Capítulo 13

Fue lo único que dijo ella al respecto. Llegaron la policía y los hombres de la morgue y el sargento nos tomó declaración -a Caroline, a mí y a Betty- mientras sacaban el cuerpo de la casa. Cuando los hombres se fueron, Caroline se quedó por un momento nuevamente inexpresiva, pero luego, como un muñeco al que le insuflan vida, se sentó al escritorio para hacer una lista de todas las cosas que había que hacer los días siguientes; en una hoja aparte escribió los nombres de las amistades y conocidos a los que había que notificar el fallecimiento de su madre. Yo quise que lo dejara para más adelante; ella movió la cabeza y siguió escribiendo obstinadamente, y comprendí por fin que las tareas la estaban protegiendo de la parte más dura de su conmoción, y que quizá fuese lo mejor para ella. Le hice prometer que pronto descansaría, tomaría un sedante y se acostaría, y la envolví en una manta escocesa que cogí del sofá para que no se enfriara. Abandoné la casa con el sonido sordo de los postigos que se cerraban y el tamborileo de los aros de las cortinas: Caroline había mandado a Betty que oscureciera las habitaciones, en un gesto anticuado de pesar y respeto. Cuando cruzaba la grava oí cómo se cerraba el último postigo, y cuando volví a mirar el Hall desde la embocadura del sendero pareció que la casa contemplaba, ciega de pena, el silencioso paisaje blanco.

No quería marcharme de allí, pero me quedaban por hacer algunas tareas deprimentes y no me dirigí a mi casa, sino a Leamington, para comunicar la muerte de la señora Ayres al coroner [6]del municipio. Yo ya había comprendido que no había manera de ocultar los detalles del caso, que no era posible quitarle importancia a la muerte, como yo había hecho de cuando en cuando con otras familias en duelo, presentándola como algo natural; pero puesto que efectivamente había estado tratando la inestabilidad mental de la señora Ayres, y ya había tenido pruebas de la violencia que se había infligido ella misma, albergaba la esperanza infundada de que podría ahorrar a Caroline el calvario de una investigación. El coroner, sin embargo, aunque comprensivo, era un hombre escrupuloso. La muerte había sido súbita y violenta; haría lo posible por que la investigación, ineludible, fuera discreta.

– Lo cual incluye también una autopsia, por supuesto -me dijo-. Y como usted es el médico que certifica la muerte, normalmente le encargaría que la realizase usted mismo. Pero ¿se siente en condiciones? -Conocía mi relación con la familia-. No habría nada deshonroso en que confiara la tarea a algún colega.

Lo consideré durante unos segundos. Nunca me habían gustado las autopsias, y son especialmente difíciles de practicar cuando el paciente en cuestión ha sido un amigo personal. Al mismo tiempo, mi mente se rebeló ante la idea de confiar a Graham o a Seeley el pobre cuerpo marcado de la señora Ayres. Ya la había dejado en la estacada; si no había manera de ahorrarle aquella última humillación, lo menos que podía hacer era acometer la tarea yo mismo y procurar realizarla con cuidado. De modo que moví la cabeza y le dije que yo me encargaría. Y como ya eran las doce bien pasadas y mi consulta de la mañana era ya irrecuperable y la tarde se me presentaba en blanco, cuando salí del despacho del coroner fui derecho a la morgue para terminar la autopsia cuanto antes.

De todas formas resultó algo horrible, y me quedé en la sala helada de azulejos blancos, con el cuerpo cubierto delante y los instrumentos aguardando en la bandeja, dudando de si realmente sería capaz de superar la prueba. Sólo empecé a recobrar el valor en cuanto hube retirado la sábana. Las heridas me impresionaron menos ahora que sabía a qué atenerme; al inspeccionarlos, los pellizcos y cortes que tanto me habían turbado en Hundreds empezaron a perder parte de su horror. Había supuesto que cubrirían casi por entero el cuerpo de la señora Ayres; ahora vi que estaban situados en zonas que se encontraban muy al alcance de sus manos; en la espalda, por ejemplo, no había ninguna marca. Era evidente que los daños que había sufrido se los había causado ella misma: fue un alivio para mí, aunque no sabía muy bien por qué. Proseguí el examen y empecé las incisiones… Supongo que esperaba secretos; no aparecieron. No había signos de enfermedad, sino tan sólo los consabidos deterioros de la edad. No había indicios de que se hubiese ejercido contra la señora Ayres ninguna clase de fuerza en sus días u horas postreros; no había huesos lastimados ni contusiones internas. La muerte era simplemente el resultado de asfixia por ahorcamiento, algo totalmente compatible con los hechos que Caroline y Betty me habían contado.

De nuevo sentí alivio; esta vez era una sensación inconfundible. Y comprendí que había un motivo más oscuro para que quisiera practicar la autopsia yo mismo. Había temido que surgiese algún detalle que arrojara sospecha -no sabía qué, no sabía exactamente cómo- sobre Caroline. Me seguía carcomiendo esta duda sobre ella. Ahora, por fin, quedaba disipada. Me avergoncé de haberla albergado.

Recompuse el cuerpo lo mejor que pude y entregué mi informe al coroner. La investigación se realizó tres días después, pero fue muy breve gracias a una evidencia tan clara. El dictamen emitido fue «suicidio perpetrado durante un trastorno del equilibrio mental», y todo el proceso duró menos de treinta minutos. Lo peor fue su carácter público, pues si bien se redujo el número de testigos hubo varios periodistas presentes que causaron bastante fastidio cuando salí del juzgado acompañando a Caroline y a Betty. El suceso apareció aquella semana en todos los periódicos de Midland, y rápidamente fue reproducido por un par de diarios nacionales. Un reportero que vino de Londres se presentó en el Hall con la intención de entrevistar a Caroline, y para ello se hizo pasar por un policía. Caroline y Betty no tuvieron problemas para deshacerse de él, pero me horrorizó la idea de que volviera a ocurrir una cosa semejante. Recordando el tiempo en que se había erigido en el parque una barricada contra los Baker-Hyde, desenterré las cadenas y candados de entonces y cerré otra vez las verjas. Dejé una de las llaves en el Hall y guardé la otra en mi propio llavero; también hice un duplicado de la llave de la puerta del jardín. Tras haberlo hecho me sentí más tranquilo y podía ir y venir de la casa a mi antojo.

No era de extrañar que el suicidio de la señora Ayres hubiese conmocionado y anonadado a toda la comarca. En los últimos años rara vez se había dejado ver fuera de Hundreds, pero seguía siendo una persona muy conocida y apreciada, y durante muchos días yo no podía pasar por ninguno de los pueblos sin que alguien me parase, ávido de oír mi versión del suceso y a la vez deseoso de expresar el disgusto, la tristeza y la incredulidad que le inspiraba el hecho de que «una señora tan encantadora», «una auténtica señora como las de antaño», «tan guapa y tan buena», hubiera cometido un acto tan espantoso, «y además dejando solos a esos dos pobres hijos». Mucha gente preguntaba dónde estaba Roderick y cuándo volvería a casa. Yo respondía que estaba de vacaciones con unos amigos y que su hermana intentaba localizarle. Sólo a los Rossiter y a los Desmond les di una versión más verídica, porque no quería que molestasen a Caroline con preguntas incómodas. Les dije abiertamente que Rod estaba en una clínica reponiéndose de una crisis nerviosa. Helen Desmond dijo al instante:

– ¡Pero eso es terrible! ¡No puedo creerlo! ¿Por qué Caroline no acudió a nosotros antes? Suponíamos que la familia estaba en apuros, pero parecía empeñada en resolver las cosas por sí misma. Bill les ofreció ayuda muchas veces, ¿sabe?, pero la rechazaron siempre. Creíamos que era un simple problema de dinero. Si hubiéramos sabido que las cosas andaban tan mal…

– Creo que ninguno de nosotros habría podido predecirlo -dije.

– Pero ¿qué hay que hacer ahora? Caroline no puede quedarse allí, en aquella casona enorme e inhóspita. Tendría que estar con amigos. Debería venir aquí, con Bill y conmigo. Oh, esa pobre, pobre chica. Bill, tenemos que ir a buscarla.

– Desde luego que sí -dijo Bill.

Estaban dispuestos a ir al Hall de inmediato. Los Rossiter adoptaron la misma actitud. Pero yo no estaba seguro de que Caroline aceptara la intromisión, por bienintencionada que fuera. Les pedí que primero me dejaran hablar con ella; y, como sospechaba, se estremeció cuando le dije lo que proyectaban.

– Es muy amable de su parte -dijo-. Pero la idea de vivir en una casa ajena, con gente que te observa cada minuto para ver cómo estás…, no podría. Tendría miedo de parecer muy desgraciada, o de no parecer lo bastante infeliz. Prefiero quedarme aquí, al menos por ahora.

