Capítulo 7

Sucedió lo siguiente, tal como después reconstruí la historia.

Cuando me fui de la casa, la señora Ayres y Caroline se quedaron en la salita durante más de una hora, y en ese tiempo, ligeramente inquieta por lo que yo le había dado a entender, Caroline fue a ver cómo estaba Rod. Le encontró despatarrado, con la boca abierta, acariciando una botella vacía de ginebra, tan borracho que no podía hablar, y su primera reacción, dijo ella, fue de fastidio: estuvo muy tentada de dejarle donde estaba, «cociéndose en su butaca». Pero entonces él le dirigió una mirada nebulosa, y algo en sus ojos la conmovió: un destello del antiguo Rod. Por un momento se sintió casi abrumada por la desesperada situación. Se arrodilló junto a Rod y le tomó la mano, se la llevó hasta la cara y descansó la frente sobre sus nudillos.

– ¿Qué te ha ocurrido, Roddie? -le preguntó con voz suave-. No te reconozco. Te echo de menos. ¿Qué ha ocurrido?

Él movió los dedos contra la mejilla de Caroline, pero no quiso o no pudo responder. Ella se quedó a su lado unos minutos y luego, reponiéndose, decidió acostarle. Supuso que necesitaría ir al baño, y entonces le levantó y le mandó al «lugar de caballeros» que estaba en el pasillo, y cuando él volvió tambaleándose ella le descalzó, le soltó el cuello y le quitó los pantalones. Estaba acostumbrada a ayudarle a desvestirse, porque le había atendido después del accidente, y no tenía ningún reparo en hacerlo. Caroline dijo que prácticamente Roderick se durmió en el momento en que su cabeza tocó la almohada, y empezó a roncar, despidiendo un repugnante olor a alcohol. Estaba tumbado de espaldas y eso le recordó a ella algo que había aprendido en la instrucción de guerra, e intentó levantarle de costado, por si estuviese mareado. Pero él se resistió a todos sus esfuerzos, y por último, cansada y frustrada, Caroline desistió de su empeño.

Antes de irse se aseguró de que estaba bien tapado, y se dirigió al fuego, descorrió la malla de protección y añadió leña. Hecho esto, cerró de nuevo la malla; más tarde estaba segura de que lo había hecho; y tenía la misma certeza respecto a que no había cigarrillos encendidos en ninguno de los ceniceros, ni tampoco lámparas o velas. Regresó a la salita y estuvo allí otra media hora con su madre. Se acostaron mucho antes de la medianoche; Caroline leyó otros diez o quince minutos antes de apagar la luz y se quedó dormida casi al instante.

Le despertó unas horas después -alrededor de las tres y media, como se vio más tarde- el sonido tenue pero nítido de un cristal roto. El sonido procedía justo de debajo de las ventanas de su cuarto, es decir, de alguna de las ventanas de la habitación de su hermano. Se sentó en la cama, asustada. Supuso que Rod se había despertado y andaba dando tumbos, y en lo único en que pensó fue en impedirle que subiera al piso de arriba y molestara a su madre. Se levantó, fatigada, y se puso la bata; se estaba dando ánimos para bajar y ocuparse de Rod cuando se le ocurrió que el sonido podría no haberlo producido su hermano, sino algún ladrón que intentaba entrar por la fuerza en la casa. Quizá se acordó de las palabras de Rod sobre piratas y sables. En cualquier caso, se acercó sigilosamente a la ventana, descorrió la cortina y se asomó. Vio el jardín bañado en una luz amarilla que brincaba, y olió el humo… y comprendió que la casa estaba en llamas.

Un incendio es siempre algo de temer en una mansión como Hundreds Hall. Antaño había habido un par de pequeños incendios en la cocina, sofocados sin gran dificultad. Durante la guerra, debido al temor continuo de la señora Ayres a los bombardeos, dejaban en cada piso cubos de arena y agua, mangueras y bombas de mano que en la práctica nunca se utilizaron. Ahora aquellas bombas habían sido arrumbadas; no había extintores mecánicos; sólo había, colgada en uno de los corredores del sótano, una hilera de viejos baldes de cuero, enmohecidos por el tiempo y seguramente agujereados, que se conservaban más que nada por su valor de objetos pintorescos. Es un prodigio que Caroline, sabiendo todo esto, y al ver la luz amarilla danzando, no sucumbiera al pánico. Más tarde me confesó que, sólo por un momento, un momento de locura, lo que sintió fue una especie de emoción. Pensó en que todos los problemas quedarían resueltos si el Hall se veía reducido a cenizas. Tuvo una visión retrospectiva de todos los trabajos que había hecho en la casa en los últimos años, de todos los suelos y paneles de madera que había pulido, de todos los vasos y vajillas que había abrillantado, y en vez de aborrecer al fuego porque amenazaba con arrebatarle estas cosas, deseó que se las llevara, en una especie de capitulación orgiástica.

Entonces se acordó de su hermano. Cogió la alfombra frente a la chimenea y las mantas de su cama y corrió a la escalera, llamando a gritos a su madre mientras la bajaba. Abajo, en el vestíbulo, el olor a humo era más intenso; en el corredor, el aire estaba ya espeso y empezaba a escocerle en los ojos. Atravesó el trastero para entrar en los baños de caballeros y empapar la alfombra y las mantas en el lavabo. Encontró la campanilla y llamó una y otra vez, de un modo parecido, supongo, a como yo había visto llamar a Roderick pocas horas antes. Cuando hubo reunido las mantas empapadas y salió a trompicones con ellas, una Betty aterrada ya había aparecido en el arco encortinado, en camisón y descalza.

– ¡Trae agua! -le gritó Caroline-. ¡Hay un incendio! ¿No hueles? ¡Trae la ropa de tu cama, trae cualquier cosa! ¡Rápido!

Y, alzando contra el pecho las mantas mojadas, corrió jadeando y sudando a la habitación de Roderick.

Dijo que empezó a toser y que contuvo la respiración incluso antes de abrir la puerta. Cuando entró, el humo era tan denso y tan punzante que le recordó una cámara de gas experimental donde la habían introducido durante la época que pasó en la marina. Entonces, por supuesto, tenía un respirador consigo; el ejercicio consistía en ponérselo. Ahora no pudo hacer otra cosa que enterrar la nariz y la boca en el fardo mojado que llevaba en los brazos y abrirse camino lentamente. El calor era asfixiante. Veía llamas en todos los lados de la habitación: el fuego parecía estar en todas partes, y durante un momento de desesperación creyó que sus esfuerzos eran inútiles y que tendría que volver atrás. Pero cuando dio media vuelta perdió la orientación y sucumbió totalmente al pánico. Vio llamas cerca, a su lado, y les arrojó locamente las mantas. Empezó a batir con la alfombra otro rincón incendiado y pronto se percató de que Betty y su madre habían llegado y sacudían sus propias mantas. El humo se infló y se redujo fugazmente, y atisbo a Roderick en la cama donde le había dejado, aturdido y tosiendo, como si acabara de despertar. Dos de las cortinas de brocado de las ventanas se estaban quemando, otras dos habían ardido casi por completo y se deshacían. Logró colarse entre ellas y abrir las puertas de cristal.

Me estremecí cuando me contó esto, porque si la fuerza del fuego en la habitación hubiera sido mayor, la súbita ráfaga de aire frío habría sido sin duda funesta. Pero las llamas, para entonces, ya debían de haber sido controladas, y la noche, por suerte, seguía siendo húmeda. Caroline ayudó a Roderick a salir trastabillando hasta los escalones de piedra y volvió en busca de su madre. Dijo que el humo se estaba disipando, pero cuando volvió a entrar en ella, la habitación era como una imagen en pequeño del infierno: un calor inimaginable, iluminado por mil puntos diabólicos y plagado de ascuas que giraban y lenguas de fuego que parecían dispararse malévolamente hacia su cara y sus manos. La señora Ayres tosía y boqueaba en busca de aire, con el pelo revuelto y el camisón sucio. Betty había empezado a llevar cacerolas de agua, y la ceniza y el humo y los pedazos de alfombra de manta y de papel ardiendo se convertían en charcos de un espeso lodo negro a los pies de las tres mujeres.

