Capítulo 30

Una hora antes de que su vuelo aterrizara en el aeropuerto de Heathrow, Hollis se metió en uno de los aseos del avión y se cambió de ropa en el reducido espacio. Cuando regresó a su asiento, creyó que llamaría la atención con sus pantalones azul marino y la camisa a juego, pero era de noche, la gente estaba grogui y nadie pareció fijarse en él. Había metido la ropa que llevaba antes en una bolsa que olvidaría en el avión. Todo lo que necesitaba para entrar en Gran Bretaña sin que lo detectaran se encontraba en el grueso sobre que llevaba bajo el brazo.

Durante los últimos días que había pasado en Nueva York, había recibido un correo electrónico de Linden explicándole que su misión allí había terminado y que había llegado el momento de que viajara a Inglaterra. El Arlequín francés no había podido localizar ningún barco dispuesto a llevarlo clandestinamente a Europa. Por otra parte, cabía la posibilidad de que la Tabula hubiera insertado sus datos biométricos en los bancos de datos de seguridad a los que tenían acceso los funcionarios de inmigración de todo el mundo. Cabía la posibilidad de que cuando llegara a Heathrow, las alarmas saltaran y lo detuvieran. Linden le había dicho que había una manera de entrar en Gran Bretaña burlando a la Red, pero para eso tendría que realizar algunas astutas maniobras en la terminal de llegada.

El vuelo de American Airlines aterrizó puntualmente en Heathrow, y los pasajeros se apresuraron a conectar sus móviles. Los guardias de seguridad observaron detenidamente a los pasajeros cuando bajaron a la pista y subieron a los autobuses que debían llevarlos a la Terminal Cuatro. Hollis no iba enlazar con ningún otro vuelo, así que debía tomar otro autobús que lo llevara a través del gigantesco aeropuerto hasta la Terminal Uno, donde estaba el control de pasaportes. Se metió en los aseos de caballeros y se quedó allí unos minutos. Luego salió y se mezcló con los pasajeros que llegaban de distintos vuelos. Poco a poco fue comprendiendo la astuta simplicidad del plan de Linden. Las personas que lo rodeaban no sabían que acababa de llegar en el avión de Nueva York. Los pasajeros estaban cansados y ansiosos por salir de la terminal.

Subió al autobús de enlace que se dirigía a la Terminal Uno y esperó a que se llenara de gente. Entonces sacó del sobre un chaleco reflectante de seguridad y se lo puso. Con el pantalón azul, la camisa a juego y el chaleco parecía un trabajador de la terminal. La tarjeta de identificación que llevaba al cuello era falsa, los zánganos del aeropuerto solo se fijaban en lo superficial, buscaban rápidas pistas para clasificar a los desconocidos.

Cuando el autobús llegó a la Terminal Uno, los pasajeros salieron y se apresuraron a cruzar las puertas eléctricas. Hollis fingió hablar por el móvil en la estrecha acera de la zona de descarga. Luego saludó con la cabeza al aburrido vigilante que estaba sentado dentro, dio media vuelta y se alejó. Durante unos segundos temió oír las sirenas de alarma y a la policía corriendo tras él, pero nadie lo detuvo. Había burlado el sistema de seguridad de alta tecnología del aeropuerto gracias a un chaleco reflectante comprado por ocho dólares en una tienda de bicicletas de Brooklyn.

Veinte minutos más tarde, Hollis estaba sentado en una furgoneta de reparto junto a Winston Abosa, un rollizo nigeriano de voz potente y trato agradable. Hollis miró por la ventanilla mientras atravesaban Londres. Había viajado por México y otros países de América Latina, pero era la primera vez que estaba en Europa. En las carreteras inglesas había muchas rotondas y pasos de cebra. La mayoría de las casas de ladrillo contaban con un pequeño jardín trasero. Por todas partes había cámaras de vigilancia enfocadas a las matrículas de los vehículos que circulaban.

El nuevo paisaje le recordó un fragmento del libro de Sparrow, El camino de la espada. Según el Arlequín japonés, un guerrero contaba con gran ventaja si conocía el terreno o la ciudad que iba a convertirse en su campo de batalla. Luchar inesperadamente en un lugar desconocido era como despertarte una mañana y ver que esa no es la habitación en la que te habías acostado.

– ¿Conoce a Vicki? -le preguntó Hollis.

– Pues claro. -Winston conducía con cuidado, con ambas manos en el volante-. Conozco a todos sus amigos.

– ¿Están en Inglaterra? No han contestado a ninguno de mis correos electrónicos.