– ¿Estás segura, Caroline?

Como a todos los demás, me inquietaba enormemente que se quedara sola en Hundreds, con la única, pobre y triste compañía de Betty. Pero se mostró tan decidida a quedarse que cuando volví a hablar con los Rossiter y los Desmond dejé bien claro que Caroline no estaba tan sola y desvalida como se temían; que de hecho yo mismo me ocupaba de atenderla. Tardaron un momento en comprender mi insinuación, que les dejó sorprendidos. Los Desmond se apresuraron a felicitarme; dijeron que era con mucho lo mejor que podía sucederle a Caroline ahora, y que «les quitaba un gran peso de encima». Los Rossiter, aunque educadamente, fueron más cautelosos. El señor Rossiter me estrechó la mano bastante cordialmente, pero vi que su mujer estaba analizando velozmente la noticia y más tarde supe que en cuanto me marché de su casa llamó al Hall para confirmarla. Desprevenida, distraída, cansada, Caroline no se mostró muy locuaz. Sí, yo era una gran ayuda para ella. Sí, se estaba preparando una boda. No, aún no habíamos decidido la fecha. Aún no podía pensar mucho en ella. Todo estaba «tan en el aire».

A partir de entonces, por lo menos, no hubo más tentativas de convencerla de que abandonara la casa, y los Rossiter y los Desmond debieron de comunicar sigilosamente la noticia de nuestro compromiso a un par de vecinos que a su vez debieron de transmitirla discretamente a algunos amigos. En el curso de los días siguientes advertí un cambio ligerísimo en la actitud de los lugareños hacia mí; empezaron a tratarme menos como al médico de cabecera de los Ayres, al que amistosamente se le podía sonsacar información sobre el terrible suceso en Hundreds, y más casi como a un miembro de la familia, digno de respeto y de conmiseración. La única persona con la que hablé directamente del asunto fue David Graham, y se mostró absolutamente encantado por el anuncio. Dijo que llevaba meses intuyendo que «se tramaba algo». Anne lo había «olfateado», pero no habían querido agobiarme. Graham lamentaba que hubiese hecho falta semejante tragedia para que se revelase todo. Insistió en que Caroline fuese mi prioridad durante una temporada, en que disminuyera mi número de pacientes y en hacerse cargo él mismo de algunos. Así que en la primera semana después de la muerte pasaba gran parte del día en el Hall, ayudando a Caroline en sus diversas ocupaciones; a veces salía a pasear con ella por los jardines o el parque y otras veces simplemente me sentaba a su lado en silencio, con su mano en la mía. Ella daba aún la impresión de estar ligeramente aislada de su propia pena, pero creo que mis visitas brindaban una estructura a sus jornadas sin pautas. Nunca hablaba de la casa; pero la casa, por extraño que parezca, continuaba mostrando una calma sorprendente. En los meses anteriores yo había presenciado cómo la vida en ella se iba reduciendo a proporciones que parecían casi imposibles; ahora, asombrosamente, menguaba incluso más, se limitaba a un conjunto de murmullos y pasos débiles en dos o tres habitaciones oscuras.


Concluida la investigación, la dura prueba siguiente fue el entierro. Caroline y yo lo habíamos organizado juntos y se celebró el viernes de la semana siguiente. Dada la causa de la muerte de su madre convinimos en que la ceremonia debía ser discreta; nuestro mayor dilema, al principio, era si convenía que Rod participase o no. Parecía excluido que no asistiese al acto, y pensamos seriamente en la manera de controlar su presencia; dudábamos, por ejemplo, de si debía venir de Birmingham acompañado de un asistente que se podría hacer pasar por un amigo. Pero bien podríamos habernos ahorrado las deliberaciones: viajé en mi coche a la clínica para comunicarle la noticia del suicidio de su madre y la reacción de Roderick me horrorizó. Pareció que apenas asimilaba la pérdida. Lo que le impresionó era el hecho de su muerte: la veía como la prueba de que su madre también había acabado siendo víctima de la «infección» diabólica que él tanto se había esforzado en contener.

– Ha tenido que esperar todo este tiempo -me dijo-; incubando, en el silencio de la casa. ¡Creí que le había vencido! Pero ¿ve lo que está haciendo? -Extendió la mano por encima de la mesa para agarrarme del brazo-. ¡Nadie está a salvo allí ahora! Caroline… ¡Dios mío! No la deje sola allí. ¡Está en peligro! ¡Tiene que llevársela de allí! ¡Tiene que llevársela de Hundreds ahora mismo!

Me asusté por un momento; la advertencia me sonó casi real. Luego vi el frenesí en su mirada y vi hasta qué punto se había alejado de las fronteras de la razón; y comprendí que corría el peligro de seguir su ejemplo. Le hablé serena y racionalmente. Él respondió enfureciéndose aún más. Un par de enfermeras vinieron corriendo a sujetarle, y le dejé forcejando y gritando entre sus brazos. A Caroline le dije solamente que no había «mejorado». Por mi expresión entendió lo que significaba. Renunciamos al proyecto imposible de que regresara a Hundreds incluso para un día y, con ayuda de los Desmond y los Rossiter, divulgamos la historia de que estaba en el extranjero, indispuesto e incapaz de viajar a casa. No sé en qué medida esta patraña engañó a la gente. Creo que desde algún tiempo circulaban rumores sobre la verdadera causa de su ausencia.

De todos modos, el entierro se celebró sin él y se llevó a cabo con toda la normalidad, supongo, que permitía el caso. El ataúd abandonó el Hall, Caroline y yo lo seguimos en el coche de la funeraria, y en los tres o cuatro coches que venían detrás viajaban los amigos más próximos de la familia y los parientes que habían podido realizar el dificultoso viaje a Hundreds desde Sussex y Kent. El tiempo se había despejado, como cabía esperar, pero la última nieve cubría todavía el suelo; los coches negros irradiaban una gravedad imponente en los caminos blancos y sin hojas, y al final todos nuestros intentos de que el entierro resultara discreto se quedaron en agua de borrajas. La familia era demasiado conocida y el espíritu feudal del condado demasiado tenaz; por añadidura, siempre había habido más que un toque de trágico misterio en Hundreds Hall, y los artículos de prensa sobre la muerte de la señora Ayres lo habían acrecentado. La gente se había congregado con una curiosidad solemne en las puertas de granjas y casas de campo para ver pasar el cortejo fúnebre, y en cuanto doblamos hacia la calle mayor de Lidcote vimos que las aceras estaban atestadas de espectadores que guardaban silencio a medida que nos acercábamos, y los hombres se quitaban los sombreros y las gorras y unas cuantas mujeres lloraban, pero todos estiraban el cuello para ver mejor. Pensé en la época, casi treinta años antes, en que yo, con mi blazer de la universidad, había presenciado con mis padres otro entierro de los Ayres, con un ataúd la mitad de grande de este otro; lo pensé con una sensación como de vértigo, como si mi vida estuviese retorciendo la cabeza para morderse la cola. Al acercarnos a la iglesia el gentío se espesó y noté que Caroline estaba tensa. Tomé su mano enguantada de negro y dije en voz baja: «Sólo quieren presentarte sus respetos».

Ella levantó la otra mano hacia la cara, en un intento de escapar a sus miradas.

– Me miran a mí. ¿Qué buscan?

Le apreté los dedos.

– Sé valiente.

– No sé si podré.

– Sí podrás. Mírame. Estoy aquí. No te dejaré.

– ¡No, no me dejes! -dijo, volviendo la cara hacia mí, y me agarró de la mano como si la idea la atemorizase.

Cuando cruzamos el cementerio, la campana de la iglesia estaba tañendo de un modo insólitamente fuerte y quejumbroso en el aire frío y sin viento. Caroline mantenía la cabeza gacha y el brazo enlazado firmemente con el mío, pero en cuanto entramos en la iglesia se serenó un poco, porque allí sólo se trataba de seguir el oficio, responder las palabras correctas y demás, y ella lo hizo de aquella forma eficiente y mecánica con que hacía todos los quehaceres y deberes de los días anteriores. Hasta cantó los himnos. Nunca la había oído cantar hasta entonces. Cantaba como hablaba, melódicamente, y las palabras salían claras y enteras de su boca bien formada.

El oficio no fue largo, pero el párroco, el padre Spender, conocía a la señora Ayres desde hacía muchos años y dio un pequeño discurso sobre ella. La llamó «una señora como las de antaño», exactamente la expresión que yo había oído emplear a la gente. Dijo que formaba «parte de una época distinta, más elegante», como si hubiera sido más vieja de lo que era, casi la última de su generación. Recordó la muerte de su hija Susan; dijo que tenía la certeza de que la mayoría de nosotros también la recordábamos. Nos recordó que la señora Ayres aquel día había caminado detrás del féretro de su hija, y a él se le antojaba que, en su corazón, había seguido caminando detrás de aquel féretro todos los días de su vida. Nuestro consuelo ahora, en la tragedia de su muerte, era saber que se había reunido con Susan.

