo que en el fondo ella ansia. Duerma bien esta noche y no le dé más vueltas.

Si nuestra situación hubiera sido la inversa, yo le habría dicho exactamente lo mismo. Pero, no del todo convencido, subí al piso de arriba y tomé una copa y fumé un cigarrillo. Cené sin apetito y melancólicamente partí hacia Leamington.

Cumplí distraído mi horario en el hospital y al volver a casa, poco antes de medianoche, seguía abatido. Como si la idea de Caroline y su madre ejerciera sobre mí una especie de atracción magnética, tomé sin percatarme el desvío que se alejaba de Lidcote y cuando caí en la cuenta de lo que había hecho ya había recorrido kilómetro y medio de la carretera a Hundreds. La extraña palidez del paisaje nevado sólo sirvió para aumentar mi malestar. Me sentía raro y visible en mi coche negro. Por un momento sopesé continuar hasta el Hall; después comprendí que molestar a la familia con mi llegada tardía no beneficiaría a nadie. Así que di media vuelta, mirando al hacerlo a través de los campos blanqueados, como si buscara una luz de Hundreds o alguna otra señal imposible indicando que todo estaba bien.


La llamada telefónica llegó a la mañana siguiente, cuando estaba desayunando después de una noche de sueño interrumpido. No era nada infrecuente que me llamaran a aquella hora; los pacientes lo hacían a menudo para que les añadiera a mi ronda. Pero ya estaba nervioso, pensando en el día difícil que tenía por delante, y me quedé tenso, aguzando el oído, cuando contestó mi ama de llaves. Vino a verme casi de inmediato, perpleja e inquieta.

– Perdone, doctor -dijo-, pero es una mujer que quiere hablar con usted. Creo que ha dicho que llamaba desde Hundreds…

Solté el tenedor y el cuchillo y corrí al recibidor.

– Caroline -dije sin aliento, al descolgar el auricular-. Caroline, ¿eres tú?

– ¿Doctor? -La comunicación era mala debido a la nieve, pero supe en el acto que no era su voz. Era aguda como la de un niño y transida de llanto y pánico-. Oh, doctor, ¿puede venir? Quiero decir, ¿vendrá? Tengo que decirle…

Por fin comprendí que era Betty. Pero su voz me llegaba desde una distancia enorme, entrecortada por resoplidos y gritos. La oí repetir:

– Tengo que decirle…, un accidente…

– ¿Un accidente? -Se me encogió el corazón-. ¿Quién lo ha sufrido? ¿Caroline? ¿Qué ha ocurrido?

– Oh, doctor, es…

– ¡Por el amor de Dios, casi no te oigo! -grité-. ¿Qué ha pasado?

Luego, en una súbita ráfaga de claridad:

– ¡Oh, doctor Faraday, ella me ha dicho que no se lo diga!

Y al oír esto supe que era grave.

– Muy bien -dije-. Iré. ¡Iré lo más rápido posible!

Bajé corriendo la escalera hasta la consulta para coger mi maletín y ponerme a toda prisa el sombrero y el abrigo. La señora Rush me siguió inquieta escaleras abajo. Estaba acostumbrada a verme salir corriendo para atender partos difíciles y otras urgencias, pero supongo que nunca me había visto tan enloquecido. Los primeros pacientes llegarían enseguida a la consulta; le grité deprisa que les dijera que esperasen, que volvieran por la tarde, que se fueran a otro sitio, cualquier cosa.

– Sí, doctor, pero ¡no ha tomado nada! -dijo ella, sosteniendo una taza-. Tómese el té, por lo menos.

Así que me detuve un segundo para ingerir de un trago el té caliente, y salí disparado de casa y subí al coche.