Probablemente trabajaron en la habitación mucho más tiempo del necesario, porque al principio acometían contra un foco de fuego, y al darse la vuelta descubrían, unos minutos más tarde, que las llamas habían resurgido; en consecuencia no corrieron riesgos y pasaron metódica y denodadamente de una superficie a otra, derramando agua y utilizando atizadores y tenazas de chimenea para combatir y apagar ascuas y chispas. Las tres estaban mareadas y resollantes por culpa del humo, y sus ojos lacrimosos dejaban marcas pálidas en las mejillas manchadas de hollín, y no tardaron en empezar a tiritar, en parte como reacción al conjunto del desastre, y en parte simplemente de frío, que pareció crecer en la habitación caliente con una rapidez terrible en cuanto quedó extinguida la última llama.

Según parece, Roderick se mantuvo junto a la ventana abierta, aferrado al marco. Aún estaba muy borracho, pero además -y no era de extrañar, supongo, teniendo en cuenta lo que había vivido durante la guerra- se diría que la visión del fuego y el humo sofocante le paralizaban. Observó enloquecido pero impotente cómo su madre y su hermana salvaban la habitación; dejó que le ayudaran a ponerse a salvo, pero cuando le bajaron a la cocina y le sentaron a una mesa, envuelto en una manta, ya había empezado a comprender lo cerca que todos habían estado de una tragedia, y se agarró a la mano de su hermana.

– ¿Has visto lo que ha ocurrido, Caro? -le dijo-. ¿Ves lo que quiere? ¡Dios mío, es más listo de lo que yo creía! ¡Si no te hubieras despertado…! ¡Si no hubieras venido…!

– ¿Qué está diciendo? -preguntó la señora Ayres, sin comprender, y angustiada por el estado de Roderick-. Caroline, ¿de qué está hablando?

– De nada -respondió Caroline, sabiendo perfectamente a qué se refería Rod, pero queriendo proteger a su madre-. Todavía está bebido. Roddie, por favor.

Pero entonces, dijo Caroline, él empezó a comportarse «como un loco»; se llevó los pulpejos de las manos a los ojos, se tiró del pelo y después se miró horrorizado los dedos, porque tenía el pelo untado de aceite, que con el humo se había convertido en una especie de alquitrán arenoso. Se limpió las manos compulsivamente en la pechera ennegrecida. Empezó a toser, le costaba respirar y el esfuerzo por hacerlo le sumió en el pánico. Agarró de nuevo a Caroline.

– ¡Lo siento! -repitió, una y otra vez. Su aliento entrecortado olía a alcohol, tenía los ojos rojos, la cara cubierta de hollín y la camisa empapada de agua de lluvia. Aferró a su madre, con manos temblorosas-. ¡Lo siento, madre!

Después de la dura experiencia en la habitación incendiada, su conducta era inaceptable.

– ¡Cállate! -exclamó la madre, con la voz cascada-. ¡Oh, por el amor de Dios, cállate!

– Y, como él seguía balbuciendo y llorando, Caroline se le acercó, balanceó hacia atrás la mano y le abofeteó.

Dijo que sintió el escozor en la palma antes de darse cuenta de lo que había hecho; y después se tapó la boca con las manos, tan sobresaltada y asustada como si la hubieran golpeado a ella. Rod se calló bruscamente y se cubrió la cara. La señora Ayres le miraba, con los hombros temblorosos mientras recuperaba el resuello. Caroline dijo, con voz vacilante:

– Creo que todos estamos un poco enloquecidos. Estamos un poco locos… ¿Betty? ¿Estás ahí?

La chica se aproximó, con los ojos muy abiertos y la cara pálida y rayada, como un tigre, por unas franjas de hollín.

– ¿Estás bien? -dijo Caroline.

Betty asintió.

– ¿No te has quemado?

– No, señorita.

Lo dijo en un susurro, pero el sonido de su voz era sereno, y Caroline se tranquilizó.

– Buena chica. Te has portado muy bien, has sido muy valiente. Él… no está en sus cabales. Todos estamos desquiciados. ¿No hay agua caliente? Enciende la caldera, por favor, y pon unas ollas en el fogón, las suficientes para preparar el té y calentar tres o cuatro jofainas. Nos quitaremos la mugre más gruesa antes de subir al cuarto de baño. Madre, deberías sentarte.

La señora Ayres parecía distraída. Caroline rodeó la mesa para ayudarla a sentarse en una silla y la envolvió en una sábana de la cocina. Pero a ella también le temblaban los miembros, se sentía tan débil como si hubiera estado levantando unos pesos inmensos, y cuando su madre estuvo acomodada, cogió una silla y se desplomó en ella.

Durante los cinco o diez minutos siguientes, los únicos sonidos en la cocina fueron el rugido de la llama en el fogón, el borboteo creciente del agua que se calentaba y el tintineo de metal y loza mientras Betty trajinaba llenando palanganas y juntando toallas. Poco después, la chica llamó en voz baja a la señora Ayres y la ayudó a llegar al fregadero, donde se lavó las manos, la cara y los pies. Hizo lo mismo con Caroline; después miró dubitativa a Rod. Él, sin embargo, se había serenado lo suficiente para ver lo que querían que hiciera, y fue tambaleante al fregadero. Pero se movía como un sonámbulo cuando sumergió las manos en el agua, dejó que Betty se las enjabonara y las secara, y luego, con lasitud, observó cómo ella le limpiaba las manchas de la cara. Su pelo alquitranado resistió todas las tentativas que hizo Betty de lavarlo; optó por pasarle un peine para recoger los residuos de aceite entreverado con ceniza en una hoja de periódico e hizo luego una bola que depositó en el escurridero. Cuando Betty terminó, él se apartó en silencio para que ella tirase el agua sucia por el desagüe. Rod miró hacia el otro extremo de la cocina y vio los ojos de su hermana, y su expresión, dijo ella, era una mezcla tal de miedo y confusión que no pudo soportarlo. Se alejó de él y fue hacia su madre.

Entonces ocurrió una cosa muy extraña. Caroline acababa de dar un paso hacia la mesa cuando, por el rabillo del ojo, vio que su hermano hacía un movimiento, un gesto tan sencillo, pensó en aquel momento, como llevarse la mano a la cara para morderse una uña o frotarse la mejilla. En aquel momento, Betty también se movió: se apartó brevemente del fregadero para tirar una toalla dentro de un cubo que había en el suelo. Pero al volverse la chica lanzó un grito ahogado: Caroline miró con atención y, absolutamente atónita, vio más llamas por detrás de los hombros de su hermano. «¡Roddie!», gritó asustada. Él se volvió, vio lo que ella había visto y salió disparado. En el escurridor de madera, a unos centímetros de donde él había estado, ardía un pequeño revoltijo de fuego y humo. Era el periódico que Betty había utilizado para quitarle los rescoldos del pelo. Lo había convertido en una especie de paquete que ahora, de algún modo, increíblemente, había empezado a arder.

El fuego no era nada, por supuesto, comparado con el pequeño infierno aterrador que habían afrontado en la habitación de Roderick. Caroline cruzó rápidamente la cocina y tiró el paquete al fregadero. El papel llameó y no tardó en apagarse; el papel ennegrecido, similar a una telaraña, conservó su forma hasta un momento antes de deshacerse en pedazos. Lo pasmoso era cómo podía haberse originado aquel fuego. La señora Ayres y Caroline se miraron, nerviosísimas. «¿Qué has visto?», le preguntaron a Betty, y ella contestó, con ojos despavoridos:

– ¡No lo sé, señorita! ¡Nada! Sólo el humo y las llamas amarillas, que subían por detrás del señor Roderick.

Parecía tan desconcertada como los demás. Después de reflexionar, sólo llegaron a la conclusión incierta de que una de las carbonillas que Betty había retirado con el peine del pelo de Roderick todavía conservaba la llama, y el periódico seco le había hecho recobrar vida. Naturalmente, era una idea inquietante. Empezaron a mirar alrededor nerviosos, casi esperando que resurgiese el fuego. Roderick, en especial, estaba angustiado y aterrorizado. Cuando su madre dijo que quizá ella, Caroline y Betty deberían ir a su habitación para rastrillar de nuevo las cenizas, ¡gritó que no le dejaran solo! ¡Tenía miedo de quedarse solo! ¡No podía controlarlo! Se lo llevaron con ellas, sobre todo por miedo a que volviera a perder los estribos. Le buscaron una silla intacta y él se sentó con las piernas recogidas, las manos en la boca, los ojos desorbitados, mientras ellas examinaban con cautela una por una las superficies negras. Pero todo estaba frío, negro y muerto. Abandonaron la búsqueda justo antes del alba.