Mientras él hablaba paseé la mirada por la feligresía y vi que mucha gente asentía tristemente a sus palabras. Ninguno de los presentes, por supuesto, había visto a la señora Ayres en las últimas semanas de su existencia, cuando se había apoderado de ella un delirio tan poderoso y grotesco que prácticamente parecía lanzar un maleficio de oscuridad y tormento sobre todos los objetos sólidos e inanimados que la rodeaban. Pero cuando nos encaminamos al panteón de la familia en el camposanto, pensé que Spender quizá tuviera razón. No había maleficio, no había sombra, no había ningún misterio. Las cosas eran muy simples. Caroline, a mi lado, era inocente; Hundreds, una obra de ladrillo y mortero, también lo era; y la señora Ayres, la infeliz señora Ayres, iba a reunirse por fin con su hijita perdida.

Se rezaron las oraciones, bajaron el ataúd y nos alejamos de la sepultura. La gente empezó a acercarse a Caroline para decirle unas palabras de condolencia. Jim Seeley y su mujer le dieron la mano. A continuación lo hicieron Maurice Babb, el constructor, seguido de Graham y Anne. Departieron con ella unos minutos y mientras hablaban vi que Seeley se había apartado y miraba en mi dirección. Tras un ligero titubeo me separé del grupo para hablarle.

– Un día lúgubre -murmuró-. ¿Cómo lo sobrelleva Caroline?

– Bastante bien, en conjunto. Está un poco retraída, pero nada más.

Él la miró.

– Tiene que estarlo. Supongo que a partir de ahora empezará a sentirlo. Pero usted se ocupa de ella.

– Sí.

– Sí, otras personas lo han comentado. Creo que debo darle la enhorabuena, ¿no?

– No es que sea un día para enhorabuenas, pero… -dije, inclinando la cabeza, complacido y cohibido-… sí.

Me dio un golpecito en el brazo.

– Me alegro por usted.

– Gracias, Seeley.

– Y también por Caroline. Dios sabe que se merece un poco de felicidad. Si acepta mi consejo, no se queden por aquí, ustedes dos, en cuanto acabe todo esto. Llévesela, déle una buena luna de miel. Un comienzo desde cero.

– Es mi intención -dije.

– Bravo.

Le llamó su mujer. Caroline se volvió como si me buscara y regresé a su lado. Su brazo aferró otra vez fuertemente el mío, y deseé con toda mi alma poder llevarla simplemente a su casa en Hundreds y acostarla a salvo en su cama. Pero algunos de los reunidos habían sido invitados al Hall para las libaciones consabidas, y durante unos minutos fatigosos organizamos la comitiva para el trayecto, quién viajaría apretujado en los vehículos de la funeraria y quién compartiría un coche privado. Al ver que Caroline se azoraba a este respecto, la confié a la custodia de sus tíos de Sussex y corrí en busca de mi Ruby, donde había sitio para mí y otros tres pasajeros. Se me unieron los Desmond y un joven desparejado que tenía un ligero parecido con Roderick y que resultó ser primo de Caroline por el lado paterno. Era un chico agradable y cordial, pero evidentemente no estaba muy afectado por la muerte de la señora Ayres, porque mantuvo una conversación liviana con nosotros durante todo el trayecto hasta Hundreds. Hacía más de diez años que no visitaba el Hall y parecía ingenuamente contento de tener la ocasión de ver de nuevo el lugar. Dijo que en otro tiempo iba allí con sus padres y que tenía muchos recuerdos dichosos de la casa, los jardines, el parque… Sólo guardó silencio cuando empezamos a dar brincos sobre el sendero enmarañado. Cuando nos liberamos del laurel y las ortigas y enfilamos la curva de grava vi que miraba la casa cegada como si no pudiera creerlo.

– La encuentra cambiada, ¿verdad? -le dijo Bill Desmond, al apearnos los cuatro.

– ¡Cambiada! ¡No la habría reconocido! Parece sacada de una película de terror. No me extraña que mi tía…

Se tragó las palabras, avergonzado, y sus jóvenes mejillas se pusieron coloradas.

Pero cuando nos reunimos con el grupito de dolientes que se dirigían hacia la salita, observé que otras personas miraban alrededor, sin duda pensando lo mismo. Éramos unos veinticinco: demasiados, la verdad, para la habitación, pero no había ningún otro sitio donde reunimos y Caroline había ampliado el espacio retirando los muebles; por desgracia, al hacerlo habían quedado al descubierto las partes más raídas de las alfombras y los desgarrones y desperfectos del propio mobiliario. A algunos invitados debió de parecerles simplemente excéntrico, pero a cualquiera que hubiese conocido el Hall en sus días de esplendor la decadencia de la casa debió de causarles una sorpresa espantosa. Los tíos de Sussex de Caroline, en especial, ya habían echado un buen vistazo alrededor. Habían visto el salón, con su techo abombado, el papel de pared desgarrado y la ruina ennegrecida que había sido antaño la habitación de Roderick; y habían visto en el parque descuidado el boquete en el muro y las rojas viviendas municipales que parecían haber brotado como hongos dentro del perímetro. Aún conservaban una expresión atónita. Al igual que los Rossiter y los Desmond, daban por sentado que Caroline no debía quedarse sola en el Hall. Cuando yo entré, se la habían llevado aparte y estaban intentando convencerla de que volviera con ellos a Sussex aquella misma tarde. Ella se negaba moviendo la cabeza.

– Ni pensar en marcharme justo ahora -la oí decir-. Todavía no puedo pensar en nada.

– Pues tanto mayor motivo para que te cuidemos, ¿no?

– Por favor…

Se recogió hacia atrás el pelo con dedos torpes, y se le formaron mechones separados sobre la mejilla. Llevaba un sencillo vestido negro que le descubría el cuello, tan pálido que se le veían las venas, azules como moraduras.

– No insistáis, por favor -decía, cuando me acerqué a ella-. Sé que sólo queréis ser amables.

Le toqué el brazo y se volvió hacia mí, agradecida. Dijo, con un tono más bajo:

– Estás aquí. ¿Ha llegado todo el mundo?

– Sí -dije en voz baja-. Ya están todos aquí, no te preocupes. Todo está bien. ¿Quieres beber o comer algo?

En la mesa había abundantes bocadillos. Betty estaba allí llenando platos, sirviendo bebidas con las mejillas casi tan blancas como las de Caroline, y con los ojos enrojecidos. No había venido al entierro; se había quedado en el Hall para prepararlo todo.

Caroline movió la cabeza como si la idea de comer la hubiera mareado.

– No tengo hambre.

– Creo que te sentaría bien una copa de jerez.

– No, ni siquiera eso. Pero quizá mi tío y mi tía…

A los tíos, por el momento, parecía haberles aliviado mi llegada. Antes del entierro yo les había sido presentado como el médico de la familia; habíamos hablado un poco de la enfermedad de la señora Ayres y de la de Roderick, y creo que se habían alegrado de ver que yo no me separaba del lado de Caroline, porque -y no era de extrañar- suponían que mi presencia era sobre todo profesional y Caroline tenía un aspecto terriblemente cansado y pálido. Ahora la tía dijo:

– Ayúdenos, doctor. Sería distinto si estuviese Roderick. Pero Caroline no puede quedarse sola en esta casa tan grande. Queremos que venga a Sussex con nosotros.

– ¿Y qué quiere Caroline? -dije.

La mujer retrajo la barbilla. Se parecía a su hermana, la señora Ayres, pero era de una constitución más ancha, con menos encanto. Dijo:

– ¡En estas circunstancias no creo que Caroline esté en condiciones de saber lo que quiere! No se tiene en pie. Sin duda un cambio de aires le sentará bien. Siendo usted su médico, debería estar de acuerdo.

– Como médico probablemente lo estoy -dije-. En otros sentidos…, me temo que no me complace nada que Caroline se vaya de Warwickshire precisamente ahora.

Sonreí al decir esto y enlacé mi mano con el brazo de Caroline. Ella se movió, consciente de la presión de mis dedos, pero creo que no se había enterado de la mayor parte de la conversación; miraba alrededor de la salita, preocupada de que todo estuviese en orden. Vi cómo cambiaba la expresión de su tía. Hubo una pausa, tras la cual se dirigió a mí con un tono algo más seco:

– Me temo que he olvidado su nombre, doctor.

Se lo repetí. Ella añadió:

– Faraday… No, no creo que mi hermana le mencionara nunca.