Había vuelto a nevar por la noche, no copiosamente pero sí lo bastante para que el trayecto a Hundreds fuera otra vez peligroso. Circulaba a una velocidad excesiva, como es lógico, y en varias ocasiones, a pesar de las cadenas en las ruedas, noté que el coche resbalaba y se iba. Si hubiera encontrado otro vehículo en la carretera podría haber sumado otro desastre al día ya desastroso, pero por suerte la nieve disuadió a otros conductores de salir a la carretera y prácticamente no me crucé con nadie. Miraba al reloj mientras conducía, angustiado por el paso de los minutos. Creo que nunca he hecho un trayecto tan intenso como aquél; era como si eliminara transpirando los kilómetros que iba recorriendo metro a metro. Y tuve que apearme en las verjas del parque y salvar el sendero patinando. Con las prisas me había puesto un calzado normal y al cabo de un minuto tenía los pies empapados y helados. A mitad de camino a lo largo del sendero me enganché el tobillo y me lo torcí de mala manera, y tuve que sobreponerme al dolor para seguir corriendo.

Betty estaba en la puerta de la casa cuando llegué, cojeando y jadeante, y vi al instante por su expresión que las cosas estaban tan mal como me había temido. Cuando llegué a su lado, en lo alto de los escalones, se tapó la cara con sus manecitas recias y rompió a llorar.

Su impotencia no me conmovió. Le pregunté, impaciente:

– ¿Dónde me necesitan? -Ella sacudió la cabeza y no pudo responderme. Detrás de ella, la casa estaba silenciosa. Miré hacia la escalera-. ¿Arriba? ¡Dímelo! -La agarré de los hombros-. ¿Dónde está Caroline? ¿Y la señora Ayres?

Betty señaló con un gesto el cuerpo de la casa. Recorrí velozmente el pasillo hasta la puerta de la salita y, al encontrarla entornada, la empujé con el corazón en la garganta, como si fuera un puño aporreando.

Caroline estaba sentada sola en el sofá. Al verla dije, con un alivio angustiado:

– ¡Oh, Caroline, gracias a Dios! Pensé… No sé lo que he pensado.

Entonces vi su extraño aspecto. No estaba pálida, sino un poco gris, pero no temblaba, parecía muy serena. Al verme en la entrada levantó la cabeza, como ligeramente interesada -no más- por mi presencia.

Llegué a su lado, le tomé la mano y dije:

– ¿Qué ha sido? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está tu madre?

– Madre está arriba -dijo.

– ¿Arriba, sola?

Me volví. Ella me retuvo.

– Es demasiado tarde -dijo.

Y entonces, poco a poco, se fue revelando la aterradora historia.


Al parecer, tal como yo le había pedido, estuvo con su madre el día anterior. Primero le leyó en voz alta; después, cuando la señora Ayres empezó a dormitar, dejó el libro y mandó a Betty que le llevara el costurero. Habían estado juntas, sociablemente, hasta las siete de la tarde, en que la señora Ayres fue sola al cuarto de baño. Caroline no pensó que habría podido acompañarla, y de hecho su madre reapareció, tras haberse lavado las manos, «bastante más despierta» que antes; incluso se empeñó en cambiarse de ropa y ponerse un vestido más bonito para la cena. La tomaron en la salita, como solían hacer aquellos días. La señora Ayres cenó con buen apetito. Aleccionada por mí para que estuviese prevenida y vigilante, Caroline la observó muy atentamente, pero parecía «la misma de siempre»; la misma, en otras palabras, que había sido en los últimos tiempos, «muy callada y cansada; distraída pero nada nerviosa». Cuando Betty recogió la mesa, madre e hija se quedaron en la salita, escuchando un chisporroteante programa de música en el transistor de la casa. A las nueve, Betty les sirvió chocolate caliente; ellas leyeron o cosieron hasta las diez y media. Sólo entonces, dijo Caroline, su madre se mostró inquieta. Se acercó a una de las ventanas, descorrió la cortina y se quedó mirando el césped cubierto de nieve. Hubo un momento en que ladeó la cabeza y dijo: «¿Has oído eso, Caroline?». Ésta, sin embargo, no oyó nada. La señora Ayres permaneció en la ventana hasta que la corriente la obligó a aproximarse al fuego. Al parecer, el acceso de inquietud había pasado; habló de cosas normales y con una voz serena; era de nuevo «ella misma».