Desperté una o dos horas más tarde, bastante fatigado por mis malos sueños, pero felizmente ignorante de la catástrofe que había estado a punto de devorar Hundreds Hall por la noche; de hecho, no supe nada del incendio hasta que me lo dijo uno de mis pacientes de la tarde, a quien a su vez se lo había contado un comerciante que había estado en el Hall por la mañana. Al principio no di crédito a la historia. Me parecía imposible que la familia hubiera sufrido una calamidad semejante y no me lo hubieran notificado. Después, otro hombre me habló del incidente como si ya lo conociera todo el mundo. Todavía dudando, telefoneé a la señora Ayres, y para mi asombro confirmó el entero episodio. Parecía tan ronca y tan cansada que me maldije por no haberla llamado antes, cuando habría podido presentarme en la casa, porque desde hacía poco pasaba una noche a la semana en los pabellones del hospital del condado, y esa noche me tocaba el turno y no podía ausentarme. La señora Ayres me prometió que ella, Caroline y Roderick estaban sanos y salvos, pero fatigados. Dijo que el fuego les había dado a todos «un pequeño susto»: fue así como lo expresó, y quizá debido a estas palabras me imaginé que el percance había sido relativamente leve. Recordé con absoluta claridad el estado en que se encontraba Roderick cuando le dejé; recordé la terquedad con la que mezclaba bebidas, y que había tirado una astilla encendida que ardió sin ser vista sobre la alfombra. Supuse que había provocado un pequeño incendio con un cigarrillo… Pero sabía que hasta un fuego pequeño puede producir gran cantidad de humo. Sabía también que los peores efectos del humo inhalado se manifestaban con frecuencia uno o dos días después del incendio. Así que me acosté preocupado por la familia y pasé otra mala noche por su causa.

A la mañana siguiente, fui en mi coche a la casa al final de mi ronda y, como me había temido, todos estaban enfermos. En términos puramente físicos, Betty y Roderick eran los menos afectados. Ella se había mantenido cerca de la puerta mientras rugía el incendio y había corrido una y otra vez al cuarto de baño en busca de agua. Roderick había estado tumbado en la cama, respirando superficialmente mientras el humo se acumulaba arriba, muy por encima de su cabeza. En cambio, la señora Ayres se encontraba devastada -sin aliento y débil, y más o menos postrada en su habitación-, y Caroline tenía un aspecto y una voz deplorables, la garganta hinchada, el pelo chamuscado y el rostro y las manos carmesíes por las ascuas y chispas. Me recibió en la puerta principal cuando llegué, y la vi en un estado tan horrible, mucho peor de lo que había esperado, que deposité mi maletín en el suelo para tomarla por los hombros y examinarle a conciencia el rostro.

– Oh, Caroline -dije.

Ella parpadeó, cohibida, y empezó a toser. Yo la apremié:

– Entre, por el amor de Dios, no vaya a coger frío.

Cuando recogí el maletín y me reuní con ella, la tos ya había remitido, se había enjugado la cara y habían desaparecido las lágrimas. Cerré la puerta, pero lo hice a ciegas, sobresaltado por el terrible olor a quemado que percibí en el vestíbulo, y conmocionado por el aspecto del propio vestíbulo, que parecía envuelto en velos funerarios, de tantas manchas negras, tiznes y hollín que cubrían cada superficie.

– Qué desastre, ¿verdad? -dijo Caroline roncamente, siguiendo mi mirada-. Y me temo que esto va a peor. Venga a ver. -Me condujo a lo largo de corredor norte-. El olor, no sé cómo, ha invadido toda la casa, hasta los desvanes. No importa que tenga los zapatos embarrados, de momento hemos desistido de limpiar este piso. Pero tenga cuidado con la chaqueta en las paredes. El hollín se pega como el polvo.

La puerta de la habitación de Rod estaba entornada, y al acercarnos vi lo suficiente para prepararme ante la desolación que reinaba más allá. La señora Bazeley -que estaba dentro con Betty, lavando las paredes- advirtió mi mirada y asintió, sombríamente.

– Tiene la misma expresión que yo, doctor, cuando llegué ayer por la mañana -dijo-. Y esto no es nada comparado con entonces. La mugre nos llegaba hasta los tobillos, ¿verdad, Betty?

La habitación estaba despojada de casi todo su mobiliario, amontonado sin orden ni concierto en la terraza, al otro lado de la puertaventana abierta. También habían enrollado la alfombra para sacarla del cuarto, y habían cubierto con hojas de periódico las tablas de madera del suelo, que estaban todavía tan mojadas y cenicientas que el papel se convertía en una espesa pulpa gris, como un puré de hollín. Las paredes que estaban restregando Betty y la señora Bazeley chorreaban más agua con ceniza. Los paneles de madera estaban chamuscados y calcinados, y el techo -el notorio techo en forma de celosía- estaba totalmente negro, esfumadas para siempre las marcas misteriosas.

– Esto es increíble -le dije a Caroline-. ¡No sabía nada! Si lo hubiera sabido…

No terminé la frase, porque carecía de importancia que yo lo hubiera sabido o no; no habría podido hacer nada. Pero me estremeció pensar que algo grave le hubiera ocurrido a la familia en mi ausencia. Dije:

– Podría haber destruido toda la casa. ¡Es una idea insufrible! ¿Y Rod estaba aquí, en medio de todo esto? ¿De verdad está bien?

Me miró de un modo que me pareció raro y luego miró a la señora Bazeley.

– Sí, está bien. Sólo jadeante, como todos nosotros. Pero lo hemos perdido casi todo. Su butaca, aquella que ve allí, se llevó la peor parte del incendio, además del escritorio y la mesa.

Miré a través de la ventana abierta y vi el escritorio, con las patas y los cajones intactos, pero con el tablero tan ennegrecido y descascarillado como si alguien hubiera encendido una hoguera encima. De repente comprendí por qué había tanta ceniza en la habitación.

– ¡Sus papeles! -dije.

Caroline asintió, fatigada.

– Seguramente lo más seco que había en la casa.

– ¿Se han salvado algunos?

– Unos pocos. No sé los que se han perdido. La verdad es que no sé lo que había ahí. Habría planos de la casa y la finca, ¿no? Creo que también todo tipo de mapas, copias de las escrituras de las granjas y casas, y cartas, facturas y notas de mi padre…

La voz se le puso pastosa. Empezó a toser de nuevo.

– Qué pérdida tan terrible -dije, mirando alrededor, al ver nuevos estragos cada vez que miraba: un cuadro en la pared con el lienzo calcinado, lámparas con la esfera ennegrecida, y arañas-. Esta habitación preciosa. ¿Qué harán con ella? ¿Se puede salvar? Supongo que los paneles pueden reemplazarse. El techo se puede encalar.

Ella se encogió de hombros, abatida.

– Madre piensa que en cuanto la habitación esté limpia, más vale que la cerremos como las otras. No tenemos dinero para restaurarla.

– ¿Y el dinero del seguro?

Ella volvió a mirar a Betty y a la señora Bazeley. Ellas seguían restregando las paredes y, a cubierto del ruido áspero que hacían los cepillos, Caroline dijo en voz baja:

– Rod no pagó los recibos del seguro. Acabamos de descubrirlo.

– ¡No los ha pagado!

– Desde hace meses, al parecer. Para ahorrar dinero. -Cerró los ojos, movió lentamente la cabeza y luego se acercó a la puertaventana-. Venga fuera un minuto, por favor.

Bajamos los escalones de piedra e inspeccioné los muebles dañados, la mesa y el escritorio destrozados, el sillón sin su tapizado de cuero, con sus resortes y el relleno de crines expuestos como los huesos y los intestinos enfermos de una fantástica maqueta anatómica. Era una imagen muy desoladora y el día, aunque no llovía, era frío; vi tiritar a Caroline. Como quería examinarlas a Betty y a ella, así como a su madre y su hermano, le dije que entráramos en la casa y que me llevara a la salita o a algún lugar cálido. Sin embargo, tras una ligera vacilación, miró a través de la puerta abierta y me alejó un poco de ella. Volvió a toser y, al tragar saliva, la garganta irritada le produjo una mueca de dolor. Dijo en voz muy baja:

– Usted habló con mi madre ayer. ¿Le dijo algo de cómo podría haber empezado el fuego?

Clavó sus ojos en los míos.