– No creo que lo hiciera -dije-. Pero estábamos hablando de Caroline, creo.

– Caroline se encuentra en un estado bastante vulnerable.

– Estoy totalmente de acuerdo con usted.

– Cuando pienso en ella aquí, sola y sin amigos…

– Sólo que eso no es verdad. Mire alrededor: tiene muchos amigos. Creo que más de los que tendría en Sussex.

La mujer me miró, frustrada. Se dirigió a su sobrina.

– Caroline, ¿de verdad quieres quedarte? Te aseguro que no voy a ser indulgente a este respecto. Si te ocurriese algo, tu tío y yo nunca nos lo perdonaríamos.

– ¿Ocurrirme? -dijo Caroline, perpleja, concentrando de nuevo su atención en nosotros-. ¿A qué te refieres?

– Me refiero a si te ocurre cualquier cosa mientras estás sola en esta casa.

– No puede ocurrirme nada, tía Cissie -dijo Caroline-. Ya no queda nada por suceder.

Creo que lo decía en serio. Pero la otra mujer la miró y quizá pensó que estaba haciendo un amago de humor macabro. Vi en su expresión un levísimo asomo de disgusto.

– Bueno, no eres una niña, por supuesto -dijo-, y tu tío y yo no podemos obligarte…

En este momento interrumpió el diálogo la llegada de otro invitado. Caroline se disculpó y fue diligentemente a recibirle; y yo también me separé de los tíos.

La reunión, como era comprensible, fue muy apagada. No hubo discursos ni tentativas de seguir el ejemplo del párroco y hallar algunas gotas de consuelo en la tristeza. Allí parecía más difícil hacerlo, ya que el visible deterioro de la casa y el paisaje recordaban brutalmente el de la propia señora Ayres; y era imposible no recordar que el suicidio se había cometido en una habitación a pocos centímetros encima de nuestras cabezas. La gente deambulaba hablando con desgana, en murmullos, no simplemente triste, sino como alterada, nerviosa. De tanto en tanto miraban a Caroline, como había hecho su tía, con un atisbo de inquietud. Yendo de un grupo a otro oí que varias personas conjeturaban en voz baja sobre qué sería del Hall ahora, convencidas, por lo visto, de que Caroline tendría que abandonarlo, de que la mansión no tenía futuro.

Aquello empezó a molestarme. Se me antojó que habían acudido sin saber nada de la casa y nada de Caroline y de lo que era mejor para ella, y sin embargo formulaban juicios y suposiciones como si tuvieran derecho a hacerlo. Me sentí aliviado cuando la gente, al cabo de más o menos una hora, empezó a disculparse y a marcharse. Como había tantos que compartían vehículo, la concurrencia disminuyó rápidamente. Los visitantes de Sussex y Kent tampoco tardaron en consultar sus relojes, pensando en el largo e incómodo viaje en tren o en automóvil que les esperaba. Uno tras otro se acercaron a Caroline para proceder a una emotiva despedida, besarla y abrazarla; el tío y la tía hicieron un último intento infructuoso de convencerla de que se fuera con ellos. Vi a Caroline cada vez más cansada después de cada despedida: era como una flor que pasa de mano en mano y se va magullando y ajando. Cuando se marchaban los últimos invitados, ella y yo les acompañamos a la puerta y observamos desde los escalones agrietados cómo crujían sobre la grava las ruedas de sus coches. Después ella cerró los ojos y se tapó la cara; se le hundieron los hombros y lo único que pude hacer fue estrecharla en mis brazos y conducirla, tambaleándose, al calor de la salita. La senté en uno de los sillones de orejas -el sillón que usaba su madre-, al lado del fuego. Ella se frotó la frente.

– ¿De verdad se ha terminado? Ha sido el día más largo de mi vida. Creo que está a punto de estallarme la cabeza.

– Me sorprende que no te hayas desmayado -dije-. No has comido nada.

– No puedo comer. No puedo.

– ¿Sólo un bocado? Por favor…

Pero no quiso comer, le ofreciera lo que le ofreciera. Así que finalmente le preparé un vaso de jerez con azúcar y agua caliente y se lo bebió con un par de aspirinas mientras yo, de pie a su lado, la observaba. Cuando Betty empezó a recoger la mesa y ordenar la habitación, Caroline se levantó automáticamente para ayudarla; con suavidad, pero firmemente, volví a sentarla y le llevé más almohadones y una manta, la descalcé y le froté brevemente los dedos de los pies, enfundados en los calcetines. Observó descontenta cómo Betty retiraba los platos, pero enseguida sucumbió al cansancio. Encogió las piernas, descansó las mejillas en el terciopelo raído del sillón y cerró los ojos.

Miré a Betty y me toqué los labios con un dedo. Trabajamos juntos en silencio, cargando bandejas sin hacer ruido y sacándolas en puntillas de la salita para bajarlas a la cocina, donde me quité la chaqueta y me puse codo con codo con Betty a secar la vajilla y los vasos conforme ella me los iba pasando, enjabonados, del fregadero. Ella no dio muestras de que le pareciera extraño. Yo tampoco. El Hall había perdido su ritmo rutinario, y había un consuelo -yo lo había advertido en otros hogares en duelo- en las pequeñas tareas domésticas, realizadas a conciencia.

Pero cuando acabamos de fregar se le encogieron los hombros estrechos; y en parte porque había empezado a darme cuenta de lo hambriento que estaba, aunque también simplemente por mantenerla ocupada, le hice calentar una cazuela y pusimos en la mesa sendos tazones de sopa. Y cuando dejé el mío y la cuchara en el tablero restregado de la mesa, me asaltaron los recuerdos.

– La última vez que me senté a comer en esta mesa tenía diez años, Betty. Estaba con mi madre…, sentada donde tú ahora.

Ella, dubitativa, alzó hacia mí los ojos enrojecidos por las lágrimas.

– ¿Es un pensamiento divertido, señor?

– Sí, un poco -sonreí-. Entonces, desde luego, nunca habría adivinado que volvería a estar aquí un día exactamente como ahora. Seguro que mi madre tampoco se lo habría imaginado. Es una pena que no haya vivido para verlo… Ojalá hubiera sido más bueno con mi madre, Betty. También con mi padre. ¡Espero que tú lo seas con tus padres!

Ella posó un codo en la mesa y descansó la mejilla en la mano.

– Me sacan de quicio -dijo, con un suspiro-. Mi padre armó un alboroto cuando vine a servir aquí. Ahora me da la lata para que me vaya.

– No, ¿de verdad? -dije, alarmado.

– Sí. Ha leído todos los periódicos y dice que la casa se ha vuelto muy rara. La señora Bazeley dice lo mismo. Ha venido esta mañana, pero al marcharse se ha llevado el delantal. Dice que no va a volver. Dice que fue demasiado lo que le pasó a la señora; que sus nervios ya no lo soportan. Dice que prefiere lavar ropa, trabajar de lavandera… Creo que todavía no se lo ha dicho a la señorita Caroline.

– Bueno, lamento mucho saberlo -dije-. Tú no irás a despedirte, ¿verdad?

Ella siguió tomando la sopa, sin mirarme.

– No lo sé. Sin la señora no es lo mismo.

– Oh, Betty, por favor, no te vayas. Sé que la casa está triste ahora. Pero tú y yo somos lo único que le queda a Caroline. Yo no puedo estar aquí todo el día para atenderla, pero tú sí. Si te marcharas…

– No quiero irme, en realidad. ¡No quiero volver a casa, de todos modos! Es sólo por mi padre.

Parecía sinceramente dividida, y encontré conmovedora su lealtad a la casa después de todo lo que había sucedido. La observé comer un rato más, pensando en lo que me había dicho, y dije, con precaución:

– ¿Y si le dijeras a tu padre que, bueno, las cosas podrían cambiar pronto en Hundreds? -Vacilé-. ¿Si le dijeras, por ejemplo, que la señorita Caroline va a casarse…?

– ¡Casarse! -Se quedó asombrada-. ¿Con quién?

Sonreí.

– Bueno, ¿tú con quién crees?

Ella comprendió y se sonrojó; y, estúpidamente, yo también me ruboricé. Dije:

– Ahora no vayas a contarlo por ahí. Hay personas que lo saben; la mayoría no lo sabe.

Se había enderezado, emocionada.

– Oh, ¿y cuándo será?

– No lo sé todavía. Hay que fijar la fecha.

– ¿Y qué se pondrá la señorita Caroline? ¿Tendrá que ser un vestido negro, por lo de su madre?

– ¡Dios santo, espero que no! No estamos en 1890. Anda, tómate la sopa.