– La señorita Fraser, la señorita Maya y la niña están en Irlanda. El señor Gabriel está… -Winston vaciló-. El señor Gabriel está en Londres.

– ¿Qué pasó? ¿Cómo es que ya no están juntos?

– Yo solo soy un empleado, señor. El señor Linden y la señora me pagan bien, y yo procuro no hacer preguntas sobre lo que deciden.

– ¿A quién se refiere? ¿Quién es la señora?

Winston aparcó la furgoneta cerca de Regent's Canal y condujo a Hollis por una serie de callejas hasta las abarrotadas arcadas del mercado de Camden. Avanzando en zigzag para evitar las cámaras de vigilancia llegaron a la entrada de las catacumbas, bajo la vía elevada del tren. Una mujer mayor con el pelo teñido de color rosa estaba sentada bajo un cartel que anunciaba sus servicios como echadora de cartas. Al pasar, Winston le dejó en la bandeja un billete de diez libras. Cuando la mujer se inclinó para cogerlo, Hollis vio que ocultaba en la mano un pequeño aparato de radio. Aquella anciana era la primera línea de defensa contra los visitantes indeseados.

Caminaron por el túnel y entraron en la tienda llena de instrumentos de percusión y de estatuas africanas. Winston apartó una bandera que colgaba de la pared y abrió una puerta de acero que daba a un apartamento oculto.

– Diga al señor Linden que estoy en la tienda -pidió Winston-. En cuanto a usted, si necesita algo, hágamelo saber.

Hollis se encontró en un vestíbulo que daba a cuatro habitaciones. En la primera no había nadie, pero encontró a Linden sentado en la cocina, tomando café y leyendo el periódico. Hollis hizo una rápida evaluación del Arlequín francés. Algunos de los gigantones contra los que había luchado en Brasil eran bestias deseosas de utilizar sus puños contra oponentes inferiores. Linden pesaba al menos ciento veinte kilos, pero no había bravuconería en su porte. Era un tipo tranquilo cuyos ojos parecían no perder detalle.

– Buenos días, monsieur Hollis. Supongo que todo ha ido bien en el aeropuerto.

Hollis se encogió de hombros.

– Me costó un poco encontrar la salida de los empleados. Después de eso, fue fácil. Winston me esperaba en la furgoneta en la calle.

– ¿Le apetece un té o un café?

– Me gustaría ver a Vicki. Winston me ha dicho que está en Irlanda.

– Por favor, siéntese. -Linden señaló una silla-. En los últimos diez días han ocurrido muchas cosas.

Hollis dejó el sobre donde había guardado el chaleco que le había servido de disfraz y tomó asiento. Linden se levantó, enchufó el hervidor y vertió dos medidas de café en una prensa francesa. Miraba a Hollis como un boxeador evaluaría a su adversario, sentado al otro lado del ring.

– ¿Está cansado por el vuelo, monsieur Wilson?

– Estoy bien. Este país no es más que «una habitación distinta». Eso es todo. Tengo que adaptarme a los cambios.

Linden pareció sorprendido.

– ¿Ha leído el libro de Sparrow?

– Claro. ¿Acaso va en contra de las normas de los Arlequines?

– En absoluto. Fui yo quien lo tradujo al francés y lo publicó en una pequeña editorial de París. El padre de Maya conoció a Sparrow en Tokio, y yo conocí a su hijo poco antes de que la Tabula lo matara.

– Sí, ya sé. Hablaremos de eso más tarde. ¿Cuándo veré a Vicki, Maya y Gabriel? En su correo me decía que respondería a mis preguntas cuando nos encontráramos aquí.

– Vicki y Maya están en una isla de la costa oeste de Irlanda. Maya está protegiendo a Matthew Corrigan.

Hollis meneó la cabeza y rió.

– Vaya, esto sí que es una sorpresa… Después de tantos años escondiéndose, por fin lo han encontrado…

– Lo que hemos encontrado es su cascarón… su cuerpo vacío. Matthew cruzó al Primer Dominio y algo debió de ocurrirle. No ha regresado.

– ¿Qué es el Primer Dominio? No conozco ese capítulo.

L'Enfer. -Linden se dio cuenta de que Hollis no entendía el francés y añadió-: El inframundo. El infierno.

– Pero ¿Vicki está bien?

– Supongo que sí. Madre Bendita, una Arlequín irlandesa, entregó a Maya un teléfono vía satélite antes de marcharse. Llevamos varios días llamando y llamando, pero nadie contesta. Madre Bendita estaba muy preocupada. En estos momentos está viajando hacia allí.

– Maya me habló de Madre Bendita. Creí que había muerto.

Linden vertió el agua hirviendo en la prensa francesa.

– Le aseguro que está viva y coleando.

– ¿Y Gabriel? ¿Puedo verlo? Winston me ha dicho que está en Londres.

– Madre Bendita acompañó a Gabriel a Londres, pero luego lo perdimos.

Hollis se volvió para mirar a Linden.

– ¿De qué está hablando?

– Nuestro Viajero fue a buscar a su padre al Primer Dominio. Está vivo, pero tampoco ha regresado.

– ¿Y dónde está su cuerpo?

– ¿Por qué no se toma antes el café?

– ¡No quiero ningún maldito café! ¿Dónde está Gabriel? Es mi amigo.

Linden encogió sus anchos hombros.

– Vaya a la habitación del fondo.

Hollis salió de la cocina y caminó por el pasillo hasta que llegó a una sencilla habitación; Gabriel estaba tumbado en la cama. El cuerpo del Viajero parecía inerte, insensible, como sumido en el más profundo de los sueños. Se sentó en el borde de la cama y le tocó una mano. Aunque sabía que Gabriel probablemente no podría oírlo, le habló.

– Hola, Gabe. Soy tu amigo Hollis. No te preocupes. Yo te protegeré.

– Perfecto. Eso es precisamente lo que queremos.

Hollis se dio la vuelta y vio a Linden en el umbral.

– Le pagaremos quinientas libras a la semana -añadió el Arlequín.

– No soy un mercenario y no me gusta que me traten como si lo fuera. Protegeré a Gabriel porque es mi amigo, pero antes quiero asegurarme de que Vicki está bien. ¿Lo ha entendido?

Hollis era partidario de una aproximación agresiva cuando alguien se empeñaba en darle órdenes, pero en esos momentos no estaba tan seguro. Linden se acercó y sacó una pistola automática de la sobaquera. Al ver el arma y la fría expresión del francés, Hollis se vio al borde de la muerte. «Este cabrón va a matarme…»Linden sujetó la pistola por el cañón y se la ofreció.

– ¿Sabe cómo usar esto, monsieur Wilson?

– Por supuesto. -Cogió el arma y se la metió en el cinturón.

– Madre Bendita llegará a la isla mañana. Allí verá a la señorita Fraser y ella le dirá si quiere volver a Londres. Estoy seguro de que usted podrá reunirse con ella en cuestión de días.

– Gracias.

– Nunca dé las gracias a un Arlequín. No hago esto porque usted me caiga simpático. Necesitamos otro guerrero, y usted ha llegado en el momento oportuno.

Hollis y Winston salieron a dar una vuelta por Chalk Farm Road. La mayoría de las tiendas de aquella calle vendían algo relacionado con la rebeldía: cazadoras y pantalones de cuero negro de motorista, vestidos de vampiresa gótica o camisetas con mensajes obscenos. Punks con el pelo de punta y teñido de verde deambulaban en grupos disfrutando de las miradas de los paseantes.

Compraron queso, leche, pan y café. Luego, Winston condujo a Hollis hasta una puerta, situada entre un salón de tatuajes y una tienda que vendía disfraces de hada. En el piso de arriba había una habitación con una cama y un televisor. El baño y la cocina estaban fuera, al final del pasillo.

– Esta va a ser su casa -le dijo Winston-. Si necesita algo, estaré todo el día en la tienda.

Cuando Winston se hubo marchado, Hollis se sentó en la cama y comió un poco de pan con queso. Olía a curry. Oyó el sonido de las bocinas de los coches. En Nueva York podría haber encontrado una forma de escapar, pero allí se sentía rodeado por la Gran Máquina. Todo habría sido distinto si Vicki hubiera estado con él, si pudiera oír su voz. El amor de aquella mujer hacía que se sintiera más fuerte. El amor te elevaba. Te conectaba con la luz.

Antes de ir al baño a darse una ducha, pegó un trozo de chicle entre la puerta y el marco, cerca del suelo. El plato de la ducha estaba mohoso, y el agua salía tibia. Cuando se vistió y regresó al cuarto, vio que el chicle estaba despegado.

Dejó la toalla y la pastilla de jabón en el suelo y sacó la automática. Nunca había matado a nadie, pero iba a hacerlo. Estaba seguro de que la Tabula lo esperaba. Lo atacarían en cuanto atravesara la puerta.

Sosteniendo la pistola en la mano derecha, introdujo la lleve con el mayor sigilo posible. «Uno», contó. «Dos y… ¡tres!» Giró el picaporte, aferró la pistola y entró de un salto.

Maya estaba junto a la ventana.

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