– Sólo me dijo que había prendido en la habitación de Rod cuando ya todos se habían acostado, y que usted lo descubrió y lo apagó. Supuse que Rod, como estaba tan borracho, habría hecho una tontería con un cigarrillo.

– Nosotras pensamos lo mismo al principio -dijo ella.

Me sorprendió aquel «al principio». Dije, cauteloso:

– ¿Qué recuerda el propio Rod?

– Nada de nada.

– Me imagino que se durmió, ¿y luego? ¿No se despertaría más tarde e iría a la chimenea y encendería una astilla?

Ella tragó de nuevo, molesta, y habló con cierto esfuerzo.

– No lo sé. No sé qué pensar, realmente. -Me indicó con un gesto que entráramos en la casa-. ¿Ha visto la chimenea?

La miré y vi la rejilla cubierta con la protección de malla gris. Caroline dijo:

– Estaba exactamente así cuando dejé a Rod, unas horas antes de que empezase el incendio. Cuando volví, la parrilla estaba oscura, como si no la hubieran tocado. Pero los demás fuegos, bueno, me los sigo imaginando. Verá, no sólo había uno. Había, no sé, quizá cinco o seis.

– ¿Tantos? -dije, asombrado-. ¡Es un milagro que nadie sufriera heridas más graves!

– No me refiero a eso… En la marina nos dieron un cursillo sobre incendios. Nos enseñaron cómo se extiende el fuego. Repta, ¿sabe? No da saltos. El de aquí se parecía más a las fogatas aisladas que podrían haber provocado… incendiarios o algo así. Mire la butaca de Rod: es como si las llamas hubieran brotado desde su centro; las patas están intactas. El escritorio y la mesa están igual. Y estas cortinas. -Cogió el par de cortinas de brocado que al quemarse se habían soltado de sus aros y habían caído sobre el respaldo de la butaca quemada-. El fuego empieza aquí, mire, a mitad de la altura. ¿Cómo es posible? Las paredes a ambos lados sólo están chamuscadas. Es como si… -Lanzó una mirada al interior de la habitación, más temerosa que nunca de que la oyeran-. Bueno, que Rod tuviera un descuido con un cigarro o una vela es una cosa. Pero es como si los incendios hubieran sido provocados. Intencionadamente, me refiero.

– ¿Usted cree que Rod…? -dije, horrorizado.

Ella se apresuró a responder:

– No lo sé. La verdad, no lo sé. Pero he estado pensando en lo que le contó a usted aquel día en la consulta. Y esas marcas que descubrimos en las paredes de su cuarto… eran quemaduras, ¿no? Además, hay otra cosa.

Y entonces me contó el pequeño y extraño incidente en la cocina, cuando la bola de papel de periódico había ardido a espaldas de Rod. Como ya he explicado, en aquel momento todos lo atribuyeron a un rescoldo. Pero después Caroline había ido a echar otra ojeada al lugar del suceso y había encontrado una caja de cerillas en una estantería cercana. No lo creyó muy probable, pero le pareció posible que Roderick, sin que nadie le viera, hubiera cogido una cerilla y prendido el papel él mismo.

Aquello se me antojó excesivo. Dije:

– No quiero dudar de usted, Caroline. Pero todos han vivido una dura experiencia. No me sorprende que vieran más llamas.

– ¿Cree que el papel ardiendo fue imaginación nuestra? ¿De los cuatro?

– Pues…

– No fue nada imaginario, se lo prometo. Las llamas eran de verdad. Y si no las causó Roddie, entonces… ¿qué fue? Es lo que más me asusta. Por eso pienso que tiene que haber sido Rod.

Yo no veía del todo adonde iba a parar; pero estaba claramente muy asustada.

– Vamos a calmarnos -dije-. No hay ninguna prueba de que el fuego no fuera un accidente, ¿o sí?

– No estoy tan segura -dijo ella-. Me pregunto, por ejemplo, qué pensaría un policía. ¿Sabe que el empleado de Paget vino ayer a traer la carne? Olió el humo y dio una vuelta para asomarse a las ventanas antes de que yo pudiera impedírselo. Fue bombero en Coventry durante la guerra, ¿sabe? Le conté una mentira sobre un calentador de petróleo, pero le vi hacer una inspección a fondo y tomar nota de todo. Le vi en la cara que no me creía.

– ¡Pero lo que usted sugiere es monstruoso! -dije, en voz baja-. Pensar que Rod, fríamente, merodea por el cuarto…

– ¡Lo sé! ¡Sé que es horrible! Y no digo que lo hiciera adrede, doctor. No creo que quisiera hacer daño a nadie. Creería cualquier cosa antes que eso. Pero, bueno… -Contrajo la expresión en una mueca de tremenda desdicha-. ¿No puede la gente a veces cometer maldades sin ser consciente de ello?

No respondí. Paseé de nuevo la mirada por los muebles deshechos: la butaca, la mesa, el escritorio con el tablero calcinado y ceniciento, sobre el que tantas veces había visto a Rod enfrascado, en un estado muy próximo a la desesperación. Recordé cómo, pocas horas antes del incendio, había estado despotricando contra su padre, contra su madre, contra la finca entera. «Esta noche habrá movimiento», me había dicho, con un temor atroz; y yo aparté de él la mirada -¿no fue lo que hice?- y miré hacia las sombras de su habitación y vi las paredes del techo marcadas -¡casi infestadas!- con aquellas desconcertantes manchas negras.

Me pasé una mano por la cara.

– Oh, Caroline -dije-. Es una historia horrible. No puedo evitar sentirme responsable.

– ¿Qué quiere decir?

– ¡No debería haberle dejado solo! Le dejé en la estacada. A toda la familia… ¿Dónde está Rod ahora? ¿Qué dice?

Nuevamente me miró de un modo raro.

– Le hemos instalado arriba, en su antigua habitación. Pero no hemos conseguido sacarle nada razonable. Está…, está realmente decaído. Creemos que podemos confiar en Betty, pero no queremos que la señora Bazeley lo vea. No queremos que nadie lo vea, si podemos evitarlo. Los Rossiter vinieron ayer y tuve que despedirles, por si Rod armaba algún jaleo. No es un shock, es… otra cosa. Madre le ha quitado el tabaco y lo demás. Ella… -sus párpados aletearon y sus mejillas enrojecieron ligeramente- le ha encerrado con llave.

– ¿Encerrado?

No podía creerlo.

– Verá, mi madre ha estado pensando en el incendio, igual que yo. Al principio creyó que era un accidente; todos lo creímos. Después, por la forma en que Rod se comportaba y las cosas que decía, quedó claro que había algo más. Tuve que hablarle de esas otras cosas. Ahora ella tiene miedo de que él haga algo.

Se hizo a un lado y empezó a toser, yesta vez la tos no remitía. Había hablado demasiado y con excesiva vehemencia, y el día era glacial. Parecía cansadísima y enferma.

La llevé a la salita y allí la examiné. Después fui al piso de arriba para ver a su madre y a su hermano.

Primero vi a la señora Ayres. Estaba recostada en las almohadas, envuelta en chales y mañanitas, con el pelo largo y suelto sobre los hombros, que le daba a la cara una expresión pálida ydoliente.

– Oh, doctor Faraday -dijo con voz ronca-. ¿Puede usted creer esta nueva calamidad? Empiezo a pensar que debe de haber una especie de maldición contra mi familia. No lo entiendo. ¿Qué hemos hecho? ¿A quién hemos ofendido? ¿Lo sabe usted?

Lo preguntaba con seriedad. Cogí una silla y, mientras empezaba a examinarla, dije:

– Sin duda, ya han tenido ustedes su ración de mala suerte. Lo lamento muchísimo.

Tosió, y se inclinó para hacerlo, y luego volvió a recostarse. Pero sostuvo mi mirada.

– ¿Ha visto la habitación de Roderick?

Yo estaba moviendo el estetoscopio.

– Sólo un segundo, por favor… Sí.

– ¿Ha visto el escritorio, la mesa?

– Procure no hablar durante un momento.

La incliné hacia delante para auscultarle la espalda. Después guardé el estetoscopio y, sintiendo que me miraba, asentí.

– Sí.

– ¿Y qué piensa al respecto?

– No lo sé.

– Yo creo que sí lo sabe. ¡Oh, doctor, nunca pensé que viviría para tener miedo de mi propio hijo! Pienso continuamente en lo que ha ocurrido. Cada vez que cierro los ojos veo llamas.