Pero los ojos de Betty se estaban llenando de lágrimas. Dijo:

– Oh, pero ¿no es una lástima que la señora no esté para verlo? ¿Y quién va a ser el padrino de Caroline? Tendría que ser el señor Roderick, ¿no?

– Bueno, me temo que Roderick no estará en condiciones.

– ¿Entonces quién será?

– No lo sé. El señor Desmond, quizá. O quizá nadie. La señorita Caroline puede ir sola al altar, ¿no?

Puso una cara de horror.

– ¡No puede hacer eso!

Hablamos unos minutos más, los dos contentos de la ligereza del asunto, después de un día tan duro. Cuando terminamos de cenar se enjugó los ojos y se sonó la nariz, y a continuación llevó los tazones y las cucharas al fregadero. Me puse la chaqueta, serví otro cucharón de sopa y la puse, cubierta, en una bandeja para llevarla a la salita.

Encontré a Caroline todavía dormida, pero al acercarme se despertó con un respingo, estiró las piernas y se incorporó a medias. Tenía la mejilla marcada como una prenda arrugada por el punto del sillón en que la había apoyado.

Dijo, todavía parcialmente en sueños:

– ¿Qué hora es?

– Las seis y media. Te he traído un poco de sopa.

– Oh. -Se le aclaró la expresión. Se frotó la cara-. La verdad es que no creo que pueda tomarla.

Pero yo le puse la bandeja sobre los brazos del sillón y la dejé eficazmente sitiada por ella. Le puse una servilleta y dije:

– Al menos prueba un poco, por favor. Tengo miedo de que caigas enferma.

– No quiero, de verdad.

– Vamos. O Betty se ofenderá. Y yo también… Así me gusta.

Lo dije porque había cogido la cuchara y, a regañadientes, había empezado a remover la sopa. Fui a buscar un taburete y me senté a su lado, apoyé la barbilla en mi puño y la observé solemnemente, y ella empezó a comer muy lentamente, una cucharadita tras otra. Lo hacía sin el menor gusto, visiblemente forzándose a tragar los pedazos de carne y de verduras, pero cuando terminó tenía mejor aspecto y color en las mejillas. Dijo que le dolía menos la cabeza; sólo se sentía terriblemente cansada. Retiré la bandeja y le cogí la mano, pero ella la liberó de la mía y se la llevó a la boca mientras bostezaba una y otra vez, con los ojos acuosos.

Después se enjugó la cara y se inclinó hacia delante para acercarse al fuego.

– Dios -dijo, contemplando las llamas-. Hoy ha sido como un sueño horrible. Pero no era un sueño, ¿verdad? Mi madre ha muerto. Está muerta y enterrada, y ahora estará muerta y enterrada para siempre. No puedo creerlo. Tengo la sensación de que está arriba…, ahí arriba, descansando. Y antes, cuando yo estaba dormitando, casi podía imaginarme que Roddie estaba ahí, en su cuarto, y que Gyp estaba aquí, al lado de mi sillón… -Levantó los ojos hacia mí, desconcertada-. ¿Cómo ha ocurrido todo esto?

Moví la cabeza.

– No lo sé. Ojalá lo supiera.

– Hoy he oído a una mujer decir que esta casa debe de estar maldita.

– ¿Quién ha dicho eso? ¿Quién era la mujer?

– No la conocía. Una recién llegada, creo. Ha sido en la iglesia. La he oído decírselo a otra persona. Me miraba como si yo también estuviera maldita. Como si fuera la hija de Drácula… -Volvió a bostezar-. Oh, ¿por qué estoy tan cansada? Lo único que quiero es dormir.

– Bueno, seguramente es lo mejor que puedes hacer. Sólo que me gustaría que no tuvieras que dormir aquí totalmente sola.

Ella se frotó los ojos.

– Hablas como la tía Cissie. Betty me cuidará.

– Betty también está derrengada. Déjame acostarte. -Luego, al ver algo en su expresión, añadí-: ¡Así no! ¿Por qué clase de bruto me tomas? Olvidas que soy médico. Acuesto a mujeres continuamente.

– Pero yo no soy tu paciente, ¿no? Tienes que irte a casa.

– No me gusta dejarte.

– Soy la hija de Drácula, ¿te acuerdas? No me pasará nada.

Se levantó. Casi se balanceó al hacerlo y la sujeté de los hombros para sostenerla y luego le aparté el pelo castaño de la frente y le abarqué la cara con las manos ahuecadas. Ella cerró los ojos. Como a menudo cuando estaba cansada, sus párpados parecían desnudos, húmedos, hinchados. Se los besé suavemente. Los brazos le colgaban como los dislocados de una muñeca. Abrió los ojos y dijo, con más firmeza que antes:

– Tienes que irte a casa… Pero gracias. Por todo lo que has hecho. Has sido tan bueno con nosotras hoy. -Se contuvo-. Tan bueno conmigo, quiero decir…

Busqué mi abrigo y mi sombrero, tomé a Caroline de la mano y bajamos al vestíbulo. Allí hacía frío y la vi tiritar. Yo no quería que se expusiera al frío, pero cuando después de besarnos nos separamos y su mano se soltó de la mía, miré hacia la escalera por encima de su hombro, pensando en las habitaciones oscuras y vacías de arriba; y me espantó verla retirarse sola de aquel modo, después del día que había vivido.

Aumenté la presión de mis dedos en los suyos y la atraje hacia mí.

– Caroline -dije.

Se acercó mansamente, protestando.

– Por favor. Estoy tan cansada…

La aproximé más y le hablé en voz baja al oído.

– Dime una cosa. ¿Cuándo podemos casarnos?

Su cara se aplastó contra la mía.

– Tengo que acostarme.

– ¿Cuándo, Caroline?

– Pronto.

– Quiero estar aquí contigo.

– Lo sé. Ya lo sé.

– He sido paciente, ¿no?

– Sí. Pero no inmediatamente. No tan pronto después de la muerte de…

– No, no… Pero ¿quizá dentro de un mes?

Ella movió la cabeza.

– Hablaremos mañana.

– Creo que un mes será más que suficiente. Quiero decir, para tramitar la licencia y esas cosas. Pero necesitaré organizarlo, ¿entiendes? Si al menos fijáramos una fecha…

– Todavía hay que hablar de muchas cosas.

– No serán importantes, desde luego… ¿Un mes, pongamos? ¿O, a lo sumo, seis semanas? ¿Seis semanas a partir de hoy?

Ella vaciló, luchando contra el cansancio.

– Sí -dijo después, zafándose-. Sí, si quieres. ¡Pero déjame acostarme! Estoy tan cansada…


Resulta extraño decirlo, dadas las cosas terribles que habían sucedido, pero recuerdo el período que siguió al entierro como uno de los más radiantes de mi vida. Salí de la casa rebosante de proyectos; al día siguiente mismo fui a Leamington para tramitar la solicitud de licencia de matrimonio y unos días después se fijó la fecha: el jueves, 27 de mayo. Como anticipando el acontecimiento, las dos semanas siguientes mejoró el tiempo y los días se alargaban visiblemente; los árboles pelados y el paisaje sin flores parecieron de repente henchidos de color y de vida. El Hall había permanecido cerrado desde la mañana de la muerte de la señora Ayres, y en contraste con el hormigueo de la estación y los claros cielos azules, la oscuridad y el silencio empezaban a resultar opresivos. Pedí a Caroline permiso para abrir la casa y el último día de abril recorrí todas las habitaciones de la planta baja y abrí los postigos con cuidado. Algunos llevaban meses cerrados: chirriaban en sus goznes, el polvo formaba nubes, y la pintura chasqueaba al descascarillarse. Para mí, sin embargo, eran los sonidos de una criatura que emerge grácilmente de un largo sueño, y los suelos de madera crujían casi lujuriosamente al encuentro con el día caluroso, como gatos que se extienden al sol.

Quería ver a Caroline retornando así a la vida. Quería encenderla y despertarla dulcemente, pues ahora que había pasado la primera fase de congoja el ánimo se le había deprimido un poco; sin más cartas que escribir ni disposiciones funerarias que la absorbiesen, se volvió apática y desorientada. Yo había tenido que reanudar mis consultas y rondas y tenía que dejarla sola durante largos períodos de tiempo; como la señora Bazeley se había despedido, había muchas tareas pendientes, pero Betty me dijo que se pasaba todo el día sentada con la mirada perdida delante de las ventanas, suspirando, bostezando, fumando y mordiéndose las uñas. Parecía incapaz de organizar la boda u ocuparse de los cambios inminentes; no se interesaba por la finca, el jardín, ni la granja. Incluso había perdido el gusto por la lectura: decía que los libros la aburrían y frustraban; las palabras parecían rebotar en su cerebro como si fuera de cristal…

Al recordar las palabras de Seeley en el entierro -«Llévesela… Un comienzo desde cero»-, empecé a pensar en nuestra luna de miel. Imaginé lo bien que le sentaría salir del condado, cambiarlo por un paisaje completamente distinto, ver montañas o playas y acantilados. Durante un tiempo pensé en Escocia; luego pensé que quizá los Lagos. Después, por pura casualidad, un paciente particular mío me habló de Cornualles y me describió un hotel donde recientemente se había alojado en una de las calas: dijo que era un lugar maravilloso, tranquilo, romántico, pintoresco… Fue como el destino. Sin decirle nada a Caroline, averigüé la dirección del hotel, hice pesquisas y reservé una habitación para una semana a nombre del «doctor Faraday y esposa». Pensé que la noche de bodas podríamos pasarla en el coche cama del tren a Londres; la idea tenía esa clase de encanto tonto que sospeché que le gustaría a ella. Y en las muchas horas solitarias que pasábamos separados pensaba a menudo en el viaje: la estrecha litera de la British Railway, el trocito de luna en la persiana, el revisor que pasaba delicadamente por delante de la puerta; el suave traqueteo y el estruendo del tren en la vía reluciente.


Mientras tanto el día de la boda se acercaba poco a poco y yo intentaba animarla para que organizase la ceremonia.

– Me gustaría que David Graham fuera mi padrino -le dije, mientras paseábamos por el parque una tarde de domingo de principios de mayo-. Para mí ha sido un buen amigo. También hay que invitar a Anne, por supuesto. Y es mejor que elijas a tu dama de honor, Caroline.

Caminábamos entre jacintos. Prácticamente de la noche a la mañana habían transformado hectárea tras hectárea de terreno agreste en Hundreds. Se agachó a coger uno y giró el tallo entre sus dedos, mirando con el ceño fruncido cómo las flores se arremolinaban.

– Una dama de honor -repitió débilmente, al reanudar el paseo-. ¿Necesito dama de honor?

Me reí.

– ¡Tienes que tener una, cariño! Alguien que te lleve el ramo.

– No lo había pensado. No hay nadie a quien me gustaría pedírselo.

– Tiene que haber alguien. ¿Y aquella amiga tuya, la del baile del hospital? ¿Brenda, se llamaba?

Ella parpadeó.

– ¿Brenda? Oh, no. No me gustaría… No.

– Y si no, ¿qué tal Helen Desmond? Como… ¿cómo la llamarías: matrona de honor? Creo que la conmovería.

Ella había empezado a romper las flores azules, separando torpemente los pétalos con sus uñas mordidas.

– Supongo que sí.

– Vale. ¿Voy a verla, entonces, y se lo digo?

Ella volvió a fruncir el ceño.

– No hace falta que vayas. Se lo diré yo misma.

– No quiero que te molestes con esas minucias.

– Se supone que una novia debe tomarse esas molestias, ¿no?

– No una novia que ha pasado por todo lo que has pasado tú -dije. La enlacé del brazo-. Quiero facilitarte las cosas, cariño.

– ¿Facilitármelas? -replicó ella, resistiéndose al tirón de mi mano-. ¿O…?

No terminó la frase.

Me detuve y la miré fijamente.

– ¿Qué quieres decir?

Ella tenía aún la cabeza gacha; seguía arrancando pétalos. Dijo, sin levantar la vista:

– Sólo quiero decir que ¿realmente tienen que ir las cosas tan deprisa?

– Bueno, ¿a qué tenemos que esperar?

– No lo sé. A nada, supongo… Sólo que me gustaría que la gente no me atosigara tanto. ¡Ayer me felicitó el empleado de Paget cuando trajo la carne! Betty no habla de otra cosa.

Sonreí.

– ¿Qué tiene de malo? La gente se alegra.

– ¿Sí? Lo más probable es que se esté riendo. La gente siempre se ríe cuando se casa una solterona. Supongo que les parece divertido que… no me quede para vestir santos. Como si me hubieran sacado de la trastienda y sacudido el polvo.

– ¿Eso crees que he hecho? -dije-. ¿Sacudirte el polvo?

Ella tiró la flor destrozada y dijo, con voz cansada y casi furiosa:

– Oh, no sé lo que has hecho.

La agarré de las manos y la obligué a colocarse de frente.

– ¡Resulta que me he enamorado de ti! -dije-. Si la gente quiere reírse de esto, qué puñetero y estúpido sentido del humor el suyo.

Yo nunca le había hablado de esta manera y por un segundo pareció sobresaltada. Después cerró los ojos y apartó de mí la cabeza. El sol le iluminó el pelo; vi una veta gris en la melena castaña.

– Lo siento -dijo-. Eres siempre tan bueno, ¿verdad? Y yo soy siempre tan horrorosa. Es duro, eso es todo. Han cambiado muchas cosas. Pero en algunos aspectos parece que no ha cambiado nada.

La rodeé con mis brazos y la aproximé.

– Haremos todos los cambios que quieras cuando Hundreds sea nuestro.

Su mejilla descansaba en mi hombro, pero supe por su postura tirante que había abierto los ojos y que miraba a la casa al fondo del parque. Dijo:

– Nunca hemos hablado de cómo será. Seré la mujer de un médico.

– Serás una mujer maravillosa. Ya verás.

Ella retrocedió para mirarme.

– Y tú, ¿cómo te sentirás en Hundreds? Siempre hablas de la finca como si tuvieras tiempo y dinero para arreglarla. ¿Cómo te sentirás?

La miré a la cara con la sola intención de tranquilizarla, pero lo cierto es que no sabía muy bien cómo me sentiría. Poco antes le había comunicado a Graham mi proyecto de trasladarme al Hall después de la boda, y él pareció sorprendido. Me dijo que había dado por sentado que Caroline abandonaría Hundreds y que ella y yo viviríamos en la casa de Gill o buscaríamos juntos un hogar más agradable. Al final le dije que «nada estaba decidido», que Caroline y yo estábamos todavía «barajando ideas».

Ahora dije algo similar.

– Las cosas se arreglarán solas. Ya verás. Lo veremos todo claro. Te lo prometo.

Pareció contrariada, pero no respondió. Se dejó estrechar en mis brazos, pero de nuevo percibí la mirada tensa que dirigía hacia el Hall. Y al cabo de un momento se liberó del abrazo y se alejó de mí en silencio.


Tal vez un hombre con más experiencia en materia de mujeres habría actuado de un modo distinto; no lo sé. Me imaginaba que las cosas se enderezarían en cuanto estuviéramos casados. Depositaba grandes esperanzas en aquel día. Caroline, por su parte, sin embargo, seguía hablando de la boda, si es que hablaba de ella, con una vaguedad desconcertante. No se puso en contacto con Helen Desmond: al final tuve que hacerlo yo mismo. Helen se mostró encantada, pero las animadas preguntas que me hizo sobre nuestros planes me llevaron a comprender que todos los preparativos estaban aún por hacer, y la siguiente vez que hablé con Caroline vi sorprendido que no había pensado en ellos; ni siquiera había pensado en el vestido de novia. Dije que tenía que permitir que Helen la aconsejase; contestó que «no quería que la agobiasen». Me ofrecí a llevarla a Leamington -como ya había planeado hacer, de todas formas- para comprarle ropa nueva; dijo que yo «no debía malgastar mi dinero», que «improvisaría algo con las cosas que tenía arriba». Me imaginé los vestidos y sombreros que tan mal le sentaban y me estremecí por dentro. Así que hablé con Betty en secreto y le pedí que me trajera una muestra de los vestidos de Caroline y, tras escoger el que consideramos que era el mejor, lo llevé un día discretamente a unas modistas de Leamington y pregunté a la dependienta si podrían confeccionarme un traje de la misma talla.

Le dije que era para una mujer que iba a casarse pronto pero que en aquel momento se encontraba indispuesta. La chica llamó a un par de colegas y las tres pasaron un rato muy agitado sacando muestrarios, desenrollando rollos de tela, eligiendo botones. Vi que se habían formado una imagen de la novia como una especie de inválida romántica. «¿Podrá caminar la señora?», me preguntaron delicadamente, y «¿Llevará guantes?». Pensé en las piernas fuertes y gruesas de Caroline, en sus dedos bien formados y estropeados por el trabajo… Nos decidimos por un vestido sencillo, de cinturón estrecho y una tela beige clara que confié en que armonizara con su pelo castaño y sus ojos avellana; y para la cabeza y las manos encargué simples ramilletes de flores de seda clara. Todo el conjunto costaba un poco más de once libras, y me gasté todos mis cupones de ropa. Sin embargo, en cuanto empecé a comprar seguí gastando con una especie de placer intranquilo. Unas cuantas puertas más abajo de las modistas estaba la mejor joyería de Leamington. Entré y pedí que me enseñaran su muestrario de alianzas. No tenían muchas y la mayoría eran anillos convencionales: de nueve quilates, livianos y dorados, que me parecieron artículos de Woolworth. De una bandeja más cara elegí un sencillo anillo de oro, estrecho pero pesado, que costaba quince guineas. Mi primer automóvil me había costado menos. Rellené el cheque con un nervioso floreo, tratando de dar la impresión de que gastaba sumas así todos los días.

Tuve que dejar la alianza en la joyería, para que la ensancharan a la medida que yo había calculado que era la de Caroline. Así que volví a casa sin nada que mostrar del dinero que había gastado, y mi baladronada se desinflaba con cada kilómetro, mis nudillos palidecían sobre el volante al pensar en lo que había hecho. Pasé los días siguientes presa del pánico de un soltero, repasando mis cuentas y preguntándome cómo demonios pensaba mantener a una esposa; me preocupaba otra vez la Seguridad Social. Desesperado, fui a ver a Graham, que se rió de mí, me ofreció un whisky y finalmente consiguió calmarme.

Unos días después regresé a Leamington para recoger la alianza y el vestido. El anillo pesaba más de lo que yo recordaba, lo que me tranquilizó enormemente; reposaba sobre un fondo de seda rizada, dentro de un pequeño estuche de tafilete que parecía caro. El vestido y las flores venían asimismo en cajas, y eso también me alegró. El vestido era exactamente como yo lo quería: puro, fresco, sencillo y con el brillo que posee lo nuevo.

Las dependientas esperaban que la señora se encontrara mejor. Se mostraron muy sentimentales a este respecto, y le desearon «buena suerte, buena salud y un largo y feliz matrimonio».

Esto fue un martes, dos semanas y dos días antes de la boda. Aquella noche trabajé en el hospital, con el anillo en el bolsillo y el vestido dentro de su caja en el maletero de mi coche. Al día siguiente me contrarió estar tan ocupado que no pude pasar por el Hall. Pero lo visité el jueves por la tarde; entré en el parque cerrado con mi propia llave, como de costumbre, y luego recorrí silbando el sendero de entrada con la ventanilla bajada, porque el día era radiante. Me puse las cajas debajo del brazo y entré en la casa sigilosamente por el lado del jardín. Desde la vuelta de la escalera del sótano llamé en voz baja:

– ¡Betty! ¿Estás ahí?

Ella salió de la cocina y me miró pestañeando.

– ¿Dónde está la señorita Caroline? ¿En la salita? -dije.

Ella asintió.

– Sí, doctor. Ha estado allí todo el día.

Levanté las cajas.

– ¿Qué crees que traigo aquí?

Ella escrutó las cajas, perpleja.

– No lo sé. -Entonces le cambió la cara-. ¡Cosas para la boda de la señorita!

– Quizá.

– ¡Oh! ¿Puedo verlas?

– Todavía no. Quizá más tarde. Tráenos un té dentro de media hora. Quizá Caroline te las enseñe entonces.

Dio un divertido brinco de júbilo y volvió a la cocina. Yo me dirigí a la fachada principal de la casa y maniobré cuidadosamente con las cajas para rodear la cortina de paño verde, y las llevé a la salita. Encontré a Caroline sentada en el sofá, fumando un cigarrillo.

La habitación estaba recargada, el humo se cernía tan viscosamente en el aire caliente y quieto como la clara de un huevo flotando sobre agua, como si llevara un rato allí sentada. Deposité las cajas en el asiento a su lado, la besé y dije:

– ¡Hace un día precioso! Querida, te vas a ahumar. ¿Puedo abrir la puertaventana?

Ella no miró las cajas. Se quedó sentada en una postura tensa y me miró mordiéndose la comisura de los labios.

– Sí, como quieras -dijo.

No creo que la puertaventana hubiese estado abierta del todo desde que, allá por enero, habíamos salido de la casa para inspeccionar las obras del parque. Costaba trabajo girar las manillas y los marcos chirriaron al moverse; al otro lado, los escalones estaban recubiertos de enredaderas que apenas empezaban a crepitar de vida. Pero en cuanto las puertas se abrieron de par en par, el aire entró derecho desde el jardín, húmedo y fragante, teñido de verdor.

Volví junto a Caroline. Ella estaba aplastando la colilla y se había adelantado como para levantarse.

– No, no te levantes -dije-. Tengo que enseñarte algo.

– Tengo que hablar contigo.

– Yo también tengo que hablar contigo. He estado ocupado, por tu causa. Por nosotros dos, debería decir. Mira.

– He estado pensando -comenzó ella, como si no me hubiera oído y se propusiera decir algo más.

Pero yo le había acercado la más grande de las cajas y ella la miró y al final vio su etiqueta. Cautelosa de repente, preguntó:

– ¿Qué es esto?

Su tono me puso nervioso.

– Ya te lo he dicho -dije-. He estado ocupado con cosas nuestras.

Me lamí los labios; se me había secado la boca y mientras sostenía la caja flaqueó mi confianza. Hablé, por tanto, atropelladamente.

– Oye, ya sé que esto no es lo que se estila, pero pensé que no te importaría. Bueno, en lo nuestro… no ha habido muchos convencionalismos. Me encanta que sea un día especial.

Le puse la caja encima del regazo. Ahora la miró casi asustada. Cuando levantó la tapa y apartó los pliegues de papel de seda y vio debajo el sencillo vestido, guardó silencio. El pelo se le cayó hacia delante y le tapó la cara.

– ¿Te gusta? -le pregunté.

Ella no contestó.

– Ojalá te quede bien. Lo encargué con las medidas de otro vestido tuyo. Betty me ayudó. Hemos actuado como agentes secretos. Si no te ajusta hay mucho tiempo para arreglarlo.

Ella no se había movido. El corazón me dio un brinco y luego siguió latiendo, más rápido que antes.

– ¿Te gusta? -repetí.

Ella respondió en voz baja:

– Sí, mucho.

– También te he comprado algo para la cabeza y las manos.

Le entregué la segunda caja y ella la abrió lentamente. Vio los ramilletes de flores de seda que había dentro pero, al igual que antes, no los sacó del papel, sino que se limitó a mirarlos, con la cara todavía oculta por el pelo caído. Seguí adelante como un idiota y me metí la mano en el bolsillo y saqué el estuchito de tafilete.

Al volverse para verlo, pareció electrizada. Se levantó y las cajas le resbalaron del regazo y se derramó su contenido.

Se dirigió hacia la puertaventana abierta y me dio la espalda. Sus hombros se movieron; se retorcía las manos. Dijo:

– Lo siento; no puedo.

Yo me había abalanzado a recoger el vestido y las flores. Mientras doblaba el vestido, dije:

– Perdóname, cariño. No debería habértelo enseñado todo tan de golpe. Podemos verlo más tarde.

Ella se había vuelto hacia mí. Bajó la voz.

– No me refiero al vestido. Me refiero a todo. A todo esto. No puedo casarme contigo. No puedo.

Yo seguía doblando el vestido mientras ella hablaba, y mis dedos desfallecieron un poco. Pero repuse el vestido plegado en su caja y la dejé en el sofá antes de encaminarme hacia ella. Me miró acercarme, con el cuerpo rígido y la expresión casi temerosa. Le puse una mano en el hombro y dije:

– Caroline.

– Lo siento -repitió-. Te aprecio mucho, muchísimo. Siempre te he apreciado. Pero creo que debo de haber confundido el aprecio con… otra cosa. Durante un tiempo no estaba segura. Por eso resultaba tan difícil. Has sido un amigo excelente y te lo he agradecido mucho. Me has ayudado muchísimo con Rod, con mi madre. Pero no creo que haya que casarse por gratitud, ¿no? Por favor, di algo.

– Cariño mío -dije-, yo… Creo que estás cansada.

Una expresión consternada apareció en su cara. Desplazó el hombro para eludir mi contacto. Le deslicé la mano por el hombro y le cogí la muñeca.

– Después de todo lo que ha ocurrido, no es de extrañar que estés confusa -dije-. La muerte de tu madre…

– No estoy en absoluto confusa -dijo ella-. La muerte de mi madre es lo que me ha hecho verlo todo claro. Pensar en lo que quería y lo que no quería. Pensar también en lo que tú quieres.

Le tiré de la mano.

– Vuelve al sofá, por favor. Estás cansada.

Ella se zafó y endureció el tono.

– ¡No repitas eso! ¡Es lo único que me dices siempre! A veces… a veces pienso que quieres tenerme cansada, que te gusta que esté cansada.

La miré asombrado, horrorizado.

– ¿Cómo puedes decir eso? Quiero que estés bien. Quiero que seas feliz.

– Pero ¿no lo ves? No estaré bien ni seré feliz si me caso contigo.

Debí de estremecerme. Su expresión se tornó más benévola, y añadió:

– Lo siento, pero es la verdad. Ojalá no lo fuese. No quiero hacerte daño. Te aprecio demasiado. Pero creo que preferirías que sea sincera contigo, en vez de convertirme en tu mujer sabiendo en el fondo de mi corazón que no…, en fin, que no te quería.

Bajó la voz al decir estas últimas palabras, pero me miraba a los ojos con los suyos tan fijos que empecé a asustarme. Busqué de nuevo su mano.

– Caroline, por favor. Piensa lo que estás diciendo, por favor.

Ella movió la cabeza y se le formaron arrugas en la cara.

– No he parado de pensar desde el entierro de madre. He pensado tanto que los pensamientos se me han enredado como cuerdas. Sólo ahora han empezado a aclararse.

– Sé que te he atosigado. Ha sido una estupidez por mi parte. Pero podemos… empezar de nuevo. No tenemos que ser como marido y mujer. No al principio. No hasta que estés preparada. ¿Es ése el problema?

– No hay ningún problema, no de esa clase. En realidad no.

– Podemos darnos un tiempo.

Ella se liberó de mi mano.

– Ya he perdido demasiado. ¿No lo entiendes? Lo que ha habido entre nosotros nunca ha sido real. Cuando se fue Rod yo era muy infeliz y tú siempre muy amable. Pensé que tú también eras desgraciado, que querías huir como yo. Pensé que casándome contigo podría… cambiar de vida. Pero tú nunca te irás, ¿verdad? Y así mi vida no cambiará, en definitiva. Sólo cambiaré unos deberes por otros. ¡Estoy harta de deberes! No puedo. No puedo ser la mujer de un médico. No puedo ser la mujer de nadie. Y, por encima de todo, no puedo quedarme aquí.

Dijo esto último con una especie de odio; y cuando me quedé mirándola sin comprender, dijo:

– Me voy. Es lo que quería decirte. Me voy de Hundreds.

– No puedes -dije.

– Tengo que irme.

– ¡No puedes! ¿Dónde demonios crees que vas a irte?

– No lo he decidido. A Londres, primero. Pero después quizá a América o a Canadá.

Lo mismo podría haber dicho «a la luna». Al ver mi mirada incrédula, repitió:

– ¡Tengo que irme! ¿No lo entiendes? Necesito… marcharme. Inmediatamente. Inglaterra ya no sirve para alguien como yo. No me quiere.

– Por el amor de Dios -dije-. ¡Yo te quiero! ¿Eso no significa nada para ti?

– ¿Me quieres, de verdad? -preguntó-. ¿O quieres la casa?

La pregunta me dejó atónito, y no supe contestar. Ella prosiguió, en voz baja:

– Hace una semana me dijiste que estabas enamorado de mí. ¿Puedes decir sinceramente que sentirías lo mismo si Hundreds no fuera mío? ¿Verdad que has tenido la idea de que tú y yo podíamos vivir aquí como marido y mujer? El hacendado y su esposa… Pero esta casa no me quiere. Yo no la quiero. ¡Odio esta casa!

– Eso no es cierto.

– ¡Por supuesto que lo es! ¿Cómo podría no odiarla? Mi madre se mató aquí, aquí mataron a Gyp; a Rod también podrían haberle matado aquí. No sé por qué nadie ha intentado matarme alguna vez. En cambio, me han dado esta oportunidad de huir… No, no me mires así. -Avancé hacia ella-. No me estoy volviendo loca, si es lo que estás pensando. Aunque no estoy segura de que no quisieras que lo estuviese. Podrías tenerme encerrada arriba, en el cuarto de los niños. Al fin y al cabo, ya hay barrotes en las ventanas.

Era como una desconocida para mí. Dije:

– ¿Cómo puedes decir estas cosas tan horribles? ¿Después de todo lo que he hecho por ti, por tu familia?

– ¿Crees que debo pagártelo casándome contigo? ¿Es lo que crees que es el matrimonio, una especie de pago?

– Sabes que no pienso eso. ¡Por Dios! Yo sólo… Nuestra vida, juntos, Caroline. ¿Vas a echarlo todo por la borda?

– Lo siento. Pero ya te lo he dicho: nada de eso era real.

Se me quebró la voz.

– Yo soy real. Tú eres real. Hundreds es real, ¿no? ¿Qué diablos crees que le ocurrirá a esta casa si la abandonas? ¡Se caerá a pedazos!

Se separó de mí y dijo con voz cansina:

– Bueno, otra persona se ocupará de eso.

– ¿Qué quieres decir?

Ella se volvió, frunciendo el entrecejo.

– Pondré en venta la finca, por supuesto. La casa, la granja…, todo. Necesitaré el dinero.

Creí que la había comprendido; no había comprendido nada. Dije, absolutamente horrorizado:

– No hablas en serio. La finca podría dividirse; podría ocurrir cualquier cosa. ¡No es posible lo que dices! Para empezar, no puedes venderla. Pertenece a tu hermano.

Sus párpados ondearon un poco. Dijo:

– He hablado con el doctor Warren. Y anteayer fui a ver al señor Hepton, nuestro abogado. La primera vez que Rod estuvo enfermo, al final de la guerra, redactó un poder notarial, por si acaso mi madre y yo algún día teníamos que tomar decisiones sobre la finca en su nombre. Hepton dice que el documento sigue siendo válido. Puedo realizar la venta. Es lo que haría Rod si estuviera sano. Y creo que empezará a curarse cuando se venda la casa. Y cuando haya mejorado de verdad, esté yo donde esté, mandaré a buscarle y vendrá a reunirse conmigo.

Hablaba serena, razonablemente, y vi que cada palabra la decía en serio. Una especie de pánico me obturó la garganta y empecé a toser. La tos creció como una convulsión súbita, violenta y seca. Tuve que apartarme de Caroline para apoyarme en el marco de la puertaventana abierta, estremecido y al borde de las arcadas sobre los escalones de fuera, recubiertos de enredaderas.

Ella alargó la mano hacia mí. Dije, a medida que la tos remitía:

– No me toques, estoy bien. -Me enjugué la boca-. Yo también vi a Hepton anteayer. Me encontré con él en Leamington. Tuvimos una agradable charla.

Ella sabía de qué le estaba hablando, y por primera vez pareció avergonzarse.

– Lo siento muchísimo.

– No dices otra cosa.

– Debería habértelo dicho antes. No debería haber permitido que las cosas llegaran tan lejos. Yo… quería asegurarme. He sido una cobarde, lo sé.

– Y yo un imbécil, ¿no?

– No digas eso, por favor. Has sido enormemente decente y bueno.

– En fin, ¡lo que se reirán de mí ahora en Lidcote! Me está bien empleado, supongo, por pretender salirme de mi clase social.

– No, por favor.

– ¿No es lo que dirá la gente?

– La buena gente no.

– No -dije, incorporándome-. Tienes razón. Lo que dirán es lo siguiente. Dirán: «La pobre y fea Caroline Ayres. ¿No se da cuenta de que ni en Canadá encontrará un hombre que la quiera?».

Dije estas palabras deliberadamente, directamente a la cara. Después atravesé la salita y recogí el vestido del sofá.

– Mejor que te quedes con esto -dije, haciendo con él un rebujo, y se lo arrojé-. Dios sabe que lo necesitas. Quédate también con esto -añadí y le tiré las flores, que aterrizaron a sus pies, temblando.

Entonces vi el estuchito de tafilete, que había sacado del bolsillo, sin pensarlo, cuando ella empezó a hablar. Lo abrí y saqué el pesado anillo de oro; y también se lo lancé. Me avergüenza decir que se lo lancé con fuerza, con ánimo de golpearla. Ella lo esquivó y el anillo salió por la ventana abierta. Creí que la había atravesado limpiamente, pero debió de rebotar según pasaba en una de las puertas de cristal. Se oyó un sonido como de un disparo de pistola de aire comprimido, asombrosamente fuerte en el silencio de Hundreds; y apareció una grieta, como por ensalmo, en una de las hermosas y antiguas hojas de cristal.

La visión y el sonido me asustaron. Miré la cara de Caroline y vi que ella también se había asustado.

– Oh, Caroline, perdóname -dije, dando un paso hacia ella con los brazos extendidos.

Pero ella retrocedió velozmente, escabullándose casi, y al verla huir de aquel modo sentí asco de mí mismo. Di media vuelta, la dejé allí y salí al pasillo, y al hacerlo estuve a punto de tropezar con Betty. Subía cargada con la bandeja del té; subía con la mirada emocionada, esperando echar el vistazo que yo le había prometido a las bonitas novedades de la boda de la señorita Caroline.

Загрузка...