Capítulo 8

La furgoneta rodeó la barrera de seguridad de cemento y se detuvo en la entrada de la terminal de Grand Central por el lado de la avenida Vanderbilt. El soldado de la Guardia Nacional que vigilaba la estación se acercó, y Nathan Boone hizo un gesto a uno de sus mercenarios, un detective de la policía de Nueva York llamado Ray Mitchell. Mitchell bajó la ventanilla del pasajero y mostró su placa al soldado.

– Acaban de llamarnos -le explicó-. Según parece hay unos traficantes de drogas haciendo de las suyas en la terminal. Alguien ha dicho que llevan con ellos a una niña china. ¿Puede creerlo? Por Dios, si venden crack, que por lo menos se paguen una canguro…

El soldado bajó el arma y sonrió.

– Llevo una semana aquí -dijo-, y me parece que todo el mundo está un poco loco.

El conductor, un mercenario sudafricano llamado Vanderpoul, se quedó al volante mientras Boone se apeaba del vehículo con Mitchell y el compañero de este, el detective Krause.

Ray Mitchell era un hombre pequeño y hablador, al que le gustaban los trajes de marca. Krause era todo lo contrario: un policía corpulento y rubicundo que parecía permanentemente malhumorado.

Boone pagaba una cantidad extra a ambos todos los meses y les daba alguna que otra bonificación por el trabajo extra.

– Y ahora ¿qué? -preguntó Krause-. ¿Adónde irán después de haber saltado de ese vagón?

– Un momento -repuso Boone. Su intercomunicador le enviaba constantemente información de sus otros equipos de mercenarios, así como del centro de informática que la Hermandad tenía en Berlín. Sus técnicos habían pirateado la red de vigilancia de tráfico de Nueva York y estaban utilizando sus programas de escaneo para buscar a los fugitivos-. Siguen en la estación del metro, a nivel de tránsito -dijo al cabo de unos segundos-. Las cámaras los están grabando en tiempo real mientras se dirigen hacia el tren lanzadera.

– Entonces ¿qué? ¿Vamos al tren lanzadera?

– Todavía no. Maya sabe que la estamos siguiendo, y eso influirá en su comportamiento. Lo primero que hará será alejarse de las cámaras.

Mitchell sonrió y se volvió hacia su compañero.

– Y por eso la vamos a coger.

Boone alargó la mano y sacó de la parte de atrás de la furgoneta un maletín de aluminio que contenía el equipo de rastreo por radio y tres visores infrarrojos.

– Entremos. Voy a ponerme en contacto con el equipo de respuesta aparcado en la Quinta Avenida.

Los tres hombres entraron en la terminal y bajaron por una de las amplias escaleras de mármol diseñadas siguiendo el estilo de la Ópera de París. Mitchell alcanzó a Boone cuando este llegó al vestíbulo principal.

– Quiero dejar las cosas claras -dijo-. Nosotros lo acompañaremos por toda la ciudad y le allanaremos el camino, pero no quitaremos de en medio a nadie.

– No les pido que lo hagan. Solo pretendo que se ocupen de las autoridades.

– No hay problema. Me pondré en contacto con la policía de tránsito y les diré que estamos en la terminal.

Mitchell se colgó la placa del bolsillo superior de la chaqueta y se internó a toda prisa por uno de los corredores. Krause permaneció junto a Boone, como un gigantesco guardaespaldas, mientras se acercaban al mostrador central de información con un reloj de cuatro caras montado en el techo. El tamaño del vestíbulo principal, sus ventanas arqueadas, sus suelos de mármol blanco y sus paredes de piedra, todo confirmaba el convencimiento de Boone de que su bando era el que iba a salir vencedor de aquella guerra secreta. Millones de personas pasaban por aquella terminal todos los años, pero solo unas pocas sabían que el edificio en sí mismo constituía una sutil demostración del poder de la Hermandad.

Uno de los más fervientes partidarios de la Hermandad en Estados Unidos, a comienzos del siglo XX, fue William K. Vanderbilt, el magnate de los ferrocarriles que encargó la construcción de la terminal de Grand Central. Vanderbilt ordenó que la bóveda del gran vestíbulo principal, a una altura de cinco pisos, fuera decorada con las constelaciones del zodíaco. Se suponía que la disposición de las estrellas era la misma que la del cielo mediterráneo en la época de Cristo. Sin embargo, nadie, ni siquiera los astrólogos egipcios del siglo i, había visto nunca semejante disposición, pues el zodíaco de la bóveda estaba completamente al revés.

A Boone le divertía leer las distintas teorías que intentaban explicar por qué las estrellas aparecían de ese modo. La más popular decía que el pintor había copiado un dibujo hallado en un manuscrito medieval y que las estrellas se mostraban desde el punto de observación de alguien situado fuera del sistema solar. Nadie había explicado nunca por qué los arquitectos de Vanderbilt permitieron que apareciera esa extraña configuración en una obra tan importante.

Pero la Hermandad sabía que el diseño del cielo de la bóveda no tenía nada que ver con ninguna ilustración medieval. Las constelaciones se hallaban correctamente situadas para alguien que estuviera oculto dentro de la bóveda y que mirara a los viajeros que se dirigían a tomar el tren. La mayoría de las estrellas eran bombillas parpadeantes sobre un fondo azul, pero también había una docena de agujeros por los que espiar. En el pasado, la policía y los guardias de seguridad de los ferrocarriles utilizaban prismáticos para seguir los movimientos de los sospechosos. En esos momentos, todos los ciudadanos eran rastreados con escáneres y otros dispositivos electrónicos. El zodíaco invertido significaba que solo los observadores de las alturas veían el universo correctamente. Todos los demás daban por hecho que las estrellas estaban en la posición que les correspondía.

Una llamada sonó en el teléfono por satélite, y un antiguo soldado inglés llamado Summerfield susurró al oído de Boone. El equipo de respuesta había llegado a la entrada de Vanderbilt y había aparcado detrás de la furgoneta. Boone contaba para aquella operación básicamente con los mismos hombres con los que trabajó en Arizona. La operación de New Harmony había sido buena para la moral: la violencia había servido para unir a un grupo de mercenarios de distintas nacionalidades y antecedentes.

– Y ahora, ¿qué? -preguntó Summerfield.

– Divídanse en dos grupos y entren por lugares distintos. -Boone contempló el panel de horarios-. Nos encontraremos cerca de la vía treinta, la del tren que va a Stamford.

– Creía que se dirigían al tren lanzadera.

– Lo único que Maya quiere es proteger al Viajero. Se ocultará lo más rápidamente posible. Eso significa bajar a un túnel o encontrar una zona de mantenimiento.

– ¿El objetivo sigue siendo el mismo?

– Todos, salvo Gabriel, se hallan en la categoría de exterminio inmediato.

Summerfield desconectó el teléfono, y Boone recibió otra llamada de su equipo de internet. Maya y los otros fugitivos habían llegado al sector del tren lanzadera y estaban esperando en el andén. Boone había matado a Thorn, el padre de Maya, en Praga, el año anterior, y sentía una extraña vinculación personal con la joven. No era tan dura como su padre, y eso podía deberse a que se había resistido a convertirse en Arlequín. Pero Maya ya había cometido un error, y la siguiente decisión que tomara sería su perdición.

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