Le tembló la voz. Tuvo otro acceso de tos, más serio que el primero, y no pudo terminar. Le sujeté los hombros mientras temblaba y después le di un sorbo de agua y un pañuelo limpio para que se enjugase la boca y los ojos. Se dejó caer sobre las almohadas, acalorada y exhausta.

– No debe hablar tanto -dije.

Ella movió la cabeza.

– ¡Tengo que hablar! Sólo puedo hablar de esto con usted y con Caroline, y ella y yo nos hablamos con rodeos. Ayer me lo contó todo…, ¡cosas increíbles! ¡No podía creerlas! Me dijo que Roderick se estaba comportando casi como un loco. Que su habitación se quemó, antes del incendio. Que le enseñó a usted las mateas, ¿verdad?

Me removí, incómodo.

– Me enseñó algo, sí.

– ¿Por qué no me dijeron nada ninguno de los dos?

– No queríamos disgustarla. Queríamos ahorrárselo, si era posible. Naturalmente, si hubiera tenido indicios de que el estado de Roderick conduciría a algo semejante…

Su expresión se entristeció aún más.

– Su «estado», ha dicho. Luego sabía que estaba enfermo.

– Sabía que no estaba bien -dije-. Para ser sincero, sospechaba que distaba mucho de estar bien. Pero le hice una promesa.

– Fue a verle, creo, y le contó una historia sobre la casa. ¿Le dijo que aquí dentro había algo que deseaba su mal? ¿Es verdad eso?

Vacilé. Ella lo vio y dijo, con una seriedad humilde:

– Por favor, sea sincero conmigo, doctor.

– Sí, es verdad. Lo siento -le dije entonces. Y le conté todo lo que había sucedido: el ataque de pánico de Roderick en mi consulta, su extraño y aterrador relato, su malhumor y su furia desde entonces, las amenazas implícitas en algunas de sus palabras…

Ella escuchó en silencio; al cabo de un rato extendió la mano y cogió la mía a ciegas. Vi que tenía las uñas protuberantes y provectas, y todavía sucias de hollín. Unas ascuas que volaban por el aire le habían marcado los nudillos, y las cicatrices se asemejaban a las de su hijo. Me apretaba más fuerte a medida que se lo iba contando, y cuando terminé mi narración me miró como perpleja.

– ¡Mi pobre niño! Yo no sabía nada. Nunca fue fuerte como su padre, eso sí lo sabía. ¡Pero pensar que estaba perdiendo el juicio! ¿Es cierto que…? -Se puso la otra mano en el pecho-. ¿Es cierto que habló mal de Hundreds? ¿Y de mí?

– ¿Lo ve? -dije-. Precisamente por eso dudaba en decírselo. No estaba en su ser cuando dijo aquellas cosas. Apenas sabía lo que estaba diciendo.

Fue como si no me hubiera oído.

– ¿Es posible que nos odie tanto? ¿Por eso ha ocurrido esto?

– No, no. Es evidente que la tensión…

Pareció más desconcertada que nunca.

– ¿La tensión?

– La casa, la granja. El shock posterior al accidente. El tiempo que estuvo en el ejército. ¿Quién sabe? ¿Importa cuál sea la causa?

De nuevo fue como si no me escuchara. Me agarró los dedos y dijo, realmente angustiada:

– Dígame, doctor: ¿es culpa mía?

La pregunta, y la visible fuerza de la emoción que contenía, me sorprendió.

– Por supuesto que no -dije.

– ¡Pero yo soy su madre! ¡Ésta es su casa! Que haya ocurrido esto… no es normal. No está bien. He debido de fallarle en algo. ¿Le he fallado? Suponga que hubiese algo, doctor Faraday…

Retiró la mano y bajó los ojos, como avergonzada.

– Suponga que hubiese algo -prosiguió- que se interpusiera en mis sentimientos hacia él cuando era niño. Alguna sombra de disgusto, de pena. -Bajó el tono de su voz-. Supongo que sabe que tuve otra hija antes de que nacieran Caroline y Roderick. Mi pequeña Susan.

Asentí.

– Lo recuerdo. Lo siento.

Hizo un gesto, volvió la cabeza, agradeciendo mi compasión, pero también rechazándola, como si no pudiera soportar su congoja. Dijo, casi con el mismo tono natural de antes:

– Ella fue mi único amor verdadero. ¿No le parece extraño? Cuando era joven nunca pensé que me enamoraría de mi propia hija, pero ella y yo éramos como dos enamorados. Cuando murió, sentí durante mucho tiempo que debería haber muerto con ella. Quizá lo hice… La gente me decía que el modo mejor y más rápido de sobreponerse a la pérdida de un hijo era tener otro lo antes posible. Me lo dijeron mi madre, mi suegra, mis tías, mi hermana… Y luego, cuando nació Caroline, dijeron otra cosa. Dijeron: «Bueno, es natural que una niña te recuerde a la que perdiste, tienes que probar de nuevo, intenta tener un niño; a una madre siempre le gustan los chicos…». Y después de Roderick…: «Pero, bueno, ¿qué te pasa? ¿No sabes que las personas de nuestra clase no causan alborotos? Ahora tienes aquí tu hermosa casa, a tu marido que ha superado la guerra y dos hijos sanos. Si no consigues ser feliz así, al menos no te lamentes…».

Volvió a toser y se enjugó los ojos. Cuando la tos remitió, le dije:

– Fue difícil para usted.

– Más difícil fue para mis hijos.

– No diga eso. El amor no es algo que se pueda medir y pesar, ¿no cree?

– Quizá tenga razón. Y sin embargo… Amo a mis hijos, doctor; les quiero de verdad. ¡Pero qué insípido y moribundo me ha parecido el amor a veces! Porque yo estaba medio viva, ¿entiende?… Creo que a Caroline no le he causado daño. El sensible fue siempre Roderick. ¿Quizá creció intuyendo una especie de falsedad en mí y me odiaba por eso?

Recordé el modo en que había hablado Roderick la noche del incendio. Recordé que había dicho que su hermana y él habían decepcionado a su madre «simplemente naciendo». Pero ahora la expresión de la señora Ayres era de una gran angustia; y yo le había contado demasiado. ¿Qué bien le habría hecho que además le confesara aquello? De modo que volví a cogerle la mano y dije, muy firmemente:

– Todo eso son imaginaciones suyas. Está enferma y cansada. Un disgusto evoca muchos otros, eso es todo.

Me miró a la cara, queriendo creerme.

– ¿Lo cree realmente?

– Lo sé. No debe darle vueltas al pasado. Lo que tenemos que resolver ahora es la causa de la enfermedad de Rod y encontrar la manera de que se restablezca.

– ¿Y si su dolencia es demasiado profunda? ¿Y si no tiene cura?

– Por supuesto que la tiene. ¡Lo dice como si no se le pudiera ayudar! Con la atención adecuada…

Sacudió la cabeza y empezó a toser de nuevo.

– Aquí no podemos cuidarle. Caroline y yo no tenemos fuerzas. Recuerde que ya hemos pasado por esto.

– ¿Quizá una enfermera, entonces?

– ¡No creo que una enfermera pudiera con él!

– Oh, pero sin duda…

Apartó la mirada. Dijo, como con tono culpable:

– Caroline me ha dicho que usted habló de un hospital.

Dije, tras una breve pausa:

– Sí. En su momento confié en convencer a Rod de que ingresara él mismo. Yo tenía pensada una clínica especializada. Para trastornos mentales como el suyo.

– Trastornos mentales -repitió ella, pero no la dejé seguir:

– Esta expresión no debe alarmarla tanto. Abarca todo tipo de estados. La clínica está en Birmingham y es muy discreta. Pero, bueno, no es barata. Me temo que incluso con la pensión de invalidez de Rod resultaría costosa. Quizá, al fin y al cabo, la mejor opción fuese una enfermera de confianza aquí en Hundreds…

– Estoy asustada, doctor Faraday -dijo ella-. Una enfermera sólo serviría hasta cierto punto. Imagínese que Roderick provocase otro incendio. ¡La próxima vez quizá consiguiera reducir el Hall a cenizas, o matarse, o matar a su hermana, o a mí, o a un sirviente! ¿Lo ha pensado? ¡Imagine las consecuencias! Una investigación, policías, periodistas; esta vez todo ¡ría muy en serio, no como en aquella desgracia con Gyp. ¿Y qué sería de él entonces? Que se sepa, este incendio fue un accidente y el principal afectado fue Roderick. Si le enviamos a Birmingham ahora, no podemos decir sencillamente que le alejamos del invierno de Warwickshire para que se recupere. ¿No le parece? Se lo pregunto como amigo y también como medico de la familia. Ayúdenos, por favor. Ha sido tan bueno con nosotros…

Capté el sentido de sus palabras. Era muy consciente de los resultados casi desastrosos de haber dado largas al problema de Roderick. Indudablemente no le vendría mal alejarse de la finca durante una temporada: era lo que yo había querido que hiciera desde el principio. Y, sin embargo, había una gran diferencia entre animarle a que ingresara voluntariamente en una clínica o internarle en ella por la fuerza.

– Es una posibilidad, desde luego. Naturalmente, tendría que traer a otro médico, recabar una segunda opinión. Pero no debemos precipitarnos. Por terrible que haya sido este incidente, puede ser que le cure bruscamente de su ilusión. Todavía no me entra en la cabeza…

– Usted no le ha visto aún -susurró, interrumpiendo mi frase.

Tenía la misma expresión extraña que Caroline. Tras una pausa, dije:

– No, aún no.

– Vaya a verle ahora, ¿quiere? Luego venga a decirme lo que piensa. Espere un segundo.

Yo me había levantado, pero me indicó con un gesto que aguardara. Y mientras la observaba, abrió el cajón de su mesilla de noche y sacó algo de dentro. Era una llave.

Renuente, extendí la mano.

La habitación en que le habían instalado era el dormitorio que había tenido como primogénito: el cuarto, supongo, donde había dormido durante las vacaciones escolares y, más adelante, en sus breves permisos de la fuerza aérea, antes del accidente. Estaba en el mismo rellano que la alcoba de su madre, separadas ambas tan sólo por el antiguo vestidor de la señora Ayres, y era horrible la idea de que Rod hubiera estado allí todo el tiempo; como lo era tener que llamar con los nudillos a la puerta, decir su nombre en voz alta y, al no recibir respuesta, introducir la llave en el cerrojo, como un carcelero. No sé lo que esperaba encontrar No me habría sorprendido que se hubiera abalanzado sobre mí en busca de la libertad. Recuerdo que al abrir la puerta me acobardé, preparado para recibir su cólera y sus insultos.

Pero lo que encontré fue, en cierto sentido, peor. Las cortinas de las ventanas estaban corridas a medias y en la habitación reinaba la penumbra. Tardé un momento en ver que Rod estaba sentado en la cama, con un pijama de rayas juvenil y una vieja bata azul, y en vez de correr hacia la puerta abierta, me observó acercarme y se quedó muy quieto. Tenía una mano en la boca, cerró los dedos laxamente hasta formar un puño; rápidamente empezó a golpetearse con el pulgar el labio. Incluso con la escasa luz y a cierta distancia vi lo mal que estaba. Al aproximarme distinguí el color graso, blancoamarillento, de su cara y sus ojos hinchados, con aire dolorido. Parecían persistir restos de hollín en los poros de su piel y en el aceite de su pelo sin lavar. No se había afeitado y la barba incipiente crecía desigual, debido a las cicatrices; tenía la boca pálida y los labios contraídos. También me asombró su olor: el olor a humo, a sudor y a halitosis. Debajo de la cama había un orinal que visiblemente había sido recién utilizado.

No dejó de mirarme mientras me acercaba, pero no respondió cuando le hablé. Sólo rompió el silencio cuando me senté a su lado, abrí el maletín y suavemente le separé las solapas de la bata y el pijama para ponerle el estetoscopio en el pecho. Y lo que dijo fue:

– ¿Lo oye?

En su voz sólo resonó un asomo de ronquera. Le incliné hacia delante para ponerle el estetoscopio en la espalda.

– ¿Si oigo qué?

Tenía la boca cerca de mi oído. Dijo:

– Lo sabe muy bien.

– Lo único que sé, como su madre y su hermana, es que inhaló gran cantidad de humo la otra noche. Quiero asegurarme de que no le ha afectado.

– ¿Afectarme? Oh, no haría eso. No quiere eso. Ya no.

– No hable ahora, por favor.

Desplacé el estetoscopio. El corazón le latía con fuerza y tenía el pecho tenso, pero no hallé rastro de enfermedad o debilidad en sus pulmones, y volví a recostarle sobre la almohada y a cerrarle el pijama y la bata. Él se dejó hacer, pero apartó la mirada y pronto se puso de nuevo la mano en la boca y empezó a puntearse el labio. Dije:

– Rod, el incendio dio un susto de muerte a todo el mundo. Parece que nadie sabe cómo empezó. ¿Qué recuerda usted? ¿Puede decírmelo? -El parecía no escucharme-. ¿Rod?

Volvió a mirarme, frunció el ceño y se puso casi de mal genio.

– Ya se lo he dicho a todos: no recuerdo nada. Sólo que estaba usted allí, y que después vino Betty y luego Caroline, y que ella me acostó. Creo que tuve un sueño.

– ¿Qué clase de sueño?

Seguía toqueteándose el labio.

– Un sueño. No lo sé. ¿Qué más da?

– Podría haber soñado, por ejemplo, que se levantaba. Que intentó encender un cigarrillo o una vela.

Se le paralizó la mano. Me miró, incrédulo.

– ¡No estará tratando de decirme que todo aquello fue un accidente!

– Todavía no sé qué pensar.

Se removió en la cama, excitado.

– ¡Después de todo lo que le conté! ¡Hasta Caroline sabe que no fue un accidente! Había cantidad de fuegos, dice ella. Dice que las otras marcas en mi habitación eran también pequeños incendios. Fuegos que no prendieron.

– No lo sabemos seguro -dije-. Y es posible que no lo sepamos nunca.

– Yo sí lo sé. Lo supe, aquella noche. ¿No se lo dije, que se avecinaba movimiento? ¿Por qué me dejó solo? ¿No vio que no podía con aquello?

– Rod, por favor.

Pero él se agitaba de un lado para otro como si le costara controlar sus movimientos. Era como un hombre con delírium trémens; un espectáculo horrible.

Por fin alargó al brazo para coger el mío y se aferró a él.

– ¿Y si Caroline no hubiera llegado a tiempo? -dijo. Los ojos le ardían-. ¡Toda la casa se hubiera incendiado! Mi madre, mi hermana, Betty…

– Vamos, Rod. Cálmese.

– ¿Calmarme? ¡Soy prácticamente un asesino!

– No diga tonterías.

– Es lo que dicen, ¿verdad?

– Nadie dice nada.

Me retorció la manga de la chaqueta.

– Pero tienen razón, ¿no lo ve? Pensé que podría mantenerlo a raya, detener la infección. Pero soy demasiado débil- Estoy infectado desde hace mucho tiempo. Me está cambiando. Creí que estaba ahuyentándolo de madre y de Caroline. Pero todo este tiempo ha estado operando a través de mí, como un medio de llegar a ellas. Ha sido… ¿Qué está haciendo?

Yo me había apartado para coger mi maletín. Me vio sacar un tubo de comprimidos.

– ¡No! -gritó, dándome con la mano un golpe que lanzó el tubo por el aire-. ¡Nada de eso! ¿No lo entiende? ¿Quiere ayudarle? ¿Es lo que pretende? ¡No debo dormirme!

El golpe de su mano y la locura evidente de su semblante y sus palabras me asustaron. Pero miré con inquietud sus ojos hinchados y dije:

– ¿No ha dormido? ¿No ha dormido desde hace dos noches?

Le tomé la muñeca. Su pulso seguía estando acelerado. Él se zafó.

– ¿Cómo voy a dormir? Ya era bastante difícil antes.

– Pero, Rod, tiene que dormir -dije.

– ¡No me atrevo! Y usted tampoco lo haría si supiera cómo fue. Anoche… -Bajó la voz y miró astutamente alrededor-. Anoche oí voces. Pensé que había algo en la puerta, algo que rascaba, que quería entrar. Pero luego comprendí que el ruido estaba dentro de mí, que la cosa que rascaba estaba en mi interior e intentaba salir. Está esperando, ¿comprende? Menos mal que me tienen encerrado, pero si me duermo…

No terminó la frase, pero me miró de un modo que para él sin duda tenía un significado inmenso. Después encogió las piernas, se tapó la boca con las manos y empezó de nuevo a tamborilear con el pulgar sobre el labio. Me levanté de la cama para recoger las pastillas que él había lanzado al suelo; advertí que al buscarlas me temblaba la mano, porque por fin había comprendido lo profundamente inmerso que Rod estaba en su alucinación. Me incorporé y le miré con impotencia, y luego miré alrededor de la habitación y vi pequeños recuerdos trágicos del niño encantador y alegre que debió de haber sido: la estantería de los libros de aventuras todavía en su sitio en la pared, los trofeos y maquetas, las cartas de navegación aérea y las anotaciones escritas con una descuidada letra de adolescente… ¿Quién habría podido predecir aquel declive? ¿Cómo se había producido? De pronto se me ocurrió que su madre debía de tener razón: ningún grado de tensión, ningún peso alcanzaba a explicarlo. Tenía que haber algo más en la raíz del trastorno, alguna pista o indicio que yo no captaba.

Volví a la cama y le miré la cara, pero al final aparté la mirada, derrotado.

– Tengo que dejarle, Rod -dije-. Ojalá no tuviera que hacerlo. ¿Quiere que le diga a Caroline que le haga compañía?

El meneó la cabeza.

– No, no le diga nada.

– Bueno, ¿quiere que haga alguna otra cosa?

Me miró, pensándolo. Y cuando volvió a hablar su voz había cambiado, era de repente tan educada y contrita como la del niño que yo me había imaginado un momento antes.

– Déjeme fumar un cigarrillo, por favor -dijo-. No me dejan fumar cuando estoy solo. Pero si usted se queda conmigo, no habrá ningún problema.

Le di un cigarro y se lo encendí -él no quiso hacerlo con sus propias manos, y entrecerró los ojos y se cubrió la cara mientras yo encendía una cerilla-, y me quedé con él hasta que, resollando, terminó de fumarlo. Me dio la colilla para que me la llevara.

– No se habrá dejado las cerillas sin darse cuenta, ¿verdad? -preguntó azorado cuando me levanté. Antes de que me permitiera irme, tuve que enseñarle la caja y hacer una especie de pantomima al guardarla en el bolsillo.

Y lo más patético fue que se empeñó en acompañarme a la puerta, para cerciorarse de que al salir de la habitación la cerraba con llave. Salí dos veces, la primera para llevar el orinal al cuarto de baño, donde lo vacié y lo enjuagué; pero incluso en este breve trayecto insistió en que le encerrara, y al volver le encontré rondando al otro lado de la puerta, como si le molestaran mis idas y venidas. Antes de dejarle por segunda vez le tomé de la mano, pero de nuevo mi demora sólo pareció agitarle, sentí sus dedos inánimes en los míos y noté que sus ojos eludían nerviosamente mirarme. Cuando finalmente cerré la puerta lo hice con mucha firmeza y giré la llave lentamente, para que no quedase la menor duda, pero cuando me alejaba sin hacer ruido oí el chasquido de la cerradura, y al mirar atrás vi que el picaporte se movía y que la puerta se estremecía en su quicio.

Rod estaba asegurándose de que no podría salir. El picaporte se movió dos o tres veces antes de inmovilizarse. Creo que fue esto lo que más me turbó.

Devolví la llave a su madre. Ella advirtió lo impresionado y consternado que yo estaba. Guardamos silencio un momento y después, en voz baja y triste, hablamos de los preparativos para trasladar a Rod.


Al final fue bastante sencillo. Primero llevé al Hall a David Graham, para confirmar que Rod necesitaba algo más que una ayuda médica normal, y después el director de la clínica -un tal doctor Warren- vino de Birmingham para realizar su propio examen y aportar los documentos necesarios. Esto fue el domingo de aquella semana, cuatro días después de la noche del incendio: Rod había permanecido insomne durante todo este plazo, rechazando violentamente todas mis tentativas de sedarle, y se había sumido en un estado casi histérico que creo que incluso impresionó a Warren. Yo no sabía cómo reaccionaría Rod ante la noticia de que proyectábamos internarle en lo que efectivamente era un hospital psiquiátrico; para gran alivio mío -pero también, en cierto sentido, para mi desazón-, lo agradeció de un modo casi conmovedor. Aferró desesperadamente la mano de Warren y dijo:

– Allí me vigilará, ¿verdad? Si usted me vigila, nada saldrá de mí. Y si se escapa, no será culpa mía si ocurre algo, si a alguien le sucede algo malo, ¿verdad?

Su madre estaba en la habitación cuando él farfullaba estas palabras. Aún estaba débil y muy jadeante, pero se había levantado y vestido para recibir al doctor Warren. La llevé abajo al ver cuánto la afectaba el estado de Roderick. Nos reunimos con Caroline en la salita y Warren bajó unos minutos más tarde.

– Es tristísimo -dijo, moviendo la cabeza-. Tristísimo. Veo en el historial que a Roderick le trataron de una depresión nerviosa en los meses siguientes al accidente aéreo, pero ¿no hubo indicios en aquella época de un grave desequilibrio mental? ¿Y no ocurrió nada que lo causara? ¿Alguna pérdida? ¿Otro shock?

Yo ya le había facilitado por carta un informe bastante minucioso del caso. Estaba claro que pensaba -como yo, en el fondo- que faltaba algo, que un joven tan saludable como Roderick no podía haber sufrido un deterioro tan grave y tan rápido sin que hubiera una causa. Le hablamos otra vez de las alucinaciones de Rod, de sus pánicos, de las siniestras marcas en las paredes de su cuarto. Le describí las penosas obligaciones que se había impuesto últimamente como terrateniente y dueño de la finca.

– Bueno, quizá nunca lleguemos a la raíz del problema -dijo al final-. Pero usted, como su médico de cabecera, ¿está absolutamente dispuesto a confiarme a su paciente?

Respondí que sí.

– Y usted, que es su madre, señora Ayres, ¿también desea que me lo lleve?

Ella asintió.

– En este caso, creo que lo mejor que puedo hacer es llevármelo de inmediato. No pensaba hacerlo. Mi intención era sólo venir a examinarle y volver al cabo de unos días con la ayuda adecuada. Pero mi chófer es un hombre capaz y estoy seguro de que no les importará que les diga que no es nada bueno que Roderick siga aquí. Es evidente que parece muy dispuesto a irse.

El doctor Warren y yo nos ocupamos del papeleo mientras la señora Ayres y Caroline subían entristecidas a preparar el equipaje de Rod y a recogerle. Cuando le trajeron donde estábamos nosotros, bajó la escalera con un paso tan titubeante como un viejo. Le habían puesto su topa ordinaria y el abrigo de tweed, pero estaba tan encogido y tan delgado que las prendas parecían tres tallas más grandes. Su cojera era muy acusada; casi tanto como seis meses antes, y pensé con desazón en todas las horas de tratamiento inútiles. Caroline se había esforzado en afeitarle y lo había hecho torpemente: Rod tenía cortes en la barbilla. Sus ojos oscuros lanzaban miradas a su alrededor, y se llevaba continuamente las manos a la boca para pellizcarse los labios.

– ¿Es verdad que me voy con el doctor Warren? -me preguntó-. Madre dice que sí.

Le dije que así era y le llevé a una ventana para mostrarle el hermoso Humber Snipe negro de Warren aparcado fuera, y su chófer al lado, fumando un pitillo. Miró el automóvil con tanto interés, de una manera tan normal en un chico -incluso se volvió para hacerle al doctor Warren una pregunta sobre el motor-, que por un segundo volvió a ser el que no había sido desde hacía semanas, y tuve un vertiginoso atisbo de duda sobre todo aquel penoso asunto.

Pero era demasiado tarde. Los papeles estaban firmados y el doctor Warren listo para partir. Y Roderick se puso nervioso cuando nos acercamos para despedirle. Respondió con cariño al abrazo de su hermana, y a mí me permitió estrecharle la mano. En cambio, cuando su madre le besó en la mejilla volvió a lanzar miradas alrededor. Dijo:

– ¿Dónde está Betty? ¿No tengo que despedirme también de Betty?

Mostró tanta agitación que Caroline bajó corriendo a la cocina en busca de Betty. La chica se detuvo tímidamente delante de Rod y él le dirigió un rápido y vacilante gesto de saludo.

– Me voy por un tiempo, Betty -dijo-, así que tendrás menos quehaceres. Pero ¿mantendrás mi habitación limpia y ordenada mientras estoy fuera?

Ella parpadeó, miró rápidamente a la señora Ayres y dijo:

– Sí, señor Roderick.

– Buena chica.

Le tembló el párpado, en un amago de guiño. Se palmeó los bolsillos un momento y comprendí que, grotescamente, buscaba una moneda. Pero la madre dijo, suavemente: «Puedes irte, Betty» y, obviamente agradecida, la chica se retiró. Rod la miró marcharse, todavía rebuscando en los bolsillos con la frente fruncida. Temiendo que se agitase de nuevo, Warren y yo nos acercamos y le llevamos al coche.

Él se subió a la trasera casi dócilmente. El doctor Warren me estrechó la mano. Volví a los escalones y permanecí al lado de la señora Ayres y Caroline hasta que el Snipe se puso en marcha sobre la grava crujiente y se perdió de vista.


Todo esto ocurrió, como ya he dicho, en domingo, y en ausencia de la señora Bazeley. No sé lo que ella sabía del estado de Roderick; lo que habría deducido por su cuenta o lo que le habría dicho Betty. La señora Ayres le informó de que Roderick se había ido del condado «a casa de unos amigos»; fue la versión que ella divulgó, y si algún lugareño me preguntaba yo me limitaba a decir que, tras haber visto a Rod después del incendio, le aconsejé que se tomara unas vacaciones por el bien de sus pulmones. Al mismo tiempo adopté la actitud contradictoria de minimizar la importancia del incendio. No quería que los Ayres fueran objeto de una curiosidad especial, y hasta a gente como los Desmond y los Rossiter, que conocían bien a la familia, les conté una mezcla de mentiras y medias verdades, con la esperanza de desviarles de los hechos. No soy un hombre de natural artero, y la tensión de contener las habladurías era en ocasiones fatigosa. Pero en otros aspectos mis jornadas eran muy laboriosas, pues -irónicamente, en parte gracias al éxito de mi informe sobre el tratamiento de Rod- recientemente me habían pedido que formase parte de un comité del hospital y tenía muchas tareas nuevas. De hecho, el aumento de trabajo fue para mí una distracción beneficiosa.

Durante el resto del mes, una vez por semana llevé a la señora Ayres y a Caroline a visitar a Roderick en la clínica de Birmingham. Era un viaje muy triste, no sólo porque la clínica estaba en un extrarradio de la ciudad que había sufrido intensos bombardeos durante la guerra: en Lidcote no estábamos habituados a las ruinas y a las carreteras destrozadas, y siempre nos deprimía ver las casas medio derruidas, con las ventanas melladas y sin cristales, que se alzaban misteriosas a través de lo que parecía ser una perpetua niebla urbana. Pero las visitas eran más bien infructuosas por otras razones. Roderick estaba nervioso y poco comunicativo, y parecía avergonzarle el supuesto privilegio de que le permitieran mostrarnos el lugar, llevarnos de paseo por el desnudo jardín ventoso y sentarse con nosotros a la mesa del té en una sala llena de otros hombres apáticos o de ojos vesánicos. Una o dos veces, en las primeras visitas, preguntó por la finca y se interesó por cómo iban las cosas en la granja; sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, pareció perder el interés por los asuntos de Hundreds. Limitábamos la conversación, en la medida de lo posible, a temas neutros del pueblo, pero algunas cosas que decía me demostraron -y también su madre y su hermana debieron de darse cuenta- que su comprensión de las cosas de que hablábamos era sorprendentemente exigua. En una ocasión preguntó por Gyp. Caroline dijo, con tono asustado:

– Pero si Gyp murió. Ya lo sabes, Rod.

Al oír esto él entornó los ojos, como si se esforzara en recordar, y dijo vagamente:

– Ah, sí. Hubo algún problema, ¿no? Y Gyp lo pasó mal, ¿eh? Pobre muchacho.

Tan lentos y nebulosos eran sus pensamientos que podría haberse quedado en el hospital años, en lugar de semanas; y después de nuestra tercera visita, en vísperas de Navidad, cuando al llegar a la clínica la encontramos engalanada con guirnaldas y tiras de papel de colores, y a los internos con absurdas coronas de cartón en la cabeza, y a Roderick más ensimismado y abúlico que nunca, me alegré de que el ayudante del doctor Warren me llevara aparte para informarme de sus progresos.

– No va muy mal, en conjunto -dijo. Era más joven que Warren, y con un enfoque un poco más dinámico-. De todos modos, parece que se ha liberado de casi todas las alucinaciones. Hemos conseguido administrarle un poco de bromuro de litio, y el efecto ha sido bueno. Duerme mejor, desde luego. Ojalá pudiera decir que el suyo es un caso aislado pero, como supongo que habrá notado, tenemos muchos internos de una edad parecida a la suya: dipsómanos, enfermos nerviosos, hombres que todavía dicen que padecen «neurosis de guerra»… En mi opinión, todo forma parte de un malestar posbélico general; todos tienen esencialmente el mismo problema, aunque afecta a las personas de un modo distinto, según su carácter. Si Rod no hubiera sido el chico que era, con sus antecedentes, podría haberse entregado al juego, o a las mujeres… o haberse suicidado. Todavía quiere que le encierren en su habitación por la noche; confiamos en que abandone esa manía. Usted no le ha visto muy cambiado pero, bueno -pareció azorado-, el motivo de que le haya llamado es que creo que las visitas de ustedes le están perjudicando. Sigue convencido de que a su familia la amenaza algún peligro; piensa que debe tenerlo controlado, y el esfuerzo le extenúa. Aquí, donde nadie le recuerda su casa, es un hombre distinto, mucho más despierto. Las enfermeras y yo le hemos observado y coincidimos al respecto.

Estábamos de pie en su despacho, con una ventana que daba al patio de la clínica, y vi a la señora Ayres y a Caroline caminando hacia el coche, encorvadas y abrigadas del frío. Dije:

– Bueno, estas visitas también suponen un gran esfuerzo para su madre y su hermana. Podría convencerlas de que no vinieran, desde luego, si usted quiere, y venir solo.

Me ofreció un cigarrillo de una pitillera de su escritorio.

– Para serle sincero, creo que a Rod le gustaría que ninguno de ustedes viniera a verle durante una temporada. Le recuerdan el pasado demasiado intensamente. Tenemos que pensar en su futuro.

– Pero en mi caso… -dije, con la mano suspendida sobre la pitillera-. Soy su médico. Y, aparte de eso, él y yo somos buenos amigos.

– Lo cierto es que Rod ha pedido expresamente que todos ustedes le dejen solo algún tiempo. Lo siento.

No cogí el cigarrillo. Me despedí del adjunto y atravesé el patio para reunirme con la señora Ayres y Caroline y llevarlas a casa; las semanas siguientes, aunque escribimos regularmente a Roderick y recibimos ocasionales respuestas anodinas, en ninguna de sus cartas nos alentaba a visitarle. Su habitación de Hundreds, con las paredes calcinadas y el techo ennegrecido, fue simplemente cerrada. Y como la señora Ayres a menudo despertaba por las noches sin resuello y tosiendo, y necesitaba medicinas o un inhalador, cedieron a Betty el antiguo dormitorio, justo a la vuelta del rellano, que Rod ocupaba en su época escolar.

– Es mucho más práctico que ella duerma aquí arriba, con nosotras -me dijo la señora Ayres, jadeando-. ¡Y Dios sabe que la chica se lo merece! Ha sido muy bondadosa y leal en todos nuestros apuros. Ese sótano es demasiado solitario para Betty.

No era de extrañar que la chica estuviese encantada con el cambio. Pero a mí me incomodó ligeramente, y cuando eché un vistazo al cuarto, poco después de que ella se mudara, me crispó más que nunca. Habían retirado las cartas de navegación aérea, los trofeos y los libros juveniles, y las escasas pertenencias de Betty -las enaguas y los calcetines zurcidos, el cepillo de los almacenes Woolworth y las horquillas dispersadas por el cuarto- de algún modo bastaban para transformarlo. Entretanto, prácticamente nadie visitaba la fachada norte del Hall, que Caroline una vez me había descrito como «el lado de los hombres». Yo merodeaba a veces por allí y las habitaciones parecían muertas, como miembros paralíticos. Pronto se convirtió en un lugar fantasmagórico, como si Rod nunca hubiera sido el amo de la casa; como si hubiese desaparecido sin dejar rastro, más aún que en el caso del pobre Gyp.

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