Tan sosegada parecía, de hecho, que a la hora de acostarse Caroline casi se avergonzó de insistir en sentarse a su lado en su dormitorio. Dijo también que a su madre le incomodaba verla sentarse con una manta en una butaca no demasiado cómoda mientras ella estaba acostada. Pero Caroline le dijo que «el doctor Faraday dice que debo hacerlo», y la madre sonrió.

– Ya podríais estar casados.

– Calla, madre -dijo Caroline, cohibida-. Qué tonterías dices.

Le había dado Veronal y el fármaco hace efecto enseguida; la señora Ayres tardó en dormirse unos minutos. Caroline se le acercó de puntillas para cerciorarse de que estaba bien abrigada por las mantas y volvió a sentarse lo mejor que pudo en la incómoda butaca. Se había llevado un termo de té y dejó encendida una lámpara tenue, y durante las primeras horas de vela estuvo muy distraída leyendo su novela. Pero cuando los ojos empezaron a escocerle cerró los ojos, fumó un cigarrillo y se limitó a mirar a su madre durmiendo; y después, no habiendo nada que los contuviese, sus pensamientos se volvieron lúgubres. Previo todo lo que sucedería al día siguiente, todo lo que yo proyectaba hacer, traer a David Graham, trasladar a su madre… Antes mi inquietud y sensación de apremio la habían impresionado y asustado. Ahora empezó a dudar de mí. Resurgieron las viejas ideas sobre la casa: las de que había algo o las de que entraba en ella alguna cosa que deseaba hacer daño a su familia. Miró a través de las sombras a su madre, laxamente tendida en la cama, y se dijo a sí misma: «Sin duda él se equivoca. Tiene que estar equivocado. Se lo diré por la mañana. No permitiré que se la lleve de este modo. Es demasiado cruel. Yo… yo me la llevaré. Me iré con ella inmediatamente. Lo que la está lastimando es esta casa. Me la llevaré y se repondrá. ¡También me llevaré a Roddie…!».

Sus pensamientos discurrieron desbocados hasta que empezó a sentir que su cabeza era como una máquina que gira velozmente y se acalora. Ya habían transcurrido varias horas: miró su reloj y descubrió que eran casi las cinco, bien pasado el conticinio de la noche, pero todavía a una o dos horas del alba. Necesitaba ir al baño y quería lavarse y refrescarse la cara. Como su madre aún parecía profundamente dormida, dobló la esquina del rellano y pasó por delante de la habitación de Betty en el camino hacia el baño. Después, ya consumido el termo de té y con los ojos todavía escocidos, decidió tranquilizarse y mantenerse despierta fumando otro cigarrillo. El paquete en el bolsillo de su cárdigan estaba vacío, pero sabía que había otro en el cajón de su mesilla de noche, y como veía con perfecta claridad la habitación de su madre hasta el otro lado del hueco de la escalera, entró en la suya propia, se sentó en la cama, sacó un cigarrillo y lo prendió. Para ponerse más cómoda se quitó los zapatos y levantó las piernas, de tal modo que estaba recostada en la cama y con el cenicero en el regazo. La puerta de su dormitorio estaba abierta de par en par y era clara la visión que tenía del rellano. Insistió en este hecho cuando más tarde hablamos de ello. Dijo que girando la cabeza veía realmente, a través de la penumbra, el tablero a los pies de la cama de su madre. Reinaba tal silencio en la casa que hasta oía el ritmo suave y regular de la respiración de la señora Ayres…

Lo siguiente que supo fue que Betty estaba a su lado con la bandeja del desayuno. Había también, depositada en el rellano, una bandeja para el de su madre. Betty quería saber qué debía hacer con ella.

«¿Qué?», preguntó Caroline con voz pastosa. Acababa de salir de la fase más profunda del sueño, incapaz de entender por qué estaba encima de la cama en lugar de dentro, totalmente vestida, con mucho frío y un cenicero rebosante en el regazo. Se incorporó y se frotó la cara.

– Llévale la bandeja a mi madre, por favor. Y si está dormida no la despiertes. Déjala al lado de la cama.

– Ese es el problema, señorita -dijo Betty-. Creo que la señora duerme todavía, porque he llamado a la puerta y no me ha respondido. Y no puedo dejar la bandeja porque la puerta está cerrada con llave.

Al oír esto, Caroline despertó del todo. Echó una ojeada al reloj y vio que eran las ocho pasadas. El día era radiante más allá de la cortina, anormalmente radiante a causa del suelo nevado. Alarmada, inquieta, temblando por la falta de sueño, se levantó y cruzó rápidamente el rellano hasta la habitación de su madre. Tal como Betty había dicho, la puerta estaba cerrada con pasador, y cuando llamó con los nudillos -primero suavemente, después con más firmeza, a medida que su inquietud aumentaba- no recibió respuesta.

– ¡Madre! -llamó-. Madre, ¿estás despierta?

Ninguna respuesta. Llamó a Betty. ¿Oía ella algo? Betty escuchó y negó con la cabeza. Caroline dijo:

– Supongo que quizá duerme como un leño. Pero entonces la puerta… ¿Estaba cerrada cuando te has levantado?

– Sí, señorita.

– Yo recuerdo, estoy segura de que recuerdo que las dos puertas estaban abiertas. ¿Tenemos una llave de repuesto?

– Creo que no, señorita.

– Yo tampoco. ¡Oh, Dios! ¿Cómo demonios la he dejado sola?

Más temblorosa aún, llamó otra vez a la puerta, más fuerte que antes. No hubo respuesta. Pero entonces pensó en hacer lo que la señora Ayres había hecho poco tiempo antes con una puerta inexplicablemente cerrada: se agachó y pegó el ojo al de la cerradura. Y la tranquilizó ver que el ojo estaba vacío y la habitación, detrás, totalmente clara, porque, no sin fundamento, entendió que esto significaba que su madre no estaba en la habitación. Al salir debía de haber cerrado la puerta con llave y se la habría llevado consigo. ¿Por qué lo habría hecho? Caroline no tenía idea. Se puso en pie y, con más confianza de la que sentía, dijo:

– No creo que mi madre esté dentro, Betty. Debe de estar en alguna parte de la casa. Supongo que has ido a la salita, ¿no?

– Oh, sí, señorita. He ido y he encendido el fuego.

– Podría haber bajado a la biblioteca, me figuro. Y no habrá subido arriba, ¿verdad?

Ella y Betty se miraron, las dos pensando en el horrible incidente de varias semanas atrás.

– Más vale que suba a echar un vistazo -dijo Caroline por fin-. Espérame aquí. No, pensándolo bien, no me esperes. Mira en todas las habitaciones de este piso y después en las de abajo. Mi madre podría haber sufrido un accidente.

Tomaron direcciones diferentes, y Caroline subió al piso de arriba y probó cada puerta trabajosamente, llamando a su madre. Encontró los cuartos de los niños, al igual que yo, inhóspitos pero sin señales de vida y totalmente vacíos. Desanimada, volvió a la puerta del dormitorio de su madre. Betty se reunió con ella un momento después. Ella tampoco había encontrado nada. Había mirado en todas las habitaciones, y también se había asomado a las ventanas por si la señora Ayres había salido fuera. Dijo que no había en la nieve huellas nuevas de pisadas; y añadió que el abrigo de la señora estaba en su percha del pórtico, y sus botas en la rejilla, secas.

Caroline empezó a morderse frenética las yemas de los dedos. Forcejeó de nuevo con el pomo del cuarto de su madre, llamó con los nudillos y gritó su nombre. Una vez más, nada.

– ¡Dios! -dijo-. Esto no es normal. Mi madre tiene que haber salido de casa. Debe de haberse ido antes de que la última nevada haya cubierto sus huellas.

– ¿Sin el abrigo y las botas? -preguntó Betty, horrorizada.

Volvieron a mirarse; después dieron media vuelta, bajaron corriendo la escalera y descorrieron los cerrojos de la puerta principal. La blancura del día casi las deslumbre-, pero atravesaron la grava lo más rápido que pudieron y recorrieron la terraza del sur hasta los escalones que conducían al césped. Allí, cegada y contrariada por la capa intacta de nieve que recubría el césped, Caroline se detuvo y oteó a lo largo del jardín. Ahuecó las manos delante de la boca y gritó:

– ¡Madre! ¿Estás ahí, madre?

– ¡Señora Ayres! -gritó Betty-. ¡Señora! ¡Señora Ayres!

Aguzaron el oído y no oyeron nada.

– Podríamos buscar en los antiguos jardines -dijo Caroline entonces, poniéndose en marcha-. Mi madre estuvo allí ayer con el doctor Faraday. No sé, quizá se le haya ocurrido volver.

Pero mientras hablaba atrajo su mirada una pequeña imperfección en la nieve que había delante y, cautelosamente, avanzó hacia ella. Había allí algo caído, un pequeño objeto de metal: al principio pensó que era una moneda; después, al acercarse, comprendió que lo que había tomado por un chelín de canto era en realidad el reluciente extremo ovalado de una llave de tija larga. Era la llave -sabía que tenía que ser- del dormitorio cerrado de su madre, pero no entendía cómo habría caído o ido a parar allí, en aquella franja de nieve intacta. Sólo se le ocurrió pensar, en un momento de ofuscación, que se habría desprendido del pico de un pájaro, y levantó los ojos y volvió la cabeza buscando a una urraca o a un cuervo. Lo que vieron sus ojos, sin embargo, fueron las ventanas del dormitorio de su madre. Una estaba cerrada, con las cortinas corridas. La otra estaba abierta, abierta de par en par en el aire glacial. Y fue como si el corazón, al verla, se le paralizase en el pecho. En efecto, supo que la llave estaba allí porque su madre, después de cerrar la puerta por dentro, la había arrojado desde la ventana. Supo que su madre seguía estando en la habitación y no quería que fuera fácil encontrarla; y adivinó por qué.

Entonces corrió -al igual que yo pronto correría también-, volvió corriendo patosamente a través de la nieve pulverulenta, arrastrando tras ella a una Betty asustada, la metió en la casa y subieron la escalera. La llave estaba helada como un carámbano en sus dedos cuando la introdujo en la cerradura. La mano le temblaba tan violentamente que, por un segundo, el metal no encajaba, y el corazón encogido de Caroline dio un vuelco desesperado: pensó que, al fin y al cabo, se había equivocado, que la llave no era aquélla, que no era la de su madre… Pero el cerrojo cedió. Empuñó el pomo y empujó la puerta. Notó que se abría unos centímetros y después se detenía porque se había interpuesto algo detrás de ella, algo pesado y que oponía resistencia.

– ¡Por el amor de Dios, ayúdame! -gritó, con una voz terriblemente cascada, y Betty se adelantó para empujar la puerta con ella hasta que se abrió justo lo suficiente para asomar la cabeza y mirar dentro.

Lo que vieron les arrancó un grito. Era la señora Ayres, torpemente desplomada, la cabeza colgando, la postura extraña, como si se hubiera derrumbado de rodillas en una especie de desfallecimiento justo en el umbral del cuarto. El cabello encanecido y suelto le tapaba la cara, pero cuando empujaron más la puerta la cabeza se desplazó fláccidamente hacia un costado. Entonces vieron lo que la señora Ayres había hecho.

Se había ahorcado con el cordón de su bata atado a un viejo gancho de latón en la parte interior de la puerta.

Durante varios minutos espantosos intentaron soltarla, calentarla y revivirla. El cordón estaba tan apretado por el peso del cuerpo que no pudieron desatarlo. Betty tuvo que correr en busca de unas tijeras, y cuando volvió con unas de la cocina vieron que tenían las hojas tan blandas que sólo servían para serrar la seda fuertemente trenzada hasta deshilacharla, y luego tuvieron literalmente que arrancar el cordón de la piel hinchada del cuello. Produce un horror especial la apariencia de un ahorcado, y el cuerpo de la señora Ayres tenía un aspecto atroz, abotargado y oscuro. Era evidente que llevaba muerta algún tiempo -su cuerpo ya estaba frío- y sin embargo, según testimonio de Betty cuando aquel día hablé con ella más tarde, Caroline se inclinó para zarandearla y reprenderla, hablando no con suavidad o tristeza, sino diciéndole, casi como en broma, que debía despertar, recomponerse.

– No sabía lo que decía, señor -dijo Betty, enjugándose los ojos, sentada a la mesa de la cocina-. Ha seguido temblando y sacudiéndola hasta que yo le he dicho que quizá debíamos levantarla y acostarla en la cama. Y entre las dos hemos levantado a la señora… -Se tapó la cara-. ¡Oh, Dios mío, ha sido horrible! Se nos resbalaba de los brazos, y cada vez que resbalaba la señorita Caroline le decía que no hiciera tonterías, le hablaba como si la señora hubiera hecho algo normal como… como perder las gafas. La hemos acostado y tenía un aspecto peor todavía, con la almohada blanca al lado de la cabeza, pero la señorita Caroline seguía comportándose como si no lo viera. Así que le he dicho: «¿No deberíamos mandar a buscar a alguien, señorita? ¿No deberíamos avisar al doctor Faraday?». Y ella me ha dicho: «¡Sí, ve a telefonear al doctor! El atenderá muy bien a mi madre». Luego, cuando yo salía por la puerta, me ha llamado con una voz distinta. «¡No se te ocurra decirle lo que ha pasado! ¡Por teléfono no! ¡Mi madre no querría que lo oyese todo el mundo! ¡Di que ha habido un accidente!».

»Y después, doctor, ya ve, ha debido de pensar en lo que había dicho. Cuando he vuelto estaba sentada tranquilamente al lado de la cama y me ha mirado y ha dicho: "Está muerta, Betty". Como si yo no lo supiera. Le he dicho: "Sí, señorita, lo sé, y me da muchísima pena". Y ninguna de las dos hemos hablado más, sin saber qué otra cosa debíamos hacer… Después me he puesto histérica. Una histeria terrible. Tiraba del brazo a la señorita Caroline y ella se ha levantado como si estuviera soñando. Hemos salido juntas y yo he cerrado la puerta con llave. Y ha sido espantoso, dejar a la señora Ayres allí tumbada y completamente sola. Era una señora tan amable, siempre fue buena conmigo… Y entonces se me ha pasado por la cabeza que, sólo un momento antes, habíamos estado allí delante de su puerta, pensando dónde estaría, sin darnos cuenta de nada, y fisgando por el ojo de la cerradura cuando todo el tiempo… ¡Oh! -Empezó a llorar de nuevo-. ¿Por qué habrá hecho una cosa tan horrible, doctor Faraday? ¿Por qué lo habrá hecho?

Me dijo todo esto una hora larga después de llegar yo a la casa, y entonces yo ya había estado en la habitación de la señora Ayres. Tuve que armarme de valor para entrar, parado ante la puerta con la llave en la mano. Yo también pensaba en que Caroline había estado allí antes que yo y que había empujado la puerta y la había encontrado cerrada… Me estremeció la primera visión de la cara hinchada y oscurecida de la señora Ayres; faltaba lo peor, no obstante, porque cuando le abrí el camisón para examinar su cuerpo descubrí una veintena de pequeños cortes y magulladuras, al parecer por todo el torso y los miembros. Algunos eran nuevos, otros casi sin color. La mayoría eran simples rasguños y pellizcos. Pero vi con horror que un par de ellos casi parecían marcas de mordiscos. Los más recientes, todavía manchados de sangre, a todas luces habían sido hechos muy poco antes de la muerte: en otras palabras, en aquel lapso relativamente breve transcurrido entre que Caroline hubo dejado a su madre, a las cinco de la mañana, y la aparición de Betty con la bandeja del desayuno, a las ocho. Era inimaginable el terror y la desesperación que debieron de apoderarse de la señora Ayres en aquellas tres horas aciagas. El Veronal debería haberla mantenido dormida mucho más allá de la hora en que Caroline se había marchado; de algún modo, sin embargo, se había despertado, se había levantado y, de forma calculada, cerrado con llave la puerta de su dormitorio, y después se había desembarazado de la llave e iniciado la actividad sistemática de torturarse hasta la muerte.

Luego empecé a recordar nuestra conversación en el jardín tapiado. Recordé el brote de las tres gotas de sangre. «Mi hijita no siempre es buena…» ¿Era posible? ¿Lo era? ¿O era incluso algo peor? ¿Y si, al desear que viniera su hija, sólo había conseguido infundir fuerza y determinación a alguna otra cosa, a algo más sombrío?

Esta idea se me hizo insoportable. Cubrí a la señora Ayres con la manta para apartarla de mi vista. Lo mismo que Betty, me venció un deseo intenso, casi culpable, de huir de la habitación y de los horrores que inspiraba.

Cerré con llave y volví a la salita. Encontré a Caroline todavía sentada sin expresión en el sofá; Betty había traído el té, pero se había quedado frío en las tazas y la chica iba y venía de la habitación a la cocina como si realizara sonámbula los movimientos de sus quehaceres cotidianos. Le pedí que preparase café, y cuando hube bebido una taza fuerte fui lentamente al vestíbulo para llamar por teléfono.

Fue como un eco pesadillesco de la noche anterior. Primero llamé al hospital del distrito para pedir que enviaran una furgoneta del depósito para trasladar el cadáver de la señora Ayres. Después, algo más reacio, telefoneé al sargento de la policía local para informar de la muerte. Le di los detalles básicos y convinimos en que pasaría a tomar declaraciones. Y luego hice mi tercera y última llamada.

Llamé a Seeley. Le pillé justo al final de su sesión de cirugía matutina. La comunicación era mala, pero agradecí los chisporroteos. Al oír su voz la mía desfalleció por un momento.

– Soy Faraday -dije-. Estoy en la casa. Nuestra paciente, Seeley. Me temo que nos ha ganado la partida.

– ¿Ganado la partida? -No me oyó bien, o no comprendió. Después recuperó la respiración-. ¡Diablos! No puedo creerlo. ¿Cómo ha sido?

– De mala manera. No puedo decírselo.

– Claro que no puede… Dios, es terrible. ¡Lo que nos faltaba!

– Sí, ya lo sé. Pero escuche, el motivo de mi llamada es el siguiente: la mujer de Rugby de la que le hablé, la enfermera. Hágame un favor, ¿quiere? Llámele de mi parte y explíquele lo que ha sucedido. Yo no puedo.

– Sí, por supuesto.

Le di el número; hablamos un par de minutos más. El repitió:

– Un asunto muy feo para la familia…, para lo que queda de ella. ¡Y para usted, Faraday! Lo lamento muchísimo.

– Es culpa mía -dije. La línea seguía chisporroteando y él creyó que me había oído mal. Se lo repetí. Y añadí-: Tendría que habérmela llevado. Tuve mi oportunidad.

– ¿Qué? ¿No estará culpándose a sí mismo? Vamos, Faraday. Todos lo hemos visto. Cuando un paciente ha decidido hacerlo poco se puede hacer para impedírselo. Se vuelven taimados, como usted sabe. Vamos, hombre.

– Sí -dije-. Supongo que sí.

Pero no me convencieron mis propias palabras. Y, después de colgar el auricular, miré hacia arriba por la curva de la escalera a la habitación de la señora Ayres y advertí que tenía que huir casi abyectamente, con los ojos bajos y la cabeza gacha.

Me reuní con Caroline en la salita, me senté a su lado y le cogí la mano. Sus dedos estaban tan fríos y anónimos en los míos como los de un maniquí de cera; los levanté con suavidad hasta mis labios y ella no reaccionó. Sólo ladeó la cabeza como si escuchara algo. Lo cual me indujo a escuchar yo también. Nos quedamos en una postura congelada -ella con la cabeza inclinada, yo con su mano todavía levantada hasta mi boca-, pero el Hall permaneció silencioso. No se oía ni el tictac de un reloj. La vida parecía contenida, detenida dentro de la casa.

Captó mi mirada y dijo en voz baja:

– ¿Lo notas? La casa está por fin silenciosa. Fuera lo que fuera lo que había aquí, se ha llevado todo lo que quería. ¿Y sabes qué es lo peor? ¿Lo que no le perdono? Que me obligó a ayudarle.

Загрузка...