Capítulo 23

Gabriel oyó que la puerta del almacén se abría y que alguien subía por la escalera. Tapado con una gruesa colcha, se dio la vuelta y abrió los ojos. La hermana Faustina, la monja polaca, sostenía una bandeja de madera. Depositó el desayuno en el suelo y se lo quedó mirando con las manos en las caderas.

– ¿Duerme?

– Ya no.

– Sus amigos se han levantado. Cuando haya desayunado, vaya por favor a la capilla.

– Gracias, hermana Faustina. Lo haré.

La corpulenta mujer se quedó unos segundos cerca de la escalera. Miraba a Gabriel como si fuera una nueva especie de mamífero marino que las olas hubieran arrojado a la isla.

– Nosotras hablamos con su padre. Es un hombre de fe. -La hermana Faustina seguía mirándolo con fijeza. Se sorbió los mocos ruidosamente y Gabriel tuvo la impresión de que no había superado el examen-. Rezamos por su padre todas las noches. Quizá esté en algún lugar oscuro. Quizá no sepa encontrar el camino a casa…

– Gracias, hermana.

La religiosa asintió y volvió a bajar por la escalera. El refugio carecía de calefacción, de modo que Gabriel se vistió tan deprisa como pudo. La monja le había dejado una tetera, una rebanada de pan integral, mantequilla, mermelada de albaricoque y un buen pedazo de queso Cheddar. Gabriel tenía hambre, y dio cuenta de todo rápidamente; solo hizo una pausa para servirse una segunda taza de té.

¿Realmente había hecho el amor con Maya la noche anterior? En el frío refugio, con la luz del sol entrando a raudales por el ventanuco, los momentos de intimidad vividos en la capilla le parecieron un lejano sueño. Recordó el primer y largo beso, las velas titilando mientras sus cuerpos se unían y se separaban. Por primera vez desde que se habían conocido, había notado que las defensas de Maya se desvanecían y había podido verla con toda claridad. Ella lo amaba y se preocupaba por él, y él le correspondía. Ambos, la Arlequín y el Viajero, eran seres aparte del mundo cotidiano, pero de alguna manera aquellas dos piezas del puzle habían entrado en contacto y se habían unido.

Se puso la cazadora, salió de la cabaña de piedra y siguió el sendero que conducía a los otros edificios. El cielo estaba limpio, pero el día era frío; el viento del noroeste barría las ralas hierbas y los matojos de brezo. Una columna de humo de turba salía por la chimenea de la cocina, pero Gabriel eludió la comodidad de su interior y siguió hacia la capilla.

Maya estaba sentada en un banco. Su espada, dentro de la funda, descansaba sobre sus rodillas. Madre Bendita, vestida con un suéter negro de cuello alto y un pantalón del mismo color, caminaba arriba y abajo frente al altar. La conversación entre las dos Arlequines cesó nada más entrar él.

– La hermana Faustina me ha dicho que viniera.

– Así es -dijo Madre Bendita-. Maya tiene algo que decirte.

Maya lo miró, y Gabriel sintió como si le hubieran asestado una puñalada. La agresiva confianza de la joven Arlequín había desaparecido; parecía triste y derrotada. Gabriel comprendió que Madre Bendita sabía lo que había ocurrido entre ellos.

– Es peligroso tener a dos Viajeros en el mismo lugar -dijo Maya. Su tono era inexpresivo, carente de emoción-. Nos hemos puesto en contacto con el capitán Foley a través del teléfono vía satélite. Te marcharás esta mañana con Madre Bendita. Ella te llevará a una casa segura en algún lugar de Irlanda. Yo me quedaré y cuidaré de tu padre.

– Si debo marcharme, quiero que vengas conmigo.

– Esa decisión ya está tomada -intervino Madre Bendita-. No tienes elección. He protegido a tu padre durante seis meses. Esa obligación recae ahora sobre Maya.

– No veo por qué Maya y yo no podemos seguir juntos.

– Nosotras sabemos qué es lo mejor para tu supervivencia.

Maya sujetaba la funda de su espada como si el arma pudiera salvarla de aquella conversación. En su rostro se leía la desesperación y la súplica, pero seguía con la mirada clavada en el suelo.

– Es la decisión más lógica, Gabriel. Y esa es precisamente la tarea de los Arlequines: tomar decisiones lógicas en todo lo que se refiere a la protección de los Viajeros. Madre Bendita tiene mucha más experiencia que yo. Puede conseguir armas y tiene contactos con mercenarios en los que se puede confiar.

– Y no te olvides de Vicki Fraser y Alice -añadió Madre Bendita-. Estarán a salvo en la isla. No es fácil viajar con una niña.

– No nos ha ido tan mal.

– Habéis tenido suerte.

Madre Bendita se acercó a una de las ventanas de detrás del altar, desde donde se divisaba el mar. Gabriel quería discutir con ella, pero había algo en aquella irlandesa de mediana edad que resultaba muy intimidante. Con los años, Gabriel había presenciado más de una pelea en los bares y en la calle, cuando dos borrachos se insultaban y se iban calentando hasta llegar a las manos. Pero hacía muchos años que Madre Bendita había cruzado esa línea. Si la desafiabas, atacaba de inmediato y sin compasión.

– ¿Cuándo volveré a verte? -preguntó Gabriel a Maya.

– Tal vez dentro de un año, más o menos, pueda abandonar la isla -contestó Madre Bendita-. Quizá antes, si tu padre regresa a este mundo.

– ¿Un año? Eso es una locura.

– La barca llegará dentro de veinte minutos, Gabriel. Será mejor que te prepares.

La conversación había terminado. Perplejo, Gabriel dejó a las dos mujeres y salió de la capilla. Vio entonces que Vicki y Alice estaban en lo alto del risco. Subió por los peldaños de piedra hasta la siguiente terraza, rodeó el huerto y los depósitos para la recogida de agua, y siguió por el sendero hasta el punto más alto de la isla.

Sentada en un peñasco, Vicki contemplaba el océano azul que los rodeaba. En aquella isla, Gabriel tenía la impresión de que no existía nada más, de que estaban solos en el centro del mundo. A unos metros de distancia, Alice correteaba entre las rocas y se detenía de vez en cuando para azotar la maleza con un palo.

Cuando Gabriel se acercó, Vicki sonrió e hizo un gesto hacia la niña.

– Creo que juega a ser una Arlequín.

– No estoy seguro de que eso sea algo bueno -repuso Gabriel al tiempo que se sentaba junto a Vicki. Por encima de ellos, el cielo estaba salpicado de alcatraces y cormoranes. Las aves ascendían con las invisibles corrientes de aire y volvían a descender-. Me marcho de la isla -dijo.

Mientras Gabriel le relataba la conversación que habían tenido en la capilla, se dio cuenta de que la decisión de Madre Bendita cobraba peso y sustancia, como cuando una ciudad distante se perfila entre la niebla. El viento arreció y las aves empezaron a graznar con un sonido que aumentó su sensación de soledad.

– No te preocupes por tu padre, Gabriel. Maya y yo cuidaremos de él.

– ¿Y si regresa a este mundo y yo no estoy aquí?

Vicki le cogió la mano y se la apretó.

– Entonces le diremos que tiene un hijo que le es leal y que ha hecho todo lo posible por encontrarlo.

Gabriel regresó al almacén, encendió una vela y bajó al sótano. El cuerpo de su padre seguía tendido en la losa de piedra, cubierto por la sábana de algodón. La sombra de Gabriel bailó en la pared cuando apartó el cobertor. Matthew Corrigan tenía el pelo gris y largo y profundas arrugas en la frente y en la comisura de los labios. Cuando Gabriel era pequeño, todos decían que se parecía a su padre, pero hasta ese momento no había visto la semblanza. Tenía la impresión de estar mirándose a sí mismo tras toda una vida asomándose al corazón de los demás.

Se arrodilló al lado de su padre y apoyó la cabeza en su pecho. Esperó varios minutos y se sobresaltó cuando escuchó un débil latido. Sintió que su padre estaba allí, con él, llamándolo desde las sombras. Se levantó, lo besó en la frente y subió al piso de arriba. Cuando estaba cerrando la trampilla, Maya entró en la cabaña.

– ¿Tu padre está bien?

– No hay cambios.

Gabriel fue hacia ella y la abrazó. Durante un breve instante, Maya se entregó a sus emociones y se aferró a él mientras Gabriel le acariciaba el pelo.

– La barca de Foley acaba de llegar -dijo-. Madre Bendita ya se ha ido al embarcadero. Se supone que debes seguirla sin tardanza.

– Sabe lo de anoche, ¿verdad?

– Claro que lo sabe. -El viento empujó la puerta y Maya la cerró de un portazo-. Cometimos un error, y yo no hice honor a mis obligaciones.

– Deja de hablar como una Arlequín.

– Soy una Arlequín, Gabriel. Y no puedo protegerte a menos que me comporte como Madre Bendita, fría y racionalmente.

– No te creo.

– Soy una Arlequín, y tú eres un Viajero. Es hora de que empieces a actuar como tal.

– ¿De qué estás hablando?

– Tu padre ha cruzado y es posible que no regrese. Tu hermano se ha unido a la Tabula. Y tú te has convertido en la persona a la que todos esperan. Sé que tienes el poder, Gabriel. Ahora debes utilizarlo.

– Yo no lo pedí.

– Y yo tampoco pedí tener esta vida, pero eso fue lo que me dieron. Anoche los dos intentamos huir de nuestras obligaciones. Madre Bendita tiene razón: el amor te hace débil y estúpido.

Gabriel dio un paso adelante e intentó abrazarla.

– Maya…

– Yo acepto lo que soy. Ha llegado el momento de que asumas tus responsabilidades.

– ¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Guiar a los free runners?

– Podrías hablar con ellos. Sería un comienzo. Te admiran, Gabriel. Lo vi en sus ojos cuando estuve en Vine House.

– De acuerdo, hablaré con ellos. Pero te quiero a mi lado.

Maya se volvió para ocultarle el rostro.

– Cuídate -dijo con voz ahogada. Luego salió a toda prisa del refugio y corrió por la rocosa pendiente. El viento azotaba su negro pelo.

Gabriel cogió su mochila y bajó por la escalera de roca hasta el embarcadero. El capitán Foley trabajaba en el motor de su barca de pesca mientras Madre Bendita caminaba arriba y abajo por la plataforma de hormigón.

– Maya me ha dado las llaves del coche que dejasteis en Portmagee -dijo a Gabriel-. Iremos hacia el norte, a una casa segura del condado de Cavan. Allí llamaré a mis contactos y veremos si…

– Usted puede hacer lo que quiera -la interrumpió Gabriel-. Yo me vuelvo a Londres.

Madre Bendita se aseguró de que Foley no los oía.

– Has aceptado mi protección, Gabriel. Eso significa que soy yo quien toma las decisiones.

– Tengo algunos amigos en Londres, free runners, y quiero hablar con ellos.

– ¿Y qué pasa si no estoy de acuerdo?

– ¿Tiene miedo de la Tabula, Madre Bendita? ¿Es ese el problema?

La Arlequín irlandesa frunció el entrecejo y acarició la empuñadura de la espada que llevaba a la espalda. Parecía una reina pagana que hubiera sido insultada por uno de sus siervos.

– Está claro que son ellos los que tienen miedo de mí.

– Me alegro, porque yo vuelvo a Londres. Y si lo que quiere es protegerme, tendrá que seguirme a donde vaya